Dos mil quince, año en que debuta Fabián Coto Chaves con su cuentario "El país de las certezas" Aquí compartimos una pequeña muestra de lo que el autor nos ofrece y que en palabras de Fernando Durán Ayanegui se trata de: "Relatos sorprendentemente bien escritos, en los que el autor hace un extraordinario despliegue de originalidad y variedad temática." y para muestra un botón:
El mar
Tenía poco más de 20
años y nunca había visto el mar. Es cierto que la preocupación por ver el mar
es relativamente reciente en la historia; sin embargo en 1948 un muchacho
jactancioso y faruscas como lo era él necesariamente debía conocer el mar. Por
eso se enlistó con los rebeldes. Su decisión no entrañaba la más mínima
convicción política. Poco le importaba el asunto del sufragio. Poco le
importaban los comunistas, los linieros y los matones de Paco Calderón. A él
solo le interesaba conocer el mar. Así fue como se sumó a los muchachos de
Chico Orlich que volaron luego en el avión de Macho Núñez. Cabe decir que su
frustración fue enorme cuando le indicaron que debía permanecer en San Isidro y
que solo los más experimentados actuarían en la Operación Clavel, código que
designaba la toma de Limón por parte del Ejército de Liberación Nacional. Pero
sus obcecados ruegos al fin lograron persuadir al capitán Núñez y a los otros
oficiales y, de este modo, un 11 de abril de 1948, Joaquín Chaves Cortés volaba
en un DC 3 desde Altamira hasta Limón. Integró una de las columnas que viajó
por la playa hasta el puente de Cieneguita y participó en la toma de la Loma de
Garrón. Y en medio del sonido de las ametralladoras Neuhausen, los gritos, los
vivas a Otilio Ulate y las detonaciones de Máuser 98 Joaquín pensaba que,
después de todo, el mar no era gran cosa. “Solo es un montón de agua con otro
montón de agua encima”, solía decir mientras recordaba la textura de la arena
adherida al rostro, las aguas abultadas del Caribe y el olor a pólvora quemada.
Un recuerdo improbable
de la guerra del 48
Tengo pocos recuerdos
de la infancia. Recuerdo, por ejemplo, que papá tenía una radio en su taller de
ebanistería y que ahí se reunían otros hombres a escuchar cosas de las que no
supe mayores detalles. Por aquel entonces mi padre solo era un hombre grave que
se ponía saco y salía en las noches y que regresaba, a veces agitado, a veces
nervioso, contando cosas incomprensibles. Recuerdo a mi mamá, hecha un nudo de
rosarios, sobresaltos e hilos de coser. Mi hermana Marta lloraba y sufría
ataques de nervios y mi otra hermana, Leda, permanecía impávida, escuchando
radionovelas.
Puedo transportarme a
esa tarde de abril del 48, cuando llegó mi abuelo Carlos a decirle a mamá que
debíamos irnos, que Figueres entraría a Cartago y que si el Gobierno oponía
resistencia aquello iba a ser una matazón. Mi madre cogió los chuicas, ciertos
víveres y algunos enseres y nos montamos en un carro que nos llevó a la finca
de mi abuelo, en Aguacaliente. Marta lloró durante todo el camino mientras Leda
se entretuvo mirando los árboles y preguntándole a Mamá cómo se llaman los
pájaros amarillos que cantan en las ramas secas de los porós.
Mucho tiempo después,
Marta me contó que ese recorrido fue especialmente peligroso. Según ella,
cuando íbamos bajando la cuesta de Cerrillos, un avión Douglas de la Legión
Caribe pasó volando metralla de manera indiscriminada. Pero yo de eso no
recuerdo nada. Solo veo ráfagas ecológicas, potreros inmensos, vacas paciendo,
cabras y lecherías ruinosas. Y veo a papá, en el corredor de la casa, agitando
una mano, apoyándose con la otra en el Máuser 98 que le entregaron los
figueristas, con un sombrero y un chaquetón a cuadros, y con su perro mayoral
al lado. Según supe luego, papá se quedó en la casa porque temía a los saqueos
y estaba decidido a repeler con plomo cualquier intento de revanchismo por
parte de los caldero-comunistas.
La memoria de mi
estancia en la finca del abuelo dista mucho de ser escrupulosa. Se me viene a
la mente una escena, que bien puede ser falsa, en la que aparece Marta, con un
vestido claro y con el pelo recogido, recolectando agua del río con una olla
negra de hierro colado. Luego veo a mi abuelo Carlos tratando de sintonizar una
radio con una antena hechiza que nunca pudo transmitirnos noticias ni canciones
de Agustín Lara. Hay, además, un recuerdo improbable de unos soldados que
llegan en la noche pidiendo café, ateridos, con pantalones army hechos girones
y unos sarapes sucios que les cubrían la espalda. Tiempo después le pregunté a
Marta si recordaba aquella escena y me dijo que no, que nunca llegaron soldados
oficialistas a pedirnos nada, y que si hubieran, llegado posiblemente papá
Carlos los hubiera agarrado a tiros.
La guerra duró poco y
podría decir que, en definitiva, mis recuerdos de la infancia se reducen a los
recuerdos de la guerra. El mundo exterior de mi niñez era la guerra civil y sé
que en ella había matones y toques de queda y aserraderos incendiados y aviones
que volaban bajo lanzando tanques de oxígeno con dinamita y titulares de
periódico y esquelas de muertos. Sin embargo, no soy capaz de asirme a nada de
eso como suele hacerlo la gente con respecto a su historia íntima. Yo me he
visto en la necesidad de llenar mi historia con noticias sórdidas y dudosas
acerca de una guerra en la que no tuve mayor involucramiento.
Ninguno de mis tíos
recibió siquiera una trompada y tras los acuerdos de paz mi tata devolvió el
máuser 98 con la caja de municiones intacta. Es decir, para mí la guerra y la infancia
fueron, más o menos, un paseo a la finca de mi abuelo. En el barrio, algunos
vecinos decían que Figueres había mandado matar a un negro que era comunista y
que venía de la Línea. Decían que lo habían matado detrás del cuartel y que lo
habían enterrado ahí. Pero bueno, yo de eso tampoco recuerdo nada. Y de todos
modos, hasta donde sé, en Cartago nunca hubo negros.
Challenger
Dio la casualidad que
ese mismo día recibió como regalo unos binoculares. Desde su habitación no
podría contemplar los fragmentos del Challenger pero sí los imaginaba
suspendidos en el aire, debido, tal vez, a un capricho óptico de la lejanía. Él
y su mamá habían visto la transmisión de Canal 7 con el conteo dramático y el
ascenso, y luego habían visto el inmenso chorro de fuego, humo y trozos de
metal que acabó con todo. En un principio, ambos se sintieron aliviados al
recordar que Franklin Chang no viajaba en esa misión. Pero, más allá de eso, en
el Challenger viajaban los astronautas a los que él había escrito cartas y enviado
postales con imágenes del Volcán Irazú y del Valle de Orosi.
Casi inmediatamente
después de la explosión, subió las escaleras y tomó los binoculares y fue hasta
la ventana de su cuarto para mirar al cielo. Por un momento pensó que las
manchitas de pintura que figuraban en el cristal correspondían a los fragmentos
del cohete. Sin embargo no había nada, solo la unanimidad celeste de una tarde
de enero, salpicada de nubes y de pájaros. Para él la muerte era algo que solo
podía pertenecer a la tierra, a lo telúrico. No podía imaginar una muerte en
gravedad cero, una muerte en la que los cadáveres quedaran suspendidos en el
aire. Y tampoco podía concebir que los restos de los astronautas a quienes él
escribió cartas y envió postales seguirían cayendo por siempre sobre el océano
y sobre los campos donde había vacas y ciudades.
En una vana tentativa
por aliviarle la angustia, su mamá le dijo que no se preocupara, que total los
astronautas habían muerto instantáneamente, que no habían sentido dolor alguno,
que habían dado la vida por una causa noble y que morir así es más bonito que
morir en un hospital lleno de tubos y mangueras. Pero él siguió acongojado
durante semanas y meses e incluso, cuando Franklin Chang pasó en un jeep
descapotado frente a su casa, no pudo olvidar la perturbadora geometría de ese
chorro de fuego, humo y metal.
Después vendrían más
viajes al espacio y vendría la tragedia del Columbia y vendría la cancelación
del programa espacial, y Franklin Chang regresaría a Costa Rica. Al día de hoy,
cada vez que mira a través de unos binoculares, siente esa misma sensación de
vértigo que sintió aquella tarde de enero de 1986 cuando el cielo y la
distancia se resistieron a mostrarle los fragmentos del cohete y los primeros
indicios de la muerte.
Un viaje al país de
las certezas
Nos situamos en los
alrededores de la Plaza de la Cultura, más o menos, en el año 1989. Mi papá
está en la Armería Polini preguntando por un magazine para el .22 Ceska
Zbrojovka semiautomático que compró en Limón. Yo me escapo y voy a Bubis, una
tienda josefina de productos importados en la que solían comprarme esos
chocolates y chicles que saben a Disney World. Al cabo de unos minutos nos
encontramos: mi papá no halló el cargador que buscaba y yo solo compré unos
chicles Wrigley’s. Él me reprende por alejarme sin su autorización. Yo pido
perdón.
Caminamos hasta la
Billy Boy y nos sentamos donde siempre. Salitas, un mesero de bigote
minuciosamente recortado saluda y pregunta por mi mamá y mis hermanos. Mi papá
hace una broma y ambos ríen. Ordeno hamburguesa con aros de cebolla y pepsi
mediana. Él pide un sánguche de frijol con papas a la francesa y café negro.
Luego me cuenta algo acerca de la primera vez que fue a San José en el Plymouth
51 de mi tío abuelo Carlos Francisco. Según dice, las curvas del viaje, aunado
a su ya de por sí reconocido padecimiento de claustrofobia, le provocaron unas
náuseas tremendas.
Terminamos de comer.
Pagamos. Mi papá se escarba la dentadura con un palillo de dientes y luego
salimos a la Avenida Central con rumbo a la Librería Lehmann. Después de una
rápida observación de los estantes escogemos mis útiles para la escuela. Él se
resiste a creer que este año voy a necesitar un compás y un portaminas
Staedtler 0.7. Al final cede. En definitiva la negociación es breve y a la vez
favorable a mis intereses: un compás y un portaminas Staedtler 0.7 a cambio de
que el portafolio no tenga cierre de velcro ni estampado. Acordamos que la
selección del bulto puede esperar a febrero. Sospecho que él tratará de persuadirme
para que use el bulto que mi hermano no quiso. Decido pensar en otra cosa.
Salimos y en seguida
mi papá propone ir al Parque Bolívar.
El tigre de Bengala,
metido en una jaula diminuta, parece un incidente de fuego que entristece a
todos los guerreros de la historia. Al lado nuestro hay un carajillo estúpido,
uno de esos mocosos irritantes que se resisten a asumir su edad. Se dirige a su
acompañante, al que presumo su padre, y pregunta si los tigres pican. Yo siento
desprecio por él, por sus medias y por su obesidad.
Los leones no me
impresionan mucho. A decir verdad nunca me han impresionado. Su forma de rugir
me resulta vulgar, semejante a un pujido. Luego caminamos y vemos un oso y un
puma que huele muy mal. Mi papá me cuenta que hace unas semanas un señor de
Aguacaliente cazó un puma, en las montañas del sur de Cartago, muy cerca del
sitio donde él, mi abuelo y yo, acostumbrábamos ir de cacería. Pienso si,
quizás, yo no sería capaz de disparar a un puma.
El viento de la tarde
es frío. Me abrigo, y mientras caminamos hacia el parqueo del Hotel Presidente
valoro la posibilidad de pedir a mi papá que nos detengamos en la Pops de
Curridabat para comer una nieve de limón. Luego viene el viaje de regreso y hay
un país de nubes y un cerro oscuro y después la entrada a Cartago. Vamos
llegando a casa, y mientras contemplo el portaminas Staedtler 0.7 y la
cartuchera siento algo que bien podría compararse a la felicidad o, a lo mejor,
al germen de todo ejercicio de nostalgia.
Cuando llegamos a la
casa, el ruido de los transformadores eléctricos se mezcla con las bombillas de
los postes, creando un zumbido que yo imagino semejante al sonido que emiten
las ánimas del santo purgatorio. Pienso que, en caso de que este año muera otro
de mis tíos abuelos, al menos podré llevar mi portaminas Staedtler 0.7 al rezo
y podré hacer dibujos mientras la rezadora les lanza plegarias a las ánimas,
como señales o advertencias de otro mundo.
Los pájaros de Gerd
von Rundstedt
Fabián Coto Chaves |
La Wehrmacht lanzó su
ofensiva para delimitar un pedazo de Bélgica y convertirlo en el lugar más
triste de la Tierra. Según relatan los cronistas, un 17 de diciembre cerca de
Baugnez, algunos elementos del Batallón de Observación de Artillería de Campo estadounidense
se enfrentaron con un Kampfgruppe destacado en la región. Tras una breve
batalla, los estadounidenses cayeron rendidos ante los alemanes y fueron hechos
prisioneros. Minutos después una división SS se presentó al lugar y abrió fuego
contra los prisioneros desarmados, lo que desató el pánico de unos y el asombro
de otros. Luego, los SS continuaron su marcha, se internaron en los bosques y
se confundieron con la nieve y los árboles. Nunca se supo cuáles razones
motivaron la ejecución de los prisioneros ni tampoco se supo qué suerte corrió
dicho grupo de oficiales. Sin embargo, cierto médico y filántropo sueco
escribió un libro, aún inédito, en el que recoge el testimonio de algunos
habitantes de Valonia, los cuales coinciden en que, durante toda la década de
los 50 y principios de los 60, hubo avistamientos de soldados SS que vagaban
por los bosques asesinando pájaros.
Fabian Coto Chaves (Cartago, 1981) Escritor. Columnista de la revista Paquidermo. Cursó estudios de historia en la Universidad de Costa Rica (UCR) y de edición literaria en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Vive en San José desde 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu signo