Hay un punto del espacio en el que una cantidad indefinida
de cuerpos se ha posado al menos una vez. Esos cuerpos nunca han coincidido y
no pueden coincidir porque una de las cualidades fundamentales de la materia es
que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo; sin embargo,
en distintos tramos del tiempo sí es posible que dos cuerpos distintos ocupen
el mismo lugar; con lo cual, al menos en la cuarta dimensión, esa en la que
(no) interviene el tiempo, la soledad no existe. Y ese punto del espacio puede
ser cualquier loseta del Parque Central de San José o de cualquiera de los
parques y plazas donde ocurren las acciones de la primera novela de Germán
Hernández, Apología de los parques.
Una fuerza o un impulso que nunca se nombra aparece en la
novela desde la primera página y nunca se va, parece empujar a los personajes a
escapar de la soledad. Pero, de todos los personajes, hay uno que parece
recibir los mayores embates de esa fuerza y también es el personaje más
misterioso de todos, un hombre llamado Raimundo.
Raimundo corre el riesgo de pasar inadvertido o, en el mejor
de los casos, a ser confundido con un indigente. El hombre vaga por las calles
de la ciudad siguiendo una ruta que solo él conoce. Cuando la noche lo
encuentra, busca refugio en algún hotel barato y, más avanzada la novela, ya
sin ningún reparo, se abandona a dormir en las aceras y las calles.
Sin embargo, a diferencia de los indigentes, Raimundo no es
un sujeto estático ni está allí a la espera mejores tiempos, más bien está
entregado a una búsqueda inútil, la de una mujer en quien descansan sus últimas
esperanzas. A pesar de todos sus intentos por dar con ella, lo único que sale a
su paso son multitudes de palomas muertas.
Ha sucedido algo en San José —no se sabe qué— que ha acabado
con la vida de las palomas. Las permanentes habitantes de los parques de San
José aparecen en distintas fases de descomposición, amontonadas unas sobre
otras, a lo largo y ancho de toda la ciudad. Pero no todas están muertas,
algunas se las arreglan para seguir volando en plena agonía, pero cuando ya no
pueden más, simplemente se desploman, ya convertidas en diminutos kamikazes
nacidos (o muertos) para matar.
Con la transformación de ese símbolo de la paz, que son las
palomas, en agentes de la muerte, hay de fondo una lectura irónica, pero profundamente
crítica, del discurso pacifista costarricense de los eslóganes oficiales y los
actos cívicos de las escuelas. No hay paz. La paz no es la ausencia de guerra.
Nunca ha habido paz. Y si la hubo, la envenenaron.
Precisamente, a raíz de un accidente con una paloma que se
derrumba, surge otra de las voces narrativas de la novela. Se trata de otro
hombre, esta vez un vendedor de zapatos, que recibe en su casa una visita
inusual.
Durante esta visita el hombre es objeto de un inesperado
acto de bondad; y como si no fuera capaz de procesar el bien, se queda
totalmente desarmado, incapacitado para reaccionar de otra forma que no sea
devolviéndoselo a otra persona. El bien se convierte en ese objeto caliente que
nadie está en condiciones de sostener y, por lo tanto, hay que pasárselo a
otro.
Es en este momento cuando decide llevar a cabo un curioso
experimento: se impone como objetivo hacer el bien por una vez en su vida, pero
no un bien cualquiera, sino uno que no se pueda confundir de ninguna manera con
el pago de un favor o con un chantaje velado. Este es otro de los temas de la
novela, el bien inesperado en oposición al mal esperado.
Poco tardará el vendedor de zapatos en descubrir que no sabe
cómo hacer el bien. La bondad no es parte de su naturaleza, sino un
conocimiento por adquirir. La voluntad de hacer el bien lo termina arrastrando
a crear un vacío que llenar o, dicho de otro modo, a preparar el camino para el
bien a través del mal. Ese bien inesperado, más que un bien, parece ser la
reparación de sus propias culpas añejas. La consigna de hacer el bien que nadie
espera requiere de un beneficiado que esté dispuesto a sufrir antes un mal
necesario.
El texto de Apología de los parques es un hervidero de
crítica más o menos explícita. Al pasar cada página del libro, aparecen miradas
que raspan sin miramientos la costarriqueñidad, sea lo que sea eso.
Una de ellas es la mirada que ridiculiza, por parcial, el
discurso publicitario de sol y el pretendido amor por la naturaleza con el que
se intenta vender el país en las ferias del turismo internacional, ese que
destaca los valores ecologistas de una “Costa Rica esencial”.
Cada vez que un turista extranjero se topa con Raimundo, en
pleno San José, y le pide las señas de una casa de cambio o de un putero, así
es como responde Raimundo:
—¿Ve estas vastas extensiones de banano?
¿Puede resistir un segundo como quien mira el sol todo este lesivo resplandor
verde?, pues bien, internándose por estos estrechos surcos que dividen las
matas y cuidando de no caer en las zanjas donde las coralillos y las
terciopelos esperan los tobillos descuidados, caminando por ahí y esquivando
los charcos infectados de Nemagón y las nubes de mosquitos, siga derecho, no le
puedo decir cuánto, pues siempre se pierde la noción de la distancia entre la
monotonía del paisaje, pero no se desanime, lleve el paso constante y al cabo
de veinte minutos deténgase y descanse para recuperar el aliento, porque sin
importar donde esté, ahí mismo debe doblar a la derecha y caminar siempre en
línea recta, ahí la geografía es un poco más adversa, puede ser que tope con
alguna aldea, los nativos le ofrecerán un vaso de agua, aunque tibia y de
dudosa potabilidad, usted la beberá con gusto, jamás tenga miedo de perderse,
eso sería lo peor, guarde energías para cuando deba cruzar los ríos, cuando al
fin dé con unos antiguos rieles abandonados, ya estará cerca.
Sergio Arroyo |
No es que Raimundo se burle de los turistas, nada de eso, lo
que ocurre es uno de los numerosos momentos fantásticos que atraviesan Apología
de los parques. Cada vez que da una dirección, él mismo parece migrar a esa San
José de la jungla, cercada de plantaciones bananeras y poblada por nativos, una
San José que solo se puede recorrer con alguna seguridad si se toman en cuenta
sus indicaciones al pie de la letra. Y como si esto no fuera suficiente, ya sea
que escuche los prudentes consejos de Raimundo o que no lo haga, el turista
deberá asumir el riesgo de toparse con toda clase de bestias salvajes y
hambrientas.
Muchos son los discursos que se cruzan en la novela de
Hernández, cada uno ocupado de una cuestión distinta que no se profundiza en
esta nota: la condenación de los milagros, la “sustituibilidad” de los
engranajes —las personas— de la maquinaria urbana de producción y la dificultad
de distinguir entre una persona y un objeto, como lo puede ser un maniquí.
Los discursos, sin embargo, no parecen resolver ningún
problema. Tampoco lo intentan, solo ponen de manifiesto los líos y los nudos de
que forman parte los solitarios visitantes de los parques y las calles de una
ciudad cualquiera, como lo puede ser San José.
Sergio Arroyo.
El presente texto apareció publicado en la revista Paquidermo.
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