Imagen Digital de Oscar Pedro Bustos |
Nuestra última noche
Cuando por fin se cerraron las
puertas del cementerio salí de mi escondite y me arrodillé a los pies de su
tumba todavía tierna. Los vecinos del pueblo no me habían permitido acercarme a
ella ni siquiera después de muerta, a mí, que la quise más que nadie. Yo nunca
la hubiese dejado sola, metida en una caja, enterrada bajo el suelo para seguir
con mi vida como si nunca hubiera existido. Yo no, yo amaba a Lucrecia, yo
nunca la dejaría. Nunca.
No me fue fácil encontrar una
pala para cavar, el enterrador las guardaba bajo llave y tuve que echar la
puerta abajo, arriesgándome a que desde el pueblo escucharan los golpes. Una
astilla me arañó el ojo derecho y las gotas de sangre se mezclaron con mis
lágrimas. Mordí el mango de un cuchillo oxidado para no gritar de dolor, cogí
la pala del enterrador y volví junto a mi amada.
Me quité el abrigo y lo dejé
plegado sobre una lápida vecina. Era el abrigo que me regaló el párroco para el
entierro de mi madre y nunca más lo había vuelto a usar, para no estropearlo.
Le dije al párroco que cuando me muriese, quería que me enterrasen con él
puesto.
Cogí la pala y cavé fuerte,
rápido, hundiéndome en la tierra húmeda. Vi mis manos azules levantar la pala,
una y otra vez, para clavarla en el vientre de la tierra, ansiosas por salvar a
Lucrecia que esperaba dormida bajo mis pies.
Al fin golpeé la tapa de madera,
me agaché sobre el ataúd y aparté la arena con las manos. Cogí aire y,
aguantando la respiración, lo abrí. Al verla me desmoroné, Lucrecia, mi niña,
estaba muerta como una muñeca con el cuello roto, sin brillo, azul. Me dejé
caer sobre ella y la abracé llorando, con la desesperación de haber llegado
tarde a aquel abrazo, soñado tantas veces cálido y tierno, que se me perdía rígido
entre los dedos helados. Solo sus cabellos seguían vivos todavía y reflejaban
los tristes destellos de la luna, que se escondía culpable tras la niebla
negra. Sumergí entre ellos mis mejillas y mis ojos, mis lágrimas y mi sangre.
Derrotado me acosté junto a ella,
contemplando la fina cicatriz que le partía en dos la barbilla, la cicatriz que
también era mía. Me acerqué y la lamí, salada, y sentí que Lucrecia ya me había
perdonado.
Allí nos sorprendió, recostados
en la estrecha cajita de madera, aquel maldito perro negro y flaco, con la
lengua fuera, goteando babas. Nos miraba sonriendo, jadeando de placer,
burlándose de mi tristeza y saboreando ya la carne dulce de mi amada Lucrecia.
Le tiré una piedra que golpeó sus
costillas, pero el maldito demonio ignorando mi ataque se asomó un poco más.
Asustado me incorporé y agarré la pesada pala del enterrador dispuesto a
reventarle la cabeza cuando otras dos bestias, hijas del mismo padre,
aparecieron a sus costados. Mi escaso valor me abandonaba, busqué la mirada de
Lucrecia para encender mi corazón y horrorizado descubrí que a mis espaldas
otro diablo calentaba ya con su fétido aliento el cuello frágil de mi niña.
Grité con todo mi odio y me
abalancé sobre él, pero el muy cobarde de un salto se elevó hasta el borde de
la fosa. Y allí permanecieron, acechando, a la espera de que el cansancio y el
miedo me debilitasen.
Me senté frente a Lucrecia,
abatido. Levanté con cuidado sus párpados para ver aquellos preciosos ojos
grises por última vez. Los cogí con las yemas de mis dedos temblorosos y ante
las fauces rabiosas de las negras bestias los engullí sin masticar. Y los
demonios aullaron clamando venganza, helándome el alma hasta desquiciarme, pero
en mi garganta sentía el calor de mi niña que me alentaba a desafiar al mismo
infierno.
Animado por mi triunfo empuñé el
cuchillo oxidado del enterrador y abrí los labios carnosos de Lucrecia, los
besé con ternura, saqué su lengua morada y la corté, los perros gruñían con
espuma entre los dientes, pero yo gruñía más fuerte y les hacía retroceder.
Había aprendido a vencerles, no me podrían apartar de Lucrecia, esta vez no.
La desnudé cortando a tiras su
traje blanco y una belleza jamás soñada me desarmó, mis labios se perdieron
entre sus senos pequeños y blancos, y mis manos incrédulas acariciaron sus
caderas prohibidas.
Unos colmillos se clavaron en mi
cuello arrancándome aquel breve instante de felicidad por el que mi vida valió
la pena. Recuperé el cuchillo y apuñalé una y otra vez al animal hasta que sus
mandíbulas se aflojaron. Lo agarré de las patas traseras y lo lancé fuera del
foso. El resto de la manada desapareció tras él.
Me abracé a mi deseada Lucrecia y
mordí sus muslos carnosos, devoré su vientre tierno sorbiendo cada vena y
relamiendo cada poro, y su cuerpo enteró se escondió en mis entrañas.
Cuando los demonios volvieron, la
belleza de Lucrecia estaba a salvo de sus lenguas hediondas. Viéndose
derrotados se reunieron alrededor de las tripas de su general y, una vez
saciado su apetito, regresaron a su maldito infierno.
Aquella última noche, nuestra
última noche, pude descansar en la tumba de mi amada hasta el amanecer.
Me despertó el enterrador con un
golpe seco en el estómago, y después vinieron muchos más. Me sacaron del
cementerio y me arrastraron por las calles del pueblo. Junto al río me
obligaron a cavar mi propia tumba, y con la pesada pala del enterrador cavé de
nuevo, bajo el sol de la mañana, orgulloso y feliz.
Me arrojaron al agujero todavía
con vida, y me apedrearon y me escupieron hasta que dejé de respirar.
Terminaron de cubrir la fosa con cal y arena, y por fin me dejaron,
descansando en paz
con mi amada
Lucrecia.
Eternamente.
Jorge
Victoria Ahuir. (1976) Escritor nacido en Algemesí (España) y residente en
Changchun (China). Estudiante de lengua y literatura chinas, distribuye sus
relatos por la red como único método de publicación. Es el creador del
blog-personaje Saturnio Tabares.
Sus relatos son costumbristas, fantásticos, o ambas cosas a la vez."
Aquí puede descargar en formato pdf: Nuestra última Noche
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estimado escritor,
ResponderEliminares domingo por la mañana, la resaca todavía martillea mi cabeza y ayer disfruté de mi "casi-última" noche con un amigo en mucho tiempo y para colmo cuando salía del dormitorio, sin querer, le he pegado una patada al sinfonier y me he jodido la uña del dedo pequeño.
así que cuando he leído el título de su historia (nuestra ultima noche) he pensado, esta es la lectura que necesito para hoy....en fin y después leer su relato "costumbrista" de amor con gusanos al estilo descuartizador (bueno mas bien a mitad), joder se me ha quedado un mal cuerpo!!!!
la historia mola pero para la próxima, ponga una nota previa del tipo: "no recomendable para niños ni situaciones de bajón físico y/o moral"
no le entretengo más, le mando mucho ánimo para seguir con su prometedora carrera literaria y recuerde que si a los sueños los acompañamos de acciones se convierten en logros.
abrígese por Chang Chun
un fuerte abrazo
Jorge, queda muy profesional el relato en esta página. Los apuntes sobre tu biografía aún más. Te lo mereces y el relato igual.
ResponderEliminarA escribir y felicidades por esta publicación.
Un abrazo.
Hola:
ResponderEliminarSoy Oscar Pedro Bustos, el autor de la imagen que acompaña tu relato. Primeramente decirte que es para mi un halago., y en segundo que la historia me impresionó un poco, no se que fue primero, si la imagen acompañó al relato o al revés. Por otra parte decirte que estas obras en mi país están protegidas por los derechos de propiedad intelectual., mientras las utilices sin fines de lucro y mencionandome como autor puedes usarla., mas cuando pinte un cobre acuerdate de mí. Ahora te mando un saludo y recuerda de visitar mi blog (oscarpedrobustos.blogspot.com) y dejar tus comentarios allí. Desde Buenos Aires Argentina, Oscar.
Me pillaste Oscar! Pero que bueno que ha sido un halago para vos.
ResponderEliminarY ya me he hecho seguidor de tu blog y tu bello trabajo.
Saludos!
Lo olvidaba... sobre el "cobre" tristemente, ni gratis quiere leer la gente... pero ya llegará la retribución... Saludos!
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