25/2/11

En el Zoológico - Guillermo Fernández



En el Zoológico


El autobús se detuvo. Un hombre asomó pidiendo al chofer que lo dejara viajar gratis. Tal vez era su conocido. Nadie lo supo. El hombre se subió con timidez y se sentó en uno de los primeros asientos. Su cabello le caía sobre los hombros. Llevaba la ropa más desaliñada que había visto. En su mano derecha traía dos zapatillas de mujer.

La madre y su hija que lo observaron con curiosidad estaban detrás del tipo. La niña sonrió con burla y la madre le indicó que se tranquilizara. Yo no había visto cuál era la causa de su agitación, hasta que me levanté un poco y observé que el hombre había puesto las zapatillas sobre el asiento de su lado. Este las contemplaba y parecía inquieto. La acción era graciosa y había que hacer un esfuerzo para no reírse a carcajadas.

Había pocos pasajeros en el autobús. A través de las ventanillas, las calles se veían húmedas por las recientes lluvias. El chofer se incorporaba, a intervalos, para limpiar el vidrio con el dorso de su mano, no contento con la acción de la escobilla.

La niña y su madre no cesaban de observar al hombre. Y yo también me uní a ellas. Era la cosa más terriblemente carnavalesca del mundo. Me recordó algo así como a Charlie Chaplin y a los hermanos Marx.

El hombre se mostraba muy cuidadoso con las zapatillas, cada vez que el autobús frenaba y estas se querían salir del asiento.

Intrigado por su conducta, me senté en la fila de asientos de al lado y, decidido a llevarme su secreto, le pregunté:

—Bonitas zapatillas, ¿eh?

La pregunta hizo que la niña mirase a su madre con total enfado. Quizá le trataba de expresar que al loco se le había unido otro loco. La madre le ofreció un visaje de asentimiento.

El tipo me vio con desprecio. Si había parecido humilde al principio era solo para viajar gratis.

—¿Perdón? –me lanzó–.

—Las zapatillas, hombre –insistí–. Me gustan mucho. ¿Las vende, acaso?

El hombre se inclinó hacia mí y me recalcó, en tono de confidencia, para que nadie oyera más que yo:

—Sé que mi actitud es poco convencional, pero aunque usted no lo crea, estas zapatillas están sobre los regazos de mi novia.

—¿Es invisible? ¿Cómo iba yo a saberlo? –proferí sarcástico.

—No es su culpa. Pero no se haga el listo tampoco. Respete los asuntos de los demás. Si nadie me va a detener por un hecho como este, ríase cuanto quiera.

Arrebatado por el coloquio del orate, ordené mis suspicacias.

—Perdóneme.

—De acuerdo. No se aflija. Déjeme solo explicarle que a ella le gusta caminar desnuda, pero jamás deja sus zapatillas. ¿Cómo habría de pasear sin ellas? Mi novia puede andar descalza, pero la lluvia congela el pavimento.

La absurda sinceridad pareció aumentar la tragedia del hombre. Creí que lo mejor era seguirle la corriente.

—¿Viaja a San José?

—Sí.

—¿Va de paseo?

—Sí. Sí. Mi nombre es Horacio.

—El mío es Francisco.

—Entonces le digo Chico.

—Como quiera. Y dígame, Horacio, ¿adónde va usted? Disculpe la pregunta.

—Hágala, señor. Usted no me cae tan mal. Ya sé que es una locura andar así con unas zapatillas. No crea que esto liga con mi personalidad. Puedo ser bastante lógico, pero cuando mi novia quiere pasear me veo obligado a salir en estas condiciones. A ella no le interesa la gente.

—Es un hecho, Horacio.

—A ella le interesa romper los esquemas. Por eso es invisible. Nada de carne por aquí, nada de carne por allá. Solo viento acariciante. En cuanto a ser vanidosa, es igual a todas las mujeres. Hoy vamos al zoológico. Le gustan los animales. Su preferido es una lapa de colores tan vistosos que parece vestida para un carnaval.

—¿Entonces se queda en el centro?

Mi pregunta tenía una doble intención: saber dónde se vería Horacio forzado a poner las zapatillas en el suelo para que su novia se las ajustara y verlo después a los ojos, ante la completa imposibilidad, para conocer la reacción de un loco en dificultades.

—Sí, señor. Nos bajamos en el centro.

Aunque me sentí malvado, no podía vencer el deseo de ver a Horacio una vez que pusiera las zapatillas en el suelo. Era, claro está, la perversidad que desarrollamos los cuerdos ante los lunáticos. Un deseo de destruirles sus castillos y de hacerlos sentir miserables.

—Mal tiempo para pasear, Horacio... –susurré, levantando una de mis palmas, y mostrándole el alrededor.

—No crea, Chico, para mi novia no hay un tiempo malo. Cuando llegue al parque Bolívar, aunque llueva, se sentirá feliz. Me gustaría que usted estuviera presente.

—Ah, sí... sí...

—Lo digo en serio, señor.

La invitación de Horacio me confundió. Su calibre de loco seguro me irritaba.

—Los acompañaré –exclamé firme.

—Gracias.

—¿Por qué, gracias?

—Porque hay poca gente como usted. Gente que quiera pruebas de esta verdad. Gente que desea ver lo invisible y encantarse con una promesa.

Horacio hizo un gesto como si alguien a su lado le hablara y prosiguió:

—Mi novia desde ahora dice que le tiene respeto. Había guardado silencio al considerar que usted fuera una persona vulgar y despreciable. Ella entiende que no es así.

—Dígale que se lo agradezco.

—No es necesario. Ha profundizado su corazón y está convencida de que usted es incapaz de hacerme daño a mí o a ella. Está invitado, como le dije, para que nos acompañe al parque. Quizás hasta pueda observar de ella algunos detalles que solo me consagra a mí.

—¿Detalles?

—Sí. Debo decirle que ella no siempre es tan invisible. En algunas ocasiones es tan solo vaporosa. Una bruma que se contonea. Y créame una cosa: cuando estimulada por la simpatía adquiere esta forma extraña, uno realmente se siente feliz. No hay nada que pueda comparársele...

El autobús llegó en un momento inesperado al centro de San José. No había percibido, por la conversación de Horacio, que la capital estaba soleada. No se veían huellas de ninguna lluvia. Más bien hacía calor.

Horacio me hizo un gesto de que lo siguiera cuando se levantó del asiento. Por un instante me percaté de que me había excedido. Más insidiosa fue la curiosidad.

—¡Sígame, Chico, sígame! –me urgía.

Atrás quedaron la niña y la madre viéndonos ingresar en la multitud. No sabían si olvidarnos o también seguirnos.

Había mucha gente en las calles. Horacio tenía que hacer malabares entre los cuerpos para ser congruente con su prisa. De vez en cuando se volvía para mirarme, como si todavía guardara dudas sobre mí. Las zapatillas las llevaba en su mano derecha igual que un portafolios. Consideré en ese momento que había llegado la hora para que Horacio las colocara sobre la acera, y se mostrase a sí mismo, y ante un hombre normal, que nadie habría de calzárselas.

—Horacio, espere un momento –le ordené–. ¿Y su novia no se va a poner las zapatillas?

—Claro que no, Chico. Con este sol jamás inventaría algo así. Solo cuando hay humedad en las calles... recuerde...

Había olvidado el detalle y observé el reloj. Todavía contaba con quince minutos antes de llegar al trabajo. No sabía por qué me hervía tanto deseo para que Horacio entendiera la verdad de su propia farsa.

Enardecido, como mi acompañante, adopté un paso rápido. Quería que el asunto terminara lo antes posible. En algún momento le recomendé que tomáramos un taxi, pero el hombre declinó la oferta.

—A mi novia le gusta este ritmo –dijo–. Y en efecto Horacio caminaba veloz, pero con suma delicadeza. Quizás como un gato se escabulle sobre un muro. En el Parque España, volvió a cerciorarse de que yo viniera detrás de él y mientras atendía el semáforo en la esquina del Instituto de Seguros, movió sus piernas igual a un corredor en la línea de salida.

Cuando llegamos al parque Bolívar, el sudor me corría por la frente. Por más que hacía el esfuerzo de limpiarme el sudor con un pañuelo, volvían a salirme más y más gotas.

En la ventanilla pagué las dos entradas y penetramos en un parque casi solitario. El león y el tigre estaban dormidos. Como no habían hecho la limpieza había un olor insoportable. Solo los gansos parecían realmente animosos.

—Bien, bien, Horacio. Es hora de que me vaya –le exclamé con angustia. Finalmente, no quería seguir adelante e iba a llegar tarde al trabajo.

—No se va a arrepentir –me prometió, mientras me hacía giros con la cabeza para que lo terminara de seguir. Llegados ante unas jaulas donde jugaban unas lapas pintonas y alegres, el hombre me guiñó un ojo. Al cabo de unos segundos me susurró:

—La siente.

Sentí realmente como si alguien estuviera al lado de Horacio, pero todo era debido a su fanática obsesión.

—Sí, claro.

—Da vueltas y vueltas en torno a nosotros. Está bailando para las lapas, Chico. Es algo que usted no puede dejar de sentir. ¡Siéntalo, señor, siéntalo!

Las dos manos del hombre tomaron mi hombro y me estremecí de un lado a otro.

—Esto lo hace porque ve las lapas. Si estuviera ante el león no haría algo así. Ella no baila para seres carnívoros, sino para criaturas volátiles. Criaturas que comprenden su maravilloso poder.

—Es hora de que me vaya –le reiteré mirando mi reloj y convencido de que era imposible modificar el mundo de Horacio.

Al oír esto, el alucinado se dobló como si alguien lo hubiera atraído para confesarle algo. Sus ojos se cerraban y se abrían como si lo escuchado fuera terrible.

—Aún no, Chico, debo hacerle una declaración.

Horacio se me quedó viendo con el semblante totalmente cambiado. Creí ver que sus manos temblaban. Detrás de nosotros se oía el chillido de los monos y los graznidos de las lapas verdes. De vez en cuando se oía algún otro grito indefinible.

—Lo que voy a decirle es bastante duro para mí...
Cuando terminó la frase incluso las lapas simularon expectación.

—Ahora sé que no debí haberlo invitado a venir, Chico. Creo que ella lo prefiere a usted.

—¿Qué cosa?

—Debí haberlo sospechado. Por algo me pidió que lo trajera. Esto es el fin para mí, pero el comienzo para usted.

—No tome esto en serio, Horacio –le espeté palmoteando su espalda.

—No me consuele. Esto le sucede a todo el mundo. Pero consideré que a mí no me iba a pasar. Era tan difícil que alguien más penetrara sus sentimientos. Déjeme decirle que desde este momento la he perdido. Aquí dejo sus zapatillas por si llueve más tarde.

Cuando dijo esto se aseguró, volteando la palma de su mano, de que no hubiera tan solo un poco de llovizna. Tranquilo al reconocer que había suficiente sol, dispuso con cuidado las zapatillas sobre el césped. Las miró adolorido.

Después siguió:

—Me voy feliz de que un hombre con su corazón la haya enamorado en tan corto tiempo. Es algo imposible de creer... –Horacio se frotó la cara con una de sus manos–. ¡Yo tuve que cortejarla durante meses! No sabe lo que significa para un hombre como yo, sin estatus, famélico y torpe, atreverse a hablarle a una mujer como ella.

—No creo que sea el fin –lo amonesté preocupado.

—No sabe lo que dice. Ahora usted tendrá que complacerla. En el momento en que yo abandone este parque, usted se hará cargo de mi ex novia. Paseará cuando ella se lo indique. Llevará sus zapatillas por si cae un chaparrón. Con los días oirá sus primeras palabras. Palabras como ecos o tañidos de campana. Y usted se dirá a sí mismo que su voz no le concierne. Un día cualquiera lo llamará por su nombre.

Le pedirá palabras amorosas los días en que usted no puede pronunciar ni siquiera palabras de odio. Le exigirá que la mire bailar sin que pueda saber cómo lo hace. Usted le afirmará que su danza es más bella que el sol. Ella soplará en sus oídos. Usted le dirá que sus manos son más frías que la lluvia o que su cabello se mueve como las hojas. Ella le imprimirá durante la noche una uña en su pecho o, cuando menos lo imagine, lo punzará con su pezón vegetal en la mañana para que despierte. ¡No hay sensación más encadenante! ¡Lo sabrá! ¡Usted no tiene armas contra eso!

Cuando se le aparezca como un vapor, Chico, usted se considerará feliz. Creerá que atrapa una figura para mostrarse ante usted, y que moldeará sus brazos y muslos. Por un momento verá unos labios o un vientre atardecido. Usted pensará que al fin se le ofrece.

Sin embargo, ella le susurrará promesas tan extrañas y anhelos tan hondos que usted postergará todo por oírla de nuevo. Cuando usted considere que la carne es accesoria, que los besos apasionados son asuntos de otros, usted habrá enloquecido, señor.

Me voy contento porque me libro de una mujer que lo angustiará de una forma desconocida. ¡Usted no sabía lo que era sufrir hasta ahora!

Al terminar Horacio me estrechó las manos y se alejó corriendo. Las lapas me miraban como señoras que han escuchado una confesión magnífica y aguardaban mi respuesta. Yo di una vuelta sobre mí mismo, mirando la amplitud modesta del parque. Ningún animal emitía sonido alguno. Miré los zapatillas de mujer sobre el césped y quise llamar a Horacio, pero el hombre ya se veía demasiado lejos.

Hice un gesto de adiós a las zapatillas. Sonreí. Pensé que llegaría tarde. “No importa, me dije, casi nunca me sucede.” Me volteé para marcharme como lo hizo Horacio, pero no pude. Algo había ocurrido en tan solo unos cuantos segundos. Tuve la impresión de que si abandonaba las zapatillas, era posible que después lloviera, ¿cómo, entonces, habría de caminar ella conmigo, sobre tanta humedad?


Guillermo Fernández. San José, Costa Rica 1962. Es autor de los géneros de poesía, cuento y novela. Ha sido profesor y editor. Se graduó de la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica. Actualmente trabaja como consultor en capacitación. Escribe comentarios de libros y otros temas en diarios y revistas. Ha sido Representante por Costa Rica en el Festival Internacional de Poesía en  Medellín, Colombia, 1998 y Nominado representante por Costa Rica al Festival Internacional de Poesía en Oaxaca, México. También, ha sido invitado al Congreso Internacional de Literatura Centroamericana (CILCA, 2008) en Guanacaste, Costa Rica.

Se cita su obra en las siguientes antologías: Antología de poesía centroamericana, Editorial Costa Rica-UNESCO, 1994; Inventario de la poesía en lengua española, 2da. mitad del Siglo XX”, realizada por Juan Ruiz de Torres, Universidad Autónoma de Madrid, España; Costa Rica: poesía escogida, compilador: Carlos Francisco Monge, Editorial EDUCA, 1997; El amor en la poesía costarricense, compilador Alfonso Chase. Editorial Costa Rica, 2001; Sostener la palabra, compilador Adriano Corrales. Editorial del Tecnológico de Costa Rica. 2007; San José oculto, antología de cuento, Ediciones Andrómeda, vols. 1 y 2; Diccionario de la literatura centroamericana, Albino Chacón (et al). San José: Editorial Costa Rica / EUNA, 2007; Cuentos del paraíso desconocido. Editorial Algaida, Sevilla: España. 2008; Nuestros escritores y nuestros libros, ensayos de Myriam Bustos Arratia, Editorial Tecnociencia, 2009.

Ha recibido algunos reconocimientos como el Premio Joven Creación. 1982; Premio 59º Juegos Florales de Guatemala. 1997; Premio Nacional de Poesía Aquileo J. Echeverría. 1997.

Ha Publicado:

Poesía:
La mar entre las islas. Editorial Costa Rica, 1983
Atrios, Editorial Costa Rica, 1994
Estocada final, Editorial Costa Rica. 1997
Para días posibles, Editorial de la Universidad Nacional, 1997
Danzas. Editorial de la UNED, Universidad Estatal a Distancia. 2002.

Cuento:
Efecto invernadero, Editorial Costa Rica, 2001
Hagamos un ángel (Editorial EUNA; 2002)

Novela:
Babelia, Editorial de la Universidad de Costa Rica (2006)
Nebulosa.com. Editorial Costa Rica (2007).




18/2/11

Pedro - David Eduarte



Pedro

 
Muuuuuy buenas tardes damas y caballeros. Primero quiero pedirles disculpas por interrumpir cualquier cosa que estén haciendo y por robarles un momento su atención… Mi nombre es Pedro, como pueden ver no llevo ningún distintivo ni ningún documento que certifique o justifique el porque estoy acá pidiéndoles una colaboración. No estoy vendiendo postales, ni llaveros, ni bolígrafos. No vengo departe de ningún centro de restauración, no vengo a hablarles de cómo el señor Jesucristo me salvó del demonio de las drogas. Tampoco estoy aquí para contarles cómo fue que me dejaron sin trabajo y como estoy demasiado viejo para volver a ser contratado, ni a decirles que necesito de su colaboración para comprarles comida a mis hijos, ya es demasiado tarde para eso

 Vengo a pedirles una colaboración simbólica, lo que tengan, cualquier monedita, veinte, cinco, diez colones, eso no importa, lo que su corazón y su bolsillo puedan disponer para una noble causa. Quiero pedirles una colaboración para poder así comprar un arma, así es damas y caballeros, un arma y una bala

 No se asusten con esto que acabo de decir, no soy un criminal, nunca le he hecho un daño a ninguno de mis vecinos y hermanos, y ciertamente no lo haré ahora que estoy ya en los últimos años de vida. Cómo les dije anteriormente, no vengo a pedirles dinero para poder vivir mientras consigo otro empleo, ya que no pienso conseguirlo, desde joven he trabajado duro y dignamente pero ya a mis edades sé que nadie me va a contratar, además estoy ya muy cansado; no vengo a pedirles dinero para comprar la lechita para mis hijos ya que no están más conmigo. Un arma y una bala, damas y caballeros, es para lo que estoy pidiendo su colaboración. Un arma y una bala que pienso usar para matar al presidente.
 Ahora voy a pasar por cada uno de sus asientos recogiendo cualquier colaboración que quieran dar. Muchas gracias, y recuerden, manos que no dan… nunca estarán limpias.

—¿Va a matar al presidente?

—Eso dicen las denuncias –nunca había estado en el despacho del ministro, acariciaba el cono de cartón que había agarrado del sifón de agua. Mientras esperaba admiraba los anaqueles repletos de libros sobre derecho penal que estaba seguro ningún ministro había tocado.

—¿Quién las hizo?

—Pues la gran mayoría son anónimas, pero unas cuatro o cinco si dieron los datos.

—¿Y ya los interrogaron?

—Sí, lo describen como un hombre de unos cincuenta o sesenta años, pero muy avejentado, calvo y de barba larga y desordenada. Algunas lo describen como un indigente y otras no, pero supongo que eso depende de quién es la persona que hacía la denuncia. Sobre cómo anda vestido, pues nadie da la misma descripción, siempre tiene ropa diferente, algunas veces usa un abrigo, otras una camiseta, pantalones cortos, chancletas, botas, siempre es diferente.

—Pero ¿Qué tal si no es más que un loco que se sube a los buses?

—Usted sabe que no nos podemos dar esos lujos señor ministro.

—Bueno, que giren la orden de captura entonces.

—Señor ministro –dijo tomando de nuevo la carpeta con las denuncias–. ¿Cómo espera que gire una orden de captura a un tipo que sólo se identifican como Pedro y que cabe en la descripción de la mitad de los indigentes de la ciudad?

—Bueno, ponga oficiales en los buses.

—¿En todas las rutas a todas horas? –se levantó para botar el conito de cartón–. Señor, lo han visto en casi todas las rutas, se mueve por todo el país, no sólo en la capital.

—Como usted ya lo dijo, no podemos darnos estos lujos. Vea a ver como lo detiene para averiguar si es solamente un loco o ya estamos hablando de algo más serio.

 El ministro le hizo la indicación de que ya podía retirarse. Mientras caminaba por los pasillos crema del ministerio, siempre tan húmedos, como una cripta de playwood y pintura de plomo. Era un edificio viejo, y esa vejez llegaba a notarse en los que ahí trabajaban. Cualquier que tuviera más de dos semanas de trabajar ahí se convertía fácilmente en una pieza de inmobiliario más, como esos sillones de los años sesenta que todavía tienen cerca de los elevadores, todo parecía haber estado ahí toda su vida y no podría estar en otro lado. Intentaba no pensar mucho en eso.

 Dos días después ocurrió el primer atentado. No tuvo éxito, era un hombre que se identificaba como Pedro. Sin identificación, sin registro alguno, sin cotizaciones al seguro social, nada, absolutamente nada, no existía simplemente.

—¿Cómo se atreve a decir que no existo si estoy hablando con usted en este preciso momento? Si cuando entro acá arrugó la ñata, como si nunca hubiera olido a alguien que vive en la calle.

—Miré, Pedro, no me refería a eso –siguió, midiendo sus palabras–. No se haga el que no sabe lo que estoy diciendo cuando le digo que usted no existe. Ahora ya dígame ¿Qué pretendía con toda esta mierda de subirse a los buses a pedir plata y luego dispararle al presidente?

—Bueno, di… matar al presidente

—Claro, claro, pero me refería a sus motivos hombre.

—Pues véalo como un ajusticiamiento, ustedes tienen un pichazo de casos así ¿no?

—El presidente de la republica no es un criminal.
—Bueno, esa es una opinión.

 El segundo atentado ocurrió dos semanas después. Después de todos los protocolos funerarios tenía a dos hombres, llamados Pedro, dos fantasmas barbados sacados de la calle.

—Mire hijodeputa, si en este país existiera la pena de muerte ya estaría amarrado a una camilla con una aguja en el brazo. Pero ahora sólo nos va a quedar meterlo en la cárcel de por vida.

—Usted puede hacer lo que le dé la gana conmigo. Yo no soy nadie, usted me lo ha dicho varias veces, y tiene razón, yo ya cumplí. Y los que siguen en la calle, recolectando plata en los buses, en las paradas, una monedita por acá, otra por allá, pues yo tampoco sé quiénes son. Solamente vi a uno de esos Pedros, uno igualito a mí, hablando en una parada y empecé a hacer lo mismo. Mire, llevo diez años viviendo en la calle y me pareció que era una buena idea, como que tenía sentido, en esos diez años nunca pude ponerle nombre a esta vara hasta que oí a ese mae. Pensé que yo era solamente un miado, pero lo que dijo Pedro tenía tanto sentido. Yo ya jugué, me entiende, pero hay otros que apenas  la están empezando y otros que quizás nunca tengan que hacerlo.

—No me venga con esas mierdas. Dígame algo que nos sirva antes de que me olvide de ofrecerle algún beneficio si nos da información.

—Bueno oficial, lo lógico es que siga el vicepresidente.

David Eduarte


David Eduarte.1985. Graduado en Ciencias Políticas en la UCR. Cuenta con diversas publicaciones en medios independientes, además de haber sido incluido en la Antología del Nuevo cuento Costarricense, Historias de Nunca Acabar, Barquero y Murillo Editorial Costa Rica 2008.
   

Ha publicado:
 
Cuentos circunstanciales, Editorial de la Universidad de Costa Rica. 2008
Alejandría, Editorial de la Universidad de Costa Rica. (2010)



12/2/11

Ficción que sí tuvo lugar en el jardín - Rafael Angel Herra



Ficción que sí tuvo lugar en el jardín

 
- Hola.
- Te quiero contar algo.
- Decime.
- Te dará curiosidad.
- Ya estoy oyéndote.
- Voy camino a mi estudio, el jardinero trabaja a toda máquina cortando hierbas, hay hojas por todas partes...
- Mmmm.
- Me llaman la atención tres o cuatro zanates, muy interesados observando lo que hacía un congénere tan feo y tan listo como ellos.
- ¿Y?
- Ya casi te cuento.
- O me contás ya o me voy.
- Es la segunda vez que sorprendo a uno de esas aves haciendo de las suyas. Un día fue en pleno vuelo. Todavía lo veo atenazando a un colibrí con el pico...
- Grrrrrrr
- Hoy vi, fascinado, el combate entre el pájaro y una serpiente.
- ¿En tu jardín?
- Sí. La serpiente tenía unos 25 ó 30 cm de largo. Estaba junto a una azalea. Era color pardo, no sé sin con algún tipo de dibujo borroso en el lomo. Tampoco supe si era venenosa.
- Uy.
- Se movía erguida, dispuesta a morder, con cierta cadencia, el pájaro saltaba a un lado y a otro, tal vez para despistarla.
- Nooo.
- De pronto saltó y le prensó la cabeza con el pico, alzó vuelo, dio un giro por el jardín mientras la serpiente sin fuerzas se le enroscaba en el cuello y voló hasta la cumbrera de la casa, a donde llegaron los otros zanates, seguro con envidia, aunque no se le acercaron mucho. Más no vi.


Rafael Ángel Herra


Rafael Ángel Herra. Cuando era pequeño, un toro se metió en la casa de sus abuelos, pasó por la cocina, salió por la puerta del frente y aún hoy sigue huyendo de los perseguidores que querían llevarlo al matadero... Este recuerdo reaparece en Viaje al reino de los deseos.
Doctor en Filosofía (Maguncia), autor de una docena de libros de ficción, ensayo, poesía lírica, un radioteatro, excatedrático y por muchos años Director de la Revista de Filosofía de la UCR, profesor huésped en las Universidades de Bamberg y Giessen, Ex embajador en Alemania y en la Unesco, miembro de número de la Academia Costarricense de la Lengua. 
 









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1/2/11

Mas de lo mismo... En los Premios Nacionales de Cultura 2010


Lo que ayer me parecía malo, hoy también me lo parece, no se vaya a pensar que porque en esta última entrega de los Premios Nacionales se reconoció el trabajo de Alexander Obando (amigo muy apreciado) voy a desdecirme de lo que he venido sosteniendo desde antes (Ver aquí).

En esta entrega, se ha dado algo muy simpático, si hace un par de años, la tónica era declarar desiertos los premios en diversas modalidades (cuento en 2008 y 2009, novela en 2009), resulta que ahora un premio por categoría no basta porque hasta tienen que compartirlos... jajaja, (¿será igual con la platilla del premio?) resulta que hace apenas un año según dijo una de los jurados "no había obra pues que nos hiciera sentir llamativa; y mucha obra era obra como repetitiva, como que no aportaba nada nuevo, muy violenta, con mucha cosa que no se integraba dentro de lo que estaba pidiendo de los estándares de calidad que el mismo ministerio promueve.  Y muchos autores, inclusive, hubo casos particulares en dónde se veía asi como que no estaba sabiendo que era lo que estaban planteando, que eran lo que querían decir." y un año más tarde tenemos una súbita avalancha de genios; ¿Será que ahora los escritores sí escriben según esos estándares de calidad que el ministerio promueve? ¿Será que ahora sí saben lo que quieren decir? pues nada de eso, parece que al tribunal de sabios (jurado de los premios) les jalaron las orejas, y como aquí las decisiones son subjetivas, parciales, humanas y políticas, pues se nota más que nunca...

Y señores escritores y escritoras premiados, un poco de vergüenza!!!! si ayer sus colegas fueron considerados un montón de pusilánimes que no sabían lo que querían decir, demuestren su solidaridad con ellos!!!! rechacen ese adefesio de premio!!!!

Los Premios en esta oportunidad son:

Novela: compartido entre Jorge Méndez Limbrik por “El Laberinto del Verdugo” y Daniel Quirós por “Verano Rojo”


Cuento: compartido entre Carlos Cortés por “La última aventura de Batman” y Rodolfo Arias por “La Madriguera”


Poesía: compartido entre Silva Castro Méndez por “Agua” y Alexander Obando por “Ángeles para suicidas”

Podríamos decir que está de más que sea reconocido el trabajo poético de Alexander Obando, que está pendiente su reconocimiento en narrativa donde su aporte ha sido fundamental, Obando representa un caso único en la literatura actual, pues sin proponérselo es hoy un "escritor puente" entre su generación y las nuevas generaciones de escritores, su Más Violento Paraíso y su Canción por la muerte de los Niños, son obras contrapunto dentro de la narrativa costarricense y marcan un definitivo antes y después, a pesar de que se les quisiera ningunear por los mismo que ahora lo premian. 

Al premiar "Ángeles para Suicidas" se hace un reconocimiento a la obra poética de Obando, de un valor indiscutible (pues soy de los afortunados que a lo largo de los años, la hemos visto, leído, discutido y criticado) y está bien que se le premie, especialmente por el hecho de haber sido editada por una editorial independiente (Arboleda) las cuales no siempre han gozado de estos premios. En todo caso, la obra poética de Alexander Obando es desde hace mucho tiempo lo suficientemente conocida y valorada en nuestro medio, este premio nacional no le aporta mayor reconocimiento del que ya tiene, pero siento también que le llega este premio en mal momento, especialmente cuando se pone en contraste a los premiados en narrativa (Tanto en Cuento como en Novela).

Parece que nos dijeran con un guiño en el ojo: "Está bien, ahí tiene Obando su premio, pero los narradores son otros". Curiosamente antes de la sequía de premios en 2007 Carlos Cortez y Rodolfo Arias lo ganaron igual que ahora!!!

Germán Hernández