Estampa
de noviembre
Aunque yo
la encontraba tan hostil y salvaje como un animal herido, con Rafaela era
suave: le traía galletas como las que le gustaban desde que mi amiga era una
niña y, a veces, anuncios de obras o recitales en las que participaban y donde
conocían hombres con los que salían un mes o incluso menos, como el fotógrafo
ese de apellido alemán que tomó a Penélope el retrato que Rafaela observaba en
sus días de nostalgia; y al siguiente día decidió él abandonarla al enterarse
de que ella, detrás de sus ojos grises, escondía la capacidad de hablar con los
habitantes del aire. Fue entonces que Penélope se convirtió en estatua de sal.
Decía
Rafaela que por eso se había entregado a las criaturas volátiles del aire que
le ofrecieron un sitio entre sus filas y se había trocado en estatua de sal. Todas
estas cosas me las contaba en su luto anual, cuando cruzaba la casa barriendo y
recitando parlamentos largos y embrollados que, en el silencio de la casa,
sonaban como el lamento inextinguible que eran; y cuando dejó de comer sal por
temor a devorar la carne corroída de gente que –como Penélope- había corrido el
infortunio repentino de hacerse uno con la tierra.
A veces
me preocupaba que Rafaela contemplase tanto su nostalgia y su melancolía por
Penélope: no creí que soportaría ella la visión de la Gomorra ardiente de sus
tristezas, y no la soportó; la encontré sentada en el sillón cuando regresé de
mi trabajo, ya convertida en sal. Jamás me imaginé que estaría en la misma
situación: ahora, bajo la tarde de noviembre, repaso la fotografía de Rafaela
que más me gusta y pienso en ella y en las cosas irrelevantes que juntos
hicimos, sin que me queme la ceniza de mi propia amargura.
Sofía
Ella insiste en confundirme con una Sofía que
fue -según me ha dicho su hermana- la primera amiga de secretos por la noche y
juegos en el parque que tuvo ella en esta ciudad. De nada sirve que yo me
excuse cuando la señora Selvamaría trata de despertarme recuerdos que nunca
tuve ni que le recuerde que me llamo Elena, señora, no Sofía. La hermana
mantiene que soy idéntica a la tal Sofía, pero no sabe si es el cabello, o los
ojos otoñales o la voz escondida: no tiene fotografías ni memorias luminosas
que le permitan asegurarse.
La señora Selvamaría no recuerda que Sofía
murió hace mucho devorada por una bestia. Le he prometido a su hermana que no
se lo haría saber jamás, aunque el miedo me esté empujando a revelarle la
verdad: ya estoy harta de soportar noche tras noche las respiraciones de un
animal en el cuello, los árboles altos y delgados fluyendo entre la tarde, yo o
Sofía o las dos corriendo, un desarraigo caliente en el cuerpo, un vértigo
blanco y abrir los ojos.
Ya me cuesta asimilar que soy Elena de nuevo,
solamente Elena, la chica que hace la limpieza; la muchacha que ya preparó las
maletas para regresar a casa esta misma noche; la niña que, antes de hacerlo,
lava la sangre que ha estropeado las sábanas y el piso de la habitación.
Pedro Romero Irula. (San Salvador, El Salvador, 1996.) Narrador.
Formó parte del proyecto Escuelas de Jóvenes Talentos en Letras de la
Universidad Dr. José Matías Delgado y el MINED.
Estudia en el Externado San José. Tiene inédita la colección de cuentos
“Lentas invasiones”. Ha publicado textos en la revista Bitácora.
Aquí puede descargar en formato pdf: Estampa de Noviembre / Sofía de Pedro Romero
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Pedro ell chistoso. Hey maje, lo puliste.
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