Eduardo
El niño se
acerca a la casa sintiendo en la frente, por primera vez, el pulso irremediable
de las malas noticias. La opresión en el pecho que ha sentido durante todo el
recreo, mirando de hito en hito la jardinera vacía, se está convirtiendo en una
estocada de fuego que sofoca y arde al mismo tiempo.
La calle
está vacía, silenciosa. En algún patio lejano ladra un perro.
Abre con
dificultad la verja ruinosa, empujándola con el pecho. Es pequeño para sus seis
años y tiene la circunspección y lentes redondos de un pequeño profesor de
ciencias. Lleva en la mano una bolsa de papel llena de caracoles de mar. Toca
la puerta suavemente, luego más fuerte.
No hay
respuesta.
***
El niño no juega en los recreos con el resto de los chicos que
saltan, corren y gritan como endemoniados. Desde su escondite junto a la
biblioteca, como intuyendo la protección de una autoridad milenaria, merienda a
solas y observa. Es hijo único y, como tal, padece de un terror adánico a la Humanidad.
En casa juega horas y horas con sus juguetes caros de niño solitario.
Incluso mientras merienda piensa en ellos. Se ha vuelto tan hábil con su
carrito rojo a control remoto que ya le hace girar antes de que choque contra
las paredes o los muebles de la terraza.
Al cabo de algunos días de franco aburrimiento, se da cuenta de que
alguien más se sienta solitario al otro lado del patio, en una jardinera con
geranios: es otro niño de primer grado que vagamente reconoce porque nunca se
quita una ajada chaquetilla de pana.
El chico de la chaqueta de pana jamás merienda, pero parece sonreír
para sí mismo todo el tiempo.
Un día en que los emparedados son de atún, que detesta, el niño cruza
el territorio enemigo antes de que finalice el recreo y se los ofrece al chico de
la jardinera, quien da las gracias con gran cortesía y una voz dulce, aflautada.
“Me llamo Eduardo”, se las arregla para decir mientras traga, casi sin respirar. “Esta chaqueta me la regaló mi papá. Me la
mandó de Estados Unidos porque él trabaja ahí y me va a llevar a Disney. ¿Sabés
qué es Disney? Es un país que queda por Estados Unidos y que tiene un castillo
y unas playas muy bonitas, con barcos piratas. Yo nunca he visto el mar. ¿Vos
has visto el mar?”
Eduardo habla rápido, con gran autoridad. Al otro niño le parece
increíble que un chico de su edad sepa tantas cosas. Por eso, al día siguiente,
busca nuevamente a Eduardo y comparte con él los emparedados, aunque esta vez
son de mantequilla de maní con mermelada, sus favoritos.
“Mi papá no es un vago, como dice Abuela.
Antes jugaba con Saprissa y después fue a la guerra en Nicaragua. Ahora es un
doctor muy famoso en Estados Unidos. Cuando venga me va a llevar a vivir con
él.”
El niño observa que Eduardo siempre tiene las piernas rojas de
cardenales, con marcas de golpes de cinturón.
“A veces mi mamá se enoja mucho
conmigo”, explica encogiéndose de hombros.“Algunas
noches llora en su cama. Yo la oigo pero me hago el dormido.”
Con el tiempo Eduardo comienza a acompañar al niño hasta su casa, en
donde miran la televisión y hacen castillos de LEGO. A Eduardo le gustan los castillos
y la sensación de la alfombra bajo sus rodillas, pero prefiere jugar con el carrito
a control remoto y ya casi es tan hábil como su dueño. Al otro niño le gusta
que Eduardo pase las tardes en su casa, porque allí nadie puede golpearlo con
el cinturón.
***
Una tarde, a la salida de la escuela, Eduardo anuncia con gran
misterio que irán a su lugar secreto. Toman un camino levemente diferente y entran
sigilosos en un callejón entre dos casas, hasta encontrarse de frente con un
potrero invisible desde la calle, interrumpido de tanto en tanto por guayabos
casi horizontales y un puñado de pacíficas vacas.
“Mi mamá no me deja venir aquí, pero
a veces me escapo. Hice este hueco en la cerca. Vení por aquí, yo te sostengo
el alambre.” Los ojillos rasgados, casi
orientales, le brillan como luciérnagas diurnas. En uno de los extremos del
potrero corre una acequia llena de olominas y cangrejos de río. Son tiempos
sepia, somnolientos, prodigiosos.
Después de correr y atormentar a las vacas un rato, se sientan al
borde del riachuelo, sin hablar, aspirando más que saboreando las guayabas
maduras, apartando con cuidado los gusanos de la pulpa. Eduardo señala al otro
niño un punto brillante a la distancia, un reflejo de luz en las montañas
azules que bordean la ciudad hacia el norte.
“¿Ves eso que brilla? Ahí es Estados
Unidos, donde vive mi papá. Y allá donde se ve como una torre está Disney. Cuando
mi papá venga en diciembre le voy a decir que te lleve también para que nos
subamos a los barcos pirata y nademos en el mar.”
El otro niño no dice nada, pero por varias noches soñará que el papá
de Eduardo regresa y los lleva a un lugar con piratas, castillos y conos de
helado. En el sueño Eduardo no tiene marcas en sus piernas y sostiene una
caracola contra su oído. Y sonríe.
***
Justo el último día antes de las vacaciones de medio curso, Eduardo
viene a jugar a la casa del niño y se va más tarde de lo usual, cuando ya comienzan
a encenderse las primeras luces del vecindario. Eduardo no puede creer que su
amigo pasará en la playa una semana entera y le hace prometer que cuando
regrese le describirá con detalle el mar y cualquier barco pirata que vea.
“¡No se te olvide recoger muchos
caracoles!”, le grita antes de romper a correr
y perderse en una esquina.
Un par de horas más tarde, cuando el padre llega a casa, el niño está
sentado en su cuarto, en la oscuridad, mudo. A pesar de las bromas y los
juegos, no quiere moverse ni hablar. La nana está igual de sorprendida, pues
había estado jugando normalmente con el otro chico toda la tarde.
Es sólo hasta que la madre llega a casa y sube a verlo, que el niño
comienza a llorar sin ruido, gruesos lagrimones bajándole por las mejillas y
empañándole los lentes. Ante la insistencia de los adultos, finalmente confiesa
que no encuentra su carrito a control remoto y cree que Eduardo se lo ha
robado.
El padre es generalmente un muchacho alegre y ocurrente, pero tiene
un celo excesivo por su hijo y explota de ira, como un poseso. Sin hacer caso a
su mujer, toma al niño bajo un brazo y lo sube al auto. Luego conduce largos
minutos por los alrededores de la escuela hasta que el niño logra señalar el
jardín macilento y la casita desteñida de Eduardo. Desde el auto, el niño oye
cómo el padre toca la puerta con cierta violencia y ve la menuda figura de
mujer que la abre, enmarcada por el reflejo plateado del televisor. Escucha los
reclamos del hombre, los gritos de la mujer, las lágrimas del niño. Antes de
que el auto arranque escucha también los primeros golpes.
Tres o cuatro días después, mientras limpia el cuarto del niño, la
nana encuentra bajo la cama, en el rincón más oscuro y distante, el carrito perdido.
***
El niño pasa el resto de las vacaciones en la playa e, ignorante aún
de que el mundo cobra particularmente caros los errores de inocencia, cuenta
los días para encontrarse con Eduardo y describirle el mar.
Pero Eduardo no llega a la cita del recreo ese día, ni el siguiente.
Al tercer día, el niño empuja con el pecho la verja oxidada y toca la
puerta por minutos sin fin, primero con aprehensión y después con puños y
lágrimas, hasta que una vecina compasiva le grita a través de la calle que la
muchacha y el niño se mudaron hace ya una semana, vaya Dios a saber dónde.
Cuando comienzan las lluvias la bolsa de caracoles se deshace,
solitaria, en el jardín de la casucha vacía. Y antes de que termine el año,
cuando el niño aprenda a leer, descubrirá que Disney no es un país, ni queda en
las montañas de Heredia.
Alfredo Pizarro (San José, 1972) es abogado de profesión y cuentacuentos de vocación,
posiblemente porque ambos quehaceres tienen más en común de lo que uno se
imagina. A pesar de su aburridísima carrera, ha encontrado espacio para producir,
bastante infrecuentemente, uno que otro relato. Aunque ha vivido en lugares tan
exóticos como Colorado Springs y Barcelona, nunca es tan feliz como cuando se
toma un vino con amigos en su biblioteca en Heredia.
Su cuento "Un
Profeta" fue publicado en la antología de Editorial Club de Libros
"Fin del Mundo" (2012).
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