23/9/16

El viento viejo – Francisco Zúñiga Díaz



“El viento viejo” tiene algunos cuentos de los mejores que se han escrito en nuestra patria. De este libro emerge Francisco Zúñiga Díaz como uno de nuestros mejores narradores, superándose en su oficio constantemente, y dándole a su trabajo literario esa dignidad y esa claridad tan difícil de encontrar en nuestra literatura contemporánea.”
Alfonso Chase.


El viento viejo publicado por la editorial Costa Rica en 1978 es la cuarta entrega de narrativa de Francisco Zúñiga Díaz. Libro de microrrelatos si se quiere, prácticamente la totalidad de sus veintitrés narraciones no supera la extensión de una página.

Para los lectores costarricenses de entonces supuso también la oportunidad de leer por primera vez los cuentos “La fiesta” y “Efraín Soto P.” que ya habían aparecido en su volumen de cuentos “La mala cosecha” impreso en Chile en 1967 y que el autor incorpora en este volumen.

Hoy para nosotros, “El viento viejo” es una muestra de mesura narrativa, diminutas estampas compuestas de una prosa que llamaríamos “preciosista”, apenas cuentos, apenas esbozos de mundos idos y distantes, pero vibrantes en su humanidad familiar y reconocible.

Y algo más, el ya evidente despliegue de Francisco Zúñiga Díaz como el definitivo maestro de la narrativa humorística costarricense. Algo que quedará patente más adelante en el desarrollo de su obra posterior en “La encerrona de la Chupeta” y “Los cuentos de Tamuga” que precisamente es en este volumen de cuentos que reseñamos en que aparece este ingenuo y simpático personaje por vez primera en un relato que apenas es un chiste, una travesura bien contada, pero que atrapa, igual que la relajada picardía de los textos aquí seleccionados como “La inmortalidad de don Servando”, “El Trueque”, “El apodo de Juan Soto”, y “El alegre novenario de don Críspulo”. En suma, tenemos aquí algo menos de la típica gravedad y patetismo del realismo costarricense usual, un tratamiento lingüístico impecable, textos que pese a su entorno se vuelven humanos, universales e intemporales, como suele serlo la buena literatura.

Ahora solo queda guiñar el ojo y disfrutar de esta breve muestra.

Germán Hernández.



El viento viejo

El verano descuelga tardes de colores. Por el cielo, volando encaprichados, brisas, hojas y barriletes. Un montoncillo de polvo se diluye en un remolino y el eco dispersa la algarabía de trompos, canicas y rayuelas. Para elevar el barrilete se necesita al viento, que está muy alto, de seguro. O vendrá desde lejos, de la montaña, desde más allá del potrero, por Nances o por Peñas Blancas. Y los chiquillos de Juan Mena y los otros, todos, comenzamos a llamar al viento: "Julián, Julián, vení a beber café con pan"
Y Julián, el viento, da su lengüetazo bajo y alborota las hojas de la calle del verano. Y se eleva y con él el barrilete, las sonrisas, el ensueño.
Julián es el viento. ¿Por qué? ¿Nos importa saberlo? Y Julián también es Julián, el viejo sucio que llega a la pulpería de Raúl cuando le da la gana.
Este Julián talvez es el viento. Viene astroso y desgreñado, como si hubiese llegado descolgándose de la montaña y llega como respuesta a nuestro grito de adentro, a nuestra súplica para que traiga al viento, o venga con el viento a encumbrar nuestro barrilete.
Trae el pelo blanco y largo y despeinado, tal vez de revolverse entre las ramas. ¿Sus barbas canosas no son, acaso, barbas de viento? ¿Las historias que cuenta, de muertos y aparecidos, de alegrías y tragedias, no llegan a nosotros envueltas en los remolinos de su barba viento?
Se va Julián, de regreso, porque ya hizo verano. Retorna sucio y desgreñado y va a recurtirse a las montañas. Nos deja el molino de sus cuentos, que reconcomen y reconcomen hasta obligarnos a contarlos.


Tamuga

En el recreo o en clase —y más en clase— Tamuga era el problema.
¿Qué una diablura?: Tamuga. ¿Qué un alboroto?: Tamuga. ¿Qué un nuevo apodo?: Tamuga
Y la fama de Tamuga —la de malo, que la de bueno no trasciende— se saltó las cercas de la escuela y circuló, con viento a favor, por todo el pueblo.
"...que no te juntes con Tamuga". "...Que me pegó Tamuga". "...Que es que Tamuga me quitó el cuaderno y escribió unas malacrianzas y la maestra, por eso, me dejó arrestado".
Y Tamuga por aquí y Tamuga por allá.
Doña Tomasa aumentó sus preocupaciones de madre, que eran como una gran colcha remendada con problemas, tendida en la extensión del estar lidiando todo el día con chiquillos. Y por las dudas le dijo a Josecito:
—Mire, mijito. Yo le recomiendo una cosa: por el amor de Dios', por lo que más quiera, no se junte con ese Tamuga.
Y Josecito se quedó cariacontecido. Muy temeroso ante la nueva prohibición, sumada al no moleste al gato, al no le tire piedras al palo de cas, al no se ensucie porque esa camisa se la tiene que poner mañana, no tuvo más remedio, por primera vez porque doña Tomasa no aceptaba réplicas, que salir en defensa de Tamuga.
 Y lo dijo con temor y sorprendido:
—Pero mamá... Si Tamuga es mi hermano Carlos. Es que le dicen Tamuga en la escuela.


La inmortalidad de don Servando

El perdurar es una de las ilusiones de todo ser humano. La sabiduría oriental comprime esta inquietud filosófica, sin complicaciones ni conjeturas sobre el más allá y la inmortalidad del alma, en su máxima de plantar un árbol, tener un hijo y escribir en libro.
Los tres pedimentos son silos: el árbol florecerá y se hará semillero. El hijo también. Suponemos que con el libro sucede algo semejante.
Pero el perdurar también se apuntala en la lápida, en la tumba, en el epitafio.
Don Servando fue un burgués redomado. Vivió dentro de la opulencia: casas de recreo cerca del mar y en las montañas, viajes a Europa, automóviles, dinero y un sin fin más de aditamentos terrenales.
Por haber saboreado todos los placeres del mundo quiso —y es muy explicable su deseo— perdurar en la vida eterna. No aspiraba ni a estatuas ni a mausoleos, que la pátina del tiempo opaca; ni a honores que el viento y el olvido, irresponsablemente, desbaratan. Quería no más una tumba en un cementerio residencial.
Se hace necesario aclarar: en los cementerios, al igual que en los aviones y en los trasatlánticos, hay sitios de primera. Y si uno vive con comodidades no debe ser sepultado, cuando le guiñe un ojo la parca, en cualquier sitio. Don Servando escogió un cementerio de primera, de gente de sociedad, en donde descansaría hasta la consumación de los siglos.
Y enamorado de la belleza y el bienestar, dispuso dos cosas en su testamento: que lo inhumaran en "El Vergel de la Inmortalidad" pues ese había sido el cementerio escogido, y que plantaran un jacaranda para que el verano adornase con su color lila su nueva residencia.
Los hijos cumplieron los últimos deseos de don Servando: compraron el lote en El Vergel y sembraron el árbol de jacaranda. Después, al filo de la última palada, se repartieron los bienes dejados por el difunto.
En "El Vergel de la Inmortalidad" el valor del metro cuadrado es más caro que en el cielo y los descendientes —de por sí don Servando no se daría cuenta— compraron nada más que lo indispensable: media vara cuadrada de tierra.
Y don Servando fue sepultado ahí, de pie. No cabía en otra forma. El árbol de jacaranda, una vez crecido, empujaría las raíces hacia adentro y del opulento don Servando quedarían unos huesos triturados, incrustados como astillas en las raíces.
El viento, en la haraganería de los veranos, travesearía entre las frondas, hasta desvanecerse en una lluvia pertinaz de pétalos lilas.


El trueque

El inicio del invierno hizo que le picara más la comezón a Evaristo, como cuando después del primer aguacero comienzan los brotecillos a rascar la tierra.
El olor de invierno recién nacido jugó de ariete para hincharle su amor, mejor dicho su apego a Mercedes, que le retoñaba como si le echara hijuelas.
Y entonces habló con Rafael:
 —Vos sabés —le dijo—. Estamos en algo equivocado. Vos siempre te has entendido con Chepa y yo con Mercedes. Ninguna de las dos parejas está casada como Dios manda.
Rafael entendió y dijo que sí, pues para él en realidad, era más razonable que Chepa se viniera para su casa y Mercedes se trasladara a la de Evaristo.
—Para los cuatro es más conveniente —dijo como única respuesta.
Un arcoiris colocó metáfora en la escena y vació sus colores en la hondonada.
Y se hizo el trueque: Chepa se fue con sus pertenencias y sus chiquillos para la casa de Rafael y Mercedes, con sus chuicas e hijos, para la de Evaristo.
Y lo que nunca había pasado sucedió: Evaristo y Rafael se enemistaron por primera vez y por poco y si no interviene la autoridad, un machetazo hubiese orlado de luto la comprensión de los dos hombres.
—Que me jodió, me jodió —decía Evaristo en la taquilla.
—Fue un trato chueco: ¿No ven que Mercedes se trajo los siete chiquillos que tenía? Yo, porque el asunto se había arreglado bien, ni me di cuenta que Chepa tenía seis ¡Una boca es una boca!
Como ya era verano, una ráfaga llena de polvo y hojas secas puso punto final a la escena.


El apodo de Juan Soto

El culo roto era lo que más lo sulfuraba. Ante el grito insultante ya él tenía preparado —y lo soltaba fácilmente— el suyo, eco que se iba perdiendo, calle arriba, propiciado por la réplica del chiquillo, o del viejo, que majaderiaba por la joda o el vacilón.
Las tardes se recostaban casi agotadas de tanto sol del mediodía y una brisa, casi fresca, jugueteaba entre las rayuelas y la mancha brava, la gritería de los chiquillos y el transcurrir lento, monótono, de los días.
Y se sabía de Juan Soto porque lo precedía siempre —y se alejaba después de su paso— el grito modulado y tendencioso hecho con bocina de manos o altoparlante de gargantas:
"Juan Soto, culo roto... Juan Soto, culo roto..."
Y la respuesta, también modulada pero sí defensiva, e insultante, desde luego, de "roto lo tiene tu madre, hijueputa... roto lo tiene tu madre, hijueputa..."
 Este transcurrir de Juan Soto, en este pueblo en particular, no tiene ninguna novedad porque es repetición de un personaje y otro pueblo. El ataque y la réplica son similares, aquí y allá. Y, además, todo en la vida aburre y cansa. Surge, de pronto, algo más interesante. Incluso la incursión de otro personaje que arrincona a Juan Soto, porque sí, porque se hizo un chisme grande con la Muda, que contó, por señas, a todo el pueblo y con lujo de detalles, que el Alcalde se había acostado con ella, porque Manolo Torres la empezó desde hace días y hoy es espectáculo de borrachera en media calle, porque en la variedad, que caray, está el gusto.
Y solo, muy allá de cuando en vez, surgía como eco que fue aprisionado por la ocurrencia de que Juan Soto pasaba, el hiriente y puntiagudo Juan Soto, culo roto y roto lo tiene tu madre, hijueputa. Y Juan Soto respondía ya solo al Soto y cualquiera decía ¡Soooto! y el roto lo tiene tu madre salía, sin dificultad, espontáneo, casi respirado de lo fácil que se decía.
Y Juan Soto se murió y eso no es ninguna novedad si consideramos que se muere hasta la gente bien importante. La Municipalidad, o los vicentinos, o alguien caritativo pagó el entierro y puso una cruz en la tumba de tierra y un dos de noviembre, cuando se pintan las sepulturas y se rotulan, para que la gente que visita el cementerio tome nota de que los deudos cuidan de la memoria de los fieles difuntos, la Municipalidad, o los vicentinos, o alguien caritativo rotuló la cruz, en el travesaño, con el nombre Juan Soto.
Nadie supo quién, pero el dos de noviembre después de la misa en el cementerio, cuando la gente se desplaza por las callecillas para ir a ver cómo está la tumba de mamá y poner una corona de flores de papel, pudo verse el homenaje póstumo para el infortunado Juan Soto, pues a la par de la mención de su nombre Juan Soto alguien, también con pintura negra, había escrito culo roto.
Algunos sonrieron por la broma de mala entraña y pasaron, a ver otras tumbas, como si nada. Pero un chiquillo, que había molestado en vida al difunto, más por espíritu de copia que por intención, sí consideró y lo lamentó muy profundamente, que no había sido considerado el autor del agregado al nombre, al no darle al pobre de Juan Soto la oportunidad de la respuesta.
El panteonero, al día siguiente, molesto suficientemente por la falta de respeto a un difunto, pasó un brochazo blanco al agregado y también, desde luego, al que fue puesto, de seguro ya muy tarde el día de difuntos y que decía roto lo tiene tu madre, hijueputa, con una letra temblorosa de rasgos infantiles.


El alegre novenario de don Críspulo

La vida, con todos sus contrarios, se manifestaba en los dos sentidos más usuales en la casa de don Críspulo Montero. Se podría aplicar el aforismo popular —y ello nos coloca en la definición justa— de que el muerto al hoyo y el vivo al pollo.
 La familia, es menester reconocerlo, se preocupaba. Y no para menos porque una vela siempre trae sus dificultades, máxime si a ella se le agrega el novenario, con tanto deudo, amigo, vecino y conocido que atender.
Se dispuso en la cocina, como primera medida, matar al chancho. Lorenza haría tamales, la Chola se encargaría de las tortillas porque se las jala perfectas y... ¡con chancho, ni hablar! Roque tendría bajo su cuidado el guaro, pues él, mejor que nadie, conocía en donde puede conseguirse el mejor charral.
Por su parte don Críspulo, en el cuarto contiguo, no comulgaba con la idea de hacer de difunto en la fiesta. ¡Papel más ingrato y secundario! Como estaba por decidirse si entregaba o no su alma al creador, mientras esperaba a la parca escuchaba, quién no, si era algazara, toda la alegría, de los preparativos de su muerte, hasta el punto de que se le hizo la boca agua, se levantó, llegó a la cocina y dijo: "Muchachas, hacemos la fiesta pero con yo vivo. Háganse a un lado, puñeteras, que esto lo dirijo yo".
Tiró a un lado su enfermedad, que ante tan inusitada energía corrió con el rabo entre las piernas y empezó a disponer el festín.
Mataron al chancho y se cumplieron todos los etcéteras, acrecentados ahora por el entusiasmo del que fue aspirante a difunto, nada menos que don Críspulo Montero, que para las parrandas era el más pintado del pueblo.
Se hartó el viejo. Comió como nunca había comido en su vida, tomando en cuenta que siempre había sido de lo más comelón y antojado.
Y no podía ser para menos. El desarreglo tal vez, el comer en demasía posiblemente. Quizá la manteca de cerdo que se tiene sus atributos, o el guaro, o quién sabe qué. Lo cierto es que don Críspulo, después de la fiesta, que se extendió por nueve días más porque de por sí habían planeado novenario, se curó completamente. Más roble era ahora de lo que había sido.
Y desde ese momento —lo dice ahora después de veinte años del festarrón de su vela— en mi casa no se planearon fiestas para mí como difunto. Yo mismo establecí ya el programa que debe cumplirse si alguna vez me muero, porque todo puede suceder sobre todo si se toma en cuenta que ya me están coleando los cien años.
¿A qué va eso de parranda cuando se muere un difunto? Lo que exijo es oración, misas, meditación. Mucho respeto y pesar y nada de cosas mundanas.
De todas maneras el testamento los obligará a cumplir mi deseo. Si no, todo lo que tengo pasa a la Junta de Caridad. ¿Cómo puede ocurrírseles hacer fiesta si yo no estoy vivo?


El recuerdo

La pasión de Emérita fue Manuel. No se casaron nunca y cada uno cogió su propio camino.
Manuel, mejor dicho, tomó su rumbo. Emérita no, que siguió siendo la misma. Podemos afirmar que ni siquiera se quedó para vestir santos, porque lo que tenía el caserío era apenas una ermita con solo un santo patrono, visitada muy casi nunca por el párroco del pueblo vecino, vecino si colocamos en el medio doce kilómetros de barreales.
El problema del quiebre del noviazgo puede considerarse ahora, catorce años después, intrascendente. Caprichos, exigencias, celillos tontos de muchacha nueva, que le reclamaba exclusividad a Manuel cuando Manuel, es muy cierta la afirmación, se moría solo por ella.
Las malas lenguas del chisme que le adosaron un romance con una vecina algo pispireta. La decisión voluntariosa de Emérita, que no quiso seguir jalando y la resolución intempestiva, infantil tal vez, de Manuel, que se largó para la zona bananera a buscar vida, dijo él, cuando era para infringirle a Emérita un castigo, que caía sobre él mismo con igual grosería.
Se repletó de recuerdos, más intensos por la distancia, la pasión de Manuel. El animal de la cabanga de le hizo majadero y le carcomía más que más a menudo, hasta a impulsarle, con tal de atenuaría, a rejuntarse con una morenilla de la zona, que no exigía siquiera matrimonio por que ignoraba que esa cosa existía.
Emérita rumió, como se dice, su desconsuelo. No hubo manera entre varios intentos de muchachos del caserío que la veían con buenos ojos, de que ella quisiese sustituir el amor de Manuel, que era un matapalo colocado —penetrado diríamos— en su corazón. Siguió soltera, macerando sus sentimientos, ya casi recuerdos agradables de tanto repasarlos, pero sin ninguna posibilidad de borrón para quedar libre.
Manuel y la morena, en definitiva, no cuajaron ni en continuidad ni en hijos. Como no se entendieron decidieron dejarse, sin ninguna pena y sin ninguna alegría y el tiempo, que casi nunca es bálsamo, no tuvo la ocurrencia de cicatrizar recuerdos.
Y un día de tantos, un montón de años después como queda dicho, regresó Manuel al caserío. Saludó a los que ya eran viejos, conoció a mucha gente nueva que eran los chiquillos de su tiempo y contó historias sobre los bananales y los problemas de allá. Emérita, por supuesto, se enteró inmediatamente. El diapasón de los límites del caserío recogía cada pulsación extraña al segundo y el regreso de Manuel fue extraño, indiscutiblemente, porque no tenía, es un hecho, nada que hacer ahí. No era nativo del caserío porque llegó ya con sus dieciocho años. No tenía ni familiares ni bienes. Había más vida en otros sitios.
Manuel buscó a Emérita. Se saludaron cordialmente y conversaron de muchas cosas, menos del recuerdo.
Se despidieron también cordialmente y él, después de despedirse de sus conocidos, arrumbó de nuevo a los bananales, a buscar vida, dijo él, cuando era para sepultar, ya para siempre, un recuerdo muy agradable que ya no tenía razón de existir.



9/9/16

Vernor Muñoz - El orgasmo del rinoceronte amarillo

Alberto DureroRinoceronte (1515, dibujo a tinta sobre papel), Museo Británico, Londres

Un mínimo bestiario, dos delicados divertimentos, son los dos textos que Vernor Muñoz comparte en el Signo Roto.


El orgasmo del rinoceronte amarillo

Se sabe desde épocas remotas, que los rinocerontes amarillos llegan al orgasmo solo después de prolongadísimas y dificultosas travesías por las más duras elucubraciones instintivo-genitales.

Estas constituyen, por lo demás, el sustento vital más importante en la existencia de la especie.  Solamente por medio de constantes orgasmos puede el rinoceronte amarillo alcanzar un nivel aceptable de vida en su reducida comunidad.

Las elucubraciones instintivo-genitales son, a diferencia de lo que suele imaginarse, procesos vitales subordinados a impulsos de la rudimentaria masa encefálica de estos artiodáctilos superiores.

La dificultad resulta de la cadena metabólica invertida que sintetiza de manera equívoca el ADN eocénico, único en estos vertebrados.  De esta manera podemos observar un claro error de la Naturaleza pues, alevosamente, proveyó de un sistema reproductor compungido y tardío a esta especie tan sufrida.

La observación también demuestra que las patas traseras juegan un papel importantísimo en la consumación del orgasmo, a saber: en el roce térmico que lo posibilita, la pata derecha debe efectuar genuflexiones arrítmicas con el objetivo de presionar el abdomen que, a su vez, estira los tendones de la región ásmica logrando de tal forma estimular las zonas erógenas más importantes.  La pata izquierda, por su parte, sirve de sostén muscular en el proceso al tiempo que el surco esofágico es desviado de la curvatura menor hasta la incisura angular del bazo.

Por último, una vez consumada la etapa primaria, que los estudiosos han convenido en denominar diacodexis palaeodonta pregenitaleae, el rinoceronte amarillo se encuentra ya dispuesto y posibilitado para la cópula.  Para ello, la hembra debe extender con el hocico el poderoso músculo pterigoideo que cubre la vulva mientras estimula las articulaciones rotativas naviculares que obstruyen la cavidad vaginal.

Por lo general la cópula no puede durar más de ocho segundos ya que los segmentos óseos del coxis son muy frágiles y susceptibles de ser destrozados con facilidad.

Al final, tanto hembra como macho entran en un periodo de hibernación que se extiende invariablemente de nueve a veintiséis días.

Es importante reconocer las características sui generis que poseen estos animales en relación con el tema, tan controvertido y velado, de la fisiología, para comprender que la Creación muchas veces es elitista, parcializada e inescrupulosa con algunos sectores marginales de la fauna.


La diferencia

Dedujo de inmediato que se trataba de uno perteneciente a la familia de los parpectus orlotieneos.

Era inconfundible esa habilidad de la naturaleza al trazar líneas entrecruzadas, de tal forma que la parte izquierda quedaba mirando siempre hacia arriba (poniéndola en dirección de la roca grande que está a la orilla del árbol).  Sus pequeñas cavernuzcas aparecían como de sorpresa, similares a un moblaje de ébanos.

Penetrando ahora, en la parte funcional, pudo comprobar que era puramente ictiófago.  Su mirada viperina se consumía en el oxígeno, al parecer, queriendo detener las corrientes del aire salado.

Libaba sus músculos bucales y su grávido medio se retorcía pidiendo una libertad tan obstinadamente superficial, que no tuvo más remedio que frotarle la parte posterior con la yema del índice, muy similar a un transistor.

¡Claro!  No valía la pena llevarlo a casa con los otros parpectus orlotieneos, pues éstos eran además del nordeste del país.  Los del nordeste tienen un tubérculo rosado en medio de la cavernuzca occipital.  Este otro no tenía tubérculo rosado.  Ni siquiera uno pequeñito.  En verdad, no tenía tubérculo.

Dedujo de inmediato que se trataba de uno perteneciente a la familia de los parpectus orlotieneos sin tubérculo.

Lo tomó, entonces, por la región cascótica y lo lanzó fuertemente hacia atrás.


Vernor Muñoz Villalobos. Escritor y activista costarricense de los derechos humanos.

Hizo estudios de grado en Literatura y Derecho, de especialización en Derechos Humanos y posgrados de Filosofía y Educación.

Su experiencia profesional incluye el trabajo como profesor universitario y defensor de los derechos de la población penitenciaria y de otros grupos vulnerables.

Su labor creativa se ha extendido a la producción y composición musical, a la educación no formal y a los procesos de investigación participativa.

Publicó Flor con llave (1989, poesía) y es coautor de Para no cansarlos con el cuento (1989, narrativa), De la ciudad y el chinamo (1996, ensayo), Ciudad Mundi (2000, ensayo), Infinita razón de los sueños (2005, narrativa), Como ríe la Luna (2015, novela) entre otras.

En el 2005 fue galardonado con el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en Cuento, por su obra Infinita razón de los sueños, (Editorial Costa Rica, 2005).



            

2/9/16

Rodolfo Arias - Si te vino mea cuerdo



Rodolfo Arias, estrena cuentario, hiperbólico y en tiempos de microrelatos, se extiende con su picardía e ingenio dejándonos este plato fuerte para disfrutar... 


Risitas de Oro

Chuang Tzu soñó que era una mariposa
y no sabía al despertar
si era un hombre
que había soñado ser una mariposa
o una mariposa
que ahora soñaba ser un hombre
Herbert Giles, El Sueño de Chuang Tzu (1889)

El sancocho de ruidos era típico de un vuelo nocturno: los ronquidos de quienes tienen el privilegio de poder dormir­se en un catafalco con turbinas; el siseo de la película en los auriculares cercanos, que se sincroniza con los reflejos en las filas de pantallitas retráctiles; el timbrazo de algún pasajero primerizo que llama insistente a la aeromoza; las conversaciones en voz baja entre pasajeros que aprovechan la certidumbre de no volverse a ver nunca más para contarse terribles intimidades; el bebé cuyo quejido es afano­samente aplacado por esa pareja de turistas que demuestran, en la parafernalia que hacen surgir del equipaje, haber previsto con toda minucia las necesidades de la criaturita; el ronroneo de los motores; el clac de un compartimiento superior que alguien abre para buscar un libro con el cual entretenerse, o para entretenerse en eso mismo, abriéndolo y cerrándolo sin que al cabo quiera sacar un libro o cualquier otra cosa que pudiera tener ahí.
Yo llevaba abierta en mis regazos la portátil y trataba de repasar y afinar el Power Point que presentaría al día siguiente. Bueno, más o menos abierta, porque entre que mis piernas son largas, que yo soy de natural propenso a la incomodidad, que a esas horas el de adelante ya ha inclinado su respaldar y que éste tiene una bolsa donde asoman revistas como marsupiales, pues resulta arduo darle al monitor un ángulo adecuado y las manos enseguida se me cansan de teclear como si fuera tullido. Iba en eso, digo, tratando, no, cuando de repente sonó la voz gangosa del capitán.
Ignoro si las voces de los pilotos son gangosas porque los equipos de sonido de los aviones están diseñados para que así suceda, o porque los pilotos se esfuerzan en tenerla como señal de distinción, De algún tipo de distinción; no sé, todo es tan raro. Y así sean gringos como los de esa noche, o chapines o ticos, así sean parcos o así sea que se les desate lo cotorra y se inspiren y nos entretengan con datos del clima y de la visibilidad y nos agradezcan por la preferencia y se despidan seguros de que el vuelo ha sido de nuestro total agrado cuando ya es hora de quitarle los controles al piloto automático y ver cómo diablos posar este pájaro en el suelo sin que a nadie le acontezca algún desaguisado.
Ah, sí, gangosa. Sobrevolábamos Cuba, estoy seguro. Las Bahamas no: están más al este, y Gran Caimán es pequeñita. Había ralas ristras de lucecitas: en la isla de Fidel la electricidad es cosa dura; privilegio de unos cuantos postes que siguen creyendo en la revolución.
–Les habla el Capitán para comunicarles que tenemos una pequeña situación a bordo –Bueno: this is your captain, we have a small issue…–, resulta y sucede que se nos dañó el equipo de radio secundario, el auxiliar; en un vuelo local norteamericano eso no es problema pero las regulaciones para vuelos internacionales nos obligan a regresar a Miami. Les rogamos su comprensión, we do apologize, tan pronto como los técnicos en tierra lo reparen reiniciaremos nuestro vuelo.
Shit. American Airlines: siempre me pasa algo malo. Cochinada. Si no hubiera sido por la premura, por la taranta. Yo sí que soy malo para decir que no, carajo. Anteayer recibí una llamada del mismísimo Presidente Ejecutivo, Pelota Sobrado, que me interrumpió la clase justo cuando había por fin logrado que los chamacos se concentraran.
–Mirá –dijo Sobrado cuando su secretaria me lo pasó–, es urgente que nos acompañés a la conferencia panamericana, en Chile. Rojitas va a ir a mostrar el modelo que nos diseñaste pero vos sos mucho mejor expositor, no le digás que yo dije, y sería una gran cosa que a nivel regional se adopte esa arquitectura de información. Para mí sería un clavel en la solapa, culminaría mi administración y en confianza te digo que me daría mucho punto político; y para vos, imaginate… te podés lanzar fuera del país… ¡De veras, hacenos el favor!
–Tenés que dar la vuelta por Miami– sentenció esa tarde mi agente de viajes, quien tras varios lustros en ese duro ajetreo conserva para tales momentos la tersa voz de una doncella impúber–. Ya no hay asientos ni en Copa ni en Taca, las que vuelan directo para el sur.
Ni modo: dormir en sobresaltos porque en cualquier momento suena el despertador, levantarme de madrugada a bañarme y vestirme, llegar al aeropuerto entre bostezos y escalofríos. En la sala de abordaje llamé a Rojas; no había podido pescarlo antes. Rojitas, para propios y extraños, el Jefe de Cómputo.
–Me piden que lo acompañe durante la exposición del modelo– dije, jugando a la diplomacia.
–No, ingeniero –repuso al instante–, usted es el dueño de la bola, el papá de la criatura, me entiende, yo sólo voy secundándolo.
Así tenía que ser, y no de otro modo: Rojitas aprovechando el viaje para fugarse del congreso en las tardes y meterse a cuanto café con piernas descubra en Teatinos, Morandé y Catedral, ahí en pleno centro de Santiago; ir a comer mariscos a Donde don Augusto en el Mercado Central, visitar el Palacio de la Moneda y recibirle un panfleto a ese militante de izquierda que aun vendrá a dárselo, tomar fotos en el teleférico del Cerro Santa Lucía, tragar mucho vino, hartarse de sopaipillas y empanadas. Ah, y de postre un chilenito con un expreso bien fuerte.
–Yo viajo esta tarde y llego hoy mismo– soltó Rojitas, sin aguantarse las ganas–. Es que yo no tengo que dar la vuelta por Miami porque a mí sí me compraron a tiempo mi tiquete.
No, mentira, esto último no lo dijo. Obvio que no. Pensé que lo podría decir pero se limitó a restregar que mi viaje es directo y a la vuelta pienso quedarme de shopping en Panamá.
–Comprando tonteras y tomando más ron–, pensé que podría decirle si me salía con alguna otra indirecta, pero por suerte él andaba en modo parco. Nos limitamos a detalles técnicos que de todas formas no venían al caso: nadie nos iba a preguntar finezas durante la presentación.
Llegada al aeropuerto a las siete, para despegar a las nueve y llegar a Miami a las doce, donde ya son las dos, salir a las cinco y llegar a Santiago a la medianoche, donde ya es la una de la mañana. Puta, un tirón de mierda. Ah bueno, y estar listo para exponer a las diez. Me tragué un pedazo de pan con media taza de café, agucé el oído para distinguir el pitazo del taxi entre los incipientes ruidos del barrio, abracé a mi esposa y a mi hija, nos llenamos de besos y caricias, acomodate bien el cuello de la camisa, mi amor, papito que le vaya bien, adiós papito, adiós.
A ella, mi esposa, le gusta hacerme la maleta. La vís­pera regresó cansadísima de su oficina pero no tuvo reparo en ir doblando camisas y pantalones con amorosa minucia, mientras yo completaba el ritual cantando a Elton John, she packed my bag last night, preflight. And I´m gonna be high, as a kite by then. Rocket máaaan, desafinaba yo mientras escogía corbatas.
–Mire, hombre cohete –me interrumpía ella, a sabiendas de que me encanta que pronuncie cuete–, vaya al cuarto de pilas y tráigase unos calzoncillos suyos que están guindando en la cosa verde de secar la ropa interior.
Los pinches esos ahora le dan a uno en el avión una empanadilla chirrisca y un vasito de gaseosa, y en Miami me estaba muriendo de hambre. Concourse A, Concourse B, cincuenta puertas en cada uno, Concourse F, a ese hay que ir en tren. Los laberintos, el montón de tiendas libres de impuesto, los agentes de migración, insoportables, fúchile, las dudas, los retrasos, la gente que corre jalando la maleta como si huyera de un incendio. Busqué La Carreta, comidita cubana muy rica, pero había unas filas terribles y seguí de largo. Por ahí vi, en uno de tantos comercios, algo que parecía ser un libro con un DVD, en varios idiomas, los mejores cuentos infantiles, decía, the best, the very best, precioso, sí, lindísimo, me acerqué al escaparate, a mi hija le encantaría. Qué linda, en la puerta de la casa me dijo que ella ya era grande, con toda la solemnidad que se puede tener a los seis años, que por cierto es una solemnidad aplastante.
–Ahora ya no me da miedo de que usted no regrese, yo sé que el avión va a volver, antes creía que cuando te ibas nunca más iba a verte, papito, pero ya entendí, ay papito te quiero mucho.
La bandida me había mirado con esos ojos que me parten como si yo fuera un tuco de queso tierno, y ahí estaba ahora frente a mí: un disco con un libro y capaz que hasta con un perfume, en un negocio de los muchísimos que hay en este mega deschave de aeropuerto. En la portada había una chiquilla rubiecita con unos osos, y de lo muerto de hambre que estaba yo no lograba acordarme cuál sería ese cuento. Algo me decía que si entraba a comprarlo a lo mejor ya no tendría tiempo de almorzar, y agregaba la excusa de que además tendría que abrir el equipaje para encontrarle un sitio y qué pereza desordenarlo todo. A la vuelta, sí, no me va a costar encontrarlo, sí, con unos osos y una niña de pelito dorado, claro, debe haber en otras tiendas, eso lo ponen por todas partes.
–Un café negro, un sándwich de jamón y queso y un alfajor, please. Plis, s´il vous plis– dije parando en una cafetería. Un lugar elegantillo, no de los de hacer fila con una bandejita plástica. Elegantillo significa que le traen a uno el café en un pichelito metálico. Un pichelito metálico significa que el café se va a regar. No hay cómo servirlo sin que el chorrito se venga adherido al maldito pichel y gotee por el fondo de éste y uno tenga que calcular cómo hacer para que por lo menos caiga en el plato. Elegantillo significa mantel blanco, significa churretes, miradas discretamente fulminantes de los demás clientes, elegantillos también.
Rumbo a quién sabe cuál ignoto rincón del mundo iba un gordo, arrastrando sus chécheres y disipando su fatiga. Calculé que sus huellas, dado el caso de que estuviera caminando sobre el barro, quedarían más distantes a izquierda y derecha que hacia adelante y atrás. Tal vez ese sea un criterio que usen los detectives cuando rastrean delincuentes. “Un panzón, mirá las huellas qué abiertas”. “Un renco, ésta le queda torcida”. “Una ricura, porque pone los piecitos…”. “Un jefe, mirá cómo clava los tacones”.
Mi estéril divagación quizá servía para aplacarme el remordimiento de no haber entrado a comprarle a mi hija el DVD con cuentos infantiles. Debe haber tenido adentro alguna sorpresa linda, aparte del libro, a lo mejor un espejito, o un perfume… era un paquete grande. Sí, tal vez hasta traía una cosilla de esas para escuchar música, un mp3. Mp4. Eme pe algo.
La idea del café era, además, coger fuerza para abrir la portátil y seguir revisando y puliendo la presentación. El modelo de datos, la seguridad, la interfaz y la navegación, el público meta, los niveles de usuario. Un rezador de rosarios no tiene la menor sospecha del privilegio de nunca tener que explicar qué carajos es un producto de software. Dios te salve María, cincuenta veces, y jale cochero. Junto a la cafetería había un inmenso ventanal y al otro lado parquearon un Jumbo de Air France. Llegó poco a poco, lentísimo, descomunal, hasta casi tocar los cristales. Me concentré en eso, por supuesto. Luego pedí la cuenta y el cholo con pinta de cubano y corbatín me dijo que treinta y tres dólares.
– Son treintitré –como si tal cosa, mientras se metía las manos en las bolsas del delantal y hacía tintinear monedas.
– ¡Puta! –exclamé–, ¿no le da vergüenza? ¡Con treinta y tres dólares yo voy a Palí y compro montones de queso y pan y mortadela y hago montones, pero montones, de sándwiches mejores que esta vara medio tiesa!
No, falso: sólo restregué medio segundo mis ojos encima de los suyos y él entendió que me parecía un atraco y en otro medio segundo me restregó los suyos para decirme chico no es culpa mía, preparándose de una vez para darme el vuelto con acendrada compostura y consabida frasecita de que tenga un buen viaje, señor.
Un muy buen viaje, sí, eso parecía cuando emprendí la travesía en diagonal de aquel inmenso salón, cuyo alto techo parecía dispuesto a conferirme más importancia de la que en buena lid podría corresponder a cualquiera de los átomos bípedos lúcidos intrépidos ávidos que se movían por ahí en caos y desconcierto aparentes. Caminar con certeza de destino, y de tener más tiempo para ello del que mi ritmo natural requiere, suele producirme una grandiosa satisfacción, esa suerte de empalago del que uno se cree a salvo de escrutinio e intercambio, ese regusto amable que se disfruta en estricta soledad. Llegué a mi puerta de abordaje y fui más por costumbre que por necesidad al counter, donde una peliteñida me dijo we´ll be ready in twenty minutes, sir.
Ready para la zozobra, yo conozco a estos cafres. Una vez en Dallas, otra vez en Santo Domingo, tropezo­nes técnicos, por decirlo con ternura. Cabrones. ¿Cómo se llamaría la tienda donde estaba el DVD con la chamaquita rubia y los ositos? ¿La podré ver a la vuelta? Dependerá de dónde parqueen el avión al regreso. Carajo, no me fijé en cuál pasillo de cuál parte. Los Concourse, así se llaman. Concourse. Concourse de Belleuza. Concourse de antecedeuntes. Un 767, de los gordos. Siete horas y diez minutos hasta Santiago. 37H, muy atrás, pero conseguí ventana, no para estar viendo para afuera sino para recostar la cabeza en la pared. Deberían hacerles a los aviones almohaditas en la pared. Daría igual; yo no puedo dormir en estos aparatos. Nunca falta el que no encuentra su asiento, el que le pide a otro que intercambien, fíjese que viajo con mi abuelita, el que al llegar, con cuatro motetes que viene estrellando en las cabezas cercanas, se percata de que su maletero ya está repleto y arma un bochinche, la preciosidad que al embocar en el pasillo se detiene un momento, provocando.
Son tardes breves, las de fin de año en esta parte del mundo. Mientras carreteábamos para despegar, el sol se arrastraba sobre la pista, yendo a ponerse allá atrás, donde nadie pudiera verlo. Al poco rato las disciplinadas lucecitas de las alas ya zurcían la oscuridad, mientras la noche se terminaba de acomodar en su trono. De cuando en vez había pequeños rebaños de faroles que declaraban la presencia de un pueblito. Así me parecía: un modesto caserío, quizá un auto viejo que pasa, luego una guagua tan colorida como destartalada, mambo y guaguancó en el colmado, calor que le gana la partida a la brisa, paz y frugalidad que abren campo a la mesita de dominó. Por qué no: desde allá arriba uno tiene o derecho a imaginárselo todo. Uno nunca ha andado por esos campos cubanos pero ha oído tantas cosas. Buena Vista Social Club, esas vainas. Si pudiera sacar la cabeza por la ventana estiraría el pescuezo para tratar de oír y oler, pero como no puede se contenta con inventar mientras se coloca los audífonos y busca el canal donde transmiten rock viejo y cree que el azar le traerá una vez más a Elton John, I´m not the man they think I am at home, I´m a rocket man. Lo cree y lo espera y ahí se queda, con su nariz pegada al ventanuco y su portátil con la presentación a medio revisar. Y así permanecería, quién sabe por cuánto tiempo más, de no ser porque el capitán, con la voz gangosa de siempre, lo interrumpe todo de golpe y porrazo para anunciar que el avión tiene un problema en el pinche sistema de radio y que no queda más tren que dar vuelta en u.
Pasé las siguientes diez ¿once, doce? horas de mi vida en safe mode, esa cosa que tenía antes Windows cuando se desconfiguraba: modo básico, zombie, modo estúpido donde no podés hacer nada, atrapado en el brevísimo espacio del asiento. No sé cómo logro que pase el tiempo, que los minutos al cabo se cuelen por la estrecha, mañosa, respondona rejilla de mi vigilia, sin que yo pueda concentrarme en el trabajo o en la lectura, sin que pueda ponerle atención a la película. Ocean Twelve, me parece. Brad Pitt, George Clooney, Julia Roberts y toda esa caterva, La inverosimilitud me exaspera y me desespera, Venecia me alborota los antojos no resueltos, el audífono nunca se acomoda bien a la curiosa forma de mis orejas. Corrijo: mis orejas nunca se adaptan a la curiosa forma de los audífonos.
Sí sé que durante una hora, más o menos, retornamos como Hansel y Grettel por el sendero hacia Miami, que ahí estuvimos otra hora, quizá hasta más, mientras se le revisaba al avión el pequeño problemita del radio, que otra vez la voz gangosa se regodeó contándonos que el problema aparentemente era más serio porque no había podido repararse y que, Eureka, había que cambiar de avión. Sé, también, que los grupos humanos que están bien acomodaditos en unas filas de asientos se hacen mucho más grandes cuando se dejan sueltos y cuando tienen cólera y cuando ya tarde en la noche se les pide que se repartan los sillones de una sala de espera, porque ahí el más abusado vendrá y usará tres campos y se horizontalizará con su mochila sirviéndole de almohada sin importarle cuántos deban quedarse verticalizados por su culpa, que algunos de estos deambularán por el salón hasta converger en el percolador, que se servirán y que por buena educación no dirán que el café sabe a estopa requemada, sorberán un poquito y sonreirán apenados y cuando por fin nos llamen para abordar el otro avión quedarán vasitos intactos con café frío, puestos en cualquier parte.
Sé, además, que mi 37H será idéntico al anterior, con la misma tapicería y la misma estrechez, que al rato de haber despegado nos ofrecerán una cena, rayos, se apiadaron de nosotros, que los ravioles no estarán nada mal, ni la ensalada ni la botellita del Sunrise Cabernet de California; sé que el de al lado, un tipo taciturno y flaco y de anteojos pensados para un cachetón, apenas probará su cena y en­seguida roncará; sé que mi panza no estará aún tranquila porque anda de malas desde el mísero sándwich de treinta y tres dólares del mesero del corbatín y que por eso mi mano izquierda al cabo no se aguantará la tentación y viajará hasta la bandeja del dormilón y se robará en un san­tiamén ese pancito redondo y que sonreiré pérfido bajo el rayito de luz mientras degluto la pelotita de carbohidratos.
Sé, y me da pena confesarlo, que no sé si pude dormir algo, pero sí que la noche se dio vuelta para el rincón arropada en nubes y que ya no pude ver más pueblitos cubanos ni de ninguna otra parte; sé que repasé el exiguo catálogo de cuentos infantiles que mi memoria conserva y que no pude acordarme de cuál sería el de la niña con los ositos, porque el otro era de chanchitos, y con un lobo que se metía por una chimenea y entonces ese había que descartarlo. Sé que saqué la revista marsupial y que no encontré nada interesante para leer, había un catálogo del dutee free de a bordo, perfumes, lápices labiales, plumas Mont Blanc; sé que bostecé viendo las fotos del consabido reportaje de un paraíso de turismo ecológico tropical, quizá en Panamá, quizá en las islas de la bahía en Honduras.
Sé que algo trabajé en mi presentación, que repasé las filminas donde se habla de la configuración dinámica de las pistas de auditoría y de un esquema flexible para la generación de indicadores de control; ahí siempre hay un gerente que pregunta por aquello que no está previsto en el modelo. Cuánto tardan las secretarias maquillándose, respondo al instante, ese caso hipotético provoca risas, no falla, quedo bien y la gente se alegra y de inmediato me apresuro a aclarar que sólo es un ejemplo y que no tengo prejuicios machistas; sé que anoté eso al pie de alguna filmina y que ya para entonces me dolían las muñecas de tanto teclear como tullido.
Sé que repartieron frazadas y que una endeble, peliaguda, idea de silencio se fue apoderando de la cabina y que durante algún rato yo fui el excéntrico que mantenía algún tipo de actividad, así fuera mirando los cráneos del prójimo sobresalir un poquito sobre los asientos. Sé que cerré los ojos y que, como muchas otras veces, imaginé que el avión fuera un taladro que va horadando la nada, que va creando un túnel en la nada porque tiene el maravilloso privilegio de ser y estar en la nada y de saber, como si lo anterior fuera poco, que tras bajar y bajar será premiado con un planeta. 279
Sé -faltaba más- que intenté acomodarme para dormir, que metí más los pies bajo el asiento de adelante, que traté de virarme hacia un lado, que pensé mucho en cómo sería la habitación que me esperaba en el hotel. En Providencia, avenida Pedro de Valdivia, veinte pisos o así, una torre. Neruda, una vez lo vi desde afuera. Mi veterana agente de la voz impúber me llamó hace un par de días para contarme que sólo quedaban suites de las más caras. Excelsior, Majestic, algo por el estilo. Master Golden. No, eso no. Golden Plus. Algo con Golden, me parece. Para aclarar el misterio tendría que haberme fijado en la reservación y para eso tendría que haber despertado al flaco inapetente para salir al pasillo y abrir el maletero y por supuesto no valía la pena tanta tramoya. Pero sí, carísima. Ella, la agente, me lo advirtió y yo decidí ponerme llorón.
–Si no me pueden hospedar en el mismo hotel donde va a ser la convención entonces prefiero no ir, la verdad es que no me gusta recorrer media ciudad al final de la jornada, y se suele terminar muy tarde.
Eso exactamente proferí, en mi mejor tono cosmopolita dolor de bolas, y ella me respondió que sólo con la autorización del Presidente Ejecutivo podría reservarme la Golden Majestic, Platinum Executive, o lo que diablos fuera. Yo le machaqué ni mal modo, hágalo, contáctese con su secretaria, y media hora más tarde ella me llamó para decirme que Pelota Sobrado había dado el visto bueno al capricho. No es cierto: ella omitió capricho o antojo. Fue súper discreta pero ambos lo teníamos muy claro y yo le sonreí al auricular y prometí traerle un recuerdito bien lindo.
Sé, por último, y en esto no me cabe la menor duda, que al salir del aeropuerto de Santiago ya estaba clareando.
En el hemisferio sur estos son por el contrario los días más largos, y el sol no se espera ni a las cinco para manifestarse sobre la cordillera. El taxista, cosa en demasía sorprendente, era igualito a mi compañero de vuelo: callado, larguirucho, con un rostro de rasgos secos que contrastaban con la forma de unos anteojos pensados para una cara mofletuda. Muy solícito abrió una de las puertas traseras y con ello impidió que yo me sentara a su lado a armar cháchara.
–Hotel Neruda– pedí.
–¿En Pedro de Valdivia?
–Sí –y eso fue todo.
Pronto surgimos de los túneles solitarios y repletos de eco y luces amarillentas y pasamos por Plaza Italia y subimos por Providencia hasta Once de Septiembre. Ellos tienen también su 9–11 y es más viejo y doloroso, me decía yo, puesto en mute en el asiento trasero mientras veía la pátina blanquecina cubrir las márgenes del Mapocho y hasta el irrisorio Mapocho mismo. En un santiamén nos hallábamos frente a la gran torre del hotel.
De pie, junto al vehículo, y así que hubo puesto el equipaje en la acera, estaba mi taxista y tuve la impresión –creo que no sólo fue impresión, pero en fin– de que tenía puesto un corbatín cuando muy sereno me dijo que eran treinta y tres dólares. El cajero automático, allá, al emprender el viaje, me había dado sólo billetes de veinte, y por eso cuando le pagué al otro tipo de corbatín me devolvió uno de cinco y dos de uno y ninguno me servía ahora y tuve que sacar otro par de veintes; esas pequeñas ineficiencias monetarias, debo confesarlo, exacerban uno de mis humildes tocs.
La puerta giratoria del hotel, con esa vocación algo traumática que las de su especie tienen para transportar de una dimensión a otra a sus usuarios, depositó en la acera a un botones, ya entrado en años, aindiado, corvetas, chaparro, que de buenas a primeras intentó apoderarse de mi equipaje.
–No, gracias –lo detuve–, yo lo llevo.
Encima de la maleta de carretilla, atado con un par de correas, pongo el maletín de la computadora, y me siento tan desamparado como irresponsable si doy un paso dejando de percibir el cortejo ronco de las rueditas en el piso, siguiéndome como animalitos. Ya una vez, en el apretujado aeropuerto de Ciudad Guatemala, me descuidé y alguien me lo volcó todo y al sacar la portátil en la oficina el mo­nitor había fallecido. Así que no, perdón pero yo lo llevo.
–No hay problema, señor –respondió el botones mapuche, con una sonrisa muy ancha, de muchos dientes y muchas coronas, muchísimas, todas de oro–. Vamos para que se registre –agregó señalándome el front desk con un brazo extendido, porfiando en la risita de oro.
Acompañado por él, que también parecía sentirse entre desvalido e inservible si no acarreaba el equipaje, subí a la habitación. Golden Executive, Majestic Golden, Excélsior Plus, diablos, se me olvidó preguntarle al de la recepción. Pero era grande, lo que se dice grande. Puta, qué cuarto. Una cama como para practicar entero el Kamasutra, haciéndose un poquito más para allá cada día, unas alfombras que hacían pensar en Fred Astaire y Ginger Rogers desatándose con el swing time, lamparitas doradas y adornitos cursi por doquier, unos sillones tan rubicundos que podrían hacerle el rato a la cama, cortinajes dieciochescos, un brillantísimo escritorio de trabajo y mucho más que no pude inventariar porque Risitas de Oro insistía en ser él quien me diera el tour y me explicara cómo usar aquella profusión kitsch que habría de ser mi refugio durante las próximas setenta y dos horas. Por suerte había cuatro billetes de a dólar prestos en el bolsillo derecho de mi pantalón, los dos que me dieron los dos del corbatín, el del sándwich lánguido y el de la conversación abolida. Risitas de Oro los recibió con la mejor reverencia de su repertorio, viró en redondo y me dejó por fin a solas.
Ahí me di cuenta, de golpe y porrazo, de cuan exhausto me hallaba. Sé que entré un momento al baño, que en la repisa frente al espejotototote descubrí un pichel con agua y un vaso grande, uno mediano y uno pequeño, que en la pared colgaban, sí, lo juro, una toalla grande y una mediana y una pequeña, cada una en un aro proporcional a su tamaño, que a los pies de la cama se alineaban unas mesitas de esas que se anidan y, valga la necedad, una era más grande, otra mediana y otra pequeña.
De lo demás, a lo Sócrates, sé que no sé nada, porque los cinco o seis pasos que me separaban de aquel colchón habrán sido invertidos en quitarme el saco y soltarme el cinturón, en sacarme la camisa y los zapatos, empujando el primero con la punta del otro y el segundo con la punta del pie, y los cinco o seis segundos posteriores a tan tremendo esfuerzo buscando una almohada de las que había bajo el edredón, dejándome ir de lado sobre ella como un mástil abatido, durmiéndome de golpe, quizá con un rayito de amanecer que se colaba entre las cortinas y me daba justo en la línea de la nariz.
Eso sí, a la hora de mi compromiso yo ya estaba bien bañado y peinado y vestido, muy orondo de pata cruzada y manos entrelazadas en una rodilla, hacia el final de la fila de butacas que decía “expositores”. A Rojitas no lo vi por ninguna parte; habría desde la víspera iniciado su turismo carnaletílico. No me sorprendía pero no me gustaba.
–Ya ahorita sigue usted –me dijo de pronto el de al lado, casi palmeándome el hombro.
Me viré y sonrió: nada en la homogénea penumbra del gran auditorio daba pie al brillo de sus pupilas. Allá abajo, en el estrado, mi predecesor exponía un modelo de seguridad y control para sistemas operativos de servidores en zona desmilitarizada. Yo ya había visto ese largo título en el programa del congreso y por algún extraño misterio me lo había aprendido. El mío, por cierto, no era más corto: un modelo genérico para procesos de integración en gobierno electrónico. La revisión hecha durante el vuelo, decidí con inusitada tranquilidad, había sido suficiente, y pese a la ausencia de Rojitas yo saldría airoso del compromiso, a punta de labia profesoral y buen desempeño en el escenario. Ahí vería cómo jugármela, no era la primera vez y no sería la última.
El de la seguridad de sistemas operativos era un nerd típico. Libras de más, centímetros de más en la corbata y en el ruedo del pantalón, colochos de más, sudor de más en la frente y mejillas, en fin, un exceso de aditamentos y de experticia cuando tiraba términos y conceptos como una regadera desenfrenada en un jardín yermo y adormilado. Sí, a esos genios siempre les pasa que el auditorio se les duerme y -tras de cuernos palos- al tipo lo habían puesto de primero en la mañana cuando de todas formas nadie ha terminado de despertarse.
Ahora estaba hablando de sondas. Una sonda era una especie de sensor, de software, se sobreentiende, a bajo nivel, que él colocaba en puntos críticos del sistema, los controladores de puerto, con énfasis en procesos de I/O.
El bicho no tenía la delicadeza de traducir o explicar las abreviaturas y siglas que lanzaba a diestra y siniestra, y entre el público había más de uno con cara de abogado o de auditor. Sonda, por cierto, es una palabra fea. Hay lindas, como centinela. Esa palabra me gusta: centinela. Qué linda. Cenízaro, preciosa. Turquesa. Carámbano. Pedigrí. Calicanto. Aquí en Santiago hay un puente que se llama así. Pero sonda es fea. Hace pensar en el extremo posterior del tracto digestivo, en camiones de la Cruz Verde que llegan a destapar tuberías, en ruidos, en ductos oscuros y pestilentes, en intromisión, en ratas.
Y ya que salen a colación laberintos y pasadizos, el maletín de mi computadora es una mágica trampa cundida de intersticios y cremalleras, de forros insospechados y separacioncitas donde un papel, el único que en ese momento me urge porque es la certificación que me autorizará a lo que sea que yo deba ser autorizado, ese maldito desaparece y yo quedo para siempre sentenciado bajo el rayo fulminante de la fecha límite y de la multa y del oprobio y del bochorno. Así que, en previsión, yo había traspasado mi presentación a la memoria de mi súper smartphone, recién sacadito de la caja. Ya me veía muy sofisticado en el escenario, poniéndolo cerca de la computadora y el data show y transmitiendo vía bluetooth el archivo, dándome vuelta luego hacia el auditorio, con aires de insoportable metiéndomelo a la bolsa del saco, iniciando mi derroche de sabiduría.
Pero bueno, antes había que esperar a que el nerd de talla inferior a la talla de toda la tecnología que lo envolvía terminara con sus sondas apasionantes. Por el tono se puede, a veces, prever cuánto le falta a un expositor, pero al nerd todas las palabras le salían con la cansina arritmia que tiene por ejemplo el chorrito de un grifo mal cerrado, y el cabeceo de los oyentes seguía con más fidelidad ese goteo de tubería abandonada que cualquier lógica o significado que pudiera aun existir en lo que él seguía exponiendo.
Yo, por alguna razón inescrutable, empecé a cla­sificar sus palabras en grandes, medianas y pequeñas. Multiplexación. Desacoplamiento. P1. Calendarizador. Búfer. DMZ. Granja. El de al lado me palmeó el hombro y supe que había empezado a cabecear, que una aplastante fatiga se me había encaramado de pronto y que además tenía tremenda urgencia de hacer pipí. Así es como se dice para que no suene muy feo. Hacer pipí, aunque para ello uno tenga que deslizarse de costado entre el respaldar de los asientos de adelante y las rodillas de los vecinos, hasta ganar el pasillo tras haber repetido hartas veces perdón, disculpe, perdón, lo siento, perdón. Perdón.
Ignorante de la calaña del compa de pupilas láser preferí sacar el smartphone de la bolsa del saco, pero a éste lo dejé en el asiento de al lado para que no se me arrugara. Tengo siempre la sensación de que no me quedan suficientemente largos, de que no me cubren las posaderas como Dios manda, y si me hubiera sentado en la butaca con él puesto ese fenómeno que digo habría empeorado, de ma­nera que salí del auditorio Cóndor II en mangas de camisa, con el celular en la bolsa del pantalón, frunciendo el ceño bajo las arañas luminosas.
No tenía la menor idea de que el Neruda fuera un hotel tan grande y complejo, tan lleno de gente, de ruidos, de escalinatas, elevadores, salones, lobbies con sillones y damas elegantes y quizá hasta detectives de lentes oscuros de esos que siempre están fingiendo leer un diario. Estupefacto giré, de pescuezo estirado: era tan de suyo abigarrado que hasta parecía la estación central de trenes de una metrópoli. Había rótulos con flechitas para orientar a la concurrencia, entre ellos uno que decía Auditorio Grande, Cóndor I, Congreso Anual de Ganaderos del Cono Sur, Auditorio Mediano, Cóndor II, con el nombre de nuestra reunión, Auditorio Pequeño, Cóndor III, Muestra Internacional de Perfumería Asiática.
Pero yo sólo quería orinar, ya dicho así, en normal y en directo. Otee a izquierda y derecha, busqué en los ró­tulos y las flechas alguna siluetilla con el pene pringando. Pero no, nada, el destape y la desfachatez del nuevo siglo aun no llegan a tanto. Seguimos limitados a las palabras, Servicios Sanitarios, Restrooms, cuartos de restar, de restarle peso al cuerpo, excretando. Por fin descubrí el signo ganador, que señalaba hacia arriba por una escalera de lus­trosos pasamanos. Jadeando llegué al próximo nivel, donde las siluetillas adornaban sendas puertitas, la de pantalones y la de enagua triangular, y en la perilla de cada una, cosa que nunca puede faltar en momentos así, había un rótulo que colgaba, mecido por brisa de ignota procedencia: “En mantenimiento”.
Di vuelta en redondo, bajé corriendo, busqué más rotulitos de cuartos de restar y de enaguas triangulares o patas tiesas y de puntas redondas, vi por fin otro hacia allá, al extremo opuesto del salón de las arañas luminosas y del exceso de personas y objetivos y camotes, apuré cuanto pude el paso, zigzagueando, hasta darme de frente contra la cruda realidad de una larga fila de comensales que meneaban la cadera para contener sus urgencias urológico–renales.
No, la verdad, la pura y santa verdad, es que exagero, que miento con descaro: la gente hacía la fila con impaciencia y feos murmullos, pero sin contonearse y sin dejar
regueritos en el inmaculado piso de mármol. Yo no tenía la menor idea de cuánto tiempo más iba a durar el soporífero grifo de palabras del nerd, y en cualquier momento la Interpol de los organizadores podía desplegarse en pos de mi pellejo. Qué cara le haría al Presidente Ejecutivo, el nunca bien ponderado Pelota Sobrado, y hasta al mismísimo Rojitas, ante tal bochornoso avatar del destino.
Ya en máximo estado de alerta y absorción semiológica hice los trescientos sesenta grados bajo la descomunal araña de luces, hasta descubrir al fondo del pasillo, de uno de tantos pasillos, un rótulo que decía “sólo personal autorizado”. Imaginé al otro lado de esa puerta un mundo opuesto, el universo inverso de la ausencia de rivales, de la paz y el silencio, y fingiendo tanta naturalidad como las circunstancias lo permitiesen fui hasta ella y la empujé y entré sin más, Fui en efecto recibido por eso que quería: paredes grises, escaleras de malla metálica, extinguidores y rótulos de letras rojas sobre fondo blanco. Subí, devorando de tres en tres los escalones, empujé otra puerta restringida, vi por sacrosanta dicha del destino un rotulito con enagua triangular junto a uno de patas rectas y de puntas redondas, no decía cuarto de restar ni nada así pero ahí estaban las dos puertitas de los dos sexos principales de esta binaria creación, entré en la que me correspondía, abriéndome de un solo tirón la jareta, restándome medio litro de agüita amarillenta que me pesaba como medio quintal entre la vejiga. Ah…
Después, no era para menos, me di palmadas en la cara y la nuca con agua bien fría, me sequé con papel toalla y sentí ceder la fatiga; ella no sería problema durante la conferencia. Me acomodé la corbata y la hebilla del cinturón tan bien como pude, aspiré el aroma de encierro y desinfectante, supe que mi pelo estaba cordialmente caótico, o sea para cualquier parte, corroboré que sí se alineaban en mi eje frontal -el de los chakras- el nudo de la corbata, los botones de la camisa, la hebilla ya referida y la jareta. Me propuse regresar por donde vine sin moverme con demasiado énfasis para que toda esa frágil sucesión no se desacomodara. Y es que tengo terror, debo confesarlo, a lo torcido, la torcidez, a subir destramado a un escenario, con todo y que de seguro lo he hecho muchas veces, violando de cuajo una exigencia cuya férula no me perdona en los minutos previos a tales predicamentos.
Siendo así, bajé más despacio las gradas metálicas, tratando de tranquilizarme con la hipótesis de que el nerd de las sondas aún estaría procreando palabrejas de tres ta­maños, y con que a los peores expositores los suelen premiar después con largas series de preguntas; una vaina que asombra como pocas. Y estaba, por último, la posibilidad de que hubiera una pausa para el café entre su conferencia y la mía, de esto yo no podía estar seguro porque no tenía el programa a mano y sin embargo tenía lógica, mucha lógica. Claro, compa.
O sea que yo podía bajar esas gradas con calma, pensando en la secuencia de mi exposición: primero la moti­vación y los antecedentes, luego la primera capa, la interfaz, haciendo énfasis en la sencillez y carácter intuitivo de los casos de uso, adentrándome luego en los controles y en la lógica de la segunda capa, para cerrar con un breve recorrido por las estructuras internas de almacenamiento y con una excitativa a considerar las grandes ventajas que tendría para la región un proceso de interoperabilidad y portabilidad tecnológica y de hallazgo de estándares para los procesos de planificación y de coordinación internacionales. Sí, una sola vomitada y en ese orden, me los echo a la bolsa. Palabruchas, cómo hay.
Tuve mente, también, para pensar en mis pobres estudiantes. Habían entregado la documentación de los mecanismos de seguridad, con los mensajes de advertencia y excepción, pobrecillos, una cosa aburridísima de hacer. Y más aburrida todavía de revisar, reconozco, pero me dije que esta misma tarde, luego de una merecidísima siesta, emprendería la labor y mañana en la mañana ellos recibi­rían mis correos. Con copia al Director de la Escuela, para que vea que sí me preocupo. Me hace mueca de perro cada vez que le pido un permiso como éste. Ay, mis pobres muchachos, cómo los abandono, iba pensando cuando llegué otra vez a la puerta de acceso restringido, disponiéndome a retornar al mundo del trajín ruidoso y multicolor que había con solo franquearla.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando abrí y me topé con más pasillos grisáceos y más rumor como de estacionamiento, de planta eléctrica, de sistema de aire acondicionado. Tan distraído venía que con toda seguridad había bajado más de un nivel por la escalera metálica. No había otra explicación posible y regresé para entrar por donde salí. Subí, confiado, pero no se pudo: la puerta se había trancado, drástica y ruda. El pasillo se alejaba a izquierda y derecha, había una pared lisa y brillante al frente, pasamanos recién pintados de negro, ductos, tuberías y mangueras en el cielo raso. De pronto se abrió una puerta en esa misma pared que antes me pareció sin interrupciones, a mi de­recha, como a unos doce pasos. De un pequeño aposento surgió, y con el mismo atuendo que tenía esa madrugada, Risitas de Oro.
–¿Qué hace usted aquí? – preguntó con sequedad.
–Perdone, me debo haber extraviado.
–¿Pero cómo entró, señor?
–Por ahí, por esa puerta.
–Pero usted no debió haber abierto esa puerta, ¿por qué lo hizo?
–Venía del baño.
–¿Del baño, cuál baño?
–Del que hay arriba.
–¿Arriba?
Me di cuenta de que ese diálogo no estaba sirviéndo­me de nada. Risitas de Oro encontraba siempre la respues­ta, o la pregunta a mi respuesta, que más me alejara de lo único que podía interesarme: salir de ahí tan rápido como fuera posible.
–Mire, luego cuando coincidamos en el hotel le explico –lo atajé–. Ahora me urge regresar al auditorio.
–¿Cuál auditorio?
–Cóndor II.
–Ah… Cóndor II.
–¿Puede abrirme la puerta, puedo irme?
–No señor, no puede irse –dijo al fin, luego de dar vuelta, ingresar al recinto del que salió, y sentarse muy par­simonioso tras un escritorio.
–Pase –agregó, y entré en una oficina que me sorprendió por espaciosa. Frente al escritorio había tres sillo­nes, uno grande, otro mediano y otro pequeño. Escogí el grande, me recosté bufando. Decoraban las paredes tres cuadros con flores y no diré, para no aburrir, de qué tamaño eran.
–¿Por qué no puedo irme?
–Porque está en una zona restringida, aquí en este edificio hay bóvedas de seguridad.
–¿Bóvedas de seguridad?
–Ajá.
–¿Seguridad de qué?
–Ah no, señor, no le puedo suministrar detalles, yo mismo no conozco mucho.
Risitas de Oro se había por fin dignado a mirarme, y lo acompañó con el despliegue de sus bruñidas coronas.
–¿Se acuerda de mí? –aproveché para preguntarle–, esta madrugada usted me llevó a mi habitación, me ayudó con el equipaje.
–Ah, sí –respondió, y en un instante supo llegar a un punto neutro, a una suerte de equidistancia perfecta donde cualquier posible emoción se anularía con su opuesta: ni sereno ni ansioso, ni condescendiente ni agresivo, ni curioso ni indiferente. Eso sí, en perfecto silencio, mientras tomaba una pluma y empezaba a llenar un gran formulario.
–¡Necesito irme! –supliqué– ¡Ya mismo tengo que ir a dar una conferencia, en el Salón Cóndor II, déjeme salir!
–Primero tiene que suministrarme una identificación, señor, para anotar sus datos aquí –contestó sin levan­tar la vista del papel.
–¡Pero yo no tengo mis documentos aquí, están en el saco!
–¿En el saco?
–¡Sí, en mi saco, lo dejé en mi butaca, en el auditorio!
–Ah, ya entiendo, usted salió del auditorio y se vino para acá, ¿por qué se vino para acá? ¿Se puede saber, señor?
–¿De veras necesita preguntarme eso? – me encrespé.
–Sí, es una de las casillas de este formulario. ¿Me da por favor su identificación?
–¡Que no la tengo, ya le expliqué!
–¿Y dónde dice que la tiene?
–¡En mi saco, en el auditorio Cóndor II, la fila de bu­tacas reservada para los conferencistas!
–Ya entendí, señor, no tiene por qué levantarme la voz –agregó mientras escribía algo en la computadora. Un vejestorio con monitor de tubo, un armatoste.
Qué tipo exasperante. Busqué un insulto. “¡Qué feo que a uno le toque ser usted!”. Algo así, contundente. Pero un poco de silencio nos vendría bien. Saqué mi celular de la bolsa del pantalón; si localizaba a Rojitas él me podría ayudar. El aparatito reconoció enseguida una red inalámbrica, “Neruda–guest”, pero tenía clave de seguridad. Risitas de Oro seguía muy concentrado tecleando, con dos dedos, despacísimo. El ruido de esas viejas teclas daba ganas de llorar.
–¿Me puede por favor dar la clave de la red de huéspedes?
–Debe pedirla en recepción.
–¿No la sabe?
–En recepción se la van a dar con mucho gusto.
Volví al silencio, a moler con desespero los trocitos de tiempo que sus teclazos hacían saltar.
–¿Qué está escribiendo? –me atreví al cabo.
–Un mensaje al oficial de seguridad de la zona de auditorios.
–¿Y por qué no lo llama a su celular?
–Acá no tenemos, es prohibido usarlos en el trabajo.
–¿Y para qué es el correo?
–Le estoy avisando que usted está aquí, para que le busque su saco y lo traiga con su identificación, de otro modo no puedo completar el formulario.
–¿Pero y cómo va a leer el correo si no puede usar el celular? –gemí, controlándome a duras penas.
–Él hace rondas –Risitas de Oro me obsequió una vista full extras de sus dientes.
–¡Pero yo no puedo esperarme tanto, tengo que ir a dar mi conferencia!
–Yo lo entiendo, pero no lo puedo dejar aquí solo, señor…
–¿No tiene otra solución?
–No, no tengo otra solución. Y me disculpa, caballero, pero entre más preguntas me haga más voy a tardar.
En ese momento me di cuenta de que en la pared detrás de su escritorio había un póster enorme, con una modelo en tamaño natural. Pensé que se trataría de un anuncio de cerveza, o de aceite bronceador o así por el es­tilo, una cuestión turística. Viña del Mar, La Serena. Pero sólo era la foto tamaño natural de una de esas mujeres que alcanzan un grado inmanejable de perfección en sus formas. Es un equilibrio, una geometría, una configuración mágica que lo hace preguntarse cómo será que a esa clase de preciosidades sólo se las puede ver de cerca en fotografía, y cómo será que se logran poner esos trajes de baño tan pero tan diminutos, eran una tanga y un sostén de tan tremendísima brevedad, tan inapelablemente sucintos que al cabo no pude sustraerme y me quedé mirándola fijamente, abriendo en desmesura mis fauces y mis párpados porque ella pareció que así, sin previo aviso, había echado a andar.
Ya estaba a punto de llegar hasta a mí, de abrazarme o de venírseme encima cuando sentí a Risitas de Oro que me palmeaba la espalda y me movía la cabeza.
–Qué… ¿qué pasó?
–Señor, disculpe, pero se quedó dormido en el sillón.
–¡Ah, sí, qué pena!, es que estaba esperando a que usted llenara el formulario y viniera el otro agente con mi saco.
–¿Cómo dice?
–El otro agente, mi saco…
–No sé de qué me está hablando, señor, debe ser algo que se soñó… mire, aquí tiene este papelito, camine hasta el fondo del pasillo, doble a su izquierda y se lo entrega al guardián que hay ahí, le explica que se extravió y que va para el auditorio Cóndor II, son tres niveles más arriba, él le va a ayudar. Apúrese señor, usted me dijo que tiene que ir a dar una conferencia.
Creyéndomelo apenas, tomé el celular de mis regazos, me incorporé y corrí desesperado, haciéndolo todo como Risitas de Oro acababa de explicarme. Donde él dijo había, en efecto, otro guardián que me guió muy amablemente, y ya no quise fijarme si sería alto o bajo, gordo o enjuto, con anteojos para caras mofletudas o con corbatín; sólo le di las gracias, empujé la puerta, descorrí la corti­na y reingresé al auditorio justo a tiempo para iniciar mi conferencia.
–Ah… ¡allá está nuestro expositor! –exclamó un organizador, invitándome a subir al estrado.
Muy adusto le di la mano, disimulándole a él y al público los requiebres de mi aliento. Mientras me presentaba y agradecía con alguna fórmula gastada que incluyera una explicación de mi retraso, fui disponiendo el celular cerca de la estación de trabajo, y pronto la conexión Bluetooth estuvo lista y trasladé el archivo de mi conferencia. “Bueno”, dije frotándome las manos, “lo primero que vamos a ha­cer es una motivación del modelo, de sus antecedentes y orígenes”.
–¿Del modelo? –preguntó alguien del público, con una estruendosa carcajada.
Me sorprendió su descortesía, claro está, y ya iba a responderle cuando otro, ubicado más atrás, agregó:
–¿No serán los orígenes de la modelo?
–¿La modelo? –repuse, mientras me viraba y con es­tupefacción comprobaba que la muchacha guapísima del póster de la oficina de Risitas de Oro estaba siendo desplegada en todo su esplendor, tanto en la pantalla prin­cipal, la más grande, como en otras dos, una mediana y otra pequeña, que había a un lado del salón y a la entrada, respectivamente.
–¡Disculpen! –grité yendo en carrera hasta la mesita– ¡Esto es un accidente! –y traté de detener la proyección.
La forma más directa era desconectando el Data show, pero estaba encaramado allá en el techo, y el cable era USB y había muchas entradas de este tipo en la CPU. Presioné frenéticamente “escape”, sin resultado. Mientras el mundo seguía desternillándose, una parte de mi cerebro se empeñaba en hallar una explicación. Quizá activé sin querer la cámara del celular mientras Risitas de Oro llenaba el formulario. Pero no: él no había estado llenando tal formulario, fue eso lo que me soñé… ¡Sí, el maligno fulano se había aprovechado de mi sopor y había filmado sin que yo pudiera darme cuenta! ¡Luego me había despertado, cabrón, indio cabrón, así que ya había hecho la trastada! ¡Maldito, me las tenía que pagar!
La razón no podía ser otra y ahora mi presentación era un desastre porque Risitas de Oro había incluso tenido la astucia de hacer zoom sobre el pubis de la modelo. El cuadro seguía acercándose más y más al diminuto trapito que cubría su sexo, y el público se carcajeaba y yo pateaba el suelo tratando de reventarle los cables a las regletas, hasta que hubo de repente un ruido tremendo, invasivo, un tropel a mi espalda. Volví a ver y un grandulón se había trepado al escenario y corría directo a mi encuentro. Traté de incorporarme (yo estaba de cuclillas, viendo cómo hacer para dejar la regleta sin alimentación) y el gigantón se me abalanzó. Quizá era Rojas; él no es tan alto pero cuando uno está en el suelo los gigantes proliferan.
La duda de todas formas se quedó en eso porque en el último momento di un salto y me vi al borde de la cama de mi suite Golden Majestic Executive, o como putas se llamara, en la orilla de la enorme cama donde apenas tres o cuatro horas atrás había caído como un árbol derribado por un rayo. El estruendo como de galope lo hacía alguien que aporreaba la puerta, que la debería haber estado aporreando largo rato y que ahora había decidido abrirla e ingresar sin más preámbulos en la habitación. Volver de una pesadilla, leí cierta vez, tiene el premio, la recompensa, de que uno se siente nacer de nuevo. A tientas logré estirar una mano hasta la lamparilla de la mesita de noche, produ­je un mínimo de claridad… ¡y Risitas de Oro estaba frente a mí!
–¿Pero qué hace aquí? –solté un alarido, espantado, virándome, arrastrándome sobre los codos hasta el respal­dar de la cama.
–Ay señor, disculpe, usted debe haber tenido un mal sueño. Esta madrugada, cuando lo acompañé a su habita­ción, me dijo que a las diez tenía que dar una conferencia. Usted me insistió en que lo despertara a cualquier costo, entrando incluso a su habitación si fuera necesario.
–¿Yo le dije eso, que debía dar una conferencia a las diez? ¿No era a las diez y media?
–Bueno, no sé, señor, me parece que me dijo las diez.
–¿Y qué hora es ya?
–Las nueve y treinta y cinco, señor.
–¿Y a qué hora termina el desayuno, en el comedor?
–A las diez, señor, si se apresura aún le podemos atender como usted merece.
–Bueno, bueno… –murmuré–, me voy a vestir.
En ese momento me percaté de que tenía abierto el pantalón y que bajo el bóxer se advertía que la imagen de la chica en micro tanga del póster había afectado mi torrente sanguíneo, por decirlo en clave. Era indispensable que Risitas de Oro se fuera de una vez.
–¿A qué hora le arreglamos su habitación, señor? –estaba preguntando él.
–¡Después, después! –lo ahuyenté con ambas manos.
Él, suspicaz, ya le estaba haciendo señas a una mucama que permanecía en el dintel, y ella se esfumó.
El pequeño fulano ya iba para afuera, pasando junto a la puerta del baño, cuando logré darle caza. Lo aferré por los hombros, le di vuelta, lo sacudí con toda mi fuerza.
–¡Pero qué le pasa, señor, deténgase! ¿Qué le pasa?
–Nada…no me pasa nada –lo solté–, sólo quería es­tar seguro.
– ¿Seguro de qué? ¡Por Dios, señor!
–De nada… discúlpeme, y ya váyase, déjeme por favor, de veras, discúlpeme.
Hay datos que se me clavan como espinas en la memoria. Diez y treinta, sí: lo vi en el programa cuando lo imprimí. Después lo metí en algún clasificador del maletín, pero ahora no había tiempo de buscarlo. También está lleno de papeles de la Universidad. Hay un estudiante que me reclamó la nota de un examen y no sé qué lo hice.
Bendito maletín; me urge uno más sencillo. Pero me corto un huevo, es a las diez y treinta. Además lo normal en estos congresos es que ocurran atrasos. Ya deben ser las nueve y treinta y ocho, digamos. Llego al comedor a las y cuarenta y cinco, me tomo algo rápido, ojalá un buen jarro de café. No, ahí no me van a traer jamás un jarro. Pichelito, del que se riega. Pichelito. Cojo bastantes pastelillos y un yogurt. A las diez en punto voy subiendo en el ascensor. A las diez y veinte bañado y vestido; a las diez y media entrada triunfal en el auditorio. ¿De veras se llamará Cóndor II? Eso también está en el programa, pero repito: no hay tiempo de buscarlo. Para qué preocuparme por tonterías, nada más llego al front desk y le pregunto a cualquiera, el Congreso Regional de Gobierno Electrónico, ¿o es Gobierno Digital?, puta, ¿cómo se llama mi congreso?
Todo lo pensé en modo flash, mientras iba de vuelta hacia la cama. Agarraría la camisa, que tenía que estar donde yo la había dejado, al otro extremo de la mega cancha donde hacer el catálogo entero del Kamasutra, me ensartaría los zapatos y saldría como un tiro. A ella me la abotonaría en el pasillo; a ellos me los me amarraría en el ascensor. En eso descubrí algo prodigioso junto a la mesita de noche: unas pantuflas. ¿Serían de mi talla? ¿Me las habría dejado Risitas de Oro mientras me mostraba la habitación? ¿Habrían estado siempre ahí, serían parte del lujoso servicio? ¿Si buscaba encontraría otras medianas y otras pequeñas? No quise saber nada, no quise ya mirar ningún objeto en mi entorno, sólo me las puse, aceptando sin chistar que mis pies se embutieran con deleite en ellas. ¿Se las habrían empacado la antevíspera al hombre cuete? Imposible aclarar tantas interrogantes. Lo único que sé es que por suerte la tarjeta de abrir la puerta estaba en los bolsillos del pantalón, que el cinturón continuaba encima de una de las mesitas nido (¿la pequeña?), que entró dócil en las trabillas, que pude irme abotonando la camisa mientras corría por el pasillo en busca del ascensor.
Varias veces toqué, empujé, estremecí, agazapado en la soledad del recursivo pasillo. A las paredes de mi habi­tación: un codazo fuerte. A la manija de la puerta: un jalón despiadado. Luego otro. Al rodapié: una vulgar patada. Leí que Emerson dijo que el tiempo es perfecta efervescencia de novedad. Añadiría yo que la vigilia es perfecta eferve­cencia de realidad. De dureza. Del sí. Del sí irrefutable que se comprueba con solo chocar el propio cuerpo contra lo que está alrededor. Estrellar las manos, la espalda, estrellar la mirada y la nariz, estrellar el oído contra los ruidos que sirven dóciles a la causa de hacerlo a uno saber que ya no hay ninguna ambivalencia y ahora se encuentra perfectamente despierto.
Desarrollé, hace algún tiempo en ratos de ocio, una técnica que venía en un librito que me prestó una estudiante, y ruego se me disculpe por tanto detalle innecesario, una técnica para memorizar desplazamientos complejos en edificios grandes. Ya sabía, porque así lo registré esa misma madrugada, que debía seguir ir unas quince puertas más por ese pasillo, que ahí encontraría una te, que debería do­blar a la izquierda, otras quince puertas o así, hasta llegar a un vestíbulo con elevadores y escaleras. Corrí tan rápido como es posible hacerlo mientras uno va poniéndose una camisa que está casi nueva y tiene los ojales muy ajustados, tomándome del pasamanos resolví los noventa grados del vértice y redoblé el paso pero al aproximarme al espacio abierto me detuve en seco. Bueno: me detuve tan en seco como se lo permiten a uno un par de pantuflas con suela 300
de felpa que vienen al galope tendido sobre un inmaculado piso de cerámica.
El inventario estaba completo cuando hube recuperado de alguna manera la vertical, ya que no así el aliento: había, a mi derecha, tres macetas con plantas ornamentales. Una grande, una mediana y una pequeña. Cada una de ellas estaba al pie de una ventana: una grande, una mediana y una pequeña. Cerca del borde de la pared, donde ésta terminaba para dar lugar al lobby de los elevadores, había tres interruptores de luz. Uno grande, uno mediano y uno pequeño. El decorador, o decoradora, había hecho fiesta con la nota china: en el techo y paredes había lámparas de rojo con dorado. En tríos, claro: grande, mediana y pequeña. Una profusión insensata. Di unos pasos más hacia el ascensor, trastabillando. Me sentía dispuesto a huir. A toda costa y hacia ninguna parte, pero huir. No era uno: eran tres. Y sus puertas: lo que ya tanto he repetido. Desesperado di vuelta en redondo, para regresar al pasillo y desaparecer por él. ¿Regresar a mi habitación? ¿Correr hasta que terminara, si es que terminaba en algún balcón? ¿Asomarme entonces al vacío?

Lo intenté pero una vez más tuve que frenar en seco, y esta vez estuve a punto de irme de bruces. Al fondo –si es que ese pasillo tenía fondo–, diminuta, infinitamente di­minuta, se balanceaba corvetas, progresando hacia mí, la implacable silueta de Risitas de Oro.


Rodolfo Arias Formoso nació en San José en 1956. Es licenciado en Computación e Informática de la UCR. Profesor en dicha universidad (1977-2010) y Consultor en Informática, con especialidad en informática jurídica y con experiencia en muchos países de Latinoamérica. Ajedrecista de la primera división nacional, integrante de la selección de Costa Rica en la Olimpiada Ajedrecística de Turín, 2006. Su carrera literaria se inició con la novela “El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios”, ganadora de Mención Honorífica en el certamen Valle Inclán, convocado por EDUCA (Editorial Universitaria Centroamericana) en 1989. Esta novela, publicada por primera vez en 1991, ha sido reeditada en varias ocasiones y se ha convertido en una referencia obligatoria dentro de la literatura costarricense contemporánea, vista su audaz estructura y tratamiento del lenguaje popular del país. En 1996 publicó una novela corta, “Vamos para Panamá”, reeditada en 2001, la cual recibió muy positiva crítica en los círculos literarios nacionales, y en 2007 su tercera novela, “Te llevaré en mis ojos”, premio nacional Aquileo Echeverría, en ese género, y en ese mismo año 2007. El mismo galardón, en rama de cuento, lo recibió en el 2010 por “La Madriguera”, una recopilación de su producción en narración corta, con diversidad de temas y texturas.