Alberto estaba sirviendo el tercer trago de la botella de Paticruzao que a duras penas lograra conseguir para celebrar sus cuarenta años, cuando Alodia ingresó a la sala alocadamente. ¡Está sucediendo una cosa terrible! ¡Vamos para la casa! Chica, pero eso no se hace, estás arruinando mi fiesta, y ni siquiera llegan los invitados. Nada, es urgente, la bebé se está muriendo y acabamos de hacer un tremendo descubrimiento. Ni modo Alberto, dejemos el ron para más tarde. Ni modo caballero, vamos a ver qué sucede con mi ahijada. Chavelita, luego regreso, voy a casa de las tres hermanas.
Mientras cruzábamos la cuadra para llegar a casa, y en tanto Alodia le refería a Alberto el estado delicado de su sobrina de 6 meses, repasé rápidamente los hechos. Hacía dos meses, luego de grandes dudas y discusiones, había tomado la decisión de venirme a vivir con Lina a casa de su madre. En la misma habitaban su hermana menor, Alicia con su esposo René, y su pequeña bebé, además de Alodia y sus dos hijos: César y Oscarito. A los pocos días iniciaron los extraños acontecimientos. Como no teníamos una habitación para nosotros - no había cama pa'tanta gente - y mientras se limpiaba y acomodaba el "cuarto de los chunches", Lina dormía en la habitación de su madre, yo en un catre a un costado de la sala. Claro, antes de conciliar el sueño, Lina se trasladaba al catre donde disfrutábamos de nuestros secretos e intensos juegos amatorios. El calor hacía que me durmiera desnudo, sin embargo por el pudor de amanecer en el centro de la casa, me debía vestir al menos con calzoncillos y una camiseta. Pero había mañanas en que amanecía completamente desnudo y no encontraba mi ropa interior. Presentía bromas pesadas de Lina. Pero no era ella. Mis calzoncillos aparecían hechos un puño bajo el colchón del catre, las camisetas colgadas de las ventanas.
Por esas noches Alodia tuvo la primera visita: sintió que alguien se posaba en su cama. Despertó y vio un tipo sentado al borde de la misma. Era moreno, peinado con carrera al medio y con harta brillantina. Vestía una camisa de cuadros en diferentes tonos de verde. Pero su rostro no se percibía claramente. Alodia gritó. Todos nos levantamos alarmados. Musa, la madre, diagnosticó una pesadilla por acostarse tan tarde y andar pensando en esas tonterías. Sin embargo Lina también tuvo una visión. Viajando en la guagua de regreso a casa, una mujer negra desde el fondo le mostraba una sortija. Recordó que alguna vez en sueños había visto a esa misma mujer. Cuando se acercó, a la hora de bajarse, observó claramente que en la sortija, incrustados, estaban su retrato y el mío, los cuales se intercambiaban, mordiéndose indistintamente. Y aunque su formación intelectual y su militancia en el Partido no le permitían creer en la religiosidad popular, fue a consultar la cuestión con una Santera. Hay espíritus que no quieren irse del sitio en que vivieron porque no aceptan estar muertos o porque simplemente no se han percatado de su paso a la otra dimensión. Incluso hay entes que se enamoran de personas vivas y hasta son capaces de hacerles el amor. Se trata sin duda de un espíritu que está enamorado de ti y tiene celos de tu novio.
Dispersa y atropelladamente Alodia relataba que la noche anterior había escuchado la voz del visitante nocturno: ¡Allí están, son L y M! ¡Allí están, son L y M! A ella se le figuraba que el visitante señalaba hacia afuera, justo donde quedaba el "cuarto de los chunches". En esa habitación deben estar. Pero esa tarde, conversando con Tito el Responsable del CDR de la cuadra, se había enterado que quienes vivieron allí antes de la llegada de ustedes de la provincia eran dos mujeres, se llamaban Laura y Marta (¡L y M!). Eran santeras. Yo mismo participé de la limpieza de la casa después de la muerte de Marta, Laura falleció anteriormente. Recuerdo el altar, tuvimos que enviarlo a la basura con todas esas vainas repugnantes que ellos usan, cocos podridos, tabaco, tierra de cementerio, plumas de aves, huesos. Sí, chica, eran santeras, y de las que se fajaban.
En la casa todo era un alboroto. La confusión y la incertidumbre se apoderaron del entorno. Ciertamente la bebé estaba en cuidados intensivos y los médicos no conocían la causa de su gravedad, era atacada por un virus desconocido en la isla. Lina había entrado en un paroxismo extraño y Alodia insistía en abrir el "cuarto de los chunches" para sacar a L y M. A duras penas, pues la puerta estaba muy trancada. Alberto y yo lo abrimos. Yo ingresé pero no había luz eléctrica en la pieza. Salí para buscar una lámpara o algo parecido. En ese instante la puerta se cerró misteriosa y abruptamente. La llave quedó por dentro. En ese momento, justo en ese momento, me convencí de que algo extraordinario estaba ocurriendo. Por más que insistimos no pudimos abrir la puerta. Hubo que derribarla a patadas. Revisamos con lámparas. No había nada fuera de los muebles desmantelados, electrodomésticos rusos en mal estado, juguetes rotos, libros viejos, polvo... Alodia insistió en colocar una cruz en la entrada conformada por dos cuchillos mientras peroraba contra L y M incitándolas a salir y a enfrentarse con ella. Por primera vez se me puso la piel de gallina.
Alberto al reconocer lo peliagudo de la situación, y a pesar de su conciencia obrera militante, propuso que consultáramos con un primo suyo quien era santero. Pero vive al otro lado de la ciudad. En ese momento, justo en ese momento, recordé a Pablo, el instructor de danza folklórica que nos estaba ayudando en la investigación sobre vudú para el montaje de El Reino de este Mundo de Alejo Carpentier. Yo estaba laborando como asistente de Dirección en el Teatro Buendía con la Maestra Flora Lauten. Tenía un par de meses de conducir la investigación folklórica. Pablo era un negro imponente, atlético, sin embargo leve en la escena, suave en la cotidianidad. Siempre me había preguntado por su edad, aparentaba treinta años, por eso casi me voy de espaldas cuando me confesó que tenía 55. Hacía una semana habíamos estado en un "toque" donde por primera vez vi "caer el santo". Eleguá se posesionó de Pablo quien, al cadencioso ritmo de los batá, bailaba frenéticamente escupiendo aguardiente y abriendo el camino del bosque nocturno con un machete iluminado. Pablo nos puede ayudar. Oíme Alberto, conozco un compañero que sabe de estas cosas, es un Babalao, vos sabés que yo no creo, pero él es muy serio y conoce del asunto. ¿Vive muy largo? No, al otro lado de la bahía, por Habana del Este, en Cojímar para ser más exactos. Bueno, vamos pa'llá chico, queda más cerca que Marianao. Pero no se tarden, por favor no se tarden gritaban en coro Lina y Alodia.
Al abordar el taxi me dije para mí mismo: si Pablo está en casa esto que estoy viviendo es real, si no está es puro cuento. Pablito no era tan hogareño que dijéramos, mucho menos por las noches, pues si no tenía función estaba ensayando, y si no bailando en algún Cabaret o enamorando alguna mulata en el malecón. Era un tipo con una energía extraordinaria. Si está en casa la vaina se complica de verdad. Le dijimos al taxista que nos esperara. Toqué a la puerta una vez, dos veces, a la tercera va la vencida: ¡Pero Chico que es esto! ¡Por tu madre Chico! Pablo cerró intempestivamente mientras escuchamos sus pasos perdiéndose aceleradamente hacia el interior. Esto se complicó, me repetí. ¿Qué hacemos? No sé Albertico, esperar... Transcurrieron un par de minutos... Pablo abrió nuevamente haciendo una especie de pases magnéticos. ¡Pasen muchachos pasen! ¡Caballero!, ¿pero desde dónde traen ese muerto? ¿Cuál muerto? El que venía tras de ustedes, lo sentí desde antes de abrir, por eso tuve que ir a buscar mi protección. Nuevamente la piel de gallina. Pasamos a la sala donde estaba el Altar Mayor con sus velas, sus guerreros, las ofrendas del último trabajo. A ver, cuéntenme qué sucede. Atropelladamente le expliqué lo que sucedía, Alberto me ayudaba a hilvanar las inconexas frases. El taxista viene con ustedes... entonces que se marche porque esto va para largo. Primero una limpieza. Mientras trasegaba plantas y flores, y suavemente golpeaba a Alberto con las mismas haciéndolo girar sobre si mismo, mascullando oraciones incomprensibles, fumando un largo tabaco y vertiendo aguardiente, me fue explicando lo que según él sucedía y la estrategia a seguir. Yo sé que tú no crees Chico, ves esto científicamente, o artísticamente si se quiere, teatralmente según tu trabajo, pero esto es muy serio, incluso también te voy a limpiar, aunque el muerto venía tras de éste. Mira, lo que sucede es que hay un espíritu muy fuerte en esa casa, y es dañino, quiere echarlos de allí, y está empezando por el ser más débil, por la bebé, siempre sucede así, si hubiese un animal, una mascota, ya se habría muerto. Lo que vamos a hacer es lo siguiente:
Llamó a su mujer, Dianita, una bella mulata de aproximadamente 20 años. Vamos a hacer un triángulo: Dianita, ¡tú empiezas a preparar el muñeco! La joven esposa obedeció con inmediatez: corte de la tela, rellenar, coser. Se vistió ceremonialmente con una túnica color púrpura, trajo un huevo y comenzó a pasarlo por una diminuta pira desde donde ascendía un incienso violáceo. Lanzó los caracoles consultando con las deidades en yoruba o bantú. Pablo no era el mismo, era otro, se transformaba en un guerrero rumbo a la tierra de la muerte. Yo me quedaré aquí trabajando. Necesito que llamen a casa y digan a la gente que está allá: favor colocar muchas flores por todas las estancias, vasos con agua y ojalá una cruz de metal a la entrada, pueden ser dos cuchillos cruzados. (¡Alodia previsora!) Llamé y giré todas las instrucciones. Ahora ustedes se marchan al hospital con este huevo y el muñeco, ¡pónganme mucha, mucha, atención! Deben pasar el huevo al bebé por todo el cuerpo, así, alrededor de todo el cuerpecito, como un pequeño masaje, luego colocan el muñeco bajo el colchón de la cuna, o bajo su ropita, y lo dejan allí. Deben salir inmediatamente y romper el huevo en una palma real o en una ceiba, enterrarlo en un cementerio, o lanzarlo al mar. No pueden romperlo sino en la ceiba o en la palma real, y lanzarlo, sino al cementerio, al mar. ¿Está claro? Sí, pero ¿cómo vamos a entrar al hospital? ¡Son las 11 de la noche! ¡Van a entrar, no se preocupen! Pero, ¿y si no entramos? ¡Van a entrar!, no se preocupen, ¡van a entrar! Está bien, vamos a entrar, pero, ¿y si no entramos? Van a entrar, no se preocupen, yo lo sé... Está bien, vamos a entrar, pero supongamos por un minuto que no nos dejan entrar, ¿qué hacemos? Van a entrar, se los aseguro, van a entrar, pero si por alguna razón no pudieran, por alguna extraña razón, me llaman inmediatamente. Una vez roto el huevo márchense a la casa, me llaman apenas lleguen. Eso sí, van a tener dificultades para llegar allá, posiblemente los obstaculicen para llegar o para comunicarse conmigo. Pero yo me quedaré aquí velando por ustedes, ¡buena suerte!
Tomamos otro taxi hacia el hospital. Las calles estaban casi vacías. Llegamos. No había nadie en la entrada principal. Extraño, muy extraño. Ingresamos por el pasillo central, médicos, enfermeras, empleados, nos miraban como si nada, como si fuésemos funcionarios del hospital. Avanzamos por mera intuición, llegamos a un cruce de vía, ¡al segundo piso! dijo Albertico. O.K. compadre. Continuamos hasta un nuevo cruce de vía. Debemos preguntar. Una enfermera nos contestó amablemente. Continúan hacia la derecha, luego a la izquierda y allí de frente encontrarán la sala de Cuidados Intensivos. Ciertamente. Allí estaba Alicia dormitando al lado de la cunita. No fue necesario explicar demasiado. Ella haría cualquier cosa por salvar a su bebé. Pasé el huevo, Alicia me ayudó a sostener sondas y sábanas, y ella misma colocó el muñeco bajo el pequeño colchón. Un abrazo, lágrimas. Salimos. La noche se había iluminado con un suave resplandor como si el Caribe se refractara en sus propios reflejos de plata. Un suave olor equidistante entre jazmín y salmuera inundaba los jardines del mismo hospital, donde (¿casualmente?) había una palma real. Con la furia contenida hasta ese momento estrellé el huevo en el amplio tronco de la palmera. El impacto proyectó una estrella multicolor con un brillo inusitadamente intenso, y si no lo hubiese escuchado no lo repetiría: un quejido ambiguamente humano se perdió por la madrugada. Otra vez la piel de gallina. Nos miramos más que asombrados y sin ninguna señal salimos disparados hacia la calle en busca de un nuevo taxi.
Las calles y avenidas de La Habana Vieja se iluminaron más que de costumbre. El tráfico se amplió, los transeúntes también. Parecía atardecer de carnaval. Lejos se escuchaba algún guaguancó combinado con un dulce danzón. Pero nadie nos "daba botella", ningún taxi aparecía, si lo hacían pasaban de lejos. Intentamos conversar con la gente pero no nos respondían, nos evitaban o nos hacían señales obscenas, y saltando, con terribles flatulencias, enroscados en una exótica danza, nos daban la espalda. Semejaban fantasmas, zombis bajando hacia el malecón. Caminamos calle abajo. Caminamos y caminamos. Más gente bajaba, venían con atuendos estrafalarios, capotes rimbombantes, sombreros gigantescos. Carruajes extraordinarios pasaban exhalando humo, autos de carrera con cilindros que lanzaban pompas de jabón, carretas sin bueyes, caballos desbocados con cintas rojiamarillas, auriverdes, bicicletas sin ciclistas, pelotones de arlequines, hileras de mantudos, grupos de monjes sin cabeza, payasos, acróbatas, beisbolistas, tragallamas, verdugos... La ciudad se convertía lentamente en un remolino mientras la espuma escarlata rociaba violentamente la avenida del malecón. Todo giraba como una tormenta, giraba y giraba como una gigantesca orquesta, cientos de comparsas alzaban el tono de la música carnavalera, miles de danzantes se desnudaban por el río humano e iniciaban una larga cópula entre todos, orgiástica manera de exorcismo colectivo, movilidad transparente de la cornucopia habanera. De repente una música de infancia me transportó hasta un tiovivo azul, carruseles y chinamos de diferentes juegos de azar en pueblos y aldeas desconocidas. Caminamos y caminamos por veredas y trillos. Nos perdimos. Cuando el sol salió nos encontramos en pleno centro de la Plaza de la Revolución.
A duras penas retornamos a casa. Nadie había dormido esperándonos. Hasta Chavelita vino preocupada por su marido. Nos acribillaron con regaños y preguntas. ¿Cómo se les ocurre irse de juerga en estas circunstancias? ¿Cómo de juerga? Nos tomó tiempo reconocer que nuestras ropas estaban raídas y expelíamos un desagradable olor mezcla de aguardiente, ron, azufre y desconocidas hierbas. Las explicaciones fueron inútiles. Pero coño, ¡llamemos a Pablo para corroborar!, salvó crucialmente la tanda Alberto. Claro, llamemos. Al otro lado escuché la voz iracunda de Pablito, pero dónde coño se metieron. Él sí entendió explicaciones. Lo sabía, los tenían que extraviar. Necesito que se vengan para acá inmediatamente, ustedes dos, la chica que vio al espíritu y tu novia. Si pueden tráiganse al marido de la madre de la criatura.
Llegamos a casa de Pablo cerca de las 10 de la mañana. Ya tenía preparado todo el escenario: limpieza para Alodia y para Lina, nuevos pases para nosotros. De repente Pablo se retiró regresando minutos más tarde ataviado con una túnica blanca. Esto se está complicando caballeros. Vamos a tener que pasar a otra etapa. Mirándome fijamente confesó: Vas a conocer el lado oscuro de mi oficio, yo también soy "Palero". No entendí en ese momento. Vamos a pasar a la segunda planta. Subimos por las escaleras que caracoleaban en el patio trasero. Topamos con un altar más grande provisto de machetes, huesos, plumas de aves, caracoles y otros extraños enseres. Esto sí es de verdad, me dijo Albertico mientras me golpeaba suavemente con un codo. La atmósfera se cargaba con el calor del mediodía. Una vez más la piel de gallina. Pablo explicaba como si estuviese impartiendo una charla para mi curiosidad y mi investigación hacia el montaje teatral. Ese espíritu sigue en la jodienda, pero hay más. Lo que sucede es que las mujeres que vivían en su casa también eran "Paleras". Cuando un Palero se va a morir, o en caso de accidente, debe tener preparado el "traslado" de su altar, debe ser pasado a otro Palero, o en su defecto debe ser llevado a un cementerio y enterrado ritualmente, o debe ser lanzado al mar. Si esto no se hace, cosa que no hicieron L y M, las energías y los espíritus que se han convocado alrededor de ese altar se posesionan del sitio donde estuvo instalado. Eso es lo que está sucediendo. En este caso se trata de un beisbolista de los años 30, quien murió de fiebre amarilla y ahora quiere apropiarse de la casa. Con él también rondan otros espíritus. Ahora vamos a exorcizarlos.
Pablo hizo un círculo en el piso con toda clase de hierbas y plantas. Se sacó la túnica dejando su atlético torso al desnudo, tomó un machete y una botella de aguardiente, e inició una danza alrededor del círculo. Oraba y vociferaba en yoruba o en bantú. Parecía entablar un duelo con un oponente imaginario a quien lanzaba furiosos machetazos y largos escupitajos de aguardiente. Luego roció las hierbas del círculo con el aguardiente y les prendió fuego. Un anillo dorado iluminó la oscura habitación. La sombra del guerrero se refractaba plásticamente en las paredes. Tomó a Lina de un brazo diciéndole: ¡Salta! ¡Salta! ¡Dentro del círculo! Lina obedeció como una autómata pero aun no convencida de la acción. Al poner los pies dentro del aro de fuego lanzó un grito e inmediatamente saltó hacia fuera. Cayó pesadamente desmayada. ¡Denle masaje con este aguardiente! gritaba Pablo continuando el frenesí de su danza guerrera. Albertico se esmeraba, yo a pesar de ver a mi novia en ese estado, no atinaba a comprender lo que sucedía. Estaba aterrado. ¡Ahora tú, salta!, ordenó como un atabal señalando a Alodia. Esta tampoco estaba convencida si debía hacerlo. ¡Vamos salta chica, salta, tienes que saltar! Alodia se precipitó en su vacilación cayendo de rodillas en el interior de las llamas. Con un salto felino Alberto la sostuvo y la sacó del círculo conminándola a hacerlo de nuevo. ¡Salta, chica, salta! El rostro de Pablo se había transfigurado, parecía una máscara de madera del centro de África. Sus ojos se encendieron con una luz quemadora. Alodia saltó de nuevo mientras el guerrero la tomaba por la cintura y danzaba con ella lanzando furiosas e indescifrables imprecaciones. Al mismo tiempo encendió una vela y sacó un plato blanco de porcelana, el cual iba pasando con la vela debajo por todo el cuerpo de Alodia en unas contorsiones fantásticas. ¡Ahora fuera, chica, fuera! Alodia saltó y cayó pesadamente en el piso perdiendo también el conocimiento. Lina ya se había recuperado y ayudó a su hermana. ¡Quieren verlo! ¡Quieren verlo! aullaba Pablo victorioso. ¿Quieren verlo?, ¡veánlo! ¡mírenlo! ¿Ver a quién, a quién? ¡Mira tú! La mirada aterradora de Albertico me indicó que el plato poseía algo demoníaco. Alodia, volviendo en sí, balbuceó: ¡Quiero verlo, quiero verlo! No, tú ya lo has visto, dijo Pablo poniendo el plato frente a la mirada de Lina quien abrió su hermosa boca más que anonadada. ¡Mira incrédulo!, me dijo mostrándome la porcelana. Allí, dibujado con el humo de la vela, estaba el retrato del beisbolista tal y como lo describiera Alodia: moreno, bien peinado con raya al centro y camisa de cuadros evanescentes. Piel de gallina. No podía creerlo. Ahora que lo vieron lo mandamos al infierno. Diciendo y haciendo dio dos volteretas en el aire y con un extraordinario grito estrelló el plato en el suelo. Los añicos saltaron por la habitación como lucecillas de bengala. ¡Ahora a rezar muchachos!, finalizó Pablo, arrodillándose y quedándose quieto como si el tiempo se detuviese en una flor de loto invertida.
Bajamos. Pablo nos hizo una limpieza general a Alberto y a mí, porque ustedes lo vieron chico, y ahora deben olvidarlo. Vayan tranquilos al hospital a ver la niña. Mañana temprano llego a su casa para hacer una limpieza general, preparen cuatro cocos y muchas flores. Agotados, pero sintiéndonos más limpios y liberados, salimos de casa de Pablo alrededor de las 4 de la tarde. Fuimos a almorzar a un restaurante, pero casi nadie comió. En un silencio acordonado por el ángel de Silvio, Alodia se quedó mirándonos y nos dijo: Saben, yo no creía en nada de esto, pero de verdad, cuando salté sobre el fuego, alguien me dio un empujón fuerte por la espalda, alguien que no sé quién era. Partimos en silencio hacia el hospital. La niña había salido ya de cuidados intensivos. Los médicos al fin descubrieron el virus el cual había sido erradicado de la isla hacía más de 30 años. Tras los abrazos y los llantos de las 3 hermanas, Albertico prosaicamente me devolvió a la realidad. Ahora sí hermano, ahora sí podemos continuar con el Paticruzao. ¡Coño, recuerda que era mi cumpleaños!
Del libro"El jabalí de la media luna"
Adriano Corrales Arias. (Costa Rica). Poeta, narrador y ensayista. Labora como profesor, investigador y extensionista en el Instituto Tecnológico de Costa Rica. Ha Publicado: Poesía, Tranvía Negro, 1995. La suerte del andariego, 1999. Hacha encendida, 2000. Profesión u Oficio, 2002. Caza del Poeta, 2004. Kabanga, 2008. Novela, Los ojos del antifaz, 1999. Balalaika en clave de son, 2005. Cuento, El jabalí de la media luna, 2003. Antologías, Antología. Poesía de fin de siglo: Nicaragua-Costa Rica, compilador, 2001. Sostener la palabra. Antología de poesía costarricense contemporánea, compilador, 2007.
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