17/8/09

Los adioses


Ilustración de Cristian Brenes

¿Cómo nos enteramos de la muerte de los otros? No es complicado. A veces la noticia llega por teléfono o alguien por detrás posa su mano en tu hombro; puede llegar a través de los titulares sangrientos, pero solamente cuando la muerte tiene algo morboso u obsceno que mostrar. Hay otras muertes que nadie espera y ocurren en lugares infortunados como las maternidades. Pero cuando las muertes son simples como un reloj que se detiene con exactitud, casi no sorprenden, ocurren como algo sabido de antemano.
Así lo supo él, había encendido la televisión para ver las noticias mientras almorzaba. Cuando estas terminaron y recogía la mesa y pasaban aquella música de réquiem con los obituarios reconoció de inmediato un nombre, apenas alcanzó a leer el lugar de la vela, que mañana en la mañana era el entierro. Si quería despedirse tendría que salir esa misma tarde.
Buscó con calma dos mudadas de ropa, algunos accesorios para el aseo y los guardó holgadamente en un maletín que antes estuvo limpiando empecinadamente hasta sacarle aquel aroma verdoso que deja el moho y el olvido. Tomó un taxi hasta la terminal de Turrialba y compró su tiquete. Cuando el bus arrancó, se dio cuenta de que estaba rompiendo la única promesa que había jurado cumplir, y que irónicamente para decir adiós tenía que volver.
El centro de Turrialba tiene un aroma extraño y una humedad equívoca, una nostalgia de puerto sin mar y unas palmeras gigantescas sobre los rieles oxidados del ferrocarril que alguna vez pasaba por ahí y que casi ninguno de sus habitantes actuales conoció. Aún así, sin reconocer aquella ciudad, sabía perfectamente a dónde se dirigía cuando bajó del bus, tal vez por eso alargó su camino, atravesando cuadras innecesarias que ya no devolvían ningún recuerdo y donde las casas habían sucumbido y se habían levantado otras, o simplemente, las habían pintado de otro color.
Todo en la habitación del hotel olía a humedad, los cajones de la cómoda, los armarios y la ropa de cama, todo estaba lleno de ese gangoso aroma a vejes y madera podrida. Sentado largo rato, no sabía si tendría el ánimo de ir a la vela, si podría desarrugar la camisa que traía y ponerla en uno de los abollados ganchos de ropa del armario. Dejó que la tarde se fuera por la ventana, hasta que ese sonido de pasos distantes y plagas nocturnas llenara las luces de la calle. Cuando miró por fin la hora, supo que ya era demasiado tarde para regresar y le confortó la idea de estar atrapado, que ya había pasado la primera prueba.
Salió, subió hasta el parque y entró a una cantina. Nadie lo reconoció, y él no reconoció a nadie. Pidió una cerveza y una boca de lengua en salsa, luego otra, y entonces se pidió un trago de guaro. El cantinero se le quedó mirando, se le acercó y le dijo quedito:
—Tengo contrabando.
El asintió con la cabeza y le sirvieron, el pecho se le despejó y el aire se volvió menos espeso, más fácil de respirar y se tomó un par más hasta sentir que la ropa apretaba menos, el cuerpo era más liviano y no había ruido; las esquinas se volvieron más distantes y el relente bañaba con frescura. Carraspeó más joven, menos triste, con estos tragos y este aliento no podía asomarse por nada del mundo a la vela, ahora lo sabía, otra prueba superada, otro peligro menos, mejor tomarse un traguito más antes de irse al hotel.
Cuando se acostó no sintió la pegajosa tibieza de las sábanas, mientras miraba el cielo raso le fueron llegando las preguntas, los recuerdos y el sueño, porque uno no se despide, lo sabía, en todos estos años habían llegado tarde pero seguros los rumores y las noticias borrosas. En la habitación contigua escuchó a alguien que tosía y hablaba por celular y se quedó dormido.
Despertó desorientado, no sabía dónde estaba ni quién era, afuera llovía y aún así logró oír la descarga de algún inodoro vecino. Bajo la ducha fue destrabando los hombros, la mandíbula, las sienes endurecidas por el sueño y frente a un espejito diminuto recordó quien era y que hacía allí, se hizo la barba y para que no lo fueran a reconocer se dejó el bigote.
En la recepción había un muchacho somnoliento viendo las noticias de las seis de la mañana, y se dirigió hacia él:
—¿A qué hora sirven el desayuno?
—Ahorita, la muchacha ya está en la cocina.
—Bueno.
—Quiere leer el periódico? – le preguntó el muchacho extendiéndole La Nación.
—Gracias, yo no leo esa mierda.
El muchacho sonrió.
—Ahorita pasa un señor vendiendo la Extra.
—Me avisa.
Se fue a sentar en el comedor, se distrajo escuchando la lluvia y esta continuó mientras desayunaba. Subió una vez más hasta la habitación, se lavó los dientes, volvió a peinarse, a contar los billetes que traía, a calcular los pasos que tendría que dar hasta la iglesia, bajó y la lluvia estaba ahí; parado frente a la puerta la veía como esperando que esta acabara por fin de barrer la brisa invisible que huía hasta dentro.
—¿Don?  ―lo interrumpió el muchacho―, ¿tiene que salir?
—Sí.
—¿Le llamo un taxi?
—No, voy aquí cerca, hasta la iglesia
—¿Le presto un paraguas?
El paraguas tenía algunas varillas quebradas y olía igual que los muebles y las tablas del hotel, pero bastaba para caminar, orientarse de esquina a esquina y ocultarlo de la gente. Llegó al parque. La cantina de la noche anterior estaba cerrada y tuvo la oportunidad de mirar uno de los pericos ligeros que descendía lentamente de uno de los palos del parque, verdoso y bello como un niño y cagar al pie del árbol. Hipnotizado lo vio ascender otra vez, y sonaron las campanas de la iglesia y caminó lentamente hacia ella, cerró su paraguas y entró dejando un hilo de agua hasta la banca que eligió. ¿Era incienso o era cedro aquel sabor amargo que se le metió en la boca?
Entre los ecos obtusos del padre oficiando recordó que él no tenía por qué estar ahí, que a esa iglesia no podían entrar comunistas ni gente como él, pero eso era antes, ahora a nadie le importaba. Ahí sentado se sorprendió de ver el ataúd lleno de coronas, todo se iluminó por los relámpagos, y las luces se encendieron a media mañana como si el sol se hubiera apagado; la temprana lluvia de la madrugada había crecido y ahora quería vengarse de todo.
Apenas unos gestos y unos ademanes y todo había terminado, ahora unos hombres levantaban el ataúd en hombros y mucha gente se desperdigaba y la lluvia afuera golpeaba sobre ellos. Entonces reconoció un rostro entre la multitud. Había pasado tanto tiempo que aquella mujer parecía otra, y junto a ella, también reconoció al muchacho que la sostenía del brazo, pero no porque lo conociera a él, si no porque el muchacho tenía el rostro del muerto y la misma edad del muerto la última vez que lo vio, y sin saber cómo, comprendió que también a él le pudo haber pasado lo mismo, que también hubiera podido tener un hijo como aquel muchacho, que hubiera podido hacer otra vida, admitir sus derrotas, o no, y en lugar de haberse ido, pudo haber luchado.
Se acercó a ella y al muchacho, sostuvo la mirada con dignidad como reclamando su derecho a estar ahí, pero ella no lo reconoció y el muchacho no sabía quién era él.
El aguacero mugía con una violencia inexplicable y la gente se iba dando por vencida durante el cortejo, subían la cuesta hasta el cementerio y correntadas verticales de barro bajaban de ella. No había nadie a quien acercarse, no había manos que estrechar, intruso y ajeno decidió estar frente a las espaldas del puñado de sombras que pudieron llegar a ver por última vez al muerto desde la empañada ventanita de su ataúd. Los peones del cementerio sacaban agua a paladas del hueco que habían abierto la noche anterior, nadie sabía cómo bajarlo, nadie sabía si flotaría o se hundiría en aquel lodazal, y por un momento imaginó que no cabría allí adentro, que se deslizaría por las cuestas, que todos correrían ridículos tratando de rescatar aquel muerto que todos querían olvidar, tirarle toda aquella tierra anegada para olvidarlo, menos él, que sabía exactamente qué decirle.
Empapado descubrió que había olvidado el paraguas en la iglesia. Bajó la cuesta y no se detuvo hasta llegar al hotel. Temblando de frío, levantó la vista para disculparse con el muchacho de la recepción por haber perdido su paraguas, pero ya no estaba el muchacho, y en su lugar había una mujer que le cobró la noche sin decir nada, sin preguntar por el paraguas, sin despedirse de él cuando salió hasta la estación de buses, y la lluvia, agotada por fin, había cedido su lugar a un incipiente sol y a esa sustancia densa y bochornosa que solía flotar sobre el asfalto.
El bus arrancó, comenzó a subir por los cerros y a abandonar el diminuto valle. Por la ventanilla vio por última vez el cementerio sobre una loma y, sin querer admitirlo, se despidió por fin de quien más había amado.

Germán Hernández

4 comentarios:

  1. Jaja, muy bueno. En realidad el final sorpresa es innecesario, una pequeña boutade para terminar este cuento melancólico con una sonrisa. El cuento, en si mismo, está impecablemente ejecutado, un ejemplo de contención literaria y elegancia.

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  2. Guega, un cuento de primera. Excelente ambientación, aunque no estoy tan seguro de que el final sea tan excesivamente obvio como Juan plantea. Aún así, excelente trabajo. Felicitaciones.

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  3. Viniendo de dos concienzudos e inconformes narradadores no puedo más que sentirme como un pavo real... y peligrosamente cohibido...

    Ya veremos que sale más adelante, gracias inestimables amigos...

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  4. Que lindo! ❤ me gusto mucho el cuento sin duda te deja con una sonrisa 😊 excelente profe 👌

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