14/6/13

Guillermo Obando Corrales - Rock musical nica 2012






Desnudo impresionista. Margarita Lliso

Rock musical nica 2012 


“Para publicar este relato no se me ha puesto más condición que la de cambiar los dos nombres que en él aparecen, cosa muy explicable, ya que voy a hablar de un hecho que todavía no acaba de suceder y en cuyo desenlace tengo la esperanza de influir”.

Juan José Arreola
Varia invención
  
-- A ver, hagámoslo de la manera más chiche: que La cuneta Son Machín cobre doscientas varas, la hora; y el tal Mejía Lara, cien --le dice el representante musical al boletero, inquieto por que empiece la función.

--Verga-verga, el problema no está en la tarifa del evento; esa onda está jalada desde hace rato; si-nó de qué manera damos a hacer los chunches, esas papeletas… ¿me entendés?

El boletero pasa la máquina de hacer boletas frente a los ojos del representante musical, quien recibe a manotazos a los dos cantantes-protagonistas, debajo de la casa-campaña.

***

Meses antes del magno acontecimiento del Rock Musical Nica, las noches de la capital eran desconcertantes. Quizá no sea esta la palabra más adecuada para iniciar un cuento; pero aquí no valen las palabras sino los actos, las oportunidades de saber cuándo y cómo ocurrieron los verdaderos hechos.

La fiesta comenzaría exactamente a las nueve de la noche. Alejandro Mejía, hombre graduado en hacer escándalos por todo el renglón centroamericano, cantaría junto a su primo, Alejandro junior

***

Fijate bien: yo venía de haber estudiado dos horas de alemán en la Biblioteca Incer Barquero. Esa vez me acompañó mi novia, y juntos estuvimos esperando el gran evento afuera del local, anticipándonos un poco o quizá demasiado a los detalles técnicos y electrónicos de los cuales se encargaba de administrar un grupo de hombres uniformados sobre la calle.

--¿A qué hora empieza la cosa? --preguntó mi novia a uno de ellos.

Todos nos miraron durante diez minutos, quedamente. No dijimos nada, caminamos temiendo que quisieran robarnos, y después comimos sopa de mariscos en un restaurante cerca del lago…

***

La vaina del concierto la venían avisando en la televisión desde el año pasado; todas las pantallas de las avenidas mostraban a monos uniformados con camisas negras y pantalones blancos a cuadros (debería mencionar lo de sus zapatos, pero estos monos no usaban zapatos, sino caites), los brazos tatuados e inyectados de formalina, y calaveras tuanis como llamaban ellos a esos cascos de primitivos que llevaban en sus cabezas.

***

Ya que el evento daría inicios, según lo que decía aquel papel ambulante, a las diez y media de la noche (hora nica), decidimos irnos al Faro del Pueblo que el Gobierno había puesto hacía poco tiempo.

Mi novia al principio estuvo indecisa. 

--¿Vos entrás, o no?

--Algo tiene esa babosada que no me cuadra, mi amor.

Al fin, luego de platicar con ella y de tocarle las piernas, se resignó a la idea de esperar metidos en el faro. Entramos.

El lugar no merece mucha descripción: sólo puedo decir que no se miraba tan bien, era como muy sucio y había muchas escaleras a su alrededor.

Como en un faro raramente uno encuentra algo que hacer, mi novia y yo culiamos un ratito. La puse recostada contra la pared fría del faro, le metí en su culo una especie de vaselina hecha con salivazos míos y de ella, y le empujé mi polla al suave y después con ánimo de formarle en su sapo una especie de labios paganos; seguidamente le zampé mis dedos en su boca, agarrándola del pelo, y los líquidos que salieron volando de su vientre, me recordaron las sustancias frías de una Victoria Frost recién salidita del frízer. Los muros del faro, grandes los hijueputas --y sucios--, se oían pegar contra las aguas vidriosas del Xolotlán; mi novia gritó como loca. La callé de un manotazo, y se la seguí metiendo. Me daba risa, pues parecía una gallina: su voz cacaraqueando y metiéndose por los hoyos de las escaleras.

Terminé, la besé y le pegué un manotazo en sus nalgas y todo tendría que apuntar ahora a decidir si nos quedábamos, íbamos a ver qué onda con lo del concierto o mejor seguía dándole por donde más le dolía.

Subimos las grandes escaleras (tardamos más de media hora en hacerlo), y al llegar, al menos yo, tuve un escalofrío que me erizó hasta los pelos de abajo.

--¡Uuuuuuuy!; ¿te estás cagando?

--Miedosa tu madre, no jodás.

Miré a un hombre vestido con unos bolsazos rojos sobre su cabeza, y unas botas grandes, negras. Estaba mirando por el hoyo de una ventana de madera viejísima, que tenía una vista salvaje hacia las grandes correntadas de cerotes del lago.

--Bailá con ella --dijo el hombre, y entonces hizo música con su boca, pegando los labios contra las manos, y los dientes contra los nudillos.

Bailé. Y ella se puso como loca.

--Bajate el calzón --dijo después el hombre, excitado.

Me lo bajé.

Se hacía de noche. El lugar olía a mierda. La música de afuera no llegaba como esperábamos.

--Ahora vengan y culeen conmigo --cuando el hombre dijo esto, nos cagamos de miedo, y nos arrepentimos de haber llegado ahí como los locos que éramos.

Pero, después de revolvernos la melcocha y de pensar que el maje ese lo hacía porque sí, tal vez no tenía nada más que hacer, como nosotros, culiamos con él, y ahí nomacito terminamos, se escuchó que alguien abría la puerta por donde habíamos entrado.

Alguien subió.

Mi novia, ¡la jodida tenía vista de zanate!, al bolsazo pudo notar que era Alejandro Mejía, el cantante.

--¡Qué querés, hijueputa! --le pregunté, paradito, enturcado, acercándome a sus charolas, para comprobar la teoría del cálculo de mi novia.

--Quiero culiar con ustedes --dijo, a forma de grito, y sí, no había duda: el mismísimo de Cargacerrada quería rompernos el nacatamal a los dos.

Le cumplimos, a cambio de dos boletos de entrada a su concierto, y él se lanzó uno privado en el moño de pelos de mi novia.

Nos fuimos con él, y cuneteamos juntos en el escenario. El hombre de las bolsas rojas sobre su cabeza se despidió, sacándonos la guatusa.

Cuando todo el bacanal había concluido, Alejandro Mejía sacó su turca y comenzó a orinar como estrella de cine porno después de hacer el amor, a la par de un poste. Mi novia puso su boca como grifo, abrió sus dientecitos cariados hacia las piernas de Alejandro, y bebió todo el líquido seboso de su paloma.

--Adiós.

--¡Va a la verga! --dijo mi novia.

--Dale pues, Mama Turca.

***

--¿Cuánto logramos reunir?-- Con una mano, el boletero contempla el ladrillo rosáceo, y en la otra sostiene una lata de cerveza Toña.

--Tres mil; pero dice Alejandro Mejía que logró batearle como cien a unos maes que estaban en el faro aquél… --le contesta el representante musical más dormido que despierto.

--¿Qués la verga… qué putas están hablando de mí?

Uno de los Mejía, con desdén, entra al kiosco cargando el cuerpo exangüe de una joven desnuda.

--Ese es mi prix, ¡jodido!.. 


Guillermo Obando Corrales (Managua, 1994). Estudiante de Derecho en la Universidad Centroamericana (UCA).  Lector entusiasta de la literatura hispanoamericana.  Fue incluido en la antología de cuentos “Flores de la trinchera”,  Muestra de la nueva narrativa nicaragüense, de la editorial SOMA. 

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