30/5/14

Una Patria sin futbol - Alonso Matablanco

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Y llegó a ser considerada la mejor decisión que hubiese tomado el país luego de la abolición del ejército en 1948. Nadie o casi nadie extrañaba el denominado deporte rey; todos entendieron las ventajas de su extinción vía decreto.

Los ministros de Cultura y Educación se reunían a tomar vino, a celebrar; a veces invitaban al director del Instituto del Deporte; juntos brindaban por el sueño conquistado: un país sin balompié.

Todo comenzó en una mesa de tragos, los titulares de Educación y Cultura se reunían a discutir los problemas del país y sus posibles soluciones;  una noche concluyeron que todo, absolutamente todo era culpa del fútbol, que ese deporte era la consagración del capitalismo salvaje, la desigualdad social, la corrupción, violencia y delincuencia.

–Deberíamos abolirlo– dijo el jerarca de las artes riendo.

La broma quedó revoloteando en la cabeza del ministro de Educación, hasta convertirse en su único pensamiento. La siguiente ocasión que vio a su amigo le propuso su estrategia: suprimir cualquier actividad económica asociada con el balompié.

El primer paso sería explicarle la idea al director del Instituto del Deporte; si él estaba de acuerdo, seguirían con el plan; de lo contrario, lo abandonarían de inmediato, sin su apoyo no tendrían éxito. Convocaron al director a una reunión ultrasecreta a la cual asistió gustoso, pues pensaba que el deporte, la cultura y la educación eran un trípode indispensable para el desarrollo social.

La propuesta le pareció sensacional; el tipo era un atleta pensionado que siempre había odiado a los futbolistas; a ellos les daban de todo, plata, patrocinios, fama, a cambio de malograr goles y reclamarle a un árbitro, mientras que los atletas, verdaderos deportistas, debían costearse sus propias tenis, pellejearla para asistir a una competencia y, en el caso de que les fuera mal, aguantar las críticas de media humanidad.

“¡Cómo putas no les va a ir mal si nadie los apoya!”, gritaba siempre.

Abolir el fútbol era solo la primera parte del plan, luego venía la fase denominada “Redistribución de la inversión efectuada al balompié en las artes, los deportes y las aulas”. El objetivo era desviar todos los millones que se destinaban en salarios de jugadores, los patrocinios y la comercialización de la mejenga, en campañas, programas y obras sociales.
El primer escollo que deberían superar los tres soñadores era su jefe, sabían que el presidente estaría en contra, el fútbol es la forma perfecta de desviar la atención del pueblo, la gente se preocupa más por los resultados de su equipo que en las nunca cumplidas promesas de campaña. Además, entretiene a los medios y a los inquisidores, dando respiro a los choriceros de cuello blanco.

Redactaron un memorando en donde con letra fina y redacción pulcra, denunciaban que el Gobierno utilizaba el fútbol para cometer hechos ilícitos: desde desviar fondos hasta meterle miedo al pueblo.

El documento fue dejado en un sobre anónimo en la oficina de un legislador de oposición.

El escándalo no tardó en estallar; todos los diputados opositores pidieron que rodaran cabezas; el tema ocupó las primeras planas de los periódicos y fue lo único de lo que se habló en el plenario, los hogares, los parques, las universidades, las cantinas…

Hasta llegó a pensarse que el famoso memorando se traería abajo al presidente.


Temeroso de ser enjuiciado, el mandatario convocó a su Consejo de Gobierno a una reunión urgente. Preocupado, inició diciendo que no tenía ningún conocimiento del memorando, que él nunca antes lo había visto, que no había un complot para utilizar el fútbol como herramienta de manipulación masiva o para robarse dinero.

El mandatario exigió soluciones, alguna forma de salir de tal embrollo. Las propuestas llovieron: negación enfática y absoluta, armar un escándalo de otra cosa, colgar los trapos sucios de la oposición; incluso se planteó la idea de aceptarlo todo en un mea culpa y pedir perdón al pueblo. Múltiples opciones. Ninguna convenció al Presidente.

El ministro de Educación levantó la mano –aquí venía el siguiente paso del efecto memorando–  y propuso que para convencer al país de que el Gobierno no tenía relación con el mentado documento y que no pensaba utilizar el fútbol como un arma de dominación desmedida, debían abolirlo.

–¿Qué?– preguntó de forma unísona el Consejo entero, incluyendo al Presidente y al ministro de Cultura, cómplice del plan antibalompié.

El educador dijo que lo más viable y acertado sería prohibir, mediante un decreto ejecutivo, cualquier actividad comercial relacionada con el fútbol e iniciativas sobre ese deporte.
Reinó el silencio en la sala durante varios segundos, hasta que este fue roto por el jerarca de las artes.

–Claro… y podríamos usar el dinero que se invierte en las mejengas, en programas de arte, bueno, no sé, en educación, seguridad y democracia– dijo para cederle lugar de nuevo al silencio.

Al ministro de Seguridad la idea no le pareció para nada mala, sin fútbol no tendría que preocuparse de los pleitos en los estadios y la delincuencia de las barras; la ministra de Transportes pensó que sin fútbol habría menos consumo de licor y por ende menos borrachos en la carretera; la ministra de la Condición de la Mujer imaginó que la ausencia del fútbol reduciría la violencia de género, ya los machos no celebrarían pegándoles a sus parejas; el presidente de la Caja de Seguro Social soñó con no tener que andar cerrando estadios por la falta de pagos de cuotas obrero-patronales, y así uno a uno, cada ministro y jerarca de entidad encontró las virtudes de la erradicación del balompié.

–No se hable más–dijo el Presidente y dio por finalizada la reunión.

Al día siguiente anunciaron el decreto y su consecuente “Redistribución de la inversión efectuada al balompié en las artes, los deportes y las aulas”. Los ministros de Educación y Cultura se ofrecieron a redactarlo, en una semana estaba todo listo. “Cualquiera pensaría que lo tenían hecho de antemano”, le decía el presidente a sus asesores.
La oposición tomó la iniciativa con recelo; pero, cuando les explicaron acerca del objetivo de una mejor distribución de la riqueza, se sumó a la barca.

En el país las reacciones fueron diversas, las mujeres rosas se alegraron pues ya no les interrumpirían las telenovelas; las mujeres azules siempre pensaron que el fútbol era de bárbaros; las mujeres rojas dijeron que en buena hora, así los varones asumirían más responsabilidades con la familia y la sociedad; y a las mujeres lilas les importó un carajo. Mientras que aquellas a las que les gustaba el fútbol, se aliaron con los hombres de todos los colores, amantes de tomar cerveza y rascarse la panza los domingos frente al resumen deportivo, y  juntos  forjaron la principal resistencia popular al plan antifútbol.

Plantearon decenas de recursos de amparo y de acciones de inconstitucionalidad, pero los magistrados los rechazaron ad portas, pues ellos también consideraban que el fútbol era el culpable de al menos la mitad de las sentencias que debían resolver a diario.

Otros que se molestaron con la decisión fueron los futbolistas, pues ya no tenían con qué pagar las cuotas de sus carros de lujo, ni tenían viáticos para pasear por los países del Caribe, Europa y Sudamérica durante las pretemporadas.

Las modelos, amantes de los jugadores, también pegaron el grito al cielo. El mundo de farándula en que vivían no se lograría mantener a flote sin su contraparte masculina.

De todos, los más molestos fueron los medios de comunicación y las agencias de publicidad, se habían quedado sin un gran pedazo del pastel multimillonario que era el balompié.

Comenzó la batalla; primero hubo manifestaciones frente a la Casa Presidencial, en donde los marchistas iban con espinilleras y tacos exigiendo el retorno de su deporte favorito. Después, las modelos, uniéndose a la protesta, se rehusaron a posar semidesnudas hasta que volviera el fútbol. Los noticieros cada día sacaban la triste y desgarradora historia de algún futbolista hundido en la depresión, pues no tenía nada que hacer ni cómo pagar las múltiples pensiones alimentarias que debía.

Mas los embates fueron recibidos con gallardía y astucia por parte del Gobierno. En cuanto a las marchas hizo lo que hace con todas las marchas, decir que solo habían llegado cuatro gatos. A los futbolistas los incorporó a programas de enseñanza del Instituto Estatal de Aprendizaje, allí comenzaron a adquirir conocimientos en mecánica, fontanería, locución radiofónica; otros terminaron sus estudios secundarios y se matricularon enseguida en la universidad. Las modelos, al ver que su amenaza de abstenerse a posar semidesnudas no había dado frutos, decidieron cambiar de oficio y apostar menos a su físico.

Todo se fue tranquilizando; el fútbol comenzó a desaparecer del imaginario colectivo.

El único obstáculo, siempre presente y en constante amenaza, eran los medios de comunicación. “Todo plan maestro tiene y tendrá una piedra en el zapato”, decía el ministro de Educación.

Los frutos de una patria sin fútbol se vieron al poco tiempo; en las escuelas se enseñaba artes marciales, las cuales, además del trabajo físico, exigían alta disciplina de los niños.

Los periodistas dejaron de entrevistar a los entrenadores balbuceantes, empezaron a investigar y descubrieron un negocio redondo de lavado de dólares detrás de los principales clubes de primera división.

Millones de colones se reinvirtieron en el fortalecimiento de programas sociales, guarderías, artes y folclor, tal y como lo habían soñado los creadores del plan antibalompié.




Las familias comenzaron a compartir juntas los domingos; las cantinas redujeron ventas, y muchos de sus dueños las cerraron y abrieron en su lugar galerías de arte y librerías. El plan estaba saliendo mejor de lo que se había pensado.

Todo iba tan bien que la noticia comenzó a recorrer el mundo; pensadores chapines, salvadoreños, hondureños y hasta mexicanos propusieron emular el concepto de una nación carente de balompié, pues los resultados eran dignos de aplauso.

La FIFA, preocupada por las ideas revolucionarias, insurgentes y crecientes, concentró esfuerzos en derrocar el mundo feliz sin balompié y volver a restablecer en el poder el orden futbolero, para ello se alió con los más poderosos medios de comunicación.

Con dineros de grandes anunciantes de marcas deportivas, contrataron asesores y pagaron mordidas para que el contraataque comenzara a dar pasos gigantes. Acudieron al Tribunal Nacional de Elecciones  y solicitaron un referendo. El órgano electoral dio luz verde a la supuesta fiesta democrática. Sería el pueblo quien decidiría si el fútbol volvía o se quedaba por siempre en el olvido.

Los ministros de Educación y Cultura tenían cierto temor, aunque confiaban en que la gente, que ya había disfrutado de las mieles de un universo sin fútbol, votara por el NO. Ellos menospreciaron a los medios de comunicación.

Los canales, la radio y periódicos fueron abiertamente impulsores del SÍ  AL FÚTBOL. En sus editoriales, en sus notas informativas, en sus entrevistas, todo estaba parcializado a favor del deporte rey. La lucha era desigual, pero los de convicción de acero se mantenían claros con el NO.

El día del referendo dieron los resultados y enseguida el más conocido narrador de partidos gritó: “¡Gooooooooooooooool, ganó el SÍ, ganó el SÍ; cántenlo conmigo señores…!”, y  sonó a todo volumen la pieza de Queen “We are the Champions”. La victoria fue estrecha, pero victoria al fin.

Esa noche, los ministros de Educación y Cultura se reunieron a tomar una copa de vino que les supo tan amarga como un autogol.




Alonso Matablanco es licenciado en Comunicación por la UCR y tiene una maestría en Sociología de la Universidad de Salamanca, España. Es periodista en Revista Dominical y administra el blog Vida en San José. Es autor de los cuentarios Caníbales ( Uruk, 2009) y Adictivos, el cual, si no llueve, se publica este año. También tiene un cuento publicado en el compendio Antología de microrelatos (editorial De Costa Rica, 2012) y otros que se exhiben en matablanco.blogspot.com



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Para publicar en la Convocatoria Permanente de Narrativa