Razones para
no hacerse un tatuaje
Imponer en el cuerpo un tatuaje debería ser
realizado después de una profunda y exhaustiva lista de razones justificadas
para hacerlo. Por mencionar unos ejemplos, hay culturas donde éste lleva
consigo una connotación de índole religiosa, espiritual, de guerra o fertilidad.
Un tatuaje en la piel debe ser
- Realizado por un especialista que utilice medidas de asepsia normadas por un ministerio de salud.
- No debe ser tomado a la ligera: debe tener un significado importante que no sea causante de conflictos a futuro.
- No debe ser realizado por moda.
Aclaro estos tres puntos para evitar las preguntas rutinarias después de muchas copas y de la respectiva embarazosa goma del siguiente día.
Doy fé que el uso de un tatuaje en la piel por las
razones equivocadas puede provocar serios daños a la salud.
Es importante aclarar otro punto.
Una razón de peso para NO hacerte un tatuaje debe
ser la presión de grupo o peor aún, la presión del novio, esposo, amante, o lo
que sea.
A mi ex novio, Armando, lo amé con intensidad.
Cuando lo acompañé a tatuarse, no imaginé que él colocara mi nombre. En
consecuencia, dada la situación e inocencia, me vi forzada a hacer lo mismo. Las
letras de su nombre se impregnaron en mi seno izquierdo. Caracteres muy elegantes,
estilo gótico, cerca de mi corazón. Algo romántico ese día, hasta que me enteré
de los numerosos senos izquierdos, nalgas y tobillos, que tenían su nombre.
Terminamos. Y ese tatuaje me dolió. Odiaba tanto que Armando se hubiera ido con otra, pero ver su nombre
inscrito en mi seno brindaba paz y confort a mi espíritu. Si lo observaba bien, le daba realce a mi busto.
A mi tatuaje le encantaba lucirse ante mi ex, sobre
todo cuando hacíamos el amor y a mí me tocaba encima. Parecía agrandarse para
mostrarse orgulloso ante su progenitor. Claro que eso lo excitaba más provocando en mí otras
emociones. El tatuaje acariciaba mi seno izquierdo como una extensión de las
manos de Armando, y al hacerlo, provocaba una vulcanización de mis emociones al
punto de erupción con solo verlo a los ojos.
Al terminar la relación, no sólo sufría yo, sino
también mi tatuaje. Los dos pensábamos en él. Las letras impresas con
caligrafía estilo gótico ya no sentían la necesidad de seguir en mi pecho. Me
enojaba que en las noches mi tatuaje llorara por él mientras yo sufría por la
falta de sus caricias y orgasmos.
Para engañarlo, coloqué una foto de Armando en el techo. Con el pecho al descubierto, las
letras de Armando observaban a su padre, provocando que se acurrucara y
durmiera tranquilo. No era justo para mí, porque lo extrañaba y observaba su
foto recordándolo.
Decidí romper su foto. Al hacerlo, manteníamos una lucha entre las letras de
Armando y los intentos por olvidarlo. Llegué incluso a maldecirlo. Le decía que
era un malagradecido y él respondía que era su padre y tenía derecho a verlo.
Con el devenir de los días nos fuimos acostumbrando
a su ausencia y tras los cambios de mes y suspiros de minutos, un año pasó.
Charlábamos y reíamos, mientras nuestra
relación mejoraba. Un día fuimos a hacer las compras y allí estaba Armando. Con
su bebé y la desgraciada que nos lo quitó. Se veía tan varonil con sus tatuajes de mariposas y flores además
de mi nombre inscrito en su piel. Siempre tan guapo y masculino. Mi tatuaje al
sentir su olor lo llamó. Me impulsó tratando de acercarme a Armando, yo anclé
mis pies en el suelo negando sus llantos y gritos hacia él. Las letras negras
estilo gótico me acariciaron como lo hacían cuando estábamos desnudos. Como loca
traté de no extasiarme frente al rostro
de él, mientras me observaba con extrañeza. Inventé una excusa ridícula y corrí
al baño con miles de orgasmos frustrados.
En la noche mientras pensaba en lo tonta y estúpida
que había sido al saludarlo, mi tatuaje pasaba momentos de angustia y soledad.
Necesitaba a su padre. Comenzó a agrandarse tanto que mi piel se estiró hasta
desgarrarse y rompió la blusa. Alzó vuelo en busca de él y las flores tatuadas en su piel. Yo acepté su
partida. Era lo mejor para los dos.
El nombre de Armando
con letras negras surcó los cielos en la noche estrellada. Destilaba
pequeños rastros de sangre mientras lo buscaba con sus pequeños ojos negros. En
medio de los tejados y ventanas, divisó la figura de su padre. Inició el
descenso con los brazos abiertos. Distraído, no presintió la lechuza que seguía
el olor de la carne con sangre. Sus garras lo capturaron llevándolo al nido.
Mientras las letras de Armando eran devoradas por sus crías, sentí que una
parte de mí murió.
Mi piel ya sanó. Pero las heridas del amor de Armando quedaron. Ahora lo pienso bien
antes de hacerme un tatuaje. Si llegara a hacerme uno, tatuaría mi nombre.
El suelo que
te abraza
Surgían sonidos en mis oídos, conforme los sentidos poco a poco despertaban. Con
cautela, percibía. Ladridos. Uno, dos, tres. De nuevo la mudez. Intentaba deducir el
origen de los aullidos. Los ojos hacían el esfuerzo por abrirse. Tranquila. Respira. Poco a poco,
despacio, lento. Pausado. 1, 2, 3, 4… Así
es. Serena. Obscuro. Negro, negro sombrío. La tierra. El polvo. Por un polvo de minutos me uní en
matrimonio. En ese momento mi corazón latía fuerte, la sangre surcaba
rápido las arterias para recuperarse del
desmayo y no toleraba los latidos en el pecho, dolían. Respira despacio. Mi consciencia. Dispuse utilizar el sonido como
fuente de recolección de datos para determinar el punto exacto en el que me
encontraba. Autos. Buses. Bocinas.
Todos mezclados con los sonidos caninos que quizás se encontraban encerrados
tras una reja. Lo comprobé por la insistencia. Imagino veían pasar los autos y
con su furia trataban de abarcarlos. Cumplían la visceral función de enmarcar
con fuerza aquel halo de misterio alrededor del rótulo que dice “cuidado con el perro” el cual se
encontraba en la parte superior izquierda de la puerta de la reja. El sonido
del viento enmarcaba los tejados de la fría habitación. Chocaba, se colaba tras
las rendijas, instauraba remolinos en la unión de las paredes con los techos.
Realizaba una danza interminable de susurros no perceptibles a la mayoría si no
se prestaba atención. Un reloj. Suena el
tic tac. Marcaba el movimiento lento pero firme de la aguja segundera que
impulsaba los minutos para avanzar el día. Poco a poco, empecé a recordar que
hacía en el suelo.
Me enclaustré en él “es mejor lo viejo conocido que
lo nuevo por conocer.” En el matrimonio que llevaba, mi día giraba bajo
comandos de vida. Mantener el orden. Limpiar lo sucio. No pienses, respira. Horas y días de vida, minutos de viento,
instantes del pasado transitado hacia un recuerdo que a nadie le importa. A mí,
ya no. Las llantas pasaban sobre el lodo creando marcas borradas por las
siguientes. Así es la humanidad. Una
renovación. Recordé donde estaba. En el suelo, en mi casa, pensando en el
tiempo. Con el polvo de tierra en la cara y cuerpo. Llena de moretones y
sangre. Soy una declaración de muerte. Traté de levantarme después de los golpes
recibidos. Llora Lluvia. No el cielo. Mi hija, Lluvia.
Tuve una hija demasiado joven. La tuve con el
primer y único polvo de mi vida. Al principio me pareció novedad. Con el tiempo
llegó a aburrirme. Pero no puedes hacer nada. Toda mi vida he padecido del mal
del olvido. Por parte de la sociedad, de mis padres, de los vecinos, incluso de
Dios. No teníamos dinero, y nos instalamos en el único cuarto situado a orillas
del basurero. Nuestro nido de silencio. Afuera, nada pasaba. Dentro, era el
infierno.
Todo era posible gracias a Lluvia. Una vez encontré un vestido de princesa
manchado con colores y olores de la ciudad. Lo lavé bien y quedó como nuevo. Al
verla con el vestido puesto era toda una princesa. Esa noche se durmió con el
traje puesto. Cada vez que lo exhibía,
abría un paraguas, salía a la calle en medio del polvo, y las casas de láminas.
Danzaba con sus pies mientras imaginaba ser una extranjera. Proponía su
historia al mundo sobre andar de
vacaciones en un basurero. Cuando andaba de princesa, decía ser una voluntaria
más. Como los que a veces llegan a enseñarles a los niños a tomar fotos, o los
otros que instruyen a las mamas a hacer collares con papel, y aquellos que
muestran la forma de separar la basura para el reciclaje. Aquellos, los que
llegan por la mañana y por la tarde se van
a sus casas con techo y cielo falso, junto a un piso de alfombra o de
azulejo. Nosotros regresábamos a nuestra casa con tierra como alfombra para los
pies.
Recuerdo haber tomado una piedra de nuestro barrio
después de haberla aventado hacia la lámina de la casa vecina. Esta rebotó y
cayó sobre la calle de tierra húmeda. La recogí del suelo, la probé y pensé. Este es el sabor de mi tierra. El suelo
y yo, éramos íntimas amigas.
Había estado acostumbrada a mostrar mi vestido
tejido con su aliento, cuyos bordes matizaron las vidas que le perdoné. Exhibí la lucha de carnes, el cementerio de
besos, las obtusas ideas, las lúgubres caricias, las necrópolis de viento. Mi
perfil se marchitó y creó un camuflaje con el satélite lunar
enmascarando tristezas. Maquillé el
rostro de materia, disfracé la soledad con muchedumbre. Todos los días
justificaba mis muertes diarias, las lavaba hacia cualquier bulto que
confiscara los recuerdos, además de
ideas inútiles implantadas de momentos extemporáneos. Ajenos a su
tiempo. A veces los almacenaba, por si en algún sitio me serían de
beneficio. La tierra de mi casa me acompañaba
siempre. En cada caída, ella me abrazaba. Al igual que Lluvia. Ella esperaba a
que él se pusiera de nuevo el cincho o cerrara la puerta para hacerlo. Llegué
en un momento tomarle cariño. Me sentía suelo. Podía pisarme, mojarme, pero
seguía en pie.
Esa última vez, los golpes fueron mayores. Moje la
tierra con la sangre de las patadas recibidas como su despedida. Mi amiga, la
tierra, junto con el polvo, nos hicimos uno al aceptarme como inquilina. Eso
fue lo que me salvó. Adormecida de la
pérdida de sangre, sentía sus pisadas.
Un capullo moreno y brumoso cubrió mi entidad. Mi piel se rasgó, mientras los
pétalos morenos cayeron al suelo. Con cada huella recibida, detecté piel nueva
cubrir mis ropas, y detalles de mujer nueva florecieron en mi. De manera
invisible para él, pero mi nuevo caparazón de metal pesaba tanto, lo suficiente
para que la huella de sus zapatos no hiciera daño en mi cuerpo. Pesadilla o
realidad, a manera de espejismo, el polvo se rebeló. Formó un remolino
alrededor de él provocando ceguera en sus ojos. La tierra cubierta con mi
sangre devolvió los golpes acumulados por las caídas, moretones y saliva
cubrieron su piel. No soportó mucho tiempo. El cuerpo de él tendido en la
tierra, era solamente un recuerdo de un ser humano. Estaba completamente
deformado, mientras pedía con el último suspiro ayuda, yo iba tomando vida de
nuevo. El suelo lo ocultó bajo sus capas.
Abrí los ojos. Escuché los ladridos y el llanto de
Lluvia. Traté de levantarme, y no pude. Me dolía demasiado. Escuché a mi niña
agitarse al correr hacia mí. Sentí sus manos acariciar mi pelo mientras gritaba
mami.
Solo alcanzo a decirle estoy bien,
mija. La sequía de caricias llevaba
ya varios años presente en la vida de nuestra familia aumentada en manos
ásperas y de piel rugosa. Dicen que si no acaricias una piel con amor, ésta se
desgarra y se transmite la falta de tacto a través de generaciones. Tuve a mi hija en un tiempo en el que hubo
amor. También cuentan que polvo eres y en polvo te convertirás. Al final de los
párrafos, te das cuenta, del suelo que te abraza y cómo tú te abrazas con él.
Caminan azonzadas con sus máscaras de noche
gritando improperios y lanzando irreverencias
con palabras disfrazadas de momentos luz,
cámara, acción. Empieza la fiesta. Ingresan a aquel pequeño bar con cigarro
en mano beben una, dos, tres. Las mesas estorban, las sillas quieren bailar
mientras sus pies se mueven al ritmo de la cumbia que estimula los cuerpos y
sus hormonas, sugieren el apareo de hombres con mujeres, hombres con hombres,
mujeres con mujeres, como sea. El orden
de los factores no altera el producto. Quieren continuar con el bailoteo. Salen e ingresan a
la noche desenfrenada lanzándose a la
calle, escupen a los autos, vomitan en el suelo. Mientras las drogas de las
manos en otros bolsillos son alcanzadas
por sus dedos que las impulsan al centro
de sus fosas nasales. El cuerpo pide más.
Entran a otro bar, más obscuro esta vez. Detectan las masas y cadáveres
danzantes bailar al ritmo del musicón, saltan
y saltan sin parar. Cada vez más
alto alcanzando decibeles circunscritos en el rítmico y pegajoso haz de luces
que ilumina el lugar. Rojo, verde, azul. Luz de láser ó neón, ¡qué importa quítate el calzón! Hace estorbo. Pasan las horas. Una, dos, tres, cuatro.
Los ojos con pupilas dilatadas no piden descanso y el cuerpo sigue en actitud
erguida. ¿Se acaba la fiesta? Vamos a mi
cuarto. Se adhieren otros al after. En esa pequeña habitación se aplica el donde caben dos caben 30. Sigue el baile,
las luces, la función. Las caricias, las
orgías, el hedonismo de diez minutos. No te conozco, dime quién sos. Las diez
de la mañana. Tiempo de contabilizar los daños y responsables. Dicen que no hay
mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista. Eso es lo que dicen, quién
sabrá si es cierto. Lo que ellas si saben, es que en la noche resucitan, y
vuelven a bailar.
Marilinda Guerrero Valenzuela. (Guatemala,
1980) Odontóloga con especialidad en endodoncia por la USAC. Publicó su primer
libro “Relatos de Sábanas” de la
editorial Letra Negra, en octubre de 2011. Publicó un relato en el evento
“Gráfica escrita” donde realizaron un dibujo de su texto en una revista digital
de diseño gráfico. Publicó cinco relatos en la revista digital “Te Prometo Anarquía”.
Ha participado en eventos de poesía y narrativa como “100,000 poetas por el
cambio”, “Arte para vivir” llevados a cabo en la ciudad de Guatemala.
Visite su Blog: http://www.mariguerval.blogspot.com
Aquí puede descargar en formato pdf: Marilinda Guerrero Valenzuela - Razones para no hacerse un Tatuaje
Excelente relato, me sentí muy identifica y la lectura es super entretenida un fuerte abrazo Marilinda.
ResponderEliminarSe aprecia mucho tu comentario Evelyn, al trabajo de la buena amiga Marilinda.
ResponderEliminarSiéntete siempre bienvenida de pasar por aquí