Aquí puede leer la segunda parte: Descender de la torre de marfil (Segunda parte)
Simultaneidad y proceso
Cada libro de poemas de Solórzano-Alfaro,
parece representar más o menos un bloque, un periodo de tiempo que puede llevar
años. Implícitamente, estos bloques representan cierres, es decir, términos de
un momento, de unas tribulaciones y obsesiones y el paso a otras preocupaciones
poéticas y estéticas. Lo anterior tampoco implica renuncia al trabajo previo,
pues estos periodos no son necesariamente consecutivos, sino que se traslapan,
se comunican, y hasta coinciden alrededor de los tópicos, (como la fijeza) que
ya hemos mencionado.
Es interesante el caso de los poemarios La Múltiple forma del delirio, al
cual nos referimos anteriormente y de La
Condena. Podemos fijar el espacio temporal en que fueron escritos, pero
no podemos decir con total certeza cual es primero. Al respecto surge la
singular anécdota de que ambos libros fueron presentados al público la misma
noche.
La Condena
La Condena, es en efecto un poemario muy
diferente a los dos que le preceden, como el autor nos indica son poemas
escritos entre el año 2000 y 2008. Son veinte poemas, algunos compuestos y
extensos, otros más breves; reconocemos la vos Solórzano-Alfaro en ellos, al
mismo tiempo que encontramos nuevos abordajes, el tono de fatalidad de sus dos
primeros poemarios cede a un clima más bucólico y alegórico.
De primera entrada arranca el poemario con el
breve Enterrador y luego Poeta, como afirmamos antes, la
alegoría está presente, no es un enterrador en particular, ni un poeta en
particular, o el amigo del poeta en particular. Son El Enterrador, El Poeta, El
Amigo del Poeta, La Amada del Poeta como arquetipos, habitando una vez más los
escenarios de la conciencia, constituyéndose en esencias. Por eso, en Enterrador, (ese sujeto que en
última instancia es el que nos hecha la última palada de tierra) parece
plantearse ese problema platónico:
Aquí
yace la sombra:
Como afirmando que aquí todo está velado,
incompleto, corrupto y solamente ahora, que comienza el tránsito hacia el más
allá, evidenciaremos que:
Y allá,
mucho más allá
de
donde el tempo imagina,
las
mañanas y el espejo
de
otros nombres y otras sombras.
¿Sin trascendencia, solo reflejo? Tal vez eso
es parte de la “condena” y este poemario una diminuta ventana hacia ese más
allá.
Pero este poema de apertura, hay que ligarlo
con dos de los últimos poemas del libro, “Abismos”
y “Sueño”, donde nos
encontramos con los mismos elementos, el espejo, el espejismo, el sueño, la
sombra, la memoria, la misma fatalidad y por ello complementarios, el tópico
central de La Condena será seguramente: la sombra, como muerte, como abismo,
como olvido. Veamos en “Abismos”:
La
sombra se dispersa.
No
somos otra cosa
que
espejos amargos del rostro del sueño
al
final de las ciudades,
en lo
más profundo de las noches,
habitan
espejismos tan inmensos
como
fuego y la memoria,
como el
abismo infinito de tu beso
Y en “Sueño”:
Vivir y
morir son estelas
del mar
luminoso del sueño
del
ángel terrible que sueña.
En “Poeta”,
dividido en varias secciones: “El
poeta recibe a su amigo”, “El amigo del poeta cuenta su historia”, “El poeta
recuerda a su amada”, “El poeta acepta su destino”, el arquetipo queda
perfectamente establecido. Si nos adelantamos al orden de los poemas, hacia el
final encontramos otro poema de igual factura, “Canción y Leyenda” Ya no estamos en el poema de
“circunstancias” tan personal y tan íntimo, sino en estos casos, en poemas que
se proyectan sobre unos modelos más o menos conocidos, más o menos imaginados,
pero la manera en que cada lector los asuma será personal, sesgada y
existencial, pues estos modelos, hablan y actúan desde la distancia y desde el
clisé, por lo tanto, no pueden por sí solos ir más allá de su sentido literal,
apelan al sentido pleno que pueda imprimirles cada lector.
Vamos pasando de la fijeza y la inutilidad de
las cosas hacia poemas como “Fecundidad”,
que celebran la vida germinal y especialmente a la mujer portadora y gestora
de esta.
Niña,
eres la perfecta efigie del deseo,
la
inacabada esfera del dolor,
la
imposible sutileza de la carne.
Abres
la tarde como surcos invencibles,
tus
brazos se entregan como antorchas encendidas,
y en
ellos tu hijo nace de nuevo , cada día,
A la
vendimia final de tus besos
Y de inmediato, en el siguiente poema “Canción de estío” se derrumban las
esperanzas, la derrota y la despedida irrumpen categóricas:
¡Ay
amor mío!
¡qué
triste y simple luce tu mirada!
Sé que
hubo momentos en esas tierras
donde
pudimos encontrar sabiduría,
pero
necios testigos del silencio
dejamos
pasar los días,
las
tardes, los sueños.
Si hubiera una intención de continuidad temática
en el poemario casi afirmaríamos que el poema “Después de Neruda”, sería una especie de cierre a los dos
poemas anteriores. Pero no cabe, se trata de un poema muy distinto en
composición el cual vuelve a remitirnos a la poesía circunstancial, debilitado
esta vez por el exceso de referencias cuya carga de sentido es tan grande que
se impone a cualquier intención del poeta, las evocaciones a lo largo del
poema, (el mar, el pueblo, la niña) son profundamente íntimas, contrariamente
el 12 Octubre (día del choque de culturas) o el penúltimo verso del poema “El cielo estaba de su lado” (¿Poema 1?).
Veamos:
Es 12
de Octubre,
con el
calendario extraviado,
repaso
los poemas de Neruda.
El
cielo estaba de su lado
y mi
pecho se partió con la tormenta.
Estamos en un territorio más familiar: el de
las evocaciones bucólicas, pero como dijimos antes, circunstancial, lo que hace
difícil penetrar en el sentido literal de los textos, en poemas como Paisajes,
se le obliga al lector a renunciar a la intención inicial del poeta. Se siente
aquella tonalidad declamatoria de los primeros poemarios:
Llama
perfecta
del
ocaso que lloras
para
perpetuar mi sino,
deja
que el canto
a mi
garganta acuda.
Déjame
buscar el rastro
del
caballo lento,
de tus
ojos negros,
de tu
boca espuria.
Déjame
por fin
acceder
al templo.
El siguiente poema, “Apología del nombre”, sentimos el aroma terrestre que ya nos
había ofrecido “Continuidad de los
trenes”, dividido en tres partes, comienza como una letanía, enumerando
cosas, jugando con el ritmo y la rima asonante, la vitalidad de este poema, la
acción de nombrar, tan poderosa, que inevitablemente nos lleva nuevamente hacia
las referencias veterotestamentarias de Génesis “Dijo Dios haya [….] prodúzcase, [….] acumúlense” (Hasta nueve
veces en Gen 1) o en el Nuevo Testamento en el Evangelio de Juan “En el principio existía la Palabra y la
Palabra estaba junto a Dios [….] Y la
palabra se hizo carne” (Juan 1, 1 y 14), o las reflexiones de Pablo de
Tarso en su segunda carta a los Corintios, “pues
la letra mata…” (2 Cor 3,6). Insisto en estas referencias bíblicas, pues
entre líneas, toda la poesía de Solórzano-Alfaro está plagada de ellas, directa
o indirectamente. Por otro lado, la idea de crear mediante la palabra, y la
desoladora afirmación de Pablo “pero la letra mata”, es decir, la fijeza de la
escritura, esa fijeza que recorre toda la poesía de Solórzano-Alfaro, y que
siempre nos ha advertido de la inutilidad de esas cosas, se opone al hecho de
que mientras el nombre fluya, vive, hasta que llega la petrificación de la
escritura, luego la memoria, luego la muerte…[1]
Tu nombre es una marca, una llaga,
una silueta de mármol y de letras,
palabras que resuenan
en los confines inmediatos de mi pecho.
La segunda sección de “Apología del nombre” nos pierde un poco en sus primeros
versos, pero luego retoma la fuerza de la primera parte, y comienza realmente a
partir del verso trece de un modo tan fresco y logrado, en un poema digno de la
generación del 27, concretamente de un Pedro Salinas de “La vos a ti debida”, sea conscientemente o no, este diálogo se
acentúa aquí con resultados lúdicos, y el mejor Solórzano-Alfaro aflora y desde
el teléfono “nombra” y la mediación crea:
Aquí estoy. Presto a llamarte
tu nombre palpita en mi boca,
sabe extraño,
su sabor es una fruta enemiga de la carne.
Ahora escucho el tono
al otro lado del teléfono,
me responden las ventanas, las cortinas,
un improbable perro y su mantilla.
Y cierra finalmente en su tercera parte con la
certeza de cuál es el destino de la fijación y la calcificación de su nombre…
No
osaría jurar en vano
ni
agitar la bandera del martirio.
Solo
puedo augurar,
en esta
noche tan cercana,
que la
palabra secreta como agua bendita
que se
vierte mi cántaro,
caerá
sobre tus pies
y será
escuchada por legiones.
Será
alabada y estudiada,
pero
jamás comprendida;
y sin
embargo, será tuya,
romperá
el hechizo.”
¿Acaso ese hechizo roto tiene algo que ver con
los siguientes poemas? Es mejor llamarlos elegías, la de la niña muerta en “Duelo” y la del hermano perdido en “Balada”, donde las palabras seden
al dolor y es mejor callarse cuando:
“De
todos los que lloran,
es mi
madre quien más sufre:
Come a
deshoras y habla poco.”
“Libros”, otro
poema extenso, dividido en tres secciones. Por un momento nos sentimos tentados
a pensar que el poema “Leyendo a
Neruda” era parte de este poema y que en algún momento se desprendió de
este. Poblado de referencias directas y explícitas: Poe, Borges, Prevert, pero esta vez, el poeta no está leyendo a
otros, sino a sí mismo, el poeta lee sus poemas y más que el contenido, lo que
contempla es la fijeza de sus textos y los evalúa con respecto al tiempo y la
memoria:
Estuve
enfermo y volví a mis libros,
y en
ellos encontré de nuevo la esperanza:
Vacía,
seca, pero nueva;
terrible
y muda, pero grande.
¿En qué consiste esa esperanza? ¿De cuál
enfermedad se queja el poeta? Parece ser que la fijeza consiste en permanecer
un tiempo más entre los vivos, dar testimonio es sobrevivirse, o bien encontrar
la intemporalidad.
Descubrí
así la mentira, pude decir “Yo” de nuevo,
pude
hablar con mi sombra como hacían antaño los poetas,
como
añoramos aún a pesar de los tiempo y las modas,
a pesar
de que nada importa y todo esté perdido.
El poeta no se engaña, pero siente el alivio.
La noche es un territorio infinito de silencio y olvido, desde ahí no se puede
constatar nada, es la muerte, y el poeta lo sabe:
Ese
día, hablé con Dios.
No dijo
mucho porque sabía que su nombre
me
borraría para siempre de la Tierra.
me dio
más tiempo, me dio más vida,
como un
miserable me concedió el dolor de sufrir más.
Quizá
como Borges, me concedió los libros,
pero no
la noche,
la
noche final que tanto busco,
el
momento fugaz de la derrota,
la
mortal encrucijada y la mañana.
Y esa mañana, ese renacer, o mejor, sobrevivir
en la palabra, algo que el mismo Borges puso en duda tantas veces, porque sabía
que toda posteridad también está prematuramente muerta, que la ficción de
permanecer, de ser inmortal es con todo
una enfermedad:
He estado enfermo muchas veces,
Pero jamás como hoy me duele tanto.
He estado enfermo muchas veces,
Pero jamás como hoy leí tanto.
He estado
enfermo muchas veces,
Pero nunca enfermo como hoy lo estuve.
El poemario se desarrolla heterogéneo,
destacan las estampas como en “Lugares”,
el críptico “Minotauro” (la
familiaridad del mito no lo hace más diáfano) y “Poema de amor” de irregular valor, hasta que llegamos una vez
más a lo alegórico en “Poblados”,
enigmático y abierto, aludiendo a la lectura occidental de Babel; tal vez la
inversión de sentido, la confusión de las lenguas como acto de liberación no
tenga lugar aquí, igual que el poeta que lee sus libros no le llega su noche:
Hay pueblos
diminutos
como
gotas de sudor,
como
lágrimas de Dios,
y
aquellos que no saben
y
crecen
hasta
ser Dios.
“Estirpes”, otro
de los poemas extensos del poemario parece dar un largo rodeo hasta la última
sección, la más lograda, las anteriores evocaciones sobre el padre, la madre,
la familia, el pueblo, todas ellas por fin parecen converger en los que son
seguramente los mejores versos de este poemario, aquí lo circunstancial y lo
íntimo no riñen con el lector, se desplazan hacia su propia experiencia.
Mi
padre es una estrella de limitados sueños,
mi
madre un sueño perdido en la memoria de mi padre
y mis
hermanos son destellos de sol sobre la tierra.
Los
potreros caían como torbellinos infames
sobre
la casa de piedra y el néctar impune.
Los
animales jamás protestaron.
…
Ahora
solo me queda el aroma
de
algunas mañanas pasajeras
y el
recuerdo incrustado de mi infancia.
No sentimos lo mismo en el poema siguiente, “Mujer detenida”, escrito como una
letanía que va reiterando y aglutinando elementos. A no ser por la referencia
literaria a Prevert, que se incorpora como subtexto y que sin él el poema sería
prácticamente inabordable. Al menos aquí, el subtexto está incorporado como
epígrafe y no como suele suceder con mucha de la joven poesía costarricense,
donde más bien los poemas surgen de otros textos, lo que plantea dos problemas distintos:
Primero la mediación del subtexto, si no se le conoce, el poema es impenetrable,
si hay recepción del poema, es porque es un pastiche o una paráfrasis. Segundo,
la referencia al subtexto es accesorio, es decir, innecesario, no aporta nada
al sentido del poema.
Esa misma técnica, ese tejido que aglutina
imágenes una tras otra, furiosas, es la del poema homónimo de La Condena. Con este cierra un
poemario que está a medio camino entre la Múltiple forma del delirio e
Inventarios mínimos, el siguiente trabajo impreso de Solórzano-Alfaro, donde se
da la definitiva y la renovación de la propuesta poética de este autor y que
discutiremos en la próxima entrega.
Germán Hernández
[1]
Creo que está demás aclarar que esta referencias bíblicas, intencionadamente o
no, no tienen nunca en la poesía de Solórzano-Alfaro una intención teológica o
mística, más bien, las integra como parte del imaginario occidental. Su
herencia histórica nada tiene que ver en este caso con una confesionalidad. En
otras palabras, para bien o para mal, se quiera o no, todos y todas somos
“católicos culturales”.
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