Ella moriría a las 11:21 de la mañana.
Así estaba estipulado en el contrato. Por eso, aquel día se dirigió al Centro de Atención al Cliente ubicado en un coqueto barrio de la ciudad. Expiraría justo antes de los setenta años, cuando se vencía la garantía de su reemplazo. De seguro podría sobrevivir un par de decenios más, pero era política de la compañía que los usuarios cambiaran al vencimiento; no era bueno para la imagen del producto que anduvieran por allí reemplazos “medio chocheando”.
Ya a las diez en punto estaba en un cuarto blanco, recostada sobre un cómodo sillón. En su cabeza le pusieron una diadema metálica de la que salían bandas que circunscribían su cabeza. En el centro de la diadema había una pequeña luz azul. A la par del sillón había una especie de cápsula similar a un sarcófago, cuyo interior estaba lleno de una luz blanquecina. Le habían quitado la tapa para que pudiera inspeccionar su próximo reemplazo antes de iniciar. Esta vez sería masculino.
La luz de su diadema cambió a verde, igual que la luz del sarcófago. Ahora sólo le quedaba descansar, mientras una sensación de relajamiento la invadía poco a poco. Mientras tanto, miraba con satisfacción aquel rostro masculino y juvenil. No recordaba ya cuántos años habían pasado desde que nació, ni su género original, ni exactamente cuántos reemplazos llevaba; debían de ser entre 5 y 8.
Eso era normal en quienes tenían varios reemplazos por detrás; gajes de la memoria humana, que debía de olvidar más y más detalles, conforme las vidas se apilaban una sobre otra.
Igual que en las veces anteriores, no había nadie en la habitación, tampoco había relojes. Como todas las veces. Pondría atención esta vez, a ver si podía recordar algo más. Siempre rememorar el “cambio” era como tratar de recordar el momento justo antes de dormirse.
De pronto la luz de su diadema se apagó. Después de unos segundos se volvió a encender, pero blanca, mientras que a su reemplazo lo envolvía una luz azulada.
Se suponía que eso indicaba que el proceso había terminado.
Pero ella seguía allí, en su viejo cuerpo.
Miró en todas direcciones. Como esperando que alguien llegara a darle explicaciones de lo que estaba pasando. Entonces se detuvo su mirada en el reemplazo. Notó con angustia que su pecho comenzaba a subir y bajar con la tranquilidad de un buen sueño, mientras que a ella la sensación de adormecimiento la invadía con mayor fuerza. Intentó levantarse, sólo para darse cuenta de que sus miembros no reaccionaban.
En efecto, estaba muriendo, tal y como fue programado. Y en ese momento lo entendió, todo el proceso se trataba de “copiar” en el nuevo cuerpo, no de “transferirla”...
Al mediodía él estaba afuera. Recordaba todo, excepto el incómodo episodio de su muerte anterior... justo como lo estipulaba el contrato.
Daniel Figueroa. Nació el 22 de mayo de 1981, en San José, Costa Rica. Profesionalmente, es ingeniero civil e industrial; labora en la Universidad de Costa Rica, en el Programa de Investigación en Desarrollo Urbano Sostenible (ProDUS-UCR), en labores de planificación urbana y del transporte.
Desde los 13 años se ha dedicado a escribir textos literarios. Ha participado en el Taller de Don Chico Zuñiga, bajo la coordinación de Henry López y en el Taller Miércoles de Poesía, bajo la coordinación de Adriano Corrales. Ha publicado en la revista del mismo taller (Revista Miércoles de Poesía, #2). Actualmente está en proceso de publicación otro relato corto, “Titulares”, como parte de una colección de cuentos cortos centroamericanos, con la editorial Catafixia, Guatemala. La mayor parte de su trabajo está inédito.
Y para que pueda tomarse su tiempo para disfrutar su lectura puede descargarlo aquí: Inmortalidad s.a. - Daniel Figueroa
Excelente cuento. Un fino derroche de síntesis. !Bien hecho!
ResponderEliminar