Como editor, sabía que cualquier cosa podía llegar hasta su
escritorio, a veces eran esos textos que lo inspiraban y le confirmaban por qué
había luchado por llegar donde estaba, y otras veces eran sencillamente textos
que lo hacían volver la mirada hacia una ventana, hacia el mundo exterior, hacia
la salida.
Pero aquella vez le pusieron un texto que al ver en su
portada el nombre del autor lo hizo sentir arcadas. ¿Por qué a mí?
No había visto siquiera el contenido, no podía, sabía que
cada línea que trabajara estaría traspasada por esa animadversión que sentía
hacia el autor, ese tipejo intragable, académico encopetado, laureado, reconocido,
encumbrado. Lo odiaba y lo envidiaba por igual.
Pero también sabía que ese autor había sido denunciado por
acoso sexual, y también se le abrió un proceso, y fue sancionado durante ese
proceso, nada más que una nalgadita en comparación con el escarnio que otros
han recibido, sí, no hay atenuantes para esto, pero para ese todo siguió igual,
o mejor. Cómo odiaba esa hipocresía.
Era un asunto de conciencia, sencillamente no podía trabajar
en ese texto que lo hacía odiar lo que amaba, le escribiría al director de la
editorial un correo explicando sus razones, esa necesidad de recusarse, no iba pasar
de ahí. Pero también sabía que ese desaire se lo cobrarían de otras maneras,
imaginables unas, otras, las peores, no podía imaginarlas aún.
Entonces sacudió la cabeza, pero, ¿qué me pasa?, ¿acaso no
soy un profesional? Y comenzó a hacer su trabajo
Germán Hernández.
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