El Inmaculado subía a su tribuna y exclamaba:
- Pero qué detestable es quien devora sus uñas secretamente,
el que por su compulsión animal sede a su ansiedad y las mordisquea hasta su
base, y goza secretamente del dolor y la sangre que brota de sus dedos
convertidos en muñones palpitantes.
Luego descendía para que la muchedumbre avergonzada pudiera
besar su anillo, compungirse con su rostro iluminado por la autoridad.
Más tarde, el Inmaculado en la soledad de su recámara
devoraba sus uñas, las mordisqueaba hasta su base, y lamía la sangre ferrosa de
sus dedos palpitantes como muñones…
- Al menos – pensaba – nadie dirá que no he hecho bien mi
trabajo.
Germán Hernández
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