Creo que tendría entre 17 y 19 años cuando leí por primera vez Los premios de Julio Cortázar. Me pareció fantástica, especialmente los monólogos de Persio, las dulces ingenuidades del pequeño Jorge, la inquietante iniciación sexual de Felipe, en fin, todo escrito con esa prosa frondosa, y esa discreción exquisita del narrador omnisciente.
Ya pasaron bastantes años de aquella lectura juvenil, vuelvo a enfrentar el texto y no ocurrió la magia de la primera vez. Esta vez me resultó aburrida, incluso frívola. Eso sí, la técnica con que fue escrita está fuera de todo reproche. Inútiles las alegorías y rancias interpretaciones, la lucha de los personajes de cruzar de la popa a la proa del barco ante una arbitraria y misteriosa prohibición no alcanza para componer teorías existenciales sobre la otredad y los que buscan transgredir la realidad, trascenderla. Mas que nada quedan los insignificantes diálogos de sujetos que no hacen más que estar sentados fumando.
Pero hay un elemento que ahora me ha llamado la atención, uno que no fue relevante, apenas incidental durante mi primera lectura, se trata del presunto brote de tifus en el barco, y que justificaba el aislamiento de los pasajeros en una parte del barco. Escribo esto durante el segundo semestre de 2020, en circunstancias en que la nueva cautividad en que vivimos se antoja semejante a la de los pasajeros del Malcom, unos tan conformes y resignados, otros tan furiosos e iconoclastas, así son los pequeños ecosistemas que tan bien sabe construir Cortázar en sus obras.
Julio Cortázar |
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