Para reseñar el trabajo de Diego Van Der Laat,
pareciera que no queda más que escribir como él lo hace, desde sí mismo, como
conversado con un amigo de la infancia que se reconocerá de inmediato en sus
narraciones. Pero eso me pone a prueba a mí mismo, porque Diego Van Der Laat y
yo no somos amigos en el sentido convencional de la palabra y sospecho que nunca
hemos coincidido en el mismo lugar y a la misma hora, y si así ha sido,
seguramente ninguno se dio cuenta.
Pese a ello, no sé por qué, siento que somos
amigos, incluso y esto no tiene ninguna importancia para nadie, él y yo tenemos
unas cervezas pendientes, eso lo sabemos él y yo, y seguro que ese lugar y
tiempo llegará como suelen llegar todas las cosas.
Así que voy a referirme al libro de un amigo que no
conozco, “Veintidós”, que de muchas maneras me recuerda esas misceláneas de Cortázar como “Último
round”, “La vuelta al día en ochenta mundos” o “Los autonautas en la
cosmopista” pero no por la azarosa organización y composición de los textos
(lástima, Van Der Laat ordenó muy bien los suyos, cómo me hubiera gustado algo
más de aleatoriedad) Pero digo que me recuerda al cronopio mayor por esa
voluntad lúdica y la insana picardía de saberse la más de las veces buen
protagonista de sus propios relatos.
Entonces lo que tenemos en “Veintidós” es un
rejuntado (por favor, esto no tiene ninguna connotación negativa) de textos, el
mismo autor nos lo advierte al inicio, pues recicla en este un pequeño volumen
anterior “11 textos temporales”, otros de sus colaboraciones en la Revista
Dominical de la Nación, o de su sitio web www.sanjosereves.com,
etc. La cuestión es que en sus propias palabras “publicar este libro deja mi bandeja limpia, vacía” es decir, que
no se guardó nada, que este desprendimiento podría indicar un cierre y una
apertura hacia proyectos totalmente nuevos, quizá.
Y cuando me refiero a misceláneas, es precisamente
a textos como “La plasticina café” donde la memoria antes homogénea ya no lo es,
sino un amasijo, una sustancia imposible de separar en partes. En este texto
por cierto, Van Deer Laat nos hace un guiño para recordarnos que plasticina es
una marca, y que salvo en tiquicia el mundo la conoce por su verdadero nombre:
plastilina, de la misma manera que llamamos “cinta scotch” a la cinta adhesiva,
“zipper” a la cremallera o “pilot” a los marcadores. Además, en este primer
texto del libro, nos queda claro que como en todos los siguientes, el libro se
escribe desde un punto de vista, el de Diego Van Der Laat, sus coordenadas
están ahí, para quien coincida con ellas.
“Ahora es
tarde en la noche de un día muy largo, en el cuarto de al lado estoy yo, tengo
treinta y cinco años; y estoy tratando de separar la plasticina pero ya no
puedo hacerlo”
Este hubiera sido un cierre maravilloso para ese
texto.
Por esa voluntad aglutinadora del autor, y
vaciamiento, nos parece que los resultados son irregulares, a veces nos
emociona y nos hace saltar de la silla, y otras nos desilusiona, sentimos que
se reitera en su fórmula de composición, por ejemplo: “De por qué creo en el ratón de los dientes” y “La rama que flota”. En ambos, el autor repite la fórmula:
Apertura, una situación cotidiana como ir al dentista o un día de paseo en la
playa; Situación disparatada, súbitamente un acontecimiento rompe la
tranquilidad, el paciente se traga una muela, unas bañistas comienzan a
ahogarse; Cierre, donde la situación se resuelve en una especie de glosa del
autor que se redondea con el título de la narración, el ratón de los dientes sí
existe pues le dejó dinero en el excusado después de cagar la muela, o cuando
tenga que jugarse la vida, sabe que lo hará.
El desarrollo de las situaciones disparatadas solo
parece ser escenografía, el narrador en primera persona siempre agudo, siempre
ingenioso, nos cuenta un “algo en medio” solo para llegar a un final que parece
previsto de antemano. No pasa lo mismo con otro texto que sigue la misma
estructura, me refiero a “Asfixia”
donde sí sentimos que se logra plenamente la circularidad pretendida por el
autor. No así en “El niño Gusano”
donde otra vez el final se siente forzado a encajar, mediante la añoranza,
desde el juego infantil en el patio hasta una final de la Champions (el aparato
nemotécnico del autor no necesariamente funciona igual para todos).
Diego Van Der Laat - Fotografía de Esteban Chinchilla. |
Hay otros textos, donde ese desarrollo de la
situación disparatada es más nuclear y sustantivo, en este sentido cabría
destacar los textos trillizos (porque están escritos de la misma forma); me
refiero a las crónicas de viaje, el primero “El
retrato de John Anthony Gillis”, “Nahual” y “En un jeep al hotel”, en ellos
la picardía del autor y hasta una pequeña muestra de cinismo se sienten más
frescos. Pero hay que destacar “En un
jeep al hotel” porque en este su infaltable M deja de ser una referencia
nada más y la sentimos como un personaje verdadero. Y bueno, ahí es cuando Van
Der Laat realmente nos gusta, cuando sus personajes cobran vida, cuando M y A
las sentimos verdaderas como en el cruel pero bellamente ejecutado “El gran quetzal de la tele” o en “El fin de la infancia” y, “La memoria de los Peces”, que cierra la
colección acertadamente y abre una brecha de interrogantes, de preguntas por
mejorar, y que como niños nunca hemos respondido ¿Por qué murió Happy? ¿Por qué
acaban las películas y los libros que nos gustan? ¿Por qué morís vos?
Hay otros brevísimos, no cuentos exactamente, más
bien viñetas, pequeñas escenografías con un tono más cercano al divertimento,
prosa ligera como “Simón de Cirene”, “Pequeño
Larousse”, “Alfileres”, “Dos de otra época”, “Sitifis Colonia”; aunque
también hay gazapos, como “Las dos
esferas” y “Peligrosísimo Pájaro”.
Van Der Laat es espontáneo, parece que todo lo que
escribe le sale de un tirón, no se excede, pero no desaprovecha tampoco para
dejar entre líneas sus destellos de ingenio. Sabe encuadrar, crear atmósfera, pese
a sus tramas mínimas, “Muñecona” es
un buen ejemplo de caracterización y construcción de un tipo, de una
singularidad, pero sin exceder los límites de la viñeta. Lo mismo pasa con “Glory Days”, donde es inevitable para mí
como lector solidarizarme con el toro, extraña vendetta, donde el narrador que
pudo ser en primera persona prefirió la tercera persona singular, ¿tal vez
porque el autor no pudo penetrar en otra subjetividad sin dejar de ser él
mismo? Podría considerarse esto último como una fortaleza en algunos casos y
una debilidad también y hasta en una tendencia de la mayor parte de nuestros
narradores, la unitonalidad, su casi obsesivo control, sin importar si es en
primera o tercera persona singular, inclusive cuando usa la primera persona en
plural, mientras no tenga que desdoblarse en la subjetividad del otro siempre
reconocemos al mismo hablante, el mismo punto de vista, la misma voz. Insisto,
es virtud, a partir de ahí se construyen los rasgos que identifican, que
vuelven inequívoco un texto y nos hace exclamar: “Esto lo escribió Van Der
Laat”, pero también limitación, que puede acabar en tedio.
Germán Hernández
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