“Dentro de este mundo cotidiano
que siempre ha pintado Zúñiga, esta es la vez que más dominio muestra del
acontecer y de la técnica narrativa. Hay una calidad sostenida a lo largo de
una prosa limpia en que el juego se presenta con las cartas abiertas y el
lector saborea un buen plato literario.”
Marco Retana.
“Todos los domingos”, es el quinto libro de cuentos de Francisco
Zúñiga Díaz. Publicado en 1983, posiblemente sea el más ecléctico de su obra,
el de más variado registro, el que arriesga más. En él encontramos los temas y
tratamientos conocidos junto a intentos e innovaciones, por conocidos nos
referimos a su tratamiento de la desgracia y la adversidad de personajes
aplastados por las circunstancias, como se ofrece en textos como “La carretica
de Luis Ángel”, “La herencia”, “Borrador para un cuento”, “La madera de Urrú”, “El
veinticuatro”. También, con su siempre fino y delicado humor textos como “El
salado” (que destaca por su apremiante actualidad, si ya en 1983 un “hincha” del
Cartaginés hacía manifiesto su sino, su desgraciada circunstancia de “salado”,
su delirante confesión resuena hasta hoy 2017: “Debe ser lindo ser campeón”),
en la misma nota humorística también aparecen “Doble colisión”, “Todos los domingos”, “La
cerradura”, “Los futbolistas” y “El día que el Diablo se metió en mi casa” y
sobresaliente entre todos “La cita”. Vuelve también con el tema bélico, como en
su anterior obra “Los dos minutos” en el calor coyuntural de la guerra de Viet
Nam, con textos tales como: “Le escribí a mamá”, “La emboscada” y “La cabaña” y
encontramos también esos relatos urbanos y confesionales como “Mis lugares
comunes” o los impactantes “Los amigos” y “El gato neurótico” o bien viñetas como
“El crimen de anoche”, “El engaño”, “La Mirada” que nos recuerdan sus primeras
obras. En una faceta más experimental con intentos de realismo mágico en el
texto “El paraguas milagroso de Porfirio León”.
En esta oportunidad, queremos
compartir una breve muestra de seis relatos que según yo, son los más
destacables de este cuentario desafortunadamente olvidado y nunca reimpreso.
El salado
¿Usted ha sido alguna vez
campeón? ¿Qué se siente? ¿Cómo queda uno? Se emociona, ¿verdad? ¡Claro que sí!
¡Me imagino que por lo menos la emoción se convierte dentro de uno en un algo
que es como… La realidad es que ni siquiera me imagino cómo es la emoción que
se siente. Cuál es su intensidad.
Tal vez se siente uno contento,
alegre, feliz. La alegría, el triunfo, el ganar, la victoria.
Porque no es lo mismo —dígame si
no— ganar en un partido que ser campeón. Por lo menos yo creo que así debe ser.
Mire usted: yo nunca he
campeonizado. Tantos años y nunca he sido campeón. Mi hermano sí, porque es
saprissista. A ratos, pero es saprissista. Yo tengo cuarenta años y siempre he
ido con el cartaginés. Soy un fanático fiebre del cartaginés. Mi hermano, le
decía, va con el Saprissa. El comenta, claro que sólo cuando el Saprissa va
ganando: yo iba con el Guanacaste. Es lógico: de allá somos. Pero si está en
segundas, ¿para qué?
Entonces se hizo saprissista. Yo,
no. Yo he sido cartago toda la vida.
Cuando estaba chiquillo pensaba:
¿Cómo será la ciudad de Cartago? Hasta que un día no me aguanté las ganas.
Tenía como quince (cuando güila, antes de eso, no me interesaban los
campeonatos. Pateaba bola en la plaza, pero, ¡qué iba yo a pensar en serio en
el fútbol! Ya, después de los quince, sí. Usted sabe: los compañeros que
discuten, que van con un equipo, los amiguillos, las transmisiones de radio, la
tele, los comentarios de los periódicos, todo) y me vine para San José.
Averigüé que la parada de buses
quedaba por donde era El Frontón. Me monté en la cazadora y me fui a Cartago, a
conocer.
Viera las ganas que me llevaba.
Llegué a Cartago, pero no había estadio. Sólo una plaza y… no pude conocer a
ningún futbolista.
En casa hay complicaciones. Somos
de Guanacaste y mi tata siempre simpatizó con el alajuelense, pero no fue
fanático nunca. Mi mama no. Ella iba con el equipo local, posiblemente por
apego a la tierra. ¡Qué iba ella a saber de fútbol!
Es el ombligo, decía. Aquí
nacimos y debemos ser fieles al pueblo. Tan leal era la vieja que cuando nos
vinimos para acá siguió siempre pensando en Guanacaste.
Mi hermano como que a ratos se
acuerda que es de allá y va con el equipo, pero siempre que no esté en
segundas. Cuando el Guanacaste está en primera división se emociona, pero usted
sabe cómo es el fútbol: de un momento a otro se desciende y, estuvo. Entonces
mi hermanillo sigue con el Saprissa.
Yo en esto soy leal. Me gusta el
cartaginés y me seguirá gustando por toda la vida. A mí me parece que lo que
hace mi hermano no es correcto. Eso es, simplemente, volcarse.
Viera usted: cuando el Guanacaste
está en primeras sólo del Guanacaste habla. Que hay que alentarlo, que es la
tierra de uno, que qué se yo. Yo tal vez en fútbol no soy patriota, pero es que
me gusta mucho el cartaginés.
Usted sabe que yo nunca he sido
campeón. He estado cerca, pero nada más. Imagínese si soy torcido. El equipo
campeonizó en el treinta y cuatro: si acaso yo estaba naciendo.
Después de eso, nunca más. Hemos
estado cerca, le decía, pero campeones, campeones, nunca más. Por lo menos
desde que a mí me gusta el cartaginés, que es, en verdad, desde toda mi vida.
Debe ser lindo ser campeón. Tal
vez ahora que finalice la pentagonal. Usted sabe que casi vamos a la cabeza y
que si seguimos así es muy probable.
Pero qué va. Seguro perdemos otra
vez y yo me quedaré con las ganas de saber qué es lo que se siente cuando uno
es campeón.
Lástima, en fin, pero soy salado.
Mis lugares comunes
Me apesta la vida. Estoy,
sencillamente, a su disposición. No es justo. No, no es justo, pero debo hacer
algo. El carajito este, Jorge, es muy capaz. Si no le conociera lo suficiente.
Y lo peor es que Gonzalo va a
comprender que la razón se encuentra del lado suyo. "Me importa una mierda
la plata, tu sociedad", me dijo. Y su coraje se me acomodó adentro y me
carcome. Pero defino: si abjuré lo hice por un impulso explicable: la necesidad
de progresar.
Y aquí surge el lugar común: buen
ingreso, lujo, clubes sociales, barrio residencial, automóvil de último modelo.
Marta me pide más cada día. Los
hijos son adolescentes y la vida está muy cara.
Otro lugar común: los hijos no
han tenido problemas económicos y ahora, ya grandes, debo suplir sus nuevos
gastos y caprichos, debo darles más dinero. Están hechos a la vida burguesa.
Dinero ingresos, dinero ingresos
y dinero ingresos para mí son más préstamos. Cerrar un hueco para abrir otro, y
más grande.
Y me ahogo en el mar de
vencimientos, en este desierto inmenso que es tener deudas, sin posibilidades,
ni remotas, de enjugarlas.
Y surge otro lugar común: mis
gastos personales, mis lances, mis whisquis, mis amigos. El baile en el
Country…
Mi posición me obliga a
aparentar. Ese es otro de mis lugares comunes.
Hoy fui al Banco Popular: me
devolvieron sólo cuatro mil.
Se me fueron como humo. Pagué
deudas de intereses al cinco. Le di mil a Mercedes.
Perdón, pero es otro lugar común:
tengo querida. Porque la querida es, esto es una realidad, parte del
"status" de un hombre. De un ejecutivo de mi condición, se entiende.
Por eso es que me apesta la vida.
Estar maniatado en mis propios vicios, en mis irresponsabilidades, hechas ya
monumentos. Cualquier variante, deterioro, un ladrillo flojo que se mueva… y la
mole don Gonzalo Retana cae, estrepitosamente, como puede suceder y de fijo
sucederá que caiga. Que fine mi trayectoria o, lo que es lo mismo, que Gonzalo
Retana se vaya para el carajo. ¡Murió!
Y se me ocurre otro lugar común:
mis hijos deben heredar un nombre limpio.
Y ese status estatua, que fue la
efigie cimera de don Gonzalo Retana —que soy yo— tiene que mantenerse firme,
erecto, insospechadamente diáfano. Por apariencia, de acuerdo, pero debe
mantenerse erguido, sólido, como ejemplo de rectitud para heredar un nombre.
El Chalo de antes. El Chalillo de
más atrás. El Gonzalo de después, el don Gonzalo de ahora. ¡Cómo he subido en
la escala de variantes de mi nombre! ¡Qué largo camino de descenso le queda al
pobre, no escalonado sino a golpes, brutal, grosero, sin ninguna elegancia,
vulgarmente! iCataplún y basta!
El don Gonzalo de ahora estudió,
escaló posiciones, matriculó a sus hijos en los mejores colegios, con
mensualidades enormes y gastos más grandes aún en uniformes y galas y putadas
sin sentido.
Un lugar dedicado a mis hijos,
por si tomo la determinación lógica: su padre se sacrificó por ustedes.
Agradézcanlo, güevones.
Anoche me pasé de tragos. Más
tarde me quito la goma. Por eso, a la larga, me siento tan negativo, tan
frustrado, casi vencido. Esto es malo porque no permite meditar, buscar la
forma de salirme del camino sin salida, de este bate bate de lodo en que yo me
he metido.
Estuve en el Tennis: la misma
mierda. Perdí la noche en babosadas porque se fue en hablar y hablar. Y en
tomar.
Hablar para sostener una
posición, un status, porque es conveniente decir que se estuvo conversando con
el doctor tal y contar, como quien no quiere la cosa: "yo le dije, mirá,
Alfonso, sin el don, para que se crea que hay confianza, que somos
iguales".
El doctor tal es de los notables
y me conviene. Si se unifica la oposición puede que él sea el candidato a la
presidencia. Los huesos del gobierno, después de todo, son jugosos. Para un
mediocre como yo —o como soy yo ahora— y eso basta.
Lo curioso es que ahora sí
reconozco —yo mismo, y eso es grave— que soy mediocre. Antes no, posiblemente
porque debía convencerme de que tenía imagen de ejecutivo, de hombre de mundo.
No puede ser que Gonzalo me haya
hecho variar tanto. No, es imposible.
Antenoche fui con Margarita a El
Paraíso. Es curioso: las tres mujeres tienen nombres que empiezan con eme:
Marta, Mercedes, Margarita. Con eme de mierda.
Margarita está bien, pero me sale
cara. El problema es que no puedo dejarle dinero, pero gasto más en regalos y
atenciones.
Margarita, aclaro, es simplemente
un recuerdo. Pero los recuerdos, a veces, se hacen presentes y juegan en la
vida de uno un papel indispensable para responder al rol que se cumple.
Debo meterme en política. Conozco
a muchos que logran posiciones en el gobierno, sea cual fuere el gobierno. Mi
revolucionarismo de la juventud, creo, no fue conocido. O ya está olvidado.
Lo sometí al crisol de mi
comportamiento de adulto. De la ceremonia salió un hombre límpido, un ser
inmaculado, sin residuos de locuras juveniles, sumamente perniciosas para un
hombre de mi categoría.
El mundo es de los audaces: otro
lugar común. El estudio y la preparación son elementos que barnizan apenas una
posición. Simplemente eso, y punto. Lo demás es estar bien con los que
arriendan el país: palmaditas, whisquitos, padrinos y... caer de pie. Caer
parados, como decimos corrientemente.
El domingo fui con Marta al cine.
Vimos El Padrino pero no me gustó.
Saco a Marta, mi esposa —otro
lugar común— y la llevo al cine los domingos. Mercedes se enoja, me reclama.
Esa es una de mis situaciones: mi querida me cela con mi esposa.
Es, también, otro de mis lugares
comunes.
Estoy engomado. Es temprano para
el mechazo. Debo permanecer en mi despacho. Mi despacho: ¡sonoro! Para atender
a las visitas. Yo cumplo bien con las personas que llegan a la oficina. Son
importantes. Algo bueno puede derivar uno de ellas.
Si el partido en el cual estoy
ahora no gana y triunfa el otro, tengo cualquiera de las dos posibilidades.
Pero una cosa si es cierta: caeré parado.
El camino de los mediocres es
caer siempre parados. Cuando jovencillo me gustaba mucho la revolución. Tenía
en mi cuarto fotografías de Sandino y de Lenin. Pero paré eso: tumbé la vara.
El revolucionarismo, me dije, no paga.
Mandé al carajo a la revolución y
a mi izquierda. Cambié las fotos de Sandino y de Lenin por la de Kennedy y la
de Figueres. Me hice figuerista, participé en la campaña, ganamos y me dieron
un puesto.
Al presidente lo trato de vos
porque estuvimos juntos en el colegio. El fue quien me dio el puesto de asesor.
Se llama, en realidad. Oficial Mayor, posiblemente porque es más sonoro.
Y es mejor —me he dicho— ser
Oficial Mayor de un gobierno que llena la panza y el bolsillo, que
revolucionario romántico, honrado y pobre. ¡A la mierda la pobreza!, fue la
nueva consigna.
Anoche estuve tranquilo. La pasé
con Margarita. Tomamos tragos, bailamos, hicimos el amor.
Margarita me aburre, me produce
deseos de dejarla, de irme, cuando estoy con ella, a casa de Mercedes. Pero el
chiquillo que tiene es mío y me explota por eso. Me tiene atado y debo, de vez
en cuando, salir con ella, demostrarle que el amor lo puede todo.
Con Mercedes es distinto porque
somos novios. Ella sabe que soy casado, pero no le preocupa. Dice con frecuencia
que yo no quiero a Marta porque está muy vieja. Sin embargo, cuando llevo a mi
esposa al cine, me reclama.
Mercedes no sabe lo de Margarita.
Marta, tampoco.
A veces Margarita me aburre,
decía, pero no hay más. Después de todo con Mercedes el asunto es serio, de
noviazgo y a veces hay que cambiar, matar el tedio. Es necesario salir de la
casa, opacar esa televisión que atraganta, no oír a la mujer hablando de modas
y peluqueros y evitarse el sartal de viejas jugando canasta y hablando mal de
los maridos y de las sirvientas.
A las dos me jalo. Me tomo unos
tragos. Mejor voy al Club Unión porque en el Tennis estuve anoche. Variar, en
cantinas como en el amor, es bonito, elegante, conviene. Además hace días que
no voy al Club Unión y allí llega gente impresionable, que me interesa.
En política es conveniente estar
bien con todos: este es otro de mis lugares comunes. Hay que jugársela entera.
El carajillo mío me dijo que le
habían contado que yo había sido de izquierda. Yo le contesté que medio medio,
que jafanajaf, que locuras, que el sarampión.
Me asustó mucho cuando respondió
que él era joven, pero que era responsable. Que tenía solamente una cara y que
no era un acomodado de la política y del sistema. Que no era, sencillamente, un
sucio.
Me faltó al respeto Gonzalo. Me
dejó callado. Aunque reconocí la valentía que yo no supe tener, le dije que se
callara. Que si me volvía a hablar lo echaría de mi casa. De mi casa, le dije,
enfatizando el mi.
Debo sostener —otro lugar común—
mi posición de padre, la autoridad en mi hogar.
Me remachó con una mirada que yo
traduje quería decir: cobarde. Expresaba: tengo la frente en alto, limpia, sin
dobleces.
Traté de convencerlo de que eso
no le servía. Le hablé de su porvenir, su carrera, sus, hijos venideros, Me
contestó que él veía el porvenir distinto. Que su porvenir no era mi presente.
Que yo había abjurado para complacer a una sociedad, en la que lo único que se
pretende es vivir una vida vacía y sin sentido.
Reconocí que era cierto, pero no
lo dije. Un padre debe resguardar el respeto y la autoridad ante los hijos y no
permitirles que le desmientan. Acepté, sin decirlo, para mí mismo, como un
consuelo, que yo también pensaba de un modo distinto, que también yo pensaba en
un mundo diferente. Que no podía fabricar ese mundo, pero lo esperaba.
Reconocí, sin pregonarlo, que tal vez era cierto que había abjurado, que era un
cobarde y un hombre sucio.
Así pensé, pero pensé también que
ya era tarde. Los ríos, me dije, no se devuelven nunca.
Soy un cobarde que se dice ser hombre.
El ser hombre ya es, en mi caso, un lugar común.
Quiero mucho a Gonzalo. Por ser
el mejor de mis hijos, porque sostiene una idea y no le importa la cárcel ni
las golpizas de la policía y soporta todo mientras sus hermanos y sus amigos de
antes se divierten.
Tengo deseos de clamar a todo
pulmón que tengo un hijo que es todo un hombre. Tengo también deseos de pegar
un grito y decir con fuerza que este mundo es una mierda.
Vocear que un hijo mío me ha
dicho la verdad. Que un hijo mío es más hombre que yo.
Cuando mi hijo me habló así sentí
que me escupía. Y probablemente no me escupió por respeto, porque me quiere,
porque la juventud a la que está afiliado le enseña lo que yo no pude
enseñarle.
Así es la vida. Después de todo
medité. Me serví un whisqui en las rocas y comencé a examinar mi conciencia.
Es delicioso meditar con un vaso
de whisqui en la mano. El whisqui aclara —otro lugar común— mis ideas.
Yo no nací para mártir, pensé.
Está bien que muchos den sus vidas por una revolución. Yo dejé todo eso porque
necesitaba sobrevivir.
Después de decirlo pienso que es
un pretexto, que fue más bien para acomodarme, ganar prebendas, escalar
posiciones, hacer dinero, aparentar.
Tener dos caras, es la expresión,
y yo las he tenido muy bien puestas.
Me apesta la vida. Estoy en las
manos de un muchachillo. No de mi hijo Gonzalo, sino de ese maldito Jorge. De
ese futuro hombre hecho casi a mi imagen y semejanza.
Después de todo lo que perderé es
el puesto, el hogar. Pero a mi esposa no. Tendremos que salir para el
extranjero. Marta, aburguesada, no hará ningún comentario. Considerará que ese
es el derecho del burgués. Que si no lo hubiese hecho yo, otro lo hace. A la
larga aplaudirá mi inteligencia. A la larga también criticará mi cabeza, que no
supo aprovechar el dinero.
Posiblemente pensará que el
desfalco es también parte del status del hombre de bien.
Hacer un desfalco es, en
definitiva, otro lugar común.
Me tiene jodido Jorge: colabora
con mi maquinaria desfalcadora. Es mi cómplice en el atrevimiento. Pero ya
sospecharon de él y me dijo que si no le daba cien mil pesos, cantaría.
Mi último lugar común: debería
pegarme un tiro en los sesos pero no me atrevo.
La cita
Hace calor.
Ya es tarde
y no sopla brisa. El aguacero, que se venía, parece se arrepintió: decidió
convertirse en viento de agua.
—Otra
cerveza.
Alfonso
siente la frescura del vaso: una caricia en sus dedos secos. El calor es
intenso y el agua un nubarrón estático, colocado en el capricho de no querer
llover.
Y la cerveza atenúa un
poco la espera, el calor, el aburrimiento. Lo único por hacer es esperar. Se
siente aislado del movimiento de afuera, que en las cinco de la tarde se
desborda de todas partes y hacia todas las direcciones.
Carreras de
gente que toma autobuses, de chiquillos hechos eco de gritería, de
ofrecimientos de vendedores ambulantes, de avalancha interminable de
automóviles.
Debe tener buen cuerpo
—piensa. Y se arrulla en el recreo de su figura.
Se le viene a la mente
la silueta de Olga en la oficina, con suéter ajustada y pantalones también
ajustados.
—Otra
cerveza—repite.
Compra el periódico
y busca la página de los deportes. Lo hace automáticamente porque esa página es
la que lee siempre, junto con la de los cines, las historietas y las crónicas
rojas.
Se entera
de que el Saprissa venció en su propio patio al Alajuelense. "El huracán
morado —lee— le propinó cuatro pepinos al team menudo, sin que éste pudiera
anotar siquiera el tanto de la honra."
—Me dijo un
minuto—piensa Alfonso mientras lee la crónica del partido de fútbol. Los
minutos de las mujeres. Sonríe porque recuerda el chiste del dinosaurio, que
contaron en la oficina: cuando el pobre quiso hacerle el amor a la dinosauria,
ésta le dijo apenada que no, porque estaba con el siglo.
—Otra
cerveza—ordena.
Se cansa de
esperar. Solo. Sin tener con quién matar el rato, ni querer hacerlo, porque
Olga puede salir de un momento a otro.
No le
preocupa su propia apariencia. Le agradaría más bien que lo viesen con Olga: se
sentiría orgulloso. Pero Olga es discreta y no le gusta que nadie se entere.
Vuelve a sonreír porque
recuerda que su primo las llama putas señoritas. Pero Olga le había dicho que
con cautela. Se irían por aparte, sin que nadie se diese cuenta: "a pasito
lento, sin hablar con nadie" —tararea. Porque ella es reservada, se cuida.
Me dijo que
entraría al salón a arreglarse el cabello, porque ya tenía cita y si la perdía
se le presentaba un problema. Mientras tanto —expresó— me esperarás enfrente.
Ha pasado media hora.
Si apareciese alguien. No, es mejor que no llegue ningún conocido. Es aburrido
tomar solo: el trago, o la cerveza, sabe si es conversado. Pero viene alguno,
sale Olga, puede conocerla. No, mejor, para esperarla, me quedo solo.
Abre de
nuevo el periódico, ahora en cualquier página. Pretende por lo menos ver
anuncios para acelerar el segundero del reloj, empeñado en hacerse lento.
—Una
cerveza—pide.
Puede tener
sus veintisiete, piensa. Bien administrados. Muy bien administrados. La mujer
se cuida. El problema es que hay que saber entrarle: invitarla a bailar y el
baile trae whisqui y hay que conversarle de cosas no usuales, no trilladas.
Cosas que uno no habla con otras viejas.
Yo no sirvo
para eso porque no sé ni conversar. Con los amigos hablo de putas y de fútbol y
paja. Con las hembras, al grano.
Pero con
Olga... Con Olga hay que hablar de cosas distintas: música, poesía, mierdas,
iNo joda! ¿yo? iNo me joda!
Con Olga es
otro el estilo y bien lo vale porque ella es un monumento de mujer. Un
monumento de puta, un monumento a la lentitud, a la arriazón, a la espera
indefinida.
Me estoy disgustando y
tengo razón: ya no soporto más. Estoy harto de espera, de pensamiento, de
deseo. Incluso estoy harto de Olga.
Alfonso
mira el reloj. Son ya las cinco y cinco y desde las cuatro está esperando a
Olga. Una hora y cinco, piensa. Los minutos de las mujeres —repite creyendo que
se ciñe a una idea tenida en algún momento sobre el minuto de las mujeres, o
algo escuchado sobre el minuto de las mujeres.
Ahora, a
más de una hora de estar tomando solo, sí desea compañía en su mesa. Cualquier
amigo o conocido. Alguien con quien hablar. Con quien limar este aburrimiento que
se le herrumbra en toda su pereza. Alguien, puta, con quien emborracharse por
lo menos.
—Otra
cerveza.
El
aguacero, al fin, hace intento de descolgarse. Se detiene. El calor se
acrecienta. La cerveza apenas medio refresca, pero ya Alfonso siente el efecto
de un número de cervezas del que no tiene idea. Ya siente su piel gruesa. Los
deseos se le desbordan. El pensar continuamente en Olga, en Olga su mujer, en
Olga junto a él, le trastorna, se le hace material, no en la imaginación del
cuerpo de ella, sino en la irrealidad hecha real de los dos cuerpos juntos, de
los dos cuerpos amándose.
La cólera
porque Olga no aparece, le invade y, al acrecentársele, le elimina su interés
por ella y le hace resolver que no le interesa. Su deseo de ahora es permanecer
en la cantina, emborracharse, olvidarse del momento enormemente largo de una
espera estúpida, porque mujeres como Olga, y mejores, hay por millones.
—Otra
cerveza — grita. —A tumbar
la vara, güevón, se repite con insistencia: las mujeres sobran. Hay miles y
millones y billones de hembras. ¡Cuatrillones!
El aguacero
comienza a caer como cernido por cedazo grueso. Las gotas, empedradas, rompen
el pavimento. La tarde se oscurece en un intento de terminar con furia. El
calor empieza a desentumecerse. Columnas de vapor de agua se elevan de todas
partes. De un momento a otro, a no dudarlo, se dejará venir el aguacero
completo, insoportable ya en el peso de las nubes, que abrirán con violencia
sus vientres enteros para vaciarse sobre las casas, las calles y las aceras.
Me alegro, piensa
Alfonso. Ya son las seis y media y no aparece. Me engañó. Me jugó sucio… Me
está jugando sucio.
Dejá de
atormentarte, hombre, piensa. Es mejor así. Es mejor, definitivamente, así. Una
puta es lo mismo.
—Otra
cerveza—exige.
La invité porque hoy me
cayeron quinientos pesos. De otra manera, no hubiera podido. La verdad es que
no he podido. La realidad es que no pude.
Ni siquiera
vino al salón, es un hecho. A no dudarlo se fue con otro, porque detrás de ella
revolotean los varones, los billetes, los abejones de mayo, los varones con
billetes y los abejones con billetes.
Los
cabrones que se la llevan a menudo, a Olga y a todas las olgas del mundo.
La verdad,
viejo, es que una puta es lo mismo. Da lo mismo. La verdad
es... la verdad es...
El aguacero
se desbarrancó con furia. El agua se hizo cerco entre la cantina y las casas y
las calles y la misma noche.
Si Olga no
había salido del salón, si saliese ahora, se haría posible no verla. No puede
verse con tanta agua. No podría salir porque el peinado se le alborotaría, se
le desharía el pretexto que me metió para dejarme colgado, para meterme,
burlado, en esta cantina que ya casi me agrada, en esta espera que ya casi me
satisface.
Esto si
acaso ella ha estado en el salón, lo cual se hace ya imposible, totalmente
increíble.
Me engañó
como a un baboso —murmuró enredado en un hipo. Como a un carajillo, como a un
novato, como a un estúpido, como a un niño de teta.
¡Como a un
abejón de mayo sin billetes!
—Otra
cerveza.
No sé por
qué pienso en Olga. Serán las cervezas, la borrachera. Es linda: lindo cuerpo,
lindas piernas. Linda, lindísima, linda. Si estuviera todavía en el salón. Si
saliera del salón. Si saliera desnuda bajo la lluvia, para llegar a mis brazos,
para buscarme, para quererme.
—Otra
cerveza.
Si lo hizo
por reírse de mí voy a darme por no enterado. Haré como que me olvidé de la
cita. Le pediré mil perdones por mi descuido. No le diré nada. Sencillamente
llegaré a la oficina como de costumbre, con el saludo de costumbre, con la
costumbre de costumbre.
Por la
puerta se introduce la brisa fría: resentimiento de la calle por haberla
humedecido, en demasía, el aguacero.
Alfonso ya
ni sabe por qué está tomando. Ya ni se acuerda de Olga. Ah, sí —dice
pesadamente— vine a esperar a la hembra esa.
Que se joda
ahora, porque lo que soy yo, no le hago caso. Me busco una puta. Me busco una
puta. Ja, ja, una puta. Lo mismo es Olga que una puta, que una puta, que una
puta.
—Otra
cerveza.
La cerveza
fría apenas medio refresca el calor de adentro. Alfonso ya no siente el efecto
del número que ha tomado, ni le importa tener idea de cuál es la cantidad.
Ya casi ha
dejado de pensar en Olga, en la puta, en las mujeres, en la cerveza, en todo.
En su mente ya casi
dejó de adherirse el cuerpo desnudo de una mujer: se le borra sinuoso, en
sombras cobijadas en el propio seno de la noche suya.
De su
propia noche muy avanzada.
En una
iglesia —que importa cuál— sonaron doce campanadas.
Otra
cerveza —grita Alfonso, ¡Otra cerveza, con todos los diablos!
No opone
resistencia cuando el salonero lo empuja hacia afuera y cierra la puerta de la
cantina.
Los amigos
—Puta mujer. ¡Y con vos! A saber
con cuántos. —Ya te lo expliqué, viejo. Lo siento.
Vino la quinta orden y Basilio ya
hablaba pegajoso. No le dio la lloradera, como pasaba siempre cuando tomaba,
pero se aguantó, en apariencia, las ganas: su honor estaba mancillado y tenía
que portarse como hombre.
Mientras Ricardo andaba en el
orinal Basilio quiso pensar, pero no pudo. Acomodó entonces la cabeza entre los
brazos, sobre la mesa, y se durmió.
Fuera de la cantina, el escándalo
de la gente y los automóviles crecía. Quemaba un calor de verano, ante la
ausencia de una brisa retardada.
Un limpiabotas trataba de bolsear
a Basilio cuando regresó Ricardo, quien lo echó a hijueputazos.
La tarde, entre tanto, trasudaba
resquemores en la conciencia de Ricardo: no le debí haber dicho. Fue cosa de
tragos, pensó. Por dentro se ocultaba la satisfacción que sentía de haberle
contado eso, precisamente a él.
De manifestarle su incursión en
lo íntimo de Basilio: su mujer, que había sido suya.
Borró este pensamiento con la excusa
de que uno es hombre, todo por no tener él mismo demasiado evidente que su
comportamiento con la mujer no fue tan trascendente como el haberlo contado al
amigo.
Ricardo despertó a Basilio. Para
serenarlo le dio un trago: con esto te componés. Siguieron después órdenes y
órdenes interminables, hasta no saber cuantas.
Al día siguiente volvieron para
quitarse la goma. Se saludaron corrientemente, como si nada. Hablaron de fútbol
y de mujeres y de todo. Del malestar de sus estómagos, demasiado golpeados y de
lo delicioso del primer trago de ese día.
El asunto de Adriana con Ricardo
no se mencionó. Ricardo lo callaba por pena o por lástima, o porque ya lo había
dicho.
Basilio no decía nada, porque ni
siquiera recordaba lo que habían hablado ayer.
El gato neurótico
El decir el que con lobos anda a
aullar aprende lo entendí con el caso de mi gato neurótico.
No es que no entendiese el
refrán, pues ya estoy en cuarto, pero es que a veces uno necesita, para comprender
algo, verlo, sentirlo. Y me quedó clarísimo, sin ninguna duda.
El gatito amanecía de luna. Y
esto de amanecer de luna tampoco lo entendía muy bien, pues después de todo uno
aprende con la vida. La vida es la mejor escuela, decía mi mamá y esto también
lo entendí cuando supe lo que se quería decir cuando se decía amanecer de luna.
Y el amanecer de luna, en mi
entender, es porque se duerme mal y se levanta uno como si no se hubiese
acostado.
Como mi papá cuando se acuesta en
la madrugada y se levanta de un humor que mamá a veces dice que es goma y a
veces que es luna.
A veces también le grita a papá
que es un sinvergüenza.
Pues a mi gatito le pasaba como a
mi papá. Había días en que ni se movía y si solía hacerlo era para pegarme un
arañazo. Si le pasaba la mano por la espalda, en vez de ronronear como cuando
no está de luna, me contestaba con un gruñido muy feo.
No jugaba, no empujaba con su
pata, por en medio de las patas de la mesa del comedor, la bola que yo le
ponía, bolilla de pimpón con la que siempre, cuando estaba de buenas, se
divertía.
Yo he aprendido bastante con mi
papá y con mi mamá. Cuando se pelean, ella le grita que debe ver a un siquiatra
y él le dice que a ella no sólo debe verla un siquiatra, sino irse al asilo
siquiátrico. Le pregunté a mi maestra, porque hay palabras que no hemos
aprendido todavía en la escuela, que qué era un siquiatra y ella me dijo que un
médico que atendía a los enfermos mentales.
Saqué en claro, por comparación
desde luego porque ella no me quiso explicar más, que los enfermos mentales
eran gente como mi papá y mi mamá.
Después averigüé que el asilo
siquiátrico era un lugar donde meten a los locos y que un enfermo mental era
algo así como un loco.
Por pura casualidad lo supe
porque a Albino, el de Rosa, que es loco, se lo llevaron para allí.
Una vez fui con mi papá a donde
el siquiatra porque se sentía muy mal. Me llevó para que le ayudara a cruzar
las calles, porque él sólito no podía y era peligroso que lo atropellara un
automóvil.
Yo me acordaba muy bien de la dirección
y por eso le llevé al gato cuando se me puso imposible del mal humor.
Lo que yo no entiendo es por qué
papá se enojó tanto.
Le escribí a mi mamá
A veces, después de la noticia de
la muerte de mi madre, me pregunto si hice bien o mal en escribirle. No sé, y
la duda me desgasta más que la muerte que me circunda siempre.
Puede que esa carta contribuyera
a precipitar su fin y que ese fin se haya hecho, por mi culpa, más amargo.
¿No brillaría en su últimos
pensamientos, la imagen del hijo que regresaría antes de la muerte? Puede ser
que sí, como también puede ser que la ausencia se acentuara ante la certeza que
debió tener de mi convivir con la batalla y el temor de mi muerte amenazante,
escondida, esperándome en todas partes y en todo momento.
Puede ser que el conjunto
acelerara su vida, para darle pleno campo a una realidad que para ella, se
hacía ya definitiva: morir.
No sé. Le escribí a mamá y le
conté que estaba en Viet Nam. Le dije:
"Mira, mamá. Tú piensas que
estoy en Boston, trabajando en la fábrica a donde me escribes y eso no es
cierto. No estoy en Boston y no recibo ninguna carta tuya y tú no recibes,
desde luego, carta mía. Estoy en Viet Nam, a ochenta millas al suroeste de
Saigón. Me preguntarás que por qué no te lo había dicho. Lo que pasó es que
tuve la preocupación de que pudieras enfermarte más si te lo decía. Yo sé,
mamá, que estás muy enferma.
"Necesito tus cartas. Ellas
me traen tu amor y tu consuelo, indispensables aquí en Viet Nam. Me traen
también, pienso, el calor de mi patria tan lejana. Escríbeme, mamá, por
favor."
La situación para mí —egoísmo que
terminó con ella— era sumamente difícil. La muerte aquí es, digamos, una
epidemia. El milagro, lo inusitado, es la vida. El aire está muerto y contagia
a los árboles, a los seres, a la esperanza.
No sabe uno si la muerte ya está
al lado, o si, una vez que termine con el compañero de esta guerra, de este
bosque espeso y maloliente, te llegará, o si hará algún rodeo para mortificarte
más, para hacerte morir de miedo, lentamente, a pasos calculados y llenos de
mala intención.
Para dejar de ser tajo, o bala, o
malaria; para hacerse angustia, agonía permanente.
Perdóname, mamá, por haberte
dicho la verdad. Sé que sufriste mucho, lo indecible, lo circundado por un
elemento de imposibilidad de hacer nada, de impotencia, de temor y ahogo y
zozobra y miedo.
Tenía que decírtelo, madre: me
hallaba demasiado solo y muy seguro, segurísimo, de que moriría primero que tú.
Y tuve, madre, un miedo inmenso
de que no supieras dónde.
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