27/2/12

Love Veintediez – Tania Hernández



A finales de diciembre del año pasado, tuvimos el gusto de recibir vía postal un ejemplar (de los que se rescataron) del primer libro publicado por la narradora guatemalteca Tania Hernández. Se trata del cuentario “Love Veintediez” en una bellísima impresión de Sintecomates Ediciones con las virtuosas ilustraciones de Ovidio Cartagena y prólogo de Aida Toledo.

Este primer libro de Tania Hernández, revela  a una narradora que se apropia del relato breve y su técnica con soltura; que es capaz de edificar textos desde el reverso del dolor, y propone desde éste, la voz de unos personajes que por una vez rompen la estoica inmovilidad y el silencio heroico. Ese silencio que imponen los mandatados sociales a mujeres, niños y hombres y que por una vez, en cada narración de Tania Hernández, estas voces despojadas de sus propias prisiones, la autoinmolación y la purificación, muestran de qué manera la violencia ha vaciado sus vidas, y que si fueran capaces de manifestarlo, solo devolverían el terror que les habita.


Ovido Cartagena
No es posible escribir sobre la violencia sexual, la exclusión y el despojo de la singularidad de unos personajes golpeados desde todas direcciones, sin apelar a mediaciones y trincheras que permitan abordar cada texto, para ello Tania Hernández ha sabido recoger  los materiales míticos de la Segua, la Llorona, Caperucitas y Lobos, las canciones populares y los sueños prefabricados del cine y la mercadotecnia, todas estas excusas se vuelven material y andamiaje para elaborar unos cuentos que sin renunciar a la denuncia y la sensibilidad beligerante también son piezas de arte, construidas con intuición plástica y sentido estético.




Ovidio Cartagena
Por esa razón es que en este libro de Tania Hernández encontramos piezas  impecables, donde lo referencial y el lenguaje es manejado con soltura y pertinencia, textos como “Xwan” que trasmite una ternura y nostalgia más allá de cualquier acuerdo de paz, que habla desde todos los muertos y la persistente impunidad en nuestros países. “Amenaza Sonora”, “El retorno del Jedi”  que hacen patente que no hay forma de aliviar el dolor, que no hay cura para las heridas, que ni la perpetración de la más exquisita venganza restituirá el equilibrio y el sentido, la sonrisa, la vida, que quizás y como lo manifiesta “Ana María no tiene corazón” donde el giro narrativo no viene desde la anécdota, sino desde el “narrador” recuerda que a pesar de las salidas racionales, hay un dolor que las supera. Por eso el dolor embrutece, enajena, así lo demuestran textos como la “Tatuana o la llorona, a saber” y “Tacuacín sin cola”. En algunos casos, los personajes intentarán su liberación, como en “Historias de Ángeles” y “Ex Culpa”, “Love Veintediez” otros personajes mediante la evasión se inventarán lugares simbólicos donde habitar, para hacer posible la existencia ante una realidad aplastante como en “Cara de Caballo”, “Cinéfilo”, “Fantasía Urbana”, “Quisiera decirte” y “Rienda suelta a mi deseo”. Al final, se percibe una coralidad y un sentido de conjunto en tantas voces restauradas por la autora.

Ovidio Cartagena
A pesar de la cautividad geográfica que experimenta la literatura centroamericana, es una dicha, tener la buena fortuna (aunque sea a cuenta gotas) de poder leer la nueva narrativa que se está escribiendo en nuestros países, donde la distribución y la promoción editorial son tan limitadas y locales. Tener la oportunidad de leer este primer libro de Tania Hernández, es una confirmación del sentimiento de una generación asqueada de los discursos oficiales, la autocompasión y la eufemística, reafirma que en el caso de Guatemala, esta generación de jóvenes narradores y narradoras, surge madura y desgarrada, pero no indiferente, que no surge de los “seudo discursos” de la “posmodernidad”, pues se afirma en eso que Franz Hinkelhammer reconoce como “modernidad en extremis” y certeramente en el caso de “Love Veintediez” nos señala, que no es la “utopía” lo que ha muerto, si no vidas concretas y singulares, quizá nosotros mismos.


Germán Hernández.

24/2/12

Rafael Romero - La Diferencia



Ilustración de Carter McFall

La Diferencia


Cuando Pilar cerró la puerta y vio las llaves en sus manos, sacudió la cabeza y resopló temiendo que Ramón, el dueño del 3C, tuviera otras intenciones. Cruzó el salón, fue a su cuarto, sacó su diario, tomó su pluma estilográfica y se sentó en la cama.

13 de junio, 9:48 horas. Visitas inesperadas.

Me ha visitado un septuagenario, vecino de esta finca, a quien sólo he saludado tres o cuatro veces este año. Este primate sabe que soy una hembra sola, que el dueño de mi vida ha muerto y que mi retoño padece un mal terrible. Su repentina visita a mi hogar me desconcierta. ¿Qué pretende al confiarme a mí las llaves de su piso? ¿Querrá algo más? Bien, intentaré dejar que mi mente se relaje hasta nuevo aviso para evitar así caer en suposiciones poco o nada agradables.

El 3C llevaba más de cinco años desocupado. Ramón, que lo había heredado de sus padres, no había podido reformarlo nunca. Arruinado y endeudado, sólo pudo hacer lo mínimo para que se conservara decentemente, pero no para habitarlo. Una vez al mes venía y le echaba un vistazo, pero últimamente, aquejado por una serie de enfermedades propias de la edad, a duras penas se le veía. Aquel día había llegado para hablar con el presidente de la comunidad —un tipo ramplón, apático y solitario que parecía invernar durante semanas y no atender a nadie, independientemente del día y la hora—, pero no lo había encontrado. Su intención era dejarle unas llaves a él, puesto que cada vez se le dificultaba más venir y estar al tanto de cualquier imprevisto, el mal funcionamiento de las tuberías o de la corriente eléctrica, por ejemplo.

Ramón, que conocía a Pilar de vista y que intuía que una persona fiable, quizás por su timidez o porque la veía como a una mujer cándida y amable, había decido pedirle el favor a ella. Con esa imagen de ojos vidriosos, labios resecos y rostro pálido y delgado, que pocas veces había visto tan de cerca, Pilar escribió una última frase en su diario, lo cerró y lo guardó debajo de su almohada. Vio la hora. Las diez y cuarto de la mañana. El momento idóneo para sentirse creativa y productiva. Volvió al salón, a su máquina de coser, quitó algunos pliegos de tela de encima, se sentó y trabajó en algunos encargos pendientes. A través de una ventana que daba a un patio interno, se filtraban melodías y ritmos latinos, acompañadas de gritos, voces y algún ladrido. Lo que a cualquiera le habría molestado, a ella le parecía una muestra de que, a pesar de los baches de la vida, siempre había gente que se tomaba todo con alegría.

Modista empírica, Pilar vestía a muchas de las señoras y abuelas de la finca. Sus diseños, sobrios y muy básicos, también eran comprados por otras conocidas del barrio. Para Pilar no sólo era una forma de ganarse la vida, si no una manera de hacer arte. De cualquier forma, los vestidos y la pensión de viudedad le servían para ir tirando. Se había convertido en una mujer austera, de su casa, ajena a gastos innecesarios. Con una sonrisa casi perpetua, se entretenía y se esmeraba cosiendo y confeccionando. Sin embargo, no era esta tarea la que satisfacía del todo su espíritu. Pilar también escribía.

Después de la muerte de su marido, le habían recomendado que buscara formas de drenar su pesar, de desahogarse. Se apuntó a un taller de escritura creativa que, debido a la poca profesionalidad de su profesor, decidió abandonar después del primer mes. Algo aprendió, sin embargo. Se sintió identificada y muy a gusto con la idea de la literatura epistolar, que luego descartó por no tener con quién cartearse, pero conservó la de los diarios, como el de Ana Frank, por quien llegó sentir tanto aprecio que alguna mañana despertó creyendo que se trataba de una hermana lejana, de una hija desaparecida, de una madre olvidada, de alguien tan íntimamente ligado a ella.

De ahí que su diario fuera algo fundamental para colmar de paz su espíritu. La mayoría de veces escribía lo poco que le ocurría, aunque también es verdad que alguna vez cayó en el juego de la ficción, sin darse cuenta, sobre todo los lunes, que solía despertar de largos sueños y era capaz de acordarse a cabalidad lo que había soñado. Empleaba palabras rebuscadas porque entendía que así era como se escribían los libros. No decía manos, decía extremidades. No decía espalda, sino costado. Su idea era simple. Lo tenía claro: escribir un diario, lo más voluminoso y detallado posible, y vendérselo a una editorial por una cantidad decente que les permitiera a ella y a su hijo afrontar de una mejor manera las vicisitudes.

Y la mayor de ellas era precisamente Manuel, su hijo, un chaval de veintidós años afectado por una retinopatía diabética que lo estaba dejando prácticamente ciego.



22 de Mayo, 9:20 horas. Triste onomástico.

Manu, retoño de mi corazón, acaba de cumplir 19 y, según los diagnósticos médicos, sufre Diabetes Mellitus Tipo 1. El solo nombre me produce arcadas. Su madre, todavía en pañales, metafóricamente hablando, sigue sin entender nada de esta vida. ¿Por qué? ¿Lo sabes tú, lector?

Las largas esperas en la lista de la Seguridad Social y los altos costes de las clínicas privadas empeoraban el panorama. Con los días, el deterioro en sus retinas era cada vez más evidente. Manchas negras y espesas plagaban su visión y lo obligaban a evitar el trabajo, los amigos, la calle. Manuel odiaba a su madre. No podía con su pasividad ni con su optimismo. Siempre la había tomado por una mujer mediocre e ilusa. Malogrado, deprimido y carente de ánimos para esperar alguna mejoría, había elegido la reclusión, el auto-desahucio, la muerte.

Antes de las doce del mediodía, Pilar entró en la habitación de su hijo con la bandeja de la merienda. El chaval estaba hundido entre una montaña de almohadas, con un mp3 enchufado a los oídos. La mayor parte del tiempo dormía o se sentaba frente a la ventana. La misma ventana por donde había lanzado a su caniche por sentirse tan inútil e incapaz para sacarlo a pasear y no poder evitar tropezar con la gente, las señalizaciones, las aceras, los coches aparcados y los escalones. Ungido por el desdén y el odio, Manuel se conformaba con esperar y echaba mano de Def Con Dos, King Crimson, Dream Theater, Mr. Bungle, Faith No More, Fantomas, Primus para hacer más fácil la espera, más llevable.

Su madre dejó la bandeja en la mesita de noche y fue hacia la ventana. Corrió las cortinas. Por el cristal se veía una pared gris de hormigón y trozos de madera podrida. Manuel sólo veía una especie de gran tachón, un ectoplasma. Cuando se disponía a volver a la bandeja, vio cómo su hijo alzaba su bastón y lo estrellaba contra la mesita de noche, esparciendo con violencia el tazón de té y mandando al suelo los bollos, la cazuelita con fruta y las pastillas. Pilar intentó decir algo, pero él no quiso escucharla. La amenazó. Le dijo que si se acercaba la atizaba, que lo dejara en paz, que se largara. Aquel cuerpo casi inerte. Aquella masa blanda y dilatada hablaba. Hablaba e imponía. La luz que entraba por la ventaba se posaba en su rostro sudoroso y descompuesto.

Salió de allí sintiéndose inútil y disminuida. Se dejó caer de bruces en el sofá y no pudo evitar el llanto. Desde la habitación, su hijo le chillaba:

—¡Baaah! ¡Coño con la Magdalena! ¡Pareces una puta cría!

Cosas así. O peores. Luego de desahogarse, se sentó, se limpió la cara con las mangas de su bata y se quedó ahí, sin moverse, concentrándose en una de las figuritas del papel pintado del salón: un unicornio pastando a la orilla de un arroyo. Entonces tuvo una especie de revelación. Fue un minuto, o un par de minutos en los que sopesó todas las desgracias por las que había pasado y sintió coger fuerzas y determinación para encontrar, finalmente, una salida. Los dos días siguientes le sirvieron para convencerse de que tenía que intentarlo, de que tenía que hacer algo. Ya no importaba tanto el hecho de fracasar, sino el de intentarlo. Una vez más, las veces que hiciera falta. Tenía 58 años. Estaba saludable. Podía y debía sacrificarse. Intentó darle la buena nueva a su hijo, pero éste, como las veces anteriores, no quiso saber nada. Esta vez Pilar no lloró ni se sintió mal, sino todo lo contrario. Se sintió fortalecida.

El sábado de esa semana salió de la ducha sintiéndose otra, se puso un poco de perfume, se vistió como cuando iba al teatro con su marido, bajó dos plantas y llamó al 1D. Insistió. El ojo que se pegó a la mirilla no podía salir de su asombro. Apurándose a cerrar la puerta de su habitación y del estudio, de ponerse unos pantalones, de apagar el portátil y de rociar un poco de ambientador en el salón, corrió y abrió la puerta.

—Buenas, Pilar, qué sorpresa, eh… eh…, pasa, pasa —le dijo, haciéndole una seña con una mano para que entrara y pasándose la otra por el pelo.

Los ojos de Pilar se perdieron en una atmósfera de claroscuros. Una sola lámpara encendida. Cuadros, grandes cuadros en las paredes. Libros y objetos por todas partes. Un amplio sofá de cuero. Ceniceros repletos de colillas. Revistas, vasos, bolsas de comida.

—No esperaba a nadie, lo siento —se excusó el presidente de la comunidad.

Pilar dijo que no pasaba nada, que su hogar parecía cómodo y agradable. Él sonrió y le pidió que se sentara. Se sentaron y, luego de dos o tres frases de rigor en el inicio de toda conversación, Pilar fue al grano. Quería saber más de aquella proposición, de lo que habían hablado unos días después de la muerte de su marido, hacía un par de años.

—Fotos, me acuerdo que usted mencionó algo de una sesión de fotos. ¿Qué tipo de fotos exactamente?

Él, que no se imaginaba que Pilar hubiese ido a verle por ese motivo, tosió y trató de armar en su cabeza la explicación que daría a continuación, especialmente para convencer a Pilar y no para ahuyentarla. Era su oportunidad. Observó el rostro pulcro de Pilar, natural, sin una pizca de maquillaje y sintió cómo empezaban a sudarle las manos. Nada de cagarla, pensó.

—Eh… sí, Pilar, fotos. Se paga muy bien, ¿sabes? No quise decírtelo así aquella vez, te pido disculpas. Te vi y no pude evitarlo. Pero te soy sincero, sé que hay miles de tíos que… pagarían por verte… es decir, tú eres… joder, eres muy bella, Pilar, y...

—¿Como a las actrices?

—Eh… sí, bueno, sí, como a las actrices, sólo que… bueno, tendría que ser más bien con poca ropa o… sin ella… —dijo, con cierta solemnidad y apresurándose a recalcar—: ¡sólo por verte! Incluso, tratándose de ti, el pago sería por adelantado.

Él intentó fijar su mirada en la de Pilar. Ella la evitó y suspiró incómodamente.

—¿En serio? ¿Yo? Bueno, es que verá…

—¡Hoy mismo, Pilar, hoy mismo! Te doy el primer pago, si quieres, y bueno, te lo piensas y vamos viendo cómo organizarnos, sin prisas, ¿te parece?

—Pero es que… ¿Yo? ¿En paños menores? —habló mientras él se ponía de pie, abría un cajón y rebuscaba entre papeles y sobres.

Pilar no se imaginaba posando desnuda, pero pensaba en su hijo y si eran sólo unas fotos, qué más daba, en el fondo, no parecía nada de otro mundo. Aún no podía entender que a su edad, su cuerpo fuese objeto de deseo. Le parecía una idea surrealista, exagerada. Mientras hablaban, él se encargó de que entendiera la diferencia. Sí, había una diferencia. La diferencia consistía en los vientres abultados, la celulitis, las varices, los tobillos gordos, las callosidades, la calvicie, los michelines, las arrugas, las canas, las papadas, las bolsas debajo de los ojos, los culos deformes, las pechos caídos, la flacidez, la grasa de más, los lunares, el bigotillo, las verrugas que la mayoría de mujeres y madres de su edad tenían y ella simple y sencillamente no. Excepto unas casi imperceptibles patas de gallo y un poco de piel extra en su cuello, su cuerpo era perfecto. Sus rasgos eran de una mujer madura, pero nada parecía indicar vejez, deterioro.

El tiempo había pasado sin dejar huella y había que estar ciego para no darse cuenta. Cualquiera, en una situación un tanto comprometedora o incómoda, tendría la boca seca, sudaría, tartamudearía por los nervios; ella seguía intacta. Su metabolismo y su cuerpo eran envidiables. La diferencia entre Pilar y las celebridades entradas en años e inmortalizadas por la prensa del corazón y por la fama eran las operaciones, los regímenes, los ejercicios, los tratamientos, los embustes del Photoshop y el maquillaje, esos productos de belleza de alta gama, carísimos. Ella nunca había necesitado nada de eso. Se había conservado, a pesar del embarazo de Manuel, a pesar de entregarle sus mejores años.

—No soy tonta, presidente —habló a la vez que rechazaba el vaso de leche que ella misma le había pedido—. Usted no es mi tipo. Además, no tengo contemplado entregarle mi flor a ningún primate ni tampoco… —y siguió explicando sus negativas, como si lo estuviese escribiendo en su diario. Le contó del acoso sexual en los trabajos que había tenido. Sus jefes, sus compañeros, sus primos lejanos. No respetaban el anillo de casada ni su falta de interés en conversaciones salidas de tono. Estaba harta.

Él la escuchó, fingió comprensión y luego la interrumpió para decirle dos cosas: que no quería acostarse con ella y que se trataba de un negocio, nada más, como vender tabaco en un estanco o construir casas.

—Mira mi piso —le dijo—, ¿no notas la diferencia?

Con mil euros en metálico de adelanto sobre la mesa del salón y un repaso de lo que Pilar estaría dispuesta a hacer y no hacer, llegaron a un acuerdo. El piso de Ramón estaba disponible y ella tenía las llaves. ¿Acaso los presidentes no entreveían el futuro?

—Yo me encargo de todo —le dijo, entregándole el sobre—, conozco el horario de entrada y salida de los vecinos, créeme.

Limpiaría y acondicionaría. Instalaría cámaras, algunos focos y trabajarían tres días por la mañana. Mi retoño verá la luz, por fin, pensó Pilar la noche antes de su primer día de trabajo, desnuda, sobre su cama, reconociendo su cuerpo, intentando hacerse a la idea de que, además de un templo (así lo veía ella), era carne. Por la mañana, sin embargo, cuando cruzó la puerta del 3C y él se atrevió a darle dos besos de saludo, supo que aquello iba más allá de unas simples fotos y ya no pudo, o ya no quiso echarse para atrás.



Rafael Romero. Aunque reside en Madrid, nació en Guatemala, en 1978. Su tesis Léxico, identidad e ideología guatemalteca en La Puerta del Cielo y otras puertas, de Luis de Lión, con la cual obtuvo la Licenciatura en Letras (USAC) recibió el grado honorífico de Cum Laude. Ha realizado estudios de Narrativa en la Escuela de Letras de Madrid y sus textos han aparecido en revistas como La Ermita, Luna Park, Las afinidades electivas, Letralia, Literatura libre, Culturamas, Almiar, El coloquio de los perros, Impracabeza, entre otras. Creador de la revista Te prometo anarquía en donde recoge propuestas literarias y artísticas emergentes de Guatemala. Ha publicado la novela breve El elegido (Bukok, 2011), Génesis y encierro (Cultura, 2011), relatos, y Distensión del ansia (Alambique, 2011), poesía. Sus poemarios Explotarás conmigo y El convoy en el que habito se desplaza entre tinieblas están en procesos editoriales. Este relato ha sido extraído de Lo más profundo que hay en mí está en la superficie, libro en el que trabaja actualmente. Sus blogs: Epifanía doméstica de la nostalgia pura y Catecismo.

Aquí puede descargar en formato pdf: La Diferencia de Rafael Romero

Síga las publicaciones y comentarios de la Convocatoria Permanente de Narrativa en Facebook



20/2/12

La Madriguera – Rodolfo Arias



Este cuentario, publicado en 2010 por Ediciones Lanzallamas, compartió el premio nacional de cuento Aquileo Echeverría con “La última aventura de Batman” de Carlos Cortés. Anteriormente, en el 2008 Arias había recibido el premio nacional en la rama de novela con “Te llevaré en mis ojos” y más atrás, había publicado “Vámonos para Panamá” en 1997 con editores Alambique y antes, había hecho su meteórica aparición en 1991 con “El Emperador Tertuliano y la legión de los súper limpios”.

Tiene razón Juan Murillo en señalar el amplio registro y arsenal de recursos narrativos que posee Arias en la composición y tratamiento de sus obras; se nota cómo en el espacio temporal entre una publicación y otra se ha dado un periodo de maduración y reinvención como narrador en cada una de ellas.

La Madriguera, viene a ser la reunión de su narrativa breve construida a lo largo de dos décadas, trabajada arduamente hasta lograr un estilo homogéneo desde el primer texto hasta el último. Se intuye que cada uno ha sido abordado por el autor y reelaborado muchas veces; más que contar, lo que salta a la vista en estos juegos es un modo de narrar bajo el pretexto de un cuento. Como si tratara de pintar naturalezas muertas, Arias comienza a sobreescribir sobre esas situaciones, juega con ellas, no deja un solo espacio en blanco, todo alrededor de las situaciones que narra tiene que ser descrito por lo que es y por lo que no es, y poniendo todo su énfasis en lo periférico, emplea humor, ingenio, hasta ir dejando de lado el cuento en cuestión, lo que Arias trata de resaltar es lo que tiene y puede decir de cada detalle, se exhibe, alardea con su estilo y en ocasiones, también nos deja el sinsabor de que a pesar de todo, no ha penetrado las primeras capaz de varias de las situaciones y cuentos que pretende narrar.

Dividido en tres partes, La primera “Cabos Sueltos” es la mejor lograda, bellísimo y sugestivo “Hilo Rojo”, luego “Carlos y Carlos”, que viene a ser el cuento paradigmático del conjunto, el que mejor representa ese estilo de Arias, una especie de “día de furia” en la simultaneidad de dos narraciones,  a partir de aquí a lo largo de todo el libro se repetirán los juegos y descripciones, hasta la saciedad, en “Quince a Babor” es un buen ejemplo, el juego consiste en narrar un acontecimiento inusual en la vida del protagonista, conforme avanza la narración Arias juega insertando entre paréntesis diversidad de comentarios, referencias, dichos, descripciones, en un estilo muy propio y característico de él, si se lee el texto obviando los paréntesis, se vuelve más diáfano, y sin duda mucho mejor cuento que con la lectura de los paréntesis. “Polvo que cae” más que un texto sobre la demencia es sobre la soledad, otro de los textos que nos gustaron, “¡Yo ya estoy muerta!” nos recuerda de inmediato a Cachaza de V. Mora y cierra esta primera parte con “Buzón de bronce”, que logra encantar,  a pesar de enredarse tanto en el inicio de la trama.

La segunda parte “De humo y lata” rescatamos tres cuentos muy singulares “Cigarras”, que nos atrapa por lograr crear esa atmósfera de extrañamiento y catástrofe, y luego el ingenio en “Quinientos Ancianos”,  y el guiño y empatía que nos causa “Horacio” el resto de textos termina agotándonos, situaciones mínimas, donde el estilo de Arias se vuelve semejante al de una soprano, que gusta de agregar florituras y florituras a un “aria” hasta ocultarla.

La última parte, “El sitio vacío” compuesto por el largo texto del mismo título, no será más que esa empecinada obstinación del autor por demostrarnos su virtuosa ejecución, (si eso buscaba, se la reconocemos) alrededor de las evocaciones de un sujeto más bien soso y chapucero, el texto termina insustancial, no cala, no interpela. En general, este libro de cuentos de Arias es a nuestro gusto su obra más desigual, un divertimento de autor y un despilfarro de recursos plásticos y verbales notorios, pero en textos  en que la densidad existencial y las búsquedas y los conflictos de sus personajes se diluyen o están ausentes, donde la cotidianeidad en que se construye la historia de los hombres y las mujeres, se vuelve un hoyo inocuo.

Germán Hernández

17/2/12

Faustino Desinach - Mi Berenice







Fotografía de Faustino Desinach



La Convocatoria Permanente de Narrativa, quiere destacar también las nuevas obras que se están publicando, de esta manera, ofrecer al lector una primicia y una motivación para adquirir el texto completo. De la misma manera, invitamos a los autores y las editoriales, para participar en este espacio, dando a conocer una pequeña muestra de sus obras en narrativas que recién ven la luz. 

Esta semana, el narrador invitado es Faustino Desinach, con el  cuento Mi Berenice de su último libro Balada Clandestina, la cual fue galardonada con el premio nacional Aquileo Echeverría 2011.





Mi Berenice


¿A qué huele la lluvia? Sí, sí, se lo pregunto a ustedes. ¿A qué les huele la lluvia? Mientras lo piensan, les cuento que hoy amaneció lloviendo. ¿Viste? ¿Te llevaste el paraguas? Les digo que afuera cae un torrencial aguacero. ¡Sí, sí… ya sé…! A todos nos da pereza cargar ese varillero. A la distancia, las imágenes de sombrillas y paraguas abiertos me parecen murciélagos que danzan bajo la lluvia. Les digo… ¿Saben qué? Berenice está en la cama, durmiendo. Por favor, traten de no leerme en voz alta; en un rato yo mismo la despierto. La hace reposar más tiempo, el golpe de la lluvia sobre el techo; temprano, después de hacer el amor, me tomó de la mano. Salimos corriendo desnudos al patio. Bailamos al son de la lluvia, mientras nos reíamos de nosotros mismos. ¿Ustedes se ríen de ustedes mismos? Como ven, nosotros sí. ¿Ustedes han escuchado la lluvia como lo hacemos nosotros? Pues bien, les explico, Berenice y yo la escuchamos como una pieza de jazz. A veces, Berenice se queda largo rato entre la cocina y el patio, solo para escuchar llover; de vez en cuando permanece a mi lado, sobre todo cuando empieza a llover.

Antes de dormirse la escuché susurrar:
-Se me hizo…
-¿Qué…? –le pregunté.
-Llueve y estamos juntos. -dijo ella.
-¿Por qué te gusta la lluvia cuando hacemos el amor?
-Hay un sentimiento de gratitud hacía la vida, por permitirme estar con la persona que me hace sentir bien…
-Debo decirte que para mí, el mundo puede ahogarse en lluvia, siempre y cuando estés aquí…

Pero hoy es el primer día de la semana, día de la luna; es para quedarse en casa. Declaro que no tengo problemas con los lunes. Les diré por qué… pues bien, me siento feliz. Estoy preparando el almuerzo. Sí, sí, ya sé que van a ser las tres o cuatro de la tarde, no sé; pico cebolla y dejo que se cristalice en la sartén; trozos de chile dulce, ajos, jengibre. Luego los echo a la olla, donde están los frijoles revueltos con hongos y por último, el arroz. No me molesta la cocina. Cocinar es un placer, sobre todo con una jarra de cerveza al lado. Ya me bebí un par de huevos de tortuga, con salsita de tomate y chile picante. Bueno, al menos para mí ¡saben…!

Es como hacer el amor. Sigue lloviendo. Los chiquillos que van saliendo de las escuelas brincan sobre los charcos de agua empozada entre la acera y la calle. Se divierten ocultos entre jardines, por si se topan a sus madres. Los colegiales vienen sin sombrillas ni paraguas. Parejas de adolescentes caminan tomadas de la mano. Otras parejas no vienen tomadas de la mano, pero se detienen a la vuelta de la esquina, por un beso, un beso apasionado, de esos besos que se nos prenden de los labios por siempre. Otros transeúntes sin nada para cubrirse, se ven molestos con la lluvia. No falta aquel viejo romántico, que camina con un ramo de flores en el brazo izquierdo. Los meteorólogos habían anunciado una fuerte depresión atmosférica sobre el territorio nacional. Miro desde mi ventana, desde donde puedo verlo todo.

Aclaro que Berenice no vive conmigo. De hecho, no tengo su dirección exacta; supongo que ella vive entre el Gimnasio Nacional y el Cementerio General. Aborda uno de esos autobuses de Sabana-Cementerio; sí, los buses pintados de amarillo con azul, que tienen como primera salida el Gimnasio Nacional, en la Sabana. Yo abordo el autobús en la parada de la Iglesia de las Ánimas, donde está la academia de Yoga. Asisto a clases de Yoga desde hace tiempo.

Pues bien, el asunto es que cuando abordaba el autobús, veía a Berenice en los asientos de atrás; así la conocí. Desde entonces me siento diferente. Soy feliz de una manera muy extraña. Berenice es mística. Ella no alza su mirada; a veces va leyendo libros de esos que tienen que ver con Teosofía. Por dos semanas me senté a su lado, y ella ni se daba cuenta; viajaba tan concentrada en su lectura. Ese día tenía entre las manos En busca de Klingsor, del mexicano Volpi. Me pareció que ya iba terminando la lectura.

-¿Qué tal el libro? –le pregunté, pero no me respondió.

Ni me fio la mirada. Cerró el libro y me lo pasó a mis manos; yo lo tomé con sumo cuidado. Me fijé en la portada; lo abrí exactamente donde estaba la dedicatoria. Decía… “Para Berenice, con afecto” y la firma de Jorge Volpi. Se lo devolví y le dije -¡Qué honor, Berenice… con dedicatoria y todo! Ella no dijo palabra alguna. Tomándolo en sus manos, giró la cabeza hacia la ventana, húmeda por la lluvia de esa tarde.
Posiblemente recordó el preciso momento en que el escritor le había dedicado el libro. Yo había leído en Internet sobre el acontecimiento de la presentación de la última obra de Volpi en el país. Fue una tarde noche, lluviosa también.


Pasadas dos semanas, volví a encontrarme con Berenice en los autobuses de Sabana-Cementerio. Hacía frío; las pocas personas que viajaban a esa hora se veían mojadas por la lluvia que caía a cántaros. Miré, desde la ventana del autobús, las gotas de lluvia estrellándose contra el asfalto como pequeños platitos de cerámica.
Berenice era una mujer que marcaba algunas diferencias, su ropa de manta india, su frondosa cabellera, la frente siempre descubierta, su tez y sus manos tan blancas. Me senté en el asiento detrás de ella y, sin temor, la abordé de una vez:

-Este fin de semana hay una presentación; se trata de un ilusionista, que va a desaparecer El Templo de la Música, en el Parque Morazán. Tengo dos sillas en primera fila.-Ella movió su cabeza, como diciendo que estaba de acuerdo. En el momento menos esperado, me miró directo a los ojos y la verdad es que no puedo describir esa primera mirada. Y aclaro que no fue esa una mirada de amor a primera vista, ni nada por el estilo. Pero tenía esa luz que se mira al final de un túnel.


En la fecha acordada para mi primer encuentro con Berenice, ella no llegó; llovía torrencialmente y aquel ilusionista no logró desaparecer el Templo de la Música. Yo no me molesté; me cuesta molestarme. Fui por un par de cervezas y una taza de chifrijo al bar La Vásconia. Un par de días después, volvimos a encontrarnos en el autobús de Sabana-Cementerio. No le pedí explicaciones. Berenice me pasó un papelito que decía: “Definitivo y me duele; la lluvia te reclama al lado de mi asiento”. Me di cuenta de que ella sí sabía que era yo el que se había sentado a su lado durante esas dos semanas anteriores, el tiempo que ella había durado leyendo a Volpi.

Por las tardes, siempre viajábamos, bajo la lluvia. Siempre brotaban las mismas conjeturas de los usuarios de los buses de Sabana-Cementerio…


-¿Cuando irá a parar esta lluvia…?
-Nada que se seca la ropa.
-Todo el mundo tose y tose...
-El sol sale un rato, pero nada que calienta.


El asunto es que mirar la lluvia a través de las ventanas de los autobuses me produce una sensación extraña. No sé explicarla; es como de dolor interno y sanación a la vez. Lo desagradable es, por ejemplo, ver cómo se desbordan las alcantarillas y la basura corre por los caños. El otro día, Berenice me contó que soñaba, caminaba bajo un aguacero en medio de la calle; a los lados, corrían bolsas de basura con desechos de toda clase. Según me dijo, empezó a caminar sobre un puente y al final no se veía nada, solo una bruma muy, pero muy blanca y conforme se adentraba en ella, su ser iba desapareciendo. Les cuento que Berenice es vegetariana y es delgada, muy delgada. La puedo alzar, llevarla conmigo, la distancia que sea. Me parece que su salud debe de ser frágil; pero no, nunca anda abrigo ni sombrilla; tampoco por las noches. Después de un tiempo Berenice y yo pasamos donde el chino: comida para llevar, chop suey seco con vegetales; frijoles nacidos con verduras.



Disfruto mucho de la sopa de jengibre. Mientras nos traen la comida para llevar, la mesera, una mujer alta, de lentes gruesos, nos sirve un par de cervezas con limón y sal. Cuando llegamos a casa, yo preparo la mesa para dos. Pongo unos mantelitos de esa tela con dibujos de frutas, verduras, cafeteras y racimos de uvas; los cubiertos, las cucharas, dos vasos de cuello alto y las dos sillas azules. El asunto es que cuando estamos sentados frente a frente, a la hora de comer, Berenice no dice palabra alguna. Eso me gusta, comer en silencio, escuchando radio, la única estación de jazz del país; a veces, los sábados, el programa de Dave Cross; los domingos de seis de la tarde a siete de la noche, un especial de jazz. A Berenice le gusta la programación. Berenice, con la mirada, lo dice todo. Al levantarse de la silla, no camina, levita. Sí… sí, ella levita. Si ustedes la miraran, se sorprenderían. No es que lleve alas. Simplemente levita.

Por ejemplo, yo vivo en el centro de la capital, tal como lo dije antes. Eso me parece que les dije… ¿Cierto? En las cercanías de La Castellana, en el Barrio Los Ángeles, y camino cien metros al norte, sobre la Avenida San Martín. Bien, para que lo sepan, la Avenida San Martín es una de las más largas de la capital. Camino a cualquier punto de la urbe, a pesar de la inseguridad. Salgo casi todos los martes, temprano; voy al Teatro Nacional. Precisamente al espacio Teatro al Mediodía. Compré dos entradas y me dieron los asientos siete y ocho. Tenía la esperanza de que Berenice apareciera. Para uno de esos martes, el Teatro presentaba Un día mínimo; teatro danza, muy pero muy bueno. Trataba de la vivencia y supervivencia en la cárcel de mujeres; actuaban las mismas reclusas del centro penal, una actuación espectacular; los diálogos, impresionantes, junto a un texto musicalizado a lo “reggaetón”; todo bajo la dirección de Oddir y Valeria: impecable. Ese mismo día, viví una experiencia aterradora: caminaba por el Parque Central y, al cruzar la calle hacia la Catedral Metropolitana, alguien a quien no logré mirar, me empujó, posiblemente para asaltarme y yo caí sobre el asfaltado. Una dama que caminaba a mi lado se compadeció y me ayudó a levantarme. Luego me encaminó dentro del parque, unos tres metros, para apoyarme en la glorieta de un metro y algo de altura. El umbral del dolor sobrepasó mis propias expectativas y caí sobre los adoquines. Por unos minutos, perdí el conocimiento. La buena mujer empezó a palmotearme el rostro; me hablaba, pero yo no la escuchaba al principio. Luego oía su voz, como muy lejos. Empecé a recuperar la luz de la mirada. La mujer era de ojos muy negros y rostro moreno; el rizado cabello le caía sobre los hombros. Pude ver cómo los transeúntes pasaban alrededor con indiferencia, aunque ya estaba tumbado en el suelo. La buena mujer trató de levantarme; no podía hacerlo sola.

Un limpiabotas que estaba cerca ayudó a levantarme. Me senté en el borde de la glorieta. La mujer se marchó y yo le agradecí su preocupación. Veinte minutos después recuperé aire en mis pulmones. Después de todo esto, toda gestión la hago desde casa y por Internet; ya no cargaré más la mochila a mis espaldas.


Salgo a caminar para que la lluvia me toque, hasta sentir la humedad en los huesos y el moho en las tripas. Lo hago porque a veces me canso de estar en casa, solo; otros días, subo al autobús de Sabana-Cementerio, buscando una manera diferente de ver llover sobre las cosas y la gente. La lluvia me golpea los pensamientos, sobre todo los meses en que llueve tanto. Almuerzo en el centro de la capital, cerca del reloj del bulevar de los infieles, en la cafetería Café con todo, en el segundo piso del súper Perimercados. Ahí la comida y la atención son buenas. Además, el lugar tiene un balcón con vista al bulevar, desde donde se puede ver toda la fauna humana caminando. Un domingo, al mediodía, Berenice llegó a casa y me tomó por sorpresa. Estaba metido en la vieja tina. No dijo ni buenos días. Se quitó la ropa; se quedó desnuda. Es tan delgada que las costillas y la columna vertebral se le marca muy bien. Sus pechos son pequeños; los pezones parecen dos rosetas de chocolate blanco. Cuando se metió a la tina, el agua se rebalsó, a pesar de su volumen físico. Yo me moví un poco para que ella estuviera más cómoda.

¿Ustedes se imaginan el reguero de agua en el piso? No… no me importó, ella estaba allí. Era domingo y llovía mucho al mediodía. Estábamos sentados frente a frente. El agua nos cubría hasta el pecho; solo sentíamos el roce de piel sobre piel. Ese domingo no nos cruzamos palabra. Tampoco hicimos el amor. Me dormí en la tina. Cuando me desperté, ella ya no estaba. Entonces me levanté de la tina y traté de salir a buscarla. Miré el piso y estaba completamente seco. Recordé que cuando Berenice había llegado y se había metido a la tina, el agua se había rebalsado. La casa olía a marisma; eran los fluidos de Berenice y los míos. Debo aceptar que yo como mucho pescado y bebo huevos de tortuga; no soy del todo vegetariano, pero no como carnes rojas. Berenice, como ustedes saben, es vegetariana extrema; por eso es blanca, casi traslúcida; tiene la cabellera como de algas marinas y me gustan sus colochos. Sólo viste blusas de manga larga, voladas, y pantalones de manta. Toda ella parece pasar desapercibida cuando caminamos a lo largo del comercio, por el bulevar de los infieles. Lleva en la mano izquierda un ramo de gladiolas blancas.


Un día, Berenice y yo entramos a una tienda de zapatos y nos fuimos al fondo; subimos al segundo piso, sección de hombres. En el momento en que viramos, en el último anaquel de donde cuelgan los carteles de publicidad, Berenice se me lanzó encima y me besó directo en la boca. Sus besos me sabían a guanábana agridulce, de esa guanábana que crece en los cementerios. Ella estaba con sed de besos y se tragaba mi aliento. Por un momento sentí necesidad de una respiración boca a boca, por parte de otra persona. Su lengua me tocó la úvula, pero en el fondo me sentí bien. Aclaro, me sentí feliz, con sus besos húmedos y profundos.

Volví en mí. Ya no necesitaba respiración boca a boca. Amo esa actitud de Berenice, tan impulsiva, tan loca a veces, que hasta me sorprende. Miramos algunos zapatos. Pensé que aquello era una excusa para besarnos y refugiarnos de las miradas citadinas del mediodía. Una de las dependientes se acercó y me dijo:

-¿En qué puedo ayudarle, señor?
-Gracias, sólo miraba.


Cuando bajamos las gradas y nos aproximamos a la salida del establecimiento de zapatos; el monitor de seguridad mostraba a un hombre solo, caminando entre los pasillos de la sección varonil. El hombre se detuvo por un momento y empezó como a abrazar a alguien; el movimiento de su cabeza era como de estar besando a ese alguien, pero nadie estaba con él. Pensé de veras que sí… que hay más locos afuera que adentro. Al salir nos fuimos del lugar, caminamos por el bulevar, rozándonos los brazos. A ella le gusta rozarme los brazos; me ha dicho que siente una energía diferente. Nos tomamos de la mano muy de vez en cuando y me excita. Seguimos nuestro juego de los besos… a escondidas, en las tiendas de libros. En el segundo piso de la librería Universal, entre los anaqueles de la sección de misterio. -Ella me dijo:

“esta sección es la menos visitada”-.

Ahora los labios nos saben al aroma de tinta que se suelta de los libros nuevos. En la librería Lehmann, ella me llevó hasta el fondo. Esperamos el ascensor y cuando se nos abrieron las puertas entramos. Nadie nos acompañaba al cerrarse; de nuevo, Berenice se me tiró encima para besarme. Las puertas del artefacto se abrieron en el tercer piso, sección de arte; algunas personas también lo esperaban y nosotros nos bajamos. Hicimos como que buscábamos cosas. Al rato, nos devolvimos y quedamos frente al elevador. Al abrirse, viajaban otras personas. Berenice les dijo “No, gracias, subimos”. Era mentira, bajábamos; pero queríamos viajar solos.


Una vez en la calle, volvimos al bulevar de los infieles y caminamos hacia el oeste, hasta el mercado. Recorrimos la esquina de las flores naturales. Para mí es casi un acto religioso este corto paseo, desde hace muchos, pero muchos años, aunque nunca me había atrevido a venir acompañado por nadie. Y cuando digo nadie, es nadie. Pero las reglas se hicieron para romperlas, incluso las propias. Sin embargo, traje a Berenice, y aquí me volvió a asaltar, esta vez besándome el cuello. Los aromas de las flores nos vuelven más impulsivos. La energía de los cuerpos pedía un lugar privado para dos. Salimos a la calle y, por la esquina del edificio de correos, una mujer caminaba con las manos; su cuerpo no se desarrolló de la cintura hacia abajo y se aproximaba a nuestro encuentro. Era una mujer sencilla: su cabello peinado en un moño, los aros de los lentes, de carey; llevaba una blusa blanca con delicados dibujos de rosas rojas y un bolso cruzado. En sus manos llevaba sandalias de cuero, para ayudarse a dar sus propios pasos. El encuentro con aquella mujer nos anuló la libido, por ese instante de imágenes lentas.


Entonces nos fuimos a casa, en un taxi. Era mediodía. Berenice se fue directo a la ducha. Salió desnuda. La miré a contraluz, la puerta del patio estaba abierta. Luego pasé a la ducha. Cuando salí del baño ella estaba en la sala, de pie, como esperándome. Tenía puesta una corta bata azul, transparente. Se veía tan sensual, tan exquisita. Yo llevaba puesta una bermuda. Me puse en frente de ella y se me acercó. Me abrazó. Sus manos me acariciaron la espalda. Ella sabe, mejor que nadie, cuánto me excitan sus manos en mi espalda. Hicimos el amor, en la sala. Por eso, la casa siempre huele a marisma. Berenice y yo pasamos de vez en cuando al bar La Vásconia por un par de cervezas. Desde hacía un tiempo nos habíamos vuelto muy “vasconianos”. Es buena la atención de un ágil cantinero que no se está quieto en ningún momento. Berenice me dijo:

-Ese hombre ama lo que hace…

Cuando sirve los platos de comida, trae dos tazas de chile, a una la llama camino al infierno y a la otra, los ángeles gritan. La mujer de la caja registradora de vez en cuando pasa con una bandeja, ofreciendo tacos de carne.


-Cortesía de la casa…

Las mujeres de la cocina, se lucen con esa cuchara casera, tan auténtica. En los televisores del local, videos musicales de los Bee Gees, Paul Anca, Ritchie Valens, Marco Antonio Solís y el grupo Maná, con En el muelle de San Blas; por cierto, Berenice la tarareó el resto de la noche. Al final conté siete cervezas, un delicioso chifrijo con doble chicharrón, una chalupa vasconiana y dados de queso para Berenice. Estábamos sentados en la barra. Nos gusta sentarnos frente a la barra; es más fresco. A nuestras espaldas, una pared de ladrillos. Desde ahí se mira el edificio de la esquina diagonal, una vieja arquitectura.

-Me parece ver una luz dentro del edificio - le dije a Berenice.
-En varias oportunidades pasando por allí, puedo sentir una vibra extraña. - dijo Berenice.
-¿Qué sentís?
-Movimientos de entes…
-Una vez, mientras caminaba al lado de ese ventanal, me pasó lo mismo
-¿De veras?
-También percibí movimiento en las gradas, alguien subía y bajaba, con una candela encendida.
-Es fuerte.
-Una noche le pregunté al guachimán de la esquina y me dijo… “ahí nadie entra ni sale desde hace años, pero sí, siempre andan como fantasmas, ya hasta aburren con esa majadería. Vea usted, por ejemplo, la puerta de ese balcón se abre y se cierra de vez en cuando, debe de ser el pisuicas…”.



Nos fuimos a mi casa. Dormimos abrazados, toda la noche. Otro día, al despertar, ya Berenice se había marchado. Pasé mal todo el día. Digo, dolor de cabeza y malestar general.

Esa noche soñé con Berenice. Caminábamos por los senderos de un jardín de bambú. Un invernadero. Flores exóticas. Bromelias, helechos, heliconias, la guaria morada, flor nacional. Bellas orquídeas… Entramos al segundo invernadero, donde se cultivaban orquídeas en extinción. El día estaba fresco. Atravesábamos el jardín de cactus. No corría esa brisa húmeda. Berenice adelantó el paso y se reflejó en el lago. Caminó sobre el puente de madera. Una nubecilla de holometábolos, a punto de ser devorados por alguna araña, construía su tela entre los postes. En el reflejo, miré a Berenice y pude ver su alma vieja y las sombras de los muertos que la acompañaban. No me preocupó. Simplemente la amé más. Entramos al corredor de la casita de estructura de bambú y paja de arroz. Siglos atrás, las casas se construían en bajareque y se forraban con cal. Un pequeño rótulo “favor quitarse los zapatos antes de pasar”.


Nos quitamos los zapatos. Aquella sensación de caminar descalzo, al menos para mí, fue extraña. Berenice se dejó puestos los calcetines. Caminábamos despacio sobre los tapetes. Nos sentamos en el piso. Berenice bromeó sobre los seis dedos de cada uno de mis pies. Yo no me molesté; le seguí la corriente, si no, me habría agarrado de encargo el resto del día. Me pidió el teléfono celular. Se lo di y ella empezó a tirar fotos con el celular. Me le quité varias veces, pero ella insistía. Volvió a bromear, pero, esta vez, para hacerme cosquillas. Reí. Volví a reír. Ella me volvió a tirar fotos. Terminé acostado tapándome la cara con las manos.

Berenice se me acercó. Me quitó las manos suavemente con su mano izquierda. Me besó en los labios. Tenía sus labios cerrados. Yo no me daba cuenta, pero en la otra mano ella tenía el teléfono celular y seguía tirando fotos. Luego las vimos juntos. Eran simpáticas aquellas imágenes, con las cabezas cortadas. En fin, ustedes saben bien cómo quedan las fotos de esa clase. Esta vez yo me le acerqué para besarla en los labios, con la esperanza de un beso húmedo.


Días después, fuimos juntos a almorzar al mercado. Ella pidió una ensalada fría con palmito y yo, un ceviche de pescado acompañado con plátano. Ella me dijo que me caería bien una mariscada o un vuelve a la vida.

-No debo comer nada que tenga camarones.
-¿Por qué? -me preguntó.
-El camarón me produce alergia –respondí.
-¿Qué clase de alergia?
-Se me cierran las vías respiratorias-.
-¿Alguna vez te ha dado algo así, tan serio?
-Sí, claro.
-Contame
-¿Segura?
-Sí, te escucho
-Bien, por entonces era yo un jovenzuelo. Estaba en un palenque, en una playa de la costa caribeña. Pedí un coctel de camarón. Me lo sirvieron y, se veía delicioso; de un momento a otro, empecé a sentir que me faltaba el aire y daba brincos como una mona. La mujer que atendía el negocio de mariscos era de edad avanzada y sabía de aquellos los síntomas. Entonces gritaba “Bertilia, Bertilia, vení; un muchacho se quedó sin aire y fue por el camarón. El camarón lo jodió”. Para entonces, yo había caído ya en el piso de tierra, como semiinconsciente. Alguien me sostenía la cabeza en alto. Después, logré ver a la distancia, aunque muy borrosa, a una mujer hermosa de grandes tetas. La vi venir hacia mí, como en cámara lenta; oía un zumbido debajo de mis espaldas, percibía sus brazos gruesos; se llevó a la boca sus grandes manos para quitarse las planchas de dientes, una a una. Yo, en mis adentros, pedía a gritos que no la dejaran caer sobre mí. Al acercarse se arrodilló frente a mi cara y me acercó la suya. Abrió su enorme boca y yo solo pude verle las encías rojas, tan rojas como la sandía. Su enorme lengua, como de seis pulgadas, se movía de un lado a otro y babeaba algo lechoso, algo del color de la leche de coco para hacer el rice and beans. Yo estaba paralizado. Pero por dentro quería huir lejos o morir en ese momento. Cuando ella acercó su boca a la mía, sentí que ya no había nada que hacer. Mis ojos hablaban, pero nadie me los leía. Ella me daba respiración boca a boca. Yo no reaccionaba. No sabía por qué, tal vez el miedo a que me destripara. Esa mujer dejó caer su lengua de vaca. Tocó mi úvula, haciéndola a un lado para que me entrara aire. Fue entonces cuando reaccionó mi cuerpo; empecé a vomitar trozos de camarón. En mi alucinación, veía cómo los mismos pedacillos de los camarones volvían a formarse y luego se enterraban en la arena. Yo continuaba con la boca abierta. Nunca había besado una boca, y ahí tenía sobre la mía en ese instante, una de labios gruesos, con una lengua larga y gorda -y yo sin haberle dado siquiera el primer beso al amor de mis sueños, una vecina de a la vuelta de la esquina, de nombre Patricia, la rubia de la casa número cero siete-. De repente, la mujer le dijo a la gente a su alrededor:


“Este niño ya volvió en sí”. Yo no sabía qué decir. Entonces ella dijo “no hablés”; se acercó a mi oído y me dijo “¿Querés ser mi novio?” Entonces yo me desmayé.

Salimos del mercado y Berenice todavía se reía. Gozaba de la historia de la Bertilia mientras me daba respiración boca a boca. De un momento a otro, me pidió que la acompañara a la esquina de la Fischel. Cruzamos el resto del bulevar de los infieles, y dimos vuelta en la esquina de la antigua Radio Monumental, a la izquierda. Nos detuvimos por un momento frente al edificio de Correos. Siempre hemos admirado la arquitectura de este bello edificio. Cruzamos de esquina a esquina. Berenice me dijo adiós y se subió al autobús de Sabana-Cementerio.



Ya les conté a ustedes cómo conocí a Berenice ahora… no sé si les interese, pero quiero dejar muy claro todo este asunto. Viviendo en tiempos de soledad, lluvia, muerte y resurrección, empecé a amar a Berenice, una mujer diferente. Ese halo de misticismo -repito- la hacía verse diferente de las demás, a veces hasta fantasmal. Sin embargo, ahora debo relatarles lo más grueso de esta historia: resulta que ella desapareció y ahora tratan de señalarme a mí como el responsable. No se preocupen, yo entiendo perfectamente cuando ustedes me lanzan esa mirada de desconfianza, piensan que yo me encargué de desaparecerla. De testigos tienen, sobre todo a los choferes de la línea de autobuses de Sabana-Cementerio, quienes siempre nos veían viajar juntos; también a las expendedoras de flores de los sitios, por donde transitábamos tres veces a la semana, al personal de la cafetería del Peri, adonde íbamos por una taza de café.

Al cantinero del bar La Vásconia, pues nos sentábamos en la barra por las cervezas, la taza de chifrijo y los dados de queso. Algunos se dejaron decir que yo la desaparecí. Hago la observación, por si… también yo llego a desaparecer de igual manera. Nadie sabe qué se hizo Berenice. Tengo muy claro el peligro que esto representa. Como ustedes también ya lo saben, yo vivo solo. Este escrito empezó como una carta de testimonio o un documento, para que ustedes se lo entreguen a la policía, aunque algunos otros crean que es solo una fábula de mis otras vidas. Luego ustedes me escriben y hasta me lo dicen. Por cierto, les indicaré más adelante mi dirección electrónica, tal vez de esta manera alguno me pueda dar razón de Berenice y me pueda salvar no solo el pellejo sino también el alma. Estoy en la parada de buses, exactamente en el portón principal del Cementerio General. He contado los días y me parece que llevo setecientos setenta y siete días de insomnio, ebrio, esperando desesperado a que aparezca Berenice. He estado en las siete paradas de buses que vienen desde el Gimnasio hasta la entrada principal del Cementerio; ida y regreso. He caminado hasta la plazoleta del Museo de Arte. Como siempre, visto pantalón de mezclilla, camiseta a rayas azules con blanco, y gorra de pelotero de beisbol con símbolos de marinero; el pelo, muy largo, amarrado en una cola y llevo barba. En el camino, me encontré con un amigo que me ha llamado… -Náufrago… ¿De qué naufragio vienes? - me preguntó Gerardo Soto. No respondí; solo me dije a mí mismo “si supieras del naufragio en el que vivo, no me estarías preguntando”. Pero no le dije la verdad. Lo miré a los ojos, como diciéndole “soy el náufrago de una balada clandestina”. Lo desvié y conversamos sobre la reinauguración del museo. Me despedí del geólogo. Volví a encaminarme por las paradas de autobuses de Sabana-Cementerio. Sí, me cansaba, me adentraba en el cementerio a beber de la pachita, detrás de alguno de los mausoleos, mientras pensaba. No quiero que reparen en mi desgracia. Quiero a Berenice, amo a Berenice, su madera de mujer.

La quiero para estar tranquilo, aunque no se quede para siempre a mi lado.


Los conductores de la línea de autobuses de Sabana-Cementerio me verán como un indigente -a pesar de que ellos ya me conocían-. Me han dicho que huelo a calas podridas. Me subo hasta el tercer peldaño, sin pasar la lucecita roja que marca el pasaje. La busco. La busco, trato de hallarla y nada; me vuelvo a bajar.


¡¿Saben?! Me ha crecido la barba; me di cuenta por el espejo retrovisor del autobús. En cualquier momento, voy a ir a la barbería que me recomendó la misma Berenice. Don Nelson, De la barbería siempre están hablando de la historia del fútbol nacional. Por cierto, don Nelson cumple años el mismo día que Maradona, sí ese, al que llaman “La mano de Dios”; don Nelson es un hombre moreno de manos y brazos gruesos. De un solo socollón tira la silla hacia atrás; pone el rastrillo número dos a la máquina eléctrica y empieza a podarme la barba. La mirada me queda directa hacia el cielo raso, que por cierto, fue blanco en alguna época, pero hoy la contaminación ya lo tiene amarillento. Las salas de barbería y las de odontología deberían tener pegadas ahí imágenes de la constelación solar; sí, de esas que saca de vez en cuando la National Geographic. Luego, don Nelson saca un paño pequeño húmedo y caliente, me lo pone sobre el rostro y deja espacio solo para los orificios de mi nariz. Después aplica la crema de afeitar con una brochita y desliza la navaja por mi cuello –recuerdo, por un instante, la película El Padrino, cuando el barbero, por orden externa, procede a degollar a uno de sus clientes mafiosos-. Don Nelson es un maestro en esto. Por un momento pienso en las vidas pasadas de los barberos. Posiblemente fueron verdugos y dejaban caer la navaja sobre cabezas, que luego salían rodando -¡ay qué dolor!, esta sensación me hace estremecer; mejor dejo de pensar en eso-. Don Nelson me ha dejado la barba al mínimo y sin duda me veo mejor. Del pelo no le dije nada ni él me preguntó. La cola me llega casi a la mitad de la espalda. Al despedirme, vi una fotografía de tres hombres, que me parecieron conocidos, al menos dos de ellos, colgaba sobre el espejo y pregunté quiénes eran.

Don Nelson me dijo: “el que está sentado en la silla es el ex presidente de la República, don Mario Echandi; el otro, un colega barbero de la época y el tercero, yo”. Volví a casa por un baño de agua bien fría. Llené la palangana azul de agua con trozos de hielo y metí mi cabeza en intermedios de tres minutos. Eso me enfriaba la cabeza. A veces la presión sanguínea se baja de esta manera. Me pongo ropa y los zapatos limpios. Cargo de ropa la lavadora automática; al reloj le he puesto el máximo de tiempo, doce minutos. Cuando regrese, colgaré la docena y media de camisetas y la docena de bóxers. Los pantalones de mezclilla y los calcetines se lavan en otra tanda. Salgo a la calle. Tal vez de esta manera Berenice me reconozca. Limpio y con poca barba. Recorro de nuevo el mercado de las flores, el bulevar de los infieles, las tiendas de zapatería, los cafetines, las librerías, los museos, los parques, las iglesias. Por todo el centro de la ciudad he dado vueltas y nada. Inclusive voy al bar La Vásconia, a la cafetería del segundo piso del supermercado… Y nada. Vuelvo a casa, termino los quehaceres domésticos.

No sé qué hacer. Cuando estoy a medio dormir, mis manos y mis brazos la buscan. Despierto de madrugada y hago que voy para el baño a orinar, pero no orino nada. ¡Por todos los cielos! ¿Qué me pasa? Recorro la casa a media luz. Abro las cortinas pensando que está ahí afuera, esperando que yo le abra la puerta. Pero creo que ella tiene llave de mi casa y nada de nada. Recorro el resto de la casa. Abro la refrigeradora, saco el pichel del fresco, pero no bebo, sino que lo vuelvo a meter a la refrigeradora. Voy a la última habitación, tal vez la encuentre metida en la tina de baño, muevo hacia la derecha la llave del chorro y cae el agua. El golpe del agua me retumba en la cabeza. No me atrevo a tocar el agua. Cierro la llave. Vuelvo a recorrer la casa de lado a lado. Entro a las habitaciones donde ella estuvo y nada de nada. Me siento en el sillón. Trato de dormir un poco. Ya está amaneciendo. Me siento mal. La pierna derecha, de la ingle hacia abajo, se me ha quedado tensa. Me duele el cuello. Me levanto del sillón. Pongo agua en la cafetera y echo el café en polvo en la bolsa de chorrear. La cafetera empieza a silbar. Dejo caer el agua hirviendo y se chorrea el café. Me lo sirvo de una vez por todas. Pongo un huevo en la huevera del microondas. Setenta segundos y ya está listo... un par de tortillas, y una rebanada de pan integral con jalea. Voy al sanitario y defeco de manera cilíndrica y sin mal olor. Esto es bueno. Me baño con agua fría. Y vuelvo a salir a la calle. Estoy tratando de controlar mi desesperación; pero no puedo. ¿Será por no ver a Berenice? ¿No lo sé? Sinceramente, esto no es un capricho, ni un asunto de poder. Se me ha convertido en obsesión. Lo más extraño es que su contextura tan delgada nunca fue de mi gusto. Mi complacencia fue diferente. Las mujeres tropicales, exuberantes, de pechos grandes, boca carnosa y muslos gruesos. Siempre me deleitó sentir que estaba con un cuerpo de mujer fuerte, de esos que parece que llueven de adentro hacia fuera. Me refiero a sudar juntos en el jadeo, como cabalgando kilómetros de kilómetros. Al final, caer rendidos como dos animales a medio morir, en la gloria de haber llegado juntos adonde menos lo esperábamos; las miradas vencidas, temblorosos los vientres, el sexo, las piernas y el corazón henchido en su máximo latir. Sin embargo, con Berenice todo era diferente; una pasión relajada. Todo era natural. Después de hacer el amor, permanecíamos abrazados y nos íbamos en un viaje astral indescriptible. A la hora, despertaba; me levantaba por un vaso de vino, una cerveza o una taza de café y me sentaba a leer a William B. Yeats, mientras Berenice aún dormía. Me gustaba tanto verla dormir. Una vez me amarró los cordones de los zapatos y juro que eso nadie lo había hecho por mí, ni cuando era niño. Esa vez Berenice y yo caminábamos a orillas del lago de la Sabana. Fue la primera vez que fuimos, ella se cubría del sol, con la mano en alto. El sol la maltrataba por ser tan blanca. Berenice tenía unos ojos negros muy bellos. Yo la esperaré tranquilo, feliz. Quiero dormir al lado de Berenice, abrazado a ella y despertar con ella. ¿Será que tiene algún compromiso serio y nunca me lo dijo, por lo que fuera? ¿La descubrirían? ¿Qué hago ahora? ¿Si está comprometida y se ha ido de la ciudad? ¿Por qué no me lo dijo? Ella sabe que yo haría por ella lo que fuera. Una tarde, entre dormida y despierta, dijo en voz baja.

-Quiero irme lejos y no volver…

Decidí enviarle un mensaje mental a Berenice: Llevo de amuleto, tu ocarina donde anida mi sexo y se despiertan los sonidos del pez espada… Deslizas atuendos de marea llena, sirena en celo; desnudas tus hombros, paisaje de virtudes, pechos cerros marinos, labios mordiendo mis besos; tiras hacia atrás tu cabellera, perfumada de algas; la humedad de mi lengua baja por tus huesos, breve en tus pezones… Tu piel retoza sobre mi piel y, por un instante, los astros se conjugan en la pasión que apenas inicia; entonces, tus labios entre mi pecho, mi ingle, me arrodillas a tu merced… giras tu cuerpo, tus caderas acarician mi abdomen y bajan; levemente se agitan hasta encontrarse con mi timón, tus manos, brazos: astas enterradas sobre almohadas, tu boca muerde mis dedos… tu lengua busca mis labios… en un rápido movimiento; mis manos aprietan tus faros de sordos laberintos en tu mente, vuelves a girar… más ardiente que nunca, ahora liberas mi ancla, acercas tu ocarina, te acomodas despacio… tus caderas, en movimientos suaves, espuma de mar… acarician la arena. Tu verbo y el mío se juntan en la humedad inquieta del canto más humano… del jadeo más sensual, existencial, despertando sensaciones en la ciénaga dormida de aquellas mujeres que desvisten a hombres de azul, filas de pasajeros, antes de abordar el ferry, el tren que sale del puerto, lanchas entre las islas, ventas de mariscos, tiendas de maní, café, bares, los búnker mal vivientes de puertos sin mar… Nuestros cuerpos han perdido los controles del navío, estamos como en altamar, solos… a la deriva… desolados… sin brújula ni astrolabio… vos jineteás, sirena, al yo, caballito de mar… Berenice podía salir como una sombra nocturna del cementerio o sería acaso ese alguien que tan solo habitaba en mi mente. Pero yo estoy seguro, mi alma se le entregó y mi cuerpo la amó… juntos recorrimos calles y mercados; de la mano cruzamos puentes, cafetines y bulevares, bajo el sol y cuando llovía y llovía… ella se refugiaba enamorada entre mis costados. No hay ciudad, montaña ni playa que no sepa de nuestros tercos besos… de esta locura, locura por alcanzarnos día con día… entre los senderos de la ciudad de los muertos, el beso bajo la lluvia de azahares. Hicimos el amor bajo la humedad del cielo, en medio del canto de aves sin nido; respiramos la brisa del milenario mar, la espuma de sus olas tocó nuestros pies desnudos. Después nos llegó ese tiempo de espinos… de tallos sin rosas rojas… ¿Dónde estás…? ¿Qué pasa con vos…? ¿Para cuándo, tu regreso…? Entonces se harán presentes diluvios… tormentas… fríos… de esta terrible soledad… todas las horas del día… y, al final, quedaré en medio de este jardín de flores pétreas… La última tarde, ya casi resignado, esperé nuevamente. Esta vez más cerca del portón principal del cementerio. Llegué al portón, giré a la izquierda y me pareció ver a Berenice quizá unos siete metros más adelante. Empecé a caminar rápido para alcanzarla. Rompí a correr. Me veía a mí mismo como en cámara lenta. Una fuerza extraña me detuvo y una brisa me hizo girar la cabeza hacía la derecha. Caminé más en busca de Berenice, pero nada que la veía; aunque sí estaban todas las demás imágenes de personas que había visto y tratado a lo largo de mi vida. Sentí una cosa horrible, al ver a gente mayor con la que había compartido mi infancia: entes oscuros, rostros distorsionados, cuencas de ojos donde se evaporaban coagulillos de sangre, gestos abominables que chocaban entre sí; no tenían paz. Entre ellos vi a la Tía Mala y al Tío Lucas, también avanzaban otras imágenes muy diferentes, vestidas de blanco, plácidos rostros, y a mí la esperanza de encontrarla me animaba ahora más que nunca. Deseaba verla, aunque fuera por última vez y poder decirle: “Con vos superé el dolor de estar solo, volver a caminar sin temor a nada por la ciudad, por el mercado de las flores, por el bulevar de los infieles, ver a las mamás y a los papás que llevaban a los niños a la plaza de la cultura, a recobrar, entre otros sentidos, el sentir de las pericadas entre los árboles del Parque Morazán y el Paseo de los Damas”.


Me fui caminando hasta la entrada de las catacumbas. Me detuve al frente. Decidí, de una vez por todas, bajar las gradas. Lentamente recorrí el largo pasillo; al final, la luz de la salida sur de las catacumbas. Entonces, de pronto, quedé en frente de algo que no esperaba ver nunca en la vida: varios nichos con ataúdes, unos entreabiertos; otros, cerrados. Les lancé una mirada; aquello era asfixiante, terriblemente húmedo. Por un momento me llegó luz, esa luz que se mira al final del túnel y percibí a la vez un mensaje extraño a mi mente. Berenice en realidad no era Berenice, ni nosotros éramos nosotros mismos y cavilé: ¿Estamos muertos? ¿Somos acaso reflejos de nosotros mismos? ¿O sólo somos vestigios de nuestro propio pasado…?




Faustino Desinach. Nace en el ombligo del continente americano, un 28 de agosto con vista al mar, (océano Pacífico, Guanacaste, 1959, Costa Rica) poco antes del mediodía. Su momento de nacimiento queda marcado en aquel instante en el ordenamiento de la bóveda celeste por una penetrante y poderosa conjunción del Sol con penetrante y poderosa conjunción del Sol con Plutón. Del océano Pacífico, brotan sus coordenadas emocionales. Enmarcando la vida de sus sentimientos dentro de una sensibilidad preñada de fertilidad y de imágenes de un contenido social pleno de intensas inquietudes frente a la condición inherente del ser humano. Vive en matrimonio con la fotografía (infiel con la literatura).

Publicaciones; Poesía: Itinerario Sexual 1998, Coffee Sex 1999, El Bulevar de los Infieles 2000, Puerto Pasiones 2001. Novela: Efectos Personales 2009, Cuento: Balada Clandestina que es premio nacional Aquileo Echeverría 2011 y del que se extrajo el texto anterior.

Aquí puede descargar en formato pdf: Mi Berenice de Faustino Desinach

Síga las publicaciones y comentarios de la Convocatoria Permanente de Narrativa en Facebook