Mesías
Algunos
le aclamaban públicamente como el Mesías, a otros no les cabía la menor duda de
que era el Anticristo. Él prefería hacerse llamar Batman, a secas. Jamás le
pasó por la mente que su icónico murciélago sería interpretado como una cruz de
brazos desproporcionados ni que el mero roce con su capa sanaría a los
enfermos. Sin proponérselo, iglesias enteras se habían levantado en su nombre y
estampitas de su imagen con la cabeza coronada por un nimbo se vendían en las
calles. Muchos rabinos escépticos no tardaron en publicitarlo armando calurosos
debates en las sinagogas. Idealista hasta la exasperación, una única motivación
justificaba su proceder: la instauración de un nuevo orden. Había nacido en una
ciudad que se alimentaba de sus propias regurgitaciones, en camino a inmolarse
a sí misma con la sangre de sus hijos. Oprimida más por unas tablas de piedra
perdidas que por dogmática corrupción, Ciudad Gótica se consumía en la
desesperación, nadando en sus propios desperdicios políticos, temerosa pero
consciente de su desenlace inevitable. La clase alta, en su mayoría patricios y
cónsules romanos, intentaba frenar el descontento popular a punta de promesas
intangibles y falacias que aseguraban prolongar un mitológico estado de bonanza
de la ciudad, celebrando sus virtudes inexistentes y conquistas sociales que
jamás nadie percibió. Una bola de delincuentes liderados por payasos, pingüinos
y mutilados había declarado un estado de guerra permanente contra el Cæsar
siguiendo una apremiante sed de poder. Compartían la premura de la población,
harta también de la lepra política y finanzas publicas al borde del
colapso. Convencidos de que un sistema
político tan viciado como el suyo no tenía otro destino más que convertirse en su
propio sepulturero, habían desplegado una campaña de oposición que pretendía
derrocar uno por uno a los magistrados y desfalcar el tesoro nacional. Ya fuera
por la descoronación del Cæsar cuya parsimonia mantenía a todos con los nervios
de punta o por paliativa muerte natural del sistema, lo único que mantenía viva
a Ciudad Gótica era la espera de la muerte. Con todo, había quienes de vez en
cuando manifestaban rachas de insensata esperanza. No tuvieron que esperar
demasiado tiempo cuando las noticias comenzaron a alimentar sus anhelos. Pocos se
creían merecedores de una redención cuando Batman hizo su primera aparición. La
policía no supo al principio cómo reaccionar ante este nuevo agente anárquico
de justicia. Ninguno de sus operativos había sido capaz de interceptar diez
traficantes de drogas y cuerpos en una noche; ninguno tampoco había matado a la
mitad de esta cifra. Culpado oficialmente por asesinato y amenaza al orden
público, sus siguientes hazañas fueron colmando la paciencia de la policía,
cuya reputación cercenó en cosa de meses, y le granjearon una imagen grandiosa
y terrible que bullía con las opiniones más contrastantes. Varias docenas de
apóstoles se autonombraban ungidos y hacían grandes esfuerzos por esparcir la
fe. “El Hijo del Hombre no necesita andar escondiéndose en la oscuridad de la
noche, ni permanecer reticente ante las mil preguntas que ha generado en el
pueblo” era argumento predilecto entre rabinos. Es verdad que Batman jamás
había concedido una entrevista antes los medios y que sus escurridizos modales
lo acercaban más a la canalla que combatía que a las expectativas del sector
que defendía. “Todo lo que tenía que decir ya lo dijo en las Escrituras. Son
sus acciones y no sus palabras lo que cuenta” respondían los apóstoles ante la
inexistente (a todas luces reprochable) retórica de su maestro. Milagroso era
su políticamente inconcebible éxito como líder mudo. Quizá consciente de la
volubilidad de la palabra, se diría que quería huir de todo aquello que pudiera
emparentarlo con el menor destello de demagogia. No necesitó una sola palabra
para comprar el estatus de santidad popular. Tema principal de periódicos y
grafitis, las autoridades religiosas no se animaban a proclamarse sobre ninguno
de sus milagros. Sus archivos fueron coleccionando cartas y pruebas científicas
de tumores extirpados de la noche a la mañana atribuidos a la intercesión del
murciélago. Otros milagros eran mucho más circenses, en especial sus
inexplicables desapariciones al ser sitiado por la policía varias veces, su
comprobada inmortalidad tras golpes y estocadas que equivalían a una muerte
segura, ni qué decir de su identidad incólume, huérfana de conjeturas
verosímiles. ¿Quién era aquél criminal que no se atrevía a dar la cara por sus
delitos? ¿Qué lección de humildad quería dar este Innombrable? Muchos quisieron
ver en su máscara su propio indulto contra la sangre que había derramado,
transfiriendo a su alter ego la obra de sus manos. Otros no tardaron en
especular sobre su subrepticia relación con una prostituta y ladrona, conocida
en el bajo mundo como Gatúbela. Los periódicos silenciaban su verdadero nombre
y se limitaban a publicar detalles sin importancia de su vida personal:
perfumera de oficio durante algún tiempo, de innegable belleza, vista en más de
una ocasión entre grupos de apóstoles. No fue hasta su conversión pública, sin
embargo, salvada de ser apedreada por trifulcas extramaritales, que su nombre
fue a dado a conocer (no su nombre de pila, sino un nombre nuevo escogido para
ella por su redentor: María Magdalena). Desde ese momento los paparazzi nunca
la dejaron tranquila. Pronto dieron a conocer que, empecinado con la ilusión de
perseguir fama, un joven de diecisiete años aficionado a las artes marciales y
adivinatorias, se había lanzado en la frenética búsqueda de su quiróptero ídolo,
buscando su guarida en establos, talleres de carpintería, mercados y cavernas.
No se supo nada de él en meses. Su familia, desesperada ante su desaparición,
interpuso varias denuncias por corrupción de menores y se embarcó en una
cruzada inútil para recuperar a su hijo. Cuando los medios comenzaron a
publicar imágenes de Batman junto a un nuevo, innominado subalterno, nadie tuvo
la menor sospecha de quién se trataba. Entre los tabloides se coló la
información (¿espuria?) de que su nombre había sido cambiado a Boanerges. Todos
los demás periódicos, manteniéndose al margen de lo que sus hermanos menores
publicaban, y al no tener un nombre oficial con qué designarlo (su familia
había comprado piadosa discreción para con su hijo) lo denominaron Juan, siendo
el nombre más común que encontraron. Había nacido una tradición: cambiarse el
nombre fue desde entonces condición sine qua non para seguir a Batman. Las
conjeturas sobre la verdadera naturaleza de su relación con el chico, pan de
cada día, instauró nuevos cánones de santidad en la Iglesia. En un gigantesco
esfuerzo por mitigar los insidiosos efectos expelidos todos los días por la
prensa, los apóstoles dedicaron incontables horas a compendiar las escenas más
significativas de la vida y obras de su caudillo en folletos que fueron
apodados “historietas” por los escépticos, denigrando su objetividad histórica;
los más procaces las llamaban cómics, no por la generosa afluencia de grabados
de los primeros incunables, sino porque los episodios que narraban se les antojaban
oscuramente cómicos. Se sobreentendió que los apóstoles habían rubricado un
pacto de silencio cuando, ante una tempestad de averiguaciones, atribuyeron a
la ornitología la fuente de sus escritos. Estas historietas no podían menos que
exaltar la imaginación popular y afianzar un culto que se propagó
vertiginosamente. La proliferación de apóstoles dio pie a nuevas series de
historietas no oficiales que fueron censuradas como apócrifas por la incipiente
institucionalización del credo. La prensa, motejada como “la historieta de los
gentiles”, seguía publicando noticias que rápidamente perdieron credibilidad
pese a la profusión de fotografías y testimonios. Llegó un punto en el que no
había consenso sobre la veracidad de noticias, historietas ni leyendas populares
en torno a Batman. Con tantas versiones de diferentes hechos, el culto sufrió
cismas y reformas que terminaron prácticamente convirtiendo a su fundador en el
máximo motivo de separación entre la población. El único acontecimiento que sí
fue registrado tanto por conversos como paganos fue su ejecución. El gobierno
se rehusó a dar explicaciones oficiales sobre su captura en una madrugada de
invierno que todos siguieron por televisión. La disgregación de los apóstoles y
el suicidio de uno de ellos fueron cubiertos por medios menores a los que pocos
prestaron atención. Pilatos dispuso de un referendo popular para decidir la
suerte que habría de correr Batman. Una multitud sin memoria, aturdida por una
algarabía de mitos autoexcluentes entre sí, decidió liquidarlo en pena de sus
violaciones a la ley, desconociendo el estado de bonanza que Ciudad Gótica
comenzaba a experimentar en materia de seguridad y economía. Como si la súbita
purificación de sevicia urbana les causara un severo malestar moral. Sin oponer
resistencia alguna, porque era el mismo pueblo por el que había peleado el que
ahora lo sacrificaba, Batman se sometió al ejercicio de la ley del hombre por
vez primera. Expiró, sin antes pronunciar palabras en latín que nadie se
atrevió a transcribir. Quienes han vivido para contar aquél día terrible
recuerdan un cambio repentino en el tiempo atmosférico y la certidumbre de que
acababan de cometer una grave prevaricación. Los tabloides publicaron una
entrevista (¿espuria?) con Juan en la que el pupilo explicaba sucintamente el
destino de su Maestro: “Batman no ha muerto porque los símbolos no mueren. Su
grandeza no reside en haber desterrado a los payasos, sino en responder a la
mayor necesidad de esta ciudad: un líder.” Tres días después, los apóstoles
esperarían ansiosos el momento en que Batman se levantaría de las cenizas.
Guillermo
Salas Suárez nace en la ciudad de Grecia,
Costa Rica, en 1990.
Sus
trabajos se pueden acceder en su blog de autor Artificios, en su mayoría cuentos, ensayos y artículos sobre
literatura y música.
Otras
áreas de interés incluyen religión, sexualidad y traducción.
Actualmente
reside en Illinois, activo como músico freelancer.
Descargue la Versión en PDF de este texto: Mesías - Guillermo Salas Suarez
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