Karla Sterloff, debuta con el pie derecho con su
primer cuentario “La mordiente” el cual fue reconocido con el premio nacional de
cuento Aquileo Echeverría 2014. Apenas un preámbulo para una obra en marcha y
que esperamos continúe por la prometedora que lleva hasta ahora. Y para los
lectores y lectoras un delicioso entremés
que la autora ha querido compartir con El Signo Roto, los cuentos: Campo
de algodones y La Barby, para que se animen a descubrir todo lo que “La
mordiente” ofrece.
Campo de
algodones
Las
mujeres que tienen vida nocturna, salen a altas horas de la noche
y entran en contacto con bebedores, están en riesgo. Es difícil salir a la calle y no mojarse.
y entran en contacto con bebedores, están en riesgo. Es difícil salir a la calle y no mojarse.
Arturo
González Rascón
Ex procurador de Justicia del Estado, febrero de 1999.
En “El Diario de Juárez”, 24 de febrero de
1999.
Ya no puedo esperar más. Ahora solo resta la
descomposición de mi cuerpo, la masa bizarra y uniforme de mis carnes camino a
ser un líquido viscoso y mal oliente. El aire se envicia con el paso de los
días. La cabeza sigue dando vueltas buscando la forma de dejar entrar un soplo de oxígeno por alguno
de los bordes de la nariz, por algún poro.
La vez que pasé por la esquina donde los carros
estacionados con las puertas abiertas me llamaban, les dije mi nombre, coqueteé
un poco con ellos. Pero luego no lloré,
no abrí las piernas. No acudí, ¿habré caminado junto a ellos? Los recuerdos plagados de miedo son recuerdos
exacerbados e inexactos, así que tal vez
acepté una cerveza.
─¡Bonita tu blusa, mujer! ─sonrisa.
─¡Guapa! ─otra vez sonrisa.
Volví la cabeza para sonreír también.
Me inquietaban aquellos hombres, tenía curiosidad,
ganas, ese revoloteo en el cuerpo que me hace juntar las piernas y apretarlas
con tironcitos pequeños.
“Guapa”, es una linda palabra, un imán para darme
vuelta y fingir timidez cuando me aparto el pelo. Voltear esta trama errada
parece sarcástico. No, más sarcástico que la cabeza siga el remolino de las
horas y de los días que pasan como un coletazo de reptil hasta convertirme en
esta osamenta en medio del polvo.
Terminaba el turno de las dos y caminé a la próxima
parada del autobús. El calor a esta hora es un puñado de piedras en la espalda:
seco, árido, grave. Suena.
Todo se escucha
con eco, el calor cayendo en diminutos granos de arena sobre el camino,
la música de la camioneta saliendo estrepitosamente por la puerta abierta como
una bofetada, los hombres con sombrero y los haces de luz de las botellas de
cerveza en las manos.
Veo la hebilla plateada. La figura metálica con las
fauces abiertas en la cintura, los ojos incrustados como piedras rojas y la
correa gruesa y negra al borde del pantalón. Escucho las risas y luego los
gimoteos. No es cierto que la muerte sea el final. Lo lamento por todo lo que nos
enseñaron, por la vida vivida, por la tía Sara que dejó de buscar al vecino
cuando volvió de la iglesia arrastrando aquel sermón y por mi madre. Me río de la falda en el colegio, una cuarta
más abajo de la rodilla y del miedo al mar, a la noche, a los espantos y al
fuego. No hay una luz en este espacio, ni un río, no hay ángeles que te
encaminen a dios o al infierno. No hay santos, ni están los conejos que criaba
mi madre, como pensé.
Los conejos. Mamá pasó toda la vida criando a estos
animales, que pronto yo adoptaba como mascotas para después llorarlos, uno a
uno, con la misma devoción con que mamá lavaba los zapatos ensangrentados.
Imploro la vida de este conejo delante de mamá, esa es mamá que encoge los
hombros con la mirada vacía y me da la espalda mientras se curten las pieles al
sol y yo construyo la idea de un cielo blanco plagado de conejos.
Oiga usted el chillido del animal amplificado, vea
su nariz rosada palidecer, los ojillos rojos dilatándose hasta la inmovilidad
del resoplo. Vuelve el chillido del animal encerrado en mi pecho. Mi diafragma
es pequeño pero me he vuelto sonora, asmática, acústica, acústica, acústica...
Un coyote ulula detrás de la montaña. Cuando calla,
me percato de que no nací aquí. Esta tierra que me contiene, no es mi tierra.
Tengo la vaga imagen de un tiquete de autobús y una fila interminable de
personas con maletas y bolsas de fibra plástica. Pongamos que fue un catorce, el día catorce
que hui de casa alentada por un programa de radio. Era un programa infantil
donde narraban una leyenda del sur. Radio Musicalito, efe eme,
paratantantantán. “Bríncate el círculo de baba”, Lorena, me decía la caja aun
estando apagada. Yo era la serpiente que murió de hambre y sed al creerse
atrapada en la circunferencia de baba que el sapo había trazado. Él se llamaba
Francisco. El primer año juntos fue bueno, luego vino el otro y los demás, y el
círculo era cada vez más estrecho. Me sentía asfixiada. Sí, esa soy yo
escuchando la radio. Asustada y de parchones, con interferencia y efecto moiré. Lo planeé seis meses, el
dinero, los papeles, salir sin dejar dirección ni contactos. Dicen que al norte
hay trabajo.
Subo al autobús esquivando la bolsa de la mujer
gorda con várices en sus piernas. Ahora
todo es vaporoso, la nube hacia la escalinata que lleva a la puerta parece
estrecharse a su paso. Recuerdo a la
mujer gorda porque la enagua de
flores rosa que viste, parece terminar en las várices que se extienden hasta
los tobillos, como los tallos de las flores sembradas en el jardín de casa. A
cierta edad las piernas acaban siendo dos vástagos de superficie irregular. Así
hubieran sido las mías en treinta años más.
El hecho es que la bolsa de plástico luce pesada,
casi tan pesada como ella y cada vez que la mueve para avanzar en la fila,
termina por rozar de alguna manera conmigo. Ahora ambas somos pasajeras.
La experiencia desde la ventanilla resulta
alucinante. Adentro tengo una sensación que ahora podría describir como
visceral. Se me seca la boca y las náuseas son un gancho prensado en el
estómago. Fui saliendo de un hormiguero de gentes y automóviles y del silbido
frío de la madrugada hacia paisajes donde el autobús se convierte en el único
acompañante de su sombra. Son doce horas de maldito desierto. Maldito calor y
frío extenuante que llevan hasta la frontera. Si alguna vez hubo camino, hoy lo
cubrió el viento con su frazada de polvo y nubes y lejos de admirar el paisaje,
cierro los ojos para que el sol no los queme. Treinta grados y el dolor en la
nuca y el codazo inconsciente en el vidrio para despertar y caer en cuenta de
lo oscuro que pueden ser los autobuses al filo de la nada.
La mujer de las várices duerme plácidamente
reclinada sobre el asiento detrás del chofer. A cada tanto, el autobús da algún
tumbo y la mujer cambia el brazo con que se apoya sobre el asiento. En unos
minutos me preguntará:
─¿Va para el otro lado?
Le sonrío y asiento con la cabeza.
Ella se estira las medias, se acomoda en el asiento
y vuelve a dormir.
Durante horas, no puedo dejar de pensar en sus
venas deformadas. Una piedra debajo de la llanta, un animal solitario en medio
de la ruta, una espina, la temperatura inflamada del sol, cualquier cosa
provocaría el estallido de los tallos de sus piernas y a consecuencia, yo que
estoy ciega por esta ventana, tendría que observar cómo se le tiñe de rojo la
media de nylon hasta llegar al zapato, observarla sacar el pañito de la bolsa,
limpiar el piso con la misma prolijidad con que se pule el piso propio cada
mañana. Cierro los ojos con asco.
De paso, me río al sorprenderme pensando en el
color de su sangre.
Esta vez debería ser sin lugar a dudas, verde.
Sangre verde que liberaría a la vena de la presión que la ha deformado por
años. Verde, como la de todas nosotras que irrigaremos los campos al lado de la
Panamericana. No hay nombres ni lápidas en este lugar olvidado que vomitó el
desierto, solo quedan las ramas leñosas donde los copos de algodón parecen
conejos.
Fotografía de Margarita Durán. |
La barbi
El día que la antipática de Guiselle había traído
todas las barbis a la escuela, Catalina conoció la envidia. Se había dedicado a
observar cómo las cuatro elegidas por la arpía, se dirigían de la mano buscando
un espacio en el suelo para vaciar el contenido del bolsito rosado.
─Aquí las tenés ─la oyó decirles a las otras niñas
mientras las muñecas, vestidos y zapatos rodaban sobre el mosaico de colores.
Una montaña de ropa diminuta y accesorios rosados fue colocada frente a sus
ojos.
De espalda sobre la pared del pasillo, Catalina
pudo escuchar cómo las niñas suspiraban mientras deshacían los nudos de las
largas cabelleras y le probaban a las muñecas los vestidos de chifón que se les
atoraban en las tetas.
Semanas antes, ella había traído sus muñecas
regordetas sin ningún éxito, de esas que su familia solía regalarle en todos
los cumpleaños, y que cada año, le gustaban un poco menos.
A su prima Adriana también le habían comprado
barbis. Se las habían traído del norte y desde el momento en que Catalina las
tuvo en sus manos, supo que lo que deseaba más en la vida, era tener una de las
muñecas rubias, de cintura de avispa y delantera espectacular.
Su prima dejaba que jugara con ellas cuando
Catalina la visitaba por las tardes. Tenía dos, una vestida de hada y la otra
de hawaiana. Catalina se acercó a su madre con la barbi en traje de baño y
anteojos de sol. Las piernas torneadas larguísimas de la muñeca terminaban en
una perfecta punta. Una diminuta sandalia rosa cayó sobre la mesa del comedor
donde tomaban café su madre y su tía.
─Mami, yo quiero una.
─Esas muñecas no son para niñas. ─dijo su madre
ocupada en las imágenes que saltaban a latigazos del televisor de la cocina─.
Luego le puso mantequilla a la galleta, sorbió un trago de café y continuó
conversando con la tía Fresia sobre la telenovela.
El suspiro de Catalina no lo escuchó nadie.
Parece que
no había más posibilidad que conformarse con las bebitas gordas que tenía,
hasta que Adriana, aburrida de jugar con las barbis, le heredara alguna. Claro
que para esa fecha, ya estaría un tanto ajada y posiblemente con la melena
mocha.
─¡No se hable más del asunto! ─Y así fue─. En casa
no se hablaba de muchas cosas y los adultos determinaban la importancia y el
orden de los eventos que marcaban las vidas.
Una tarde el sol se puso anaranjado y la
chiquillada desbordó las aceras. La tribu de niños correteaba con ardor y todas
las puertas lucían abiertas. El barrio era un bloque de casas siamesas que se
enfilaban sobre cincuenta metros de cuadra.
Catalina sintió ganas de orinar. Así que pidió una
tregua a los demás niños, se quitó los patines para no rayar el piso como había
ordenado su mamá, y con ellos debajo del brazo y en puntillas, entró corriendo
a su casa en busca del baño. Sintió como un hilito tibio empezó a humedecerle
los calzones y apresuró el paso. El teléfono comenzó a timbrar desde la sala.
─Cata, ¿sos vos?, ¡Contestá, puede ser tu papá! ─gritó
su madre desde la pila con los vasos y platos nadando en jabón.
Era bastante tarde y ahora irremediablemente
tendría que cambiarse el calzón. Así que pegando brincos, dejó los patines a un
lado y contestó la llamada con una de las manos entre las piernas.
─¿Aló?
─Aló,
repitió Catalina frente al silencio que se escondía del otro lado.
Entre cada palabra un pitillo robótico marcaba las
segundos. Cuando estaba a punto de colgar,
una voz de mujer preguntó:
─¡Hola, Cata! ¿Sos vos?
─Sí, contestó Catalina tratando de reconocer
aquella voz tan fuera de su repertorio familiar.
─Marvin me ha hablado mucho de vos. Vos no me
conocés, soy la Macha, una amiga de tu papá. ¿Cuántos años tenés ya? ¿Nueve,
diez?
─Ocho, voy para nueve ─respondió apresuradamente
Catalina sintiendo reventar la vejiga.
─Yo vivo en Estados Unidos, ¿sabés? Cuando vaya
allá te voy a llevar un regalo y le pido a Marvin que nos presente.
Catalina optó por sentarse en el piso y arrugar la
cara lo más fuerte que pudo. Luego siguió apretar las piernas, jalar más duro
con la mano, pensar en que no se orinaba ya. Contener, contener…
─¿Te gustan las muñecas?, preguntó la mujer en
medio del pitillo que marcaba la llamada de larga distancia.
─Ya estoy grande para eso, dijo Catalina pensando
en sus bebés gordas.
─De seguro que te gustan las barbis. Aquí son las
muñecas de moda, todas las chicas las quieren. La próxima vez que vaya, te voy
a llevar una. Sentenció la mujer del teléfono antes de preguntar: ¿Y Marvin?
─No está.
─Gracias, mi reina. Guardame el secreto de que lo
llamé. Yo llego por allá en marzo, vas a ver que barbi tan linda te llevo.
La tarde pasaba lenta. Los hijos de los vecinos
todavía jugaban al fut y patinaban por la acera. El Chevy rojo de Marvin se
estacionó sobre la entrada tumbando un árbol recién germinado de pitanga.
Catalina recuerda que sobre el piso quedó una manchita de
orines, que su madre lavaba platos vuelta de
espaldas y que esa tarde no sacó más los patines. A la semana siguiente, Marvin
empacó sus cosas en tres maletas que puso dentro del Chevy rojo. Había llegado
marzo, con las flores de todos sus árboles explotando en el paisaje.
Karla Sterloff. Nació en San José, Costa Rica en 1975.
Estudió Psicología y Ciencias de la Educación recién obtuvo el Premio Nacional
Aquileo Echeverría de Cuento con “La mordiente” (URUK, 2014). Ha publicado
también dos poemarios: “Especies menores” (EUCR. 2011) el cual fue galardonado
con el primer premio en el Concurso de Poesía 2011 convocado por la EUCR, y “La respiración de las
cosas” (The Rolling Book)
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