Sergio Arroyo nos regala un bocado de lo que
contiene su cuentario Plancton. Y que sirva de invitación al resto del
banquete, "Un libro añejado a punta de aguaceros, un homenaje a los
incendios que coponen la memoria, a las personas y lugares que sobreviven
contra todo pronóstico, a esas nobles costumbres para contradecir la
muerte" Laura Flores.
Recursos
humanos
No sabía si
actuaba por odio o por venganza. Quizás todo se debía a la soledad de la
jubilación o, simplemente, a la belleza del acto. Tenía la mitad de la ciudad
rotulada con pancartas o simples hojas impresas con ofertas de empleo. Todas
eran falsas. A veces pasaban dos días enteros sin recibir ninguna llamada, a
veces cinco, pero todas las semanas al menos una persona lo llamaba para
preguntar por un puesto de cocinera o una plaza de albañil. Él abandonaba
cualquier cosa que estuviera haciendo y se entregaba a la conversación,
extendiéndola tanto como fuera posible. Al final siempre desestimaba a los
solicitantes diciéndoles que recién habían dado el puesto a una cocinera de
mucha experiencia, o que acababan de contratar a un joven albañil. Luego les
prometía considerarlos para la próxima plaza vacante y se despedía con
calurosos agradecimientos, que eran las únicas palabras sinceras de su farsa.
Luego de colgar, se descubría con el corazón acelerado y las mejillas tibias.
Lo emocionaban mucho los breves momentos que compartía con personas
necesitadas. En muy poco tiempo se había vuelto adicto al hambre de los demás.
El uniforme
Para A.
Los lunes
usábamos uniformes morados; los martes, amarillos; los miércoles, azules; los
jueves, verdes, y los viernes, blancos. Lo hacíamos con la misma naturalidad
con la que cambian las estaciones y el día a la noche. (Con eso quiero decir
que no parecía algo que hubiéramos decidido un día durante el almuerzo.) Fue un
acuerdo verbal, por llamarlo de algún modo, porque entre nosotros no hacía
falta que pusiéramos nada por escrito. Éramos distintos. O eso pensábamos.
Un día uno
introdujo una variante en el orden: era lunes y llegó al trabajo vestido de
blanco. Todos nos quedamos pasmados, como a la vista de un fantasma. Pero a
pesar de la sorpresa, nadie se atrevió a decir nada. Sería por culpa de un
imprevisto: se le regaría el café al desayunar, simplemente se le habría
olvidado o nos estaría haciendo a los demás una broma pasajera. Después,
volvimos a nuestras actividades de siempre y pretendimos que no había pasado
nada.
Sin embargo,
conforme pasaron los días, en vez de abandonar lo que ya no podía ser un hecho
aislado, el que vino de blanco aquel lunes contagió a dos más y estos a otros
tantos, hasta que yo fui el único en la oficina que se mantuvo irreductible con
el código de colores.
(A estas
alturas ya debe ser evidente que el que vino de blanco aquel lunes fui yo. Yo
me conozco mejor de lo que la mayoría piensa. No lo hice ni por equivocación,
ni por jugar una broma ni mucho menos por el deseo de ser diferente de los
demás. Cuando me iba a vestir, la mano evitó el uniforme morado y buscó el
blanco, como la cosa más natural del mundo. Se puede decir que me puse el
uniforme blanco a sabiendas de lo que hacía. Pero saber algo no significa
entenderlo. No sé por qué lo hice, y si yo mismo no lo sé, cómo puedo esperar
que los demás lo hagan.)
Madre De dios
Y Madre Nuestra
Sé cuando está
soñando porque habla dormida. Pero por más empeño que pongo, nunca logro
entender con claridad lo que dice. El tono es inconfundible: parece prometerle
a alguien dinero o favores a cambio de algo, talvez guardar un secreto o no hacerle
daño. Sin embargo, las promesas no parecen llevarla a ninguna parte porque el
patrón se repite casi todas las noches sin ningún cambio: comienza a llorar
–siempre en el sueño– y luego se queja con una terrible desesperación que me
llena de culpa y me obliga a despertarla para que no sufra más. Su cama está al
lado de la mía, por lo que solo debo llamarla en voz alta para que se
despierte. Cuando esto no es suficiente, saco una pierna de las cobijas y la
muevo un poco; por lo general, basta con tocarla con la punta del pie. Cuando
ella me pregunta qué pasó, yo solo le digo que tenía una pesadilla. No entro en
detalles. No me gusta mentirle.
A veces no la
despierto. A veces la escucho gritar con una desesperación terrible, como si la
violara un tropel de hombres hasta dejarla moribunda, o talvez una jauría de
perros en celo, que se saciaran con su cuerpo amarrado a una piedra. Podrían
ser tantas cosas... Pero lo importante es que lo que dice en sueños no basta
para compadecerme y rescatarla de sus pesadillas.
Cuando logra
despertarse por sus propios medios, lo primero que hace es tratar de
incorporarse, en medio de jadeos. Voltea a verme, como para asegurarse de que
yo estoy allí para cuidarla o de que aquel es nuestro cuarto o que la pesadilla
ha terminado. Al comprobar que estoy allí, se siente segura. Lo sé porque su
respiración se estabiliza y pronto se vuelve a quedar dormida. Yo la veo con
los ojos entreabiertos. Se ha de imaginar que todo el tiempo he estado dormida.
No creo que
sea una mala madre por no despertarla. En esta vida todos tienen que aprender a
sufrir.
El ocelote
Sergio Arryo |
La afición de
doña Luisa por los gatos parecía infinita. Su soledad y los años la habían
ayudado a amasar una fortuna de más de sesenta animales de todos los tamaños y
colores. Vivían desparramados por toda su casa: en la cocina, la sala, el
jardín, el comedor y, sobre todo, en su cuarto, tan vacío desde la muerte de su
esposo. Casi no recibía visitas de sus familiares porque estos sabían muy bien
que su casa se había convertido en un volcán de caca de gato.
Una de sus
pocas salidas mensuales era al banco, para cobrar el dinero de su pensión, que
destinaba casi por completo a comprar alimento para sus animales. Estaba segura
de que en el barrio la tenían por loca o poco menos que loca, pero para ella la
única opinión que contaba era la que se podían formar de ella sus queridos
gatos.
Un día sucedió
algo que trastocó el orden de las cosas: se apareció en la casa un gato
diferente: de cuello largo, ojos pequeños y penetrantes, manchado de las orejas
al rabo, un poco más grande y esbelto que los demás, y naturalmente engreído.
Doña Luisa nunca había visto a un gato con aquel porte y lo adoptó emocionada.
Desde el primer día, el recién llegado desplazó a sus dos o tres gatos
favoritos.
Poco después
apareció mutilado el cuerpo de una gata parturienta, sin rastro de los nonatos.
Luisa se espantó y no atinó a formarse ninguna explicación. Buscó por toda la
casa, hasta descubrir al gato manchado, solo, en un cuarto. No podía dejar de
relamerse la sangre del hocico y las garras.
Pobrecito,
dijo la mujer, tenías hambre, ¿verdad?
Desde ese día,
doña Luisa procuró alimentar al nuevo gato antes que a todos los demás. Sin
embargo, a pesar de todos sus cuidados, de vez en cuando aparecían en la casa
señales de nuevas masacres, algunas más terribles que otras, todas sangrientas.
Y el número de gatos que doña Luisa cuidaba en su casa se empezó reducir apenas
sensiblemente.
El himen de
María
Joaquín
presenció el alumbramiento de su esposa. La partera le entregó a la niña en sus
manos y él la sostuvo en alto. Al ver su frágil cuerpo desnudo y al sentir su
peso delicado, el hombre pensó: “Todo el honor de mi familia depende del himen
de mi hija recién nacida”.
Tras esto, el
himen de la niña se contrajo y se rompió. Joaquín, que no podía darse cuenta de
esto, le devolvió la niña a su mujer.
Justo cuando
su padre dejó de tocarla, la recién nacida se iluminó.
Sergio Arroyo (San José, 1976). Escritor y editor.
Estudió filología española en la Universidad de Costa Rica. Formó parte del
desaparecido Taller-Estudio Poiesis. Esta selección forma parte de Plancton
(EUNED, 2016), su primer libro de narrativa.
"Recursos Humanos" me hizo recordar a dos vecinas solitarias que tengo
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