28/11/14

Descender de la torre de marfil - La poética de Gustavo Solórzano-Alfaro (Segunda Parte)

Aquí puede leer la primera parte: Descender de la Torre de Marfil (Primera Parte) 



Un encontronazo y una amistad 

Gustavo Solórzano Alfaro. Fotografìa de Esteban Chinchilla.
En el año 2007, se publica la antología de poesía costarricense contemporánea “Sostener la Palabra”, compilada por el escritor costarricense Adriano Corrales, dicha antología provocó una intensa polémica sobre su composición, alcances y contenido entre Corrales y Solórzano, y quien escribe estas líneas también se coló de alguna manera y tuvo un intenso intercambio en Costaricacr con Solórzano sobre el mismo asunto. El encontronazo desembocó en un debate público en la Casa de la Cultura del TEC en Barrio Amón, San José, exactamente después del funesto domingo en que el SÍ al TLC triunfó en el referéndum. Casualmente eso fue lo primero que intercambiamos Gustavo Solórzano y yo en nuestro primer apretón de manos. La polémica y el encontronazo pasaron y fue un afortunado pretexto para que hasta el día de hoy surgiera una invaluable amistad, donde un servidor ha llevado la mejor parte, y entre ellas, la osadía de abrir este blog. 


La múltiple forma del delirio 

Publicado en 2009 por la Editorial de la Universidad de Costa Rica, son poemas como lo advierte el autor en la Inscripción que pertenecen a un momento anterior, entre 1995 y 2001. Esto confirma la constante actitud del autor por añejar los textos, separarlos de la empatía y la afectividad, dejarlos reposar hasta que ya no estén emocionalmente inscritos en su devenir, listos, fulminados, independientes para andar y pertenecer a quien corresponda.

En una sola unidad, más orgánico, son dieciséis poemas como secuelas de un proyecto poético más integral, no se desgranan en cuadernos, ni secciones, cada uno se apoya en el otro, retoma para sí lo anterior y lo renueva, de esta manera abre y parte desde la misma roca y el mismo musgo en Elegía para alguien que duerme donde esa acción debe ser entendida como el momento en que surgen la creación, donde se gestan los sueños y su realidad y que igual que en el poemario anterior, la imagen de la casa remite a la memoria y la consciencia cautiva en la corporeidad. Al estar en clave de elegía es evidente que esa corporeidad ya no retiene más al hombre que duerme… 


Hoy duermo en una casa abandonada
Desnudo, gravitante,
tu vientre es una daga en mi espalda,
un desierto que crece
donde la piedra se fija
y el musgo se detiene
Pero yo no quiero abandonar la casa
ni morir ahora
ante tus pies cansados.

Hoy todo está vacío.
El mar quedó vacío.
El mundo está vacío…
Y yo no quiero despertar. 

Aunque también queda la extrañeza para el lector, aun están presentes las imágenes blindadas, superrealistas y circunstanciales cuya interpelación para el lector puede verse truncada en poemas como Fugacidad: 

Humo y sed
Sed de abismo,
El abismo nos invoca,
No entiende razones,
Razones para el mundo
Son mentira,
Son el fuego,
Son el aire
Y no son nada.[1] 

Como un militar extraviado en Angola
Como una mariposa encendida en el ojo: 

Ocurre lo mismo con poemas como New York, muchas de las imágenes en lugar de aclarar nublan y ocultan el objeto del poema, al menos, en este poema, se logra salir de esa perplejidad, cuando se transmite la poderosa idea del mito como algo más grande, más pétreo y más real que la realidad. 

Tendré que volver la vista
Para no caer en la tentación.
Toda ciudad es un mito
Y los mitos se confunden con la niebla 

Como en Fábulas del olvido, la personificación de los objetos está presente, en New York el que habla es el último pájaro, en La luna, es esta la que podría de repente decir algo, pero al revelarlo acarrea consecuencias, el narrante no quiere dejarse arrastrar por la influencia del astro, o bien, desea apelar al conocimiento racional, positivo. 

¿Y qué más tendríamos?
Solo presagios,
Coronas y fuentes rotas.

Habría en todas las cosas
un instante de amor.
sabrías que tiemblo en tu presencia,
como una rodaja al viento
Como una espada ciega en la carne abatida.
Sí, sabrías eso, no más,
porque la luna moriría por mi mano. 

La resignada aceptación del olvido, el brutal poder del tiempo que lo borra todo, también aparece en la Múltiple forma del delirio, en Tránsito de olvido, tal parece que la situación es revelarse, afirmarse en el presente, en el instante y poseer el cuerpo amado antes de que todo sea borrado. 

Una vez fuimos de piedra,
pequeños aposentos de la nada,
manos que suben
por la escalinata del tiempo. 

Y quizás, reiterando esto, en Responso para un día cualquiera la afirmación es categórica: 

Hoy es día de fiesta sin memoria. 

Dos poemas de corte amoroso Fábula para despertar a una mujer y Promesa continúan en el poemario, tensos eso sí, pero igualmente íntimos y circunstanciales, como escaleras de imágenes que intentan transportarnos por la atmósfera anímica del amante iracundo y apasionado, pero ante todo, un desborde de versos, de imágenes, de sonoridades y ritmos. En la Múltiple forma del delirio y en Fábulas del olvido son frecuentes las licencias poéticas que se toma el autor y emplea la rima asonante, buen ejemplo de ello son los poemas citados, en Fábula para despertar a una mujer: 

¡Qué bello es el equilibrio y su paradoja!
Silente bambalina recortada en el lago.
Luz de saba y naftalina.
Fruta nomal y adormilada.
Es la luna que me habla con mesura,
es el lobo que aulla en la cascada.

Correr, mentirme y no parar.
Súbita apariencia de eucalipto,
piedra sublunar y arrepentida,
la herida dulce que no cierra.
Mujer de sombra, mujer ungida,
¿quién sabrá dónde duermes y despiertas? 

En Promesa: 

Hojas rotas de flor ilusa,
devenir cerrado ante la noche.
Tú me haces romper la profecía,
el exilio suavizado de la tierra.
Todo se rompe y restituye
en el magma oloroso a yerbabuena, 

Hasta aquí La múltiple forma del delirio es el Gustavo Solórzano que ya conocemos desde La fábula del olvido. Llegamos entonces a Fijeza de los trenes, y el tono se vuelve confesional, como si bajara la voz, dirigiéndose directamente al lector, invitándolo a divagar junto al poeta: 

Me vengo fijando desde hace mucho.
Doy vueltas,
acaricio cada contorno de piedra y sal
y yo me fijo y no hay nada.
Nada que pueda hacerme sentir de otra manera.
De otra forma menos ligera y tranquila.
¿Te has fijado?
….
La fijación se me vuelve una angustia
y la angustia una apatía
y la apatía empieza a enojar mis manos
y mis manos también se quedan mudas,
Fijas y absortas,
moderadas y abiertas.
Deambulo por estas calles
con los pitos de los carros
queriendo fijarse
en mis oídos.
Y me quedo fijo de nuevo:
fijación siempre.
La fijación no es un instante.
La fijación es toda la vida. 

La fijeza, la captura del instante, la fijación de la memoria, la que es roca y luego nada, ni olvido, porque ni conciencia del olvido hay; una contante en la poesía de Solórzano, y también la fijeza como el acto de poner toda la atención en un punto, en ese instante, elementos en los que ahora participamos, el juego semántico está perfectamente logrado, también están ahí los recurrentes encabalgamientos con la primera y última palabra de cada verso, y sin embargo todo ha cambiado, el “yo” que se fija se desprende de los objetos que contempla para que también nosotros podamos hacerlo, se desdobla. 

Y mamá llama a todos a comer.
Y todos comemos
y nos vamos de nuevo a jugar.
Y el cartero insinúa palabras
que se quedan en ciudades
donde mis manos juegan a ser niñas,
y niños que pronto descubren
la delicia del hastío,
y entonces viven para él,
se alimentan de él y lloran con él,
y penetran a solas
los lugares donde yo estuve hace mucho.
Vamos, entra,
¿no ves que me canso de estar solo? 

Y el juego deriva ahora en la circularidad, en las ondas concéntricas del tiempo, ¿entonces, si la historia se repite, no es acaso como si se anulara así misma?, ¿no es como si el tiempo mismo representara la fijeza? 

Las personas que buscan
el calzado de su medida en las tiendas equivocadas,
los señores apurados
que no saben que el tren hace mucho ha partido
y que la estación de tren fue clausurada
por unas manos ilustres
y por eso el tren nunca más regresa,
y sus esposas se quedan esperándolos
Al otro lado,
sin saber que nunca llegarán
porque el tren fue clausurado hace mucho.
Y sus hijos ya son grandes
y van a la escuela y la maestra les habla de la historia de los trenes
y los niños no saben
que esa historia de sus padres;
de las personas que buscan trajes a su medida
en las tiendas equivocadas
por que el tren fue clausurado.
Y los niños ya son abogados y arquitectos,
y tienen en su puerta una mujer indecisa.
….
Y entonces el muchacho ahora grande,
compra un tiquete para el tren de las doce,
pues ha olvidado que se maestra le hablaba
de que habían clausurado los trenes. 

Todo este itinerario hacia ninguna parte, toda esta fijeza se transforma en hastío de fijarse, el yo lírico del narrante regresa para hacernos esta confesión: 

¡Qué impertinentes son los vecinos!
Tan necios y tan ciegos
como estas líneas
que poco a poco a poco avanzan sin razón,
absortas en sí mismas,
perdidas, buscando no sé cuales
jeroglíficas serpientes
que se muerden la cola
Y chillan como degeneradas
intentando decir algo que nunca dicen,
porque  están condenadas a nunca decir  ese algo
que eternamente están a punto de decir,
porque muy bien saben que si lo dijeran
no serían ya palabras, sino cosas útiles
que podríamos endosar en los álbumes,
pegar en las paredes,
incluir en tratados de libre comercio,
enviar en cartas
a los que quedaron lejos,
expresar nuestro afecto,
conquistar a la novia,
entusiasmar al auditorio.
Por eso no dicen
lo que siempre están a punto de decir,
Y eso es todo lo que nos queda. 

No es gratuita la imagen turgente, sólida y pesada de los trenes, esas bestias gigantes que parecen flotar sobre los rieles a toda velocidad. Por eso, es más dolorosa la ausencia, más profunda su fijeza, no vienen ni van a ninguna parte, los que esperan están condenados a la muerte y no son ese: 

dios seguro de lo que debe hacer,
dios al borde del pecado y siempre bajo control 

Con esa certeza de que las cosas que no devienen y que por estar inmóviles y petrificadas, están muertas, como las palabras que están escritas y todo lo que quisieran recoger y fijar. Ante esto no queda más que la desolación de las estaciones vacías: 

¿No vas a entrar?
Y me quedo solo a la orilla del mundo,
y nadie me espera al final de la estación,
y yo pregunto por qué los trenes tan vacíos y tan quietos
y el mío que no llega,
y tu piel que se aleja,
y yo me quedo fijo, esperando,
como si algo estuviera a punto de ocurrir,
pero nada pasa
porque los mundos fueron clausurados desde siempre.
Y yo fijo, mirando la estación, tu figura,
mi propia fijeza al borde de los cielos.
y nada ocurre,
y todo gira y permanece como si algo nuevo
Estuviera por fin a punto de ocurrir.
pero todo quieto,
y nada.
Nada pasa por el mundo. 

Tal es la fuerza de Fijeza de los trenes que el poema por sí solo reclama su propia autonomía y se desgaja del resto del poemario, su fuerza evocadora y su detallada composición y tonalidad lo hacen brillar con luz propia, seguro que estamos hablando de uno de los mayores logros poéticos de la obra de Gustavo Solórzano. Además, el poema donde definitivamente inicia su descenso hacia el asfalto.

El poemario continúa con poemas como La noche, Origen, Canonización, Comunión que vuelven a cerrarse, poemas crípticos, intimistas y de circunstancias, la evocación a la madre, en Origen parece obvia, en Canonización es un enigma, a no ser que la apelación como en Fábulas del olvido se refiera al nazareno en versos como: 

Antes de mi no había nadie
y después no habrá.
Dios me ha mirado a los ojos sin mentirme
y me asombro de haber hecho lo mismo.
Después vendré dormido.
Quien me nombre será santo,
quien me venda una paloma. 

Aproximándonos al final del poemario nos encontramos con otro poema de gran formato, dividido en tres secciones está El bolero de Abbadón, el ángel exterminador de la apocalíptica judeocristiana, brutal, arrasando y borrándolo todo, pero ante todo la memoria, se transforma en ángel del olvido, de la desolación y de los desiertos. 

¿Qué puede el hombre –gris y polvoriento-
contra un desierto en su memoria?
A esta raza no le queda otra cosa
Que unos templos destruidos e inútiles.
Le queda una esperanza que parece una mentira.
Le queda su agonía.
Le queda su tristeza.
Y ante todo: su mirada perdida. 

Hemos pasado de la muerte y el olvido individuales de los primeros poemas de Solórzano hasta la escatología, hasta la muerte de una raza, la humana. Todo el trayecto del poema está traspasado por la apocalíptica judeo-cristiana, pero no en la clave de la esperanza y la restauración, sino más bien desde un punto de vista cercano a la gnosis: la creación es un farsa, y la solución es su exterminio. 

¡Qué delicia para encontrar razones
para las sinrazones del pasado!
No quisiera salir de este marasmo,
de esta farsa tenue de saberte a mi lado,
vaivén de las horas, elixir del viento,
cruel despedida la que me toca ahora presenciar.
Nací en un tiempo de invierno.
Y ahora, cuando recuerdo ese día:
Solo desiertos me quedan. 

Pero el aniquilamiento es cósmico y metafísico, el ángel será el único testigo de su obra, el único que escriba y recuerde: 

Ha caído la primera esfera,
ahora llegará a su fin la
la codiciada esfera de los cielos,
el cáliz sagrado que se rompe
y los dioses que se derrumban.

Y yo aquí, todavía en pie,
testigo condenado a verlo todo,
a saberlo todo
y escribirlo todo
sin derecho a protestar.

Abandono y dolor, otra vez volvemos sobre el tópico de la inutilidad de las cosas, no queda esperanza donde no quedará memoria, parece decirnos el poeta en El Bolero de Abbadón, uno de sus mejores poemas. Desiertos, el poema que le continúa parece ser una especie de coda. Y cierra el poemario con el poema homónimo, donde está presente el Solórzano-Alfaro amante del ritmo y la imagen en función del mismo lenguaje.

Este segundo poemario de Solórzano-Alfaro, es bisagra, pues se abre a nuevas posibilidades, contrastándolo con Las fábulas del olvido, conserva las mismas esencias, pero ya no escarba en el léxico, prefiere las palabras cotidianas y sucias de todos, se aproxima a lo coloquial, pero sin dejar de hacer piruetas y acrobacias lingüísticas. Es un libro donde se percibe el conflicto del poeta, cuestionándose todo, probándolo todo, domando su escritura, y ofreciéndonos algunos de sus mejores poemas a la fecha.

Germán Hernández


[1] Nótese el recurso de iniciar cada verso con la última palabra del verso anterior. Un recurso que ya también se puede ver en el libro anterior Fábulas del olvido.