Apología de los parques


Aquí reseñas y críticas de mi primera novela Apología de los parques




Alexánder Obando se refiere a Apología de los parques



Esta novela se despliega en dos registros fundamentales: uno que es panorámico y podríamos asociar a la pintura impresionista del s. XIX, o bien otra íntima y oscura con fuertes sobretonos hiperrealistas. Así "Apología de los parques" va pintando un mundo josefino harto conocido por todos nosotros, pero rara vez visto con tanta lucidez interior. Es el San José que sabemos pero nunca exploramos; el de los rincones sucios, los hogares convertidos en vitrinas del tedio, y los sitios de trabajo anodinos y silenciosos. Es pues, el lugar donde las almas se trenzan como una grave marejada de agonía que, pese a su movimiento constante, no avanza hacia ningún lado. Germán Hernández vuelve con esta su segunda entrega narrativa a las obsesiones que marcaron su libro de cuentos: la soledad, el consumismo, la demencia, la miseria extrema, la violencia y la pulsión de muerte como un "zeitgeist" evidentemente colectivo, pues no hay esperanza donde nunca la hubo antes.



Alexánder Obando.
 

Benedicto Víquez Guzmán se refiere a Apología de los Parques


Germán Hernández publica este año, 2014, la primera novela Apología de los parques y es Uruk Editores quien lo hace.
La novelita no pasa de las 86 páginas pero la calidad si supera esa  pequeñez.
Muchos podrían pensar que se trata de otra novela de la ciudad ahora enfocada a los parques pero no. La novela posee otras dimensiones literarias importantes y originales. No encontrará el lector una voz que lo guíe por una lineal historia sino voces que narran sus pequeñas historias o sus atisbos de historias, Así la novela pierde la linealidad del sintagma para desarrollar una especie de mural, no solo de voces sino de historietas entremezcladas que abren un hermoso paradigma lleno de sensibilidades humanas poco conocidas por el vidente que ve esas personas deambular por la ciudad sin aparente meta y menos proyectos de vida.
Ese mural permite ver y oír al lector gentes sin casi perfil alguno, con pequeñas ambiciones: una mujer que se escapa y el personaje la sigue por toda la ciudad sin poderla detener, asido a un amor desigual e imposible, un ciego que cuando un caminante le ayuda a pasar la avenida le quita los anteojos y recobra la vista, favor que se convierte en perjuicio para el cieguito que pierde su cotidianidad y rutina y  eso para él es fatal, un pordiosero que le falta una pierna y es rescatado por un médico que se sorprende cuando la pierna comienza a formarse y recobra su estado original, un guarda que se enamora de la jefa ejecutiva de recursos humanos en un hotel capitalino y no solo pierde su trabajo sino su amor platónico, imposible a pesar de su  lucha por conseguirlo, un zapatero que desea hacer un favor para que se lo agradezcan y daña unos zapatos que compra una joven y cuando viene a devolverlos le da el dinero y dos pares más. Poco después la muchacha regresa para que le cambie los dos pares regalados porque están dañados y muchas otras pequeñas historias más.
No es fácil observar, en esa casi vida de la ciudad y  los parques en particular, y penetrar en la sicología social, la impersonalidad, la rutina, la superficie sin perfiles, esa gente anodina que nada, en apariencia, tienen que decir y que más que vivir duran, y delinear sus limitados sentimientos, sus pequeños y a veces escasos proyectos de vida.
Y otro aspecto de la novela digno de destacarse es visualizar qué es lo que esa masa amorfa realmente necesita. Deja claro que sus necesidades son diferentes a los otros, los diferentes, los que disfrutan de otros bienes y condiciones o ¿serán iguales, vestidos decolores llamativos y peinados a la moda? La duda nos hará pensar. Y para ellos ni los milagros son importantes y más bien interrumpen sus actividades y  el logro de posibilidades de satisfacer necesidades primarias.
Benedicto Víquez Guzmán

Un símbolo de lo que  decimos está configurado con la muerte de las palomas. Quizás ellos son esas palomas que dan alegría y vida a seres anodinos, habitantes de los parques, niños inocentes como ellos, pero que también como ellos pareciera que algunos estorban y las matan. Es cierto que las palomas se vengan y la muerte por un cadáver de una de ellas, del viceministro, lo evidencia así  como la aparición de cadáveres en frente de los edificios y sobre todo las iglesias. Como a ellos, algunos piensan, hay que matarlos.
Original novela que bien podríamos ubicar como polifónica, de mural de voces, llena de sensibilidad y con un agudo sentido de la observación sobre un mundo que está a la vista pero que pocos se atreven, no a ver, sino a mirar y comprender.



Benedicto Víquez Guzmán.


Sergio Arroyo se refiere a "Apología de los parques"

Hay un punto del espacio en el que una cantidad indefinida de cuerpos se ha posado al menos una vez. Esos cuerpos nunca han coincidido y no pueden coincidir porque una de las cualidades fundamentales de la materia es que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo; sin embargo, en distintos tramos del tiempo sí es posible que dos cuerpos distintos ocupen el mismo lugar; con lo cual, al menos en la cuarta dimensión, esa en la que (no) interviene el tiempo, la soledad no existe. Y ese punto del espacio puede ser cualquier loseta del Parque Central de San José o de cualquiera de los parques y plazas donde ocurren las acciones de la primera novela de Germán Hernández, Apología de los parques.
Una fuerza o un impulso que nunca se nombra aparece en la novela desde la primera página y nunca se va, parece empujar a los personajes a escapar de la soledad. Pero, de todos los personajes, hay uno que parece recibir los mayores embates de esa fuerza y también es el personaje más misterioso de todos, un hombre llamado Raimundo.
Raimundo corre el riesgo de pasar inadvertido o, en el mejor de los casos, a ser confundido con un indigente. El hombre vaga por las calles de la ciudad siguiendo una ruta que solo él conoce. Cuando la noche lo encuentra, busca refugio en algún hotel barato y, más avanzada la novela, ya sin ningún reparo, se abandona a dormir en las aceras y las calles.
Sin embargo, a diferencia de los indigentes, Raimundo no es un sujeto estático ni está allí a la espera mejores tiempos, más bien está entregado a una búsqueda inútil, la de una mujer en quien descansan sus últimas esperanzas. A pesar de todos sus intentos por dar con ella, lo único que sale a su paso son multitudes de palomas muertas.
Ha sucedido algo en San José —no se sabe qué— que ha acabado con la vida de las palomas. Las permanentes habitantes de los parques de San José aparecen en distintas fases de descomposición, amontonadas unas sobre otras, a lo largo y ancho de toda la ciudad. Pero no todas están muertas, algunas se las arreglan para seguir volando en plena agonía, pero cuando ya no pueden más, simplemente se desploman, ya convertidas en diminutos kamikazes nacidos (o muertos) para matar.
Con la transformación de ese símbolo de la paz, que son las palomas, en agentes de la muerte, hay de fondo  una lectura irónica, pero profundamente crítica, del discurso pacifista costarricense de los eslóganes oficiales y los actos cívicos de las escuelas. No hay paz. La paz no es la ausencia de guerra. Nunca ha habido paz. Y si la hubo, la envenenaron.
Precisamente, a raíz de un accidente con una paloma que se derrumba, surge otra de las voces narrativas de la novela. Se trata de otro hombre, esta vez un vendedor de zapatos, que recibe en su casa una visita inusual.
Durante esta visita el hombre es objeto de un inesperado acto de bondad; y como si no fuera capaz de procesar el bien, se queda totalmente desarmado, incapacitado para reaccionar de otra forma que no sea devolviéndoselo a otra persona. El bien se convierte en ese objeto caliente que nadie está en condiciones de sostener y, por lo tanto, hay que pasárselo a otro.
Es en este momento cuando decide llevar a cabo un curioso experimento: se impone como objetivo hacer el bien por una vez en su vida, pero no un bien cualquiera, sino uno que no se pueda confundir de ninguna manera con el pago de un favor o con un chantaje velado. Este es otro de los temas de la novela, el bien inesperado en oposición al mal esperado.
Poco tardará el vendedor de zapatos en descubrir que no sabe cómo hacer el bien. La bondad no es parte de su naturaleza, sino un conocimiento por adquirir. La voluntad de hacer el bien lo termina arrastrando a crear un vacío que llenar o, dicho de otro modo, a preparar el camino para el bien a través del mal. Ese bien inesperado, más que un bien, parece ser la reparación de sus propias culpas añejas. La consigna de hacer el bien que nadie espera requiere de un beneficiado que esté dispuesto a sufrir antes un mal necesario.
El texto de Apología de los parques es un hervidero de crítica más o menos explícita. Al pasar cada página del libro, aparecen miradas que raspan sin miramientos la costarriqueñidad, sea lo que sea eso.
Una de ellas es la mirada que ridiculiza, por parcial, el discurso publicitario de sol y el pretendido amor por la naturaleza con el que se intenta vender el país en las ferias del turismo internacional, ese que destaca los valores ecologistas de una “Costa Rica esencial”.
Cada vez que un turista extranjero se topa con Raimundo, en pleno San José, y le pide las señas de una casa de cambio o de un putero, así es como responde Raimundo:
    —¿Ve estas vastas extensiones de banano? ¿Puede resistir un segundo como quien mira el sol todo este lesivo resplandor verde?, pues bien, internándose por estos estrechos surcos que dividen las matas y cuidando de no caer en las zanjas donde las coralillos y las terciopelos esperan los tobillos descuidados, caminando por ahí y esquivando los charcos infectados de Nemagón y las nubes de mosquitos, siga derecho, no le puedo decir cuánto, pues siempre se pierde la noción de la distancia entre la monotonía del paisaje, pero no se desanime, lleve el paso constante y al cabo de veinte minutos deténgase y descanse para recuperar el aliento, porque sin importar donde esté, ahí mismo debe doblar a la derecha y caminar siempre en línea recta, ahí la geografía es un poco más adversa, puede ser que tope con alguna aldea, los nativos le ofrecerán un vaso de agua, aunque tibia y de dudosa potabilidad, usted la beberá con gusto, jamás tenga miedo de perderse, eso sería lo peor, guarde energías para cuando deba cruzar los ríos, cuando al fin dé con unos antiguos rieles abandonados, ya estará cerca.
Sergio Arroyo
No es que Raimundo se burle de los turistas, nada de eso, lo que ocurre es uno de los numerosos momentos fantásticos que atraviesan Apología de los parques. Cada vez que da una dirección, él mismo parece migrar a esa San José de la jungla, cercada de plantaciones bananeras y poblada por nativos, una San José que solo se puede recorrer con alguna seguridad si se toman en cuenta sus indicaciones al pie de la letra. Y como si esto no fuera suficiente, ya sea que escuche los prudentes consejos de Raimundo o que no lo haga, el turista deberá asumir el riesgo de toparse con toda clase de bestias salvajes y hambrientas.
Muchos son los discursos que se cruzan en la novela de Hernández, cada uno ocupado de una cuestión distinta que no se profundiza en esta nota: la condenación de los milagros, la “sustituibilidad” de los engranajes —las personas— de la maquinaria urbana de producción y la dificultad de distinguir entre una persona y un objeto, como lo puede ser un maniquí.
Los discursos, sin embargo, no parecen resolver ningún problema. Tampoco lo intentan, solo ponen de manifiesto los líos y los nudos de que forman parte los solitarios visitantes de los parques y las calles de una ciudad cualquiera, como lo puede ser San José.
Sergio Arroyo.

El presente texto apareció publicado en la revista Paquidermo.
 
 
Laura Fuentes se refiere a "Apología de los parques"
 
Se tiende a defender aquellas causas que mucha gente considera perdidas, como la vida en Marte, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, y claro, el hipotético caso que nos ocupa, el transcurrir de la vida en los parques de un satélite aldeano con ganas de ciudad. Este sitio, semejante al casco central de San José de Costa Rica, es donde Germán Hernández localiza la acción de su novela, es un contexto urbano ceniciento, cuya peculiar belleza quizás se encuentra en las grietas espacio-temporales que permiten la evasión del recinto, o bien, la asimilación al engranaje que sostenido entre neón y monumentos olvidados, recoge el gastado andar de una especie urbana neo-tropical.
Es sobre personajes desposeídos de glamour, cuyas vidas parten de la búsqueda, la huida y la persecución, a veces superpuestas, otras veces contradictorias, porque el monopolio del autoengaño huele a homo sapiens, que el autor construye un relato convincente sobre las carencias cotidianas, la sobrevivencia del cuerpo y del espíritu, o tal vez, solamente sobre los afectos idos y anhelados.
Ya dentro de la trama, el narrador entra y sale de las subjetividades de transeúntes y personajes que pueblan la aldea urbana, como si fuera un realizador cinematográfico mostrándonos los planos de sus personajes, va cámara en mano, proyectando una suerte de travelling mental, donde privilegia el monólogo interno. Así, este narrador nos presenta desde travellings de seguimiento, que finalizan bruscamente con un elemento inesperado que cambia la acción, cuyo desenlace creemos ingenuamente adivinar, hasta travellings de presentación progresiva, donde el narrador va mostrando paulatinamente los detalles de aquello que contempla el personaje, desde un plano subjetivo.
La comparación cinematográfica no es fortuita, pues en esta novela de Germán Hernández se nota un detallado trabajo de observación e interpretación de la fauna urbana, mostrada como una intrincada red de tentáculos humanos que se succionan los unos a los otros hasta perecer o formar otro tentáculo aún más monstruoso. El resultado parece ser el humus donde crece el cementerio de palomas en que se convierte la ciudad capital.
Abundan los guiños fantásticos en “Apología de los Parques”; las palomas se transforman en una plaga de proyectiles asesinos, un montículo de hojas implorante es una mujer violada que sigue al protagonista hasta dispersarse en el viento o en el olvido, otra mujer se extrae el corazón y lo conserva en la nevera, Dios es una luz azul surgida de un proyector imaginario que acosa con su presencia a uno de los protagonistas, y asistimos a un espectáculo –curiosamente aún no ideado por los tecnócratas- que podría llamarse explotación sexual comercial de maniquíes piromaníacos.
Por otra parte, Raimundo, el protagonista principal, devuelve la vista a un ciego y hace que se regenere un muñón en la pierna de un lisiado, sus anti-milagros son fruto del azar y de la ignorancia de su “don” en un zoológico humano, que de forma general vive mejor con su carencia y es incapaz de desenvolverse desde la completitud, una metáfora cargada como una Beretta 9mm dispuesta a mutilar más de una conciencia. El más ilustre representante del ethos de la aldea urbana es el mismo Raimundo, cuya naturaleza está representada por la carencia, y desde ahí, por la aspiración a encontrar una amada imaginaria cuyos tacones sólo resuenan en su interior.
Laura Fuentes Belgrave
Es una fauna principalmente masculina la que el autor describe, las mujeres constituyen en el mejor de los casos, personajes secundarios cuya naturaleza tiende a ser objetivizada de la misma forma en que la mayoría de las tribus de nuestras sociedades modernas lo hacen, con una pizca de Barbie goes to work y con otra pizca de la presa atávica a cazar por la horda masculina.
El lema de esta tribu urbanita podría ser “sálvese de la vulgaridad” como lo expresa con sarcasmo lúcido el mismo narrador, quien finalmente nos lanza un sálvese de la fetidez de su propia vida, no la huela, no la palpe, sobre todo, no la ingiera. Continúe viviendo una vida plástica como la margarina, parece mantequilla, pero es sólo plástico alimentando el cúmulo de chicles que constituyen sus entrañas.
Pero no se ofenda, ponga un poquito de edulcorante en su bebida, y disfrute esta breve novela que relata el agridulce triunfo de impotentes y fracasados en un mundo que enmascara las más básicas pulsiones humanas.

Laura Fuentes Belgrave[1]
San José, Abril de 2014


[1] Laura Fuentes Belgrave. Escritora costarricense, es autora de los libros de relatos “Cementerio de cucarachas” y “Antierótica feroz”.
 
 
Tania Hernández se refiere a "Apología de los parques"
 
No hay mapas que puedan abarcar una ciudad moderna. Cualquier mapa es solo una instantánea de ese espacio en constante cambio y crecimiento que representa la ciudad. ¿Cómo hacer, entonces, para encontrar algo o alguien dentro del laberinto de calles y avenidas? Hay que buscar referencias, rostros conocidos, edificios que están o estuvieron en algún sitio, como la antigua Biblioteca y de allí,  "cien varas al norte a mano derecha, antes del parque".
Los parques pueden ser una buena referencia y un buen lugar para encontrarse, más aún siendo los parques un símbolo de espacio abierto. Me refiero a los parques públicos, por supuesto, no a los de diversiones, ni a los disneylands o a los malls, en donde tienes que pagar entrada o se reservan el derecho de admisión. Los parques, los no privatizados, son esos lugares donde la gente se encuentra y se desencuentra y donde pueden suceder los milagros más espantosos y las desgracias más sublimes, mientras se camina de prisa en busca de la persona amada, como es el caso de  Raimundo, uno de los protagonistas de esta novela.
Tania Hernández
En Apología de los Parques, Germán Hernández nos presenta a San José, precisamente, como una ciudad parque, un espacio público en el que los personajes se mueven libremente, dejando a su paso gracias y desgracias, en el que es posible encontrarse y desencontrarse con aquello que se busca  o perder lo que tan adecuadamente, nos hacía falta.  Sin embargo, no hay idealización, esto no es un paraíso. Aquí pasa la vida,  y pasa la muerte, como pasarán frente a nosotros las piernas de esa mujer que podría muy bien ser todas las mujeres o una sola, cualquiera, hasta la suya. En este espacio abierto a lo real y a lo surreal, los contornos se difuminan, y en los personajes cohabitan la indefensión de “un peatón que intenta cruzar una calle” con el efecto fulminante de un cerillo encendido o de una paloma muerta que perfora el pecho de un conductor.
Adentrémonos entonces, a este espacio abierto. Pero antes de iniciar el camino, debo recordarles que no hay mapas, solo referencias. Los parques por ejemplo. O el hotel, o la zapatería, o las palomas muertas, o la vitrina de los maniquíes o el bar de la esquina. O simplemente, seguir a Raimundo y cuando llegue al parque, a su historia preferida, a la palabra clave, imagine cien varas al norte y luego cruza a la derecha.
 
Tania Hernández[1]
Frankfurt 2014


[1] Tania Hernández. Escritora guatemalteca. Reside en Frankfur, Alemania. Es autora del libro del libro de relatos Love veintediez, 2011“
 
 
 
 



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