29/10/17

Ronald Hernández - La colina de los niños




La colina de los niños de Germán Hernández: análisis de algunas minificciones.

En este ensayo se llevará a cabo una lectura de dos minificciones, La condena y La misión, del volumen de cuentos La colina de los niños de Germán Hernández, publicado en 2015. El cuentario está compuesto en su mayoría por relatos breves. Destacan por su calidad estos dos textos y por la forma en que el autor configura en ellos relaciones intertextuales de manera irónica.

En primer lugar, se analizará el texto La condena. Se evidencia en esta minificción una reelaboración intertextual del capítulo del Génesis de Moisés (capítulo 3, versículos 14 – 24) en el que Adán y Eva son expulsados del Jardín del Edén. El texto judeocristiano muestra al dios de los hebreos enfadado porque el hombre y la mujer comieron del fruto del árbol de la ciencia: Adán incitado por Eva, esta última tentada por la serpiente (que de acuerdo con la iconografía judía representa al espíritu maligno, la contraparte del dios de este pueblo). Dios, al darse cuenta de lo ocurrido, condena a la serpiente a arrastrarse por el suelo, a la mujer a sufrir en sus partos y al hombre a padecer del dolor de tener que trabajar para comer.


En La condena ocurre también una inversión paródica de los valores del intertexto: nunca se menciona la figura de un dios, sino la de un juez, quien dicta la sentencia: “Por su desobediencia, los condeno para siempre a un lugar terrible, desconocido e incierto. Y los expulsó”. La relación intertextual surge porque los acusados están desnudos y son expulsados, no encarcelados, por el juez. Posteriormente, el narrador menciona que la serpiente se arrastra hacia el juez para preguntarle hacia dónde envió a los condenados, a lo que este responde “- Al futuro”.


Aquí el sustantivo futuro es tomado por el juez del relato como un lugar (el cual es terrible, incierto y desconocido). El futuro, como una expresión de tiempo, es desconocido e incierto. Bajo estas premisas, el intertexto bíblico es parodiado debido a que el dios judeocristiano – representado por el juez en esta minificción – expulsa a los acusados a vivir sin saber qué les deparará la fortuna, lo cual difiere del Génesis: el dios judío traza su sentencia para cada actor (serpiente, mujer y hombre) por la desobediencia a la prohibición de no comer del fruto del árbol de la ciencia.

En el texto de Hernández pareciera darse a entender que la serpiente tiene un estatus distinto al de los condenados, cosa que tampoco se da a entender en el texto bíblico “original”, ya que en este la serpiente es sentenciada por haber tentado a Eva. Mientras que en La condena, parece no haber sido repudiada por el juez, o condenada igual que los acusados, porque al final le pregunta a dicho personaje por el destino de los condenados y el juez responde el diálogo.

En segundo lugar, se encuentra el texto La misión. En este texto, el narrador cuenta que Max Brod, al haber quemado los papeles de su amigo, se siente culpable; por lo tanto, “… no tuvo reparos en tomar su propio trabajo, sus cartas, sus borradores, sus cuentos y novelas a medio escribir y tal como estaban los publicó bajo el nombre de su amigo muerto”. El texto hace referencia a la petición de Franz Kafka a su amigo y editor Max Brod, para que quemara sus escritos una vez que muriera por causa de la tuberculosis que padecía. La minificción de Hernández plantea de manera irónica la posibilidad de que Max Brod en realidad haya quemado todos los textos de Kafka, tal cual se lo había encomendado. El narrador comenta que la misión encomendada a Brod lo atormenta, por lo que decide publicar sus propios textos en nombre de su amigo, por remordimiento. La manera en que se desarrolla la minificción se conoce como ucronía, la cual es una reconstrucción histórica basada en hechos posibles, pero que no sucedieron en realidad. No sabemos.

Se ha podido observar en este ensayo cómo Germán Hernández (de)construye, de manera interesante, irónica y novedosa, algunos discursos a través de sus minificciones.

Ronald Hernández.
Tomado de El Semanario Universidad
edición digital 4 de Octubre de 2017 Sección de Opinión









25/10/17

Vejaciones – Sergio Arroyo



Antes de empezar a referirme a la obra Vejaciones de Sergio Arroyo, quiero decir que me resulta grato que un autor costarricense se anime a publicar su obra en formato digital. Aclaro que adoro los libros, son objetos hermosos, para los que somos lectores empedernidos es inevitable admitir nuestro culto y fetichismo por estos hermosos ladrillos de celulosa. Confieso también que el paso que di al leer libros electrónicos por primera vez fue receloso, luego me fui acostumbrando, al final descubrí mil ventajas en ello, como conseguir a un costo decente obras o muy costosas o muy difíciles de conseguir. Hoy día paso de mis libros impresos a mis libros electrónicos sin problema, tengo lo mejor de dos mundos.

Vejaciones de Sergio Arroyo es un breve libro electrónico compuesto por 40 microtextos editado por Ediciones la Canícula recién en el 2016, el cual es fácil de adquirir en Amazon.

Vejar es humillar, incomodar de una manera sutil y psíquica. No es poco el desafío autoimpuesto por el autor en estos textos, brevísimos, donde no quiere hacerse el gracioso, sino dárselas de canalla: con sus personajes, sus situaciones y con los lectores. Pero será de provecho, pues estos límites que el autor adopta los respeta limpiamente y con acierto. Es como si el Ramón Gómez de la Serna con sus greguerías o un Ramón del Valle Inclán con sus esperpentos reencarnaran en el vate Arroyo para donarnos un género más: sus vejaciones.

Todas las vejaciones son premeditadamente redactadas en tercera persona singular para interpelarte, para ponerte en el lugar del personaje y someterte a las diversas situaciones que va mostrando. Hay en todas ellas una prosa donde no sobra nada, y un humor (tan escaso en nuestra literatura) tan bien contenido y acertado que por eso quiero compartir esta breve muestra:


2

Ahí estás tú, de niño, mirando el horizonte. Y allá van los barcos, dejando a su paso una lenta columna de humo parecida al rastro de un caracol. Tus tíos y tus primos te han dicho tantas veces que no tiene sentido seguir esperando que tu padre vuelva, que ya va siendo tiempo de que aceptes que no va a volver. (Nunca les dirías la verdad, que tú tampoco esperas que vuelva, porque no esperas la llegada de los barcos sino su partida, su desaparición en el horizonte. Con envidia y rencor, añoras que los padres de los demás niños de la bahía también se vayan para siempre.)


4

Eres policía. En una escena de crimen encuentras una lista de personas por asesinar. Sabes que no debes alterar la escena de ninguna forma –es una de las primeras cosas que te enseñan en la academia– pero lo haces: tomas la lista de nombres, la escondes y la asumes como propia. Todavía no lo sabes, pero algo dentro de ti ya resolvió matarlos a todos.

(Con permiso. Tengo que declarar que si este no es el primero y el mejor microcuento policíaco jamás escrito, tiene que estar entre los cinco primeros)


9

Durante años mantienes a raya a una diminuta caries que aparece de la nada. Te  las arreglas para vivir con ella sin mayores contratiempos porque qué otra cosa podrías hacer y, aparte, no se nota. (Y no solo eso, en cierta forma esa caries es una compañera fiel, quizás la más fiel de todas.) Las cosas cambian cuando la caries empieza a crecer sin control. Sabes que debes ir con el dentista, pero postergas la visita sin ninguna razón aparente. Lo tuyo no es tanto vivir como dejarte llevar por la vida. Así pasan los años. Cuando por fin vas a ver al dentista, el dictamen no podía ser otro: hay que extraer todo el diente. Durante la breve intervención, el dentista observa, al lado del diente extraído, en un diente que parecía sano, una caries diminuta.


13

La sangre del hombre que violó a tu madre corre por tus venas. No lo odias. Desear que nunca hubiera existido significaría la incapacidad de desear.


20

Tú y tu pareja invitan a sus mejores amigos a una hermosa velada en casa. Se desviven por atenderlos como la familia que son. Los cuatro comen, ven películas, beben y, llegada la hora, se despiden, se abrazan y se besan, con las sonrisas nerviosas, los actos fallidos y la inseguridad con que suele venir acompañada la tensión sexual.


28

En este momento tu hijo hace el amor con alguien que en unos pocos meses habrá olvidado por completo.


30

Y como pago por tus aportes a la nación, el Estado le pondrá tu nombre a una exangüe escuela rural, donde los niños no serán capaces de pronunciar tu nombre sin cometer errores ni burlarse. De cualquier manera, ya a esas alturas tampoco será tu nombre sino el de la escuela.


33

Tu perro y un perro callejero se olfatean en el parque por un momento. “¡Ya vente, Burbuja!”, lo llamas. Entonces uno de los perros abandona al otro y corre hasta ti para que le coloques su cadena. El cachorro que se queda en el parque te observa detenidamente hasta que te alejas y te pierdes de vista.


40

Te despides al salir de casa, porque sabes que no hay nada que asegure tu regreso.


Sergio Arroyo

Con todo, el autor nos advierte que este es un libro dinámico, maleable, inacabado, un proyecto que de continuar alcanzará las 840 vejaciones que Eric Satie recomendó para su propia obra homónima, por lo tanto, la de Arroyo está incompleta, por ahora, tal vez, (sea que continúe o no con ella), aunque desde ya es como los Cuentos de Canterbury de Chaucer, o las Ciento veinte jornadas de Sodoma y Gomorra de Sade a las que ya no les falta nada más.


Germán Hernández.


23/10/17

En la oscurana – Rodrigo Soto



Impresa y editada por Ediciones Lanzallamas en el 2012. En la oscurana de Rodrigo Soto supone la sexta novela del autor hasta ese momento y una interesante y parcial incursión en el género negro, o como prefiero llamarlo: en la ficción criminal. Digo parcial, pues se trata de una novela de autor que recurre a las formas y recursos del género; esto no es nuevo, y en el caso de la narrativa costarricense autores como Guillermo Fernández, Warren Ulloa, Jorge Méndez Limbrick, Daniel Quirós entre otros, han recurrido a la ficción criminal como andamiaje para obras que, reitero: son en última instancia obras de autor y no de género. Todavía no se ha escrito novela negra en Costa Rica.

Se impone en esta novela el peso y la voz de un veterano narrador, su estilo naturalista para los detalles y entornos de sus personajes casi hiperrealista queda patente en el caso de la protagonista Sylvia Morán, de ella lo sabremos todo hasta sus últimos detalles, desde lo que hace al levantarse en la mañana hasta acostarse en la noche, incluso lo que sueña (el ya relamido recurso onírico), su ropa interior, sus recuerdos, su presente y su pasado, sus gustos, su visión de mundo y estilo de vida pequeño burgués, no, no estamos leyendo una novela policiaca, estamos leyendo la novela sobre Sylvia Morán.

Se imponen también en esta novela la crítica social y la poco novedosa sanción de la “excepcionalidad costarricense” al derribar los íconos de una Costa Rica idealizada:

“De unos años para acá Sylvia vive con una sensación permanente de vértigo y fragilidad. Tras el asesinato a manos de sicarios de varios colegas y el destape de fabulosos escándalos de corrupción que involucraron a los caciques de los viejos partidos políticos, era imposible sostener el cuento de la Suiza centroamericana, el país de la eterna primavera y la paz perpetua. Era como si poco a poco salieran de un espejismo, rompieran la ilusión compartida, placentera y adormecedora en la que habían vivido.” (págs. 42-43)

Esa intención desmitificadora viene siendo una constante en nuestra narrativa, pero lo es igual en todas las narrativas de cualquier país. Por eso también la protagonista confronta el modelo desarrollo económico basado en los servicios turísticos:

“Lo que no muestran los anuarios, protesta Sylvia perspicaz, en silencioso diálogo con Tomás López y con Daniel Forester, es que las provincias con mayor inversión y desarrollo turístico continúan siendo las más relegadas y pobres del país. El espejismo se concentra en la franja costera que en algo más de dos décadas pasó casi por completo a manos de extranjeros. Ellos son ya los dueños de todo. Los ricos y poderosos del país compraron a los propietarios locales a precios de ocasión y luego revendieron a los extranjeros por sumas millonarias. Era público que algunos políticos involucrados en los escándalos de corrupción participaron del festín, pero eso no era delito. Sylvia había conocido a campesinos y pequeños propietarios que, en su desesperación, intentaban lanzarse a la corriente: vendían parte de sus fincas para emprender pequeños desarrollos turísticos, pero lo hacían sin criterio ni asesoría y fracasaban casi siempre. A nadie en el Ministerio de Turismo se la había ocurrido ayudar a esa gente, todos sus empeños se concentraban en atraer inversiones extranjeras. Se renunció por anticipado al desarrollo de base local. Era la miopía absoluta, peor aún, una traición. Era evidente que la clase política no imagina otro horizonte para los campesinos y la gente del campo que convertirlos en jardineros, botones y mucamas.” (págs. 213-214).

Pese a todo, para la protagonista sigue existiendo la ventaja de entrar y salir cuando quiera de la Costa Rica mítica en donde vive, o de la otra Costa Rica que descubre con horror.

Hay dos momentos interesantes que ayudan a contrastar, como si esos políticos corruptos e inversionistas supieran aprovechar el embrutecimiento de la población, uno es al comienzo de la novela con las festividades de independencia (aquí el autor se da la licencia de poner el desfile de faroles el 15 de setiembre y no el 14 como es usual) y el otro hacia el cierre, con la clasificación de la selección nacional de futbol a un mundial.

Pero esta novela tampoco es sobre el desarrollo turístico o la corrupción de los políticos, es sobre Sylvia Morán y su vida íntima y cotidiana quien de paso investiga el extraño caso de un grupo cesionista en Guanacaste que deviene en grupo terrorista auspiciado no por el anhelo de independencia del pueblo guanacasteco sino por… (claro que no lo voy a decir) dicha investigación debe ser interrumpida para indagar sobre el sector turístico, y el impacto que el desafortunado crimen de una turista holandesa a manos de unos muchachos tiene en esta actividad. Todo esto llevará a la protagonista a tejer una maraña de suposiciones que implicarán al papá de su jefe, a su jefe, al nieto del papá del jefe, terroristas pedófilos y más, y digo suposiciones pues no tenemos más remedio que confiar en lo que Sylvia Morán cree saber, dado que nunca en la novela nos consta nada de ello. La trama criminal se debilita, Sylvia parece tropezar siempre con las pistas y los sospechosos como si Costa Rica fuera tan pequeña como una habitación, lo cual es muy conveniente para el desarrollo de la trama aunque sea poco veraz, especialmente la entrevista entre Sylvia y una psicóloga que atendió a Miguel (uno de los sospechosos del homicidio de la holandesa), esta antes de comenzar le advierte a Sylvia que “hay cosas que no podré decirle por razones de ética profesional” (pág. 93) y luego le chorrea que el sospechoso fue prostituido durante su infancia por su propia madre; si le contó eso, quién sabe qué será lo que la ética le habrá impedido contar.

Rodrigo Soto

Con todo, hay dos momentos en la novela que me parecen destacables por su intensidad y escarnio de los personajes, uno de ellos es la primera entrevista entre Sylvia y Miguel (sospechoso del homicidio de la holandesa) el otro es cuando tachan el carro de Sylvia en Cañas. Pero en general es una novela que por no ajustarse al corsé formal que exige el género de la ficción criminal y por esmerarse en el examen exhaustivo de la personalidad y cotidianidad de la protagonista lo primero queda fuera de foco. Eso, una novela desenfocada.


Germán Hernández.


11/10/17

Bernardo Montes de Oca - La Reina Vishpla




Primicia, una muestra de lo que podrán leer en el cuentario La Reina Vishpla de Bernardo Montes de Oca, un grato debut literario.


La sobreviviente del el Cuá

Nuestra madre nos pidió que nos subiéramos al automóvil a eso de las siete de la mañana. Todos subimos despacio, como con pereza. No queríamos ir, aunque nos insistiera:
– ¡Apúrese, apúrese!
Cuando está nerviosa no le gusta manejar. Entonces me puso al volante. Yo hubiera querido desayunar en una cocina ordenada, pero todo estaba sucio. Así había sido la última semana. No sé mis hermanos, pero a mí me daba miedo entrar a la cocina. No quería encontrarme nada, o a nadie. Era la excusa perfecta, aunque los platos se apilaran y comenzaran a visitarlos las moscas más gordas, esas que zumban con fuerza al volar. Ya nuestra madre estaba tomando medidas al respecto, pero no era tan fácil.
Doña Julia me hubiera regañado, del mismo modo en que yo la regañé por aquel caminado extraño que había adoptado últimamente. El pie izquierdo le pesaba cada vez más. De vez en cuando, sin darse cuenta, hacía muecas de dolor. Cada día duraba un poco más haciendo sus labores, pero no nos dijo nada.
Como luego me di cuenta, ya al final le confesó a nuestra madre que estaba yendo a la consulta en la clínica y que hacía tiempo no se estaba sintiendo bien. Hay gente que pasa toda su vida sin sentirse bien.
Íbamos de camino. Nuestra madre hablaba por teléfono, pues quería organizar una cena con los familiares que supuestamente era para dentro de un mes. Un mes. Creo que se fijaba en el futuro para no atender lo que teníamos que enfrentar. Yo hacía lo mismo. Una parte mía quería que un cuarto de hora después del mediodía el almuerzo estuviera listo, no por la comida, sino por verificar que todo estuviera en orden.
No quería ser yo el que manejara, lo acepto. Hubiera querido sentarme en el asiento de atrás para escribir aquellas historias que me había contado. No quería que se me escapara ninguna. Aunque doña Julia siempre las comenzaba de la misma manera, conforme fui investigando me di cuenta de que existían entre ellas ciertas diferencias.
De acuerdo con el diario de uno de los oficiales de la Guardia Nacional, eran pasadas las tres de una soleada tarde de marzo –aunque doña Julia siempre afirmó que ya había caído la noche, tal vez para justificarse– cuando varias decenas de guardias nacionales atacaron Jinotega en el mismo momento en que casi todos los sandinistas realizaban operativos muy lejos del pueblo.
Cuando los guardias irrumpieron desgarrando el silencio con el martilleo de los fusiles de asalto, Julia reaccionó rápidamente y metió a su familia en el cuarto más grande. Tapó la entrada con sillas, hizo caso omiso de los alaridos desesperados de su madre, y esperó el ataque. Sólo tenía la determinación inmadura de una adolescente y en la mano un cuchillo de treinta centímetros de longitud con el que cortaba los plátanos del patio.
La puerta voló. Julia tensó los músculos y agarró el fierro con más fuerza. Fue inútil. Dos de los seis militares la inmovilizaron. Entre los gritos suyos, de su familia y de las vecinas, aquellos bestiales soldados la violaron. Cayó al suelo con sangre en la entrepierna. Desaparecieron sus hermanas, sus sobrinos y su tía.
No recordaba cuánto tiempo después había recuperado el conocimiento. Despertó con el rígido cadáver de su madre a su lado. Salió tambaleándose. Habían incendiado las casas y las llamas se elevaban más allá. Uno que otro vecino del pueblo caminaba sin rumbo.
Los guardias nacionales regresarían para buscar a los sobrevivientes y matarlos. Llorando, confundida y con frío, Julia tomó dos camisas, se las amarró como un calzón, y se catapultó descalza hacia la oscuridad del bosque. De milagro siguió una ruta de a través de la maleza.
La raspaba la sangre seca que se le había coagulado entre los muslos. En los pies se le clavaban ramas pequeñas. Se resbalaba en las piedras húmedas. Las uñas de los pies se le habían astillado. Le dolía el tobillo izquierdo. Pero escuchaba el río, su mejor refugio, y llegó allí en la madrugada. Allí se encontró con otra sobreviviente que trabajaba con el FSLN, Amanda Pineda.
Amanda le enseñaría las claves para estar a salvo: la clandestinidad, el anonimato con un nombre de guerra y el constante desplazamiento. Logró llevar a Julia a León, un pueblo joven que buscaba alimentar la lucha sandinista. Ahí Julia consiguió un trabajo después de mentir diciendo que era mayor de edad, en el que atendía un puesto de comida concurrido por jóvenes cerca de la Plaza Central. Nunca había ido al colegio, por lo que estudiar en la universidad era imposible. Sin embargo, por consejo de Amanda, frecuentaba los pasillos y las aulas universitarias en búsqueda de contactos.
Un sábado se acercó a un grupo de estudiantes y conoció a Ana Laura Morales, quien la llevó a una fiesta revolucionaria. Entre el humo de los cigarrillos y las botellas de ron barato escuchó las promesas de un futuro mejor. Prefirió callar sobre su pasado, sobre la pesadilla del aliento fétido de aquellos soldados que le habían susurrado obscenidades al oído mientras ella gritaba.
Cuando entró Mónica Baltodano, de piel clara y pelo rizado, con un aire de seguridad que nunca le había vis¬to a nadie, ni siquiera a Ana Laura ni a Amanda, Julia sintió amor, nada de pasión ni lujuria, sino un amor maternal. Mónica Baltodano había perfeccionado un ojo infalible para reclutar a las guerrilleras. Ella le daría a Julia una causa por la cual luchar.
El enojo que Julia había embotellado muy dentro de sí ahora tendría un propósito. Las palabras de Mónica Baltodano, como las de Carlos Fonseca Amador y otras que escuchó, la hicieron entender que los hombres de Somoza no sólo eran violadores, sino también estaban destruyendo al país.
Julia comenzó a acompañar a Mónica en varios viajes, para ayudarla con los asuntos de campaña. Pero algo le faltaba; sentía que pegar volantes en las paredes y reclutar a los partidarios no era suficiente. Todavía le resonaba en la cabeza el martilleo de los fusiles de asalto de los guardias, los gritos que no habían podido impedir que la agarraran de los brazos y de las piernas y que la estiraran. Cerraba los puños, arrepintiéndose de que se le hubiera caído el cuchillo. Nunca aceptó lo poco que había hecho, pero con apuñalar a uno, al menos uno... Entonces le rogó a Mónica que le enseñara a disparar, a lanzar granadas y a plantar bombas sin morir en el intento.
En 1976, después de que Julia hubo recibido largos entrenamientos con soldados experimentados, Mónica la delegó a Matagalpa, cerca de Jinotega, bajo las órdenes de Sadie Rivas, una chinita de baja estatura, cuerpo robusto y valor inaudito.
Julia siempre la describió con orgullo. Sonreía al recordar cómo los hombres que estaban bajo las órdenes de Rivas se quedaban pasmados por la determinación que mostraba la pequeña guerrillera en sus famosos ataques nocturnos, casi suicidas. Cuando a Sadie se le encendían los bellos ojos negros, Julia la seguía.
Sadie y el resto de los sandinistas podían tener valor a raudales. Pero los hombres de Somoza tenían algo que a ellos les faltaba: recursos. La Guardia Nacional estaba bien alimentada, tenía armas más modernas y medicamentos a su disposición.
Con varios de sus compañeros, Julia cayó presa. Pasaron seis meses en la cárcel. La separaron de Sadie, por¬que juntas representaban un peligro y podían reclutar a las mujeres guardias.
En la oscuridad de la noche los carceleros las colgaban desnudas y las golpeaban con penes de toro. Las pesadillas de Julia volvían a ser realidad: se abría la puerta y entraban de dos en dos, uno la sostenía de los brazos mientras el otro la ultrajaba.
–Pendejos que eran. ¡No entraban solos! – recordó una vez.
Un día como cualquier otro, se les absolvió de culpa en un confuso juicio que Julia nunca comprendió ni cuestionó. Se separó de Sadie por su seguridad, y logró reunirse con Mónica Baltodano. Ella y sus seguidoras, Martha Granshaw y Rosa Argentina, la convencieron de que la venganza iba a requerir tiempo. La clandestinidad era la solución.
De nuevo clandestinas, llegaron a Managua donde se había logrado un progreso considerable, al comparar a la capital con las otras regiones del país. Julia se dedicó a reclutar simpatizantes en los barrios durante todo el año de 1978. Era un trabajo de hormigas pacientes, furtivo y un poco más seguro. Pero todavía quería pelear.
Llegó entonces 1979. La Guardia Nacional, desesperada, atacaba indiscriminadamente y no daba cuartel. Los sobrevuelos de sus aviones proyectaban la amenaza de los bombardeos.
El primero de junio comenzó la insurrección general. El día 13, la Guardia Nacional asesinó a los niños y adolescentes de la Colina 110.
El 15 de junio, Julia tenía que encontrarse con la hermana de Mónica, la heroína Zulema Baltodano. Luego de perder territorio en las batallas de los barrios Monseñor Lezcano, La Ceibita, Santa Ana y la Colo¬nia Morazán, varios jóvenes, incluida Zulema, se replegaron hacia el Barrio San Judas donde llegaría Julia, quien se había atrasado obteniendo información de los superiores. Desinflados, los casi doscientos jóvenes se reunieron en lo que parecía ser un lugar seguro, recuperaron algo de energía y disponían dirigirse cerca de la embajada de los EUA. Julia corría con su fusil, dos sacos de suministros y mucha información, a más no poder, por las calles de la capital.
Los sandinistas caminaban por una plaza deportiva sin saber que las miras de los fusiles de asalto de la Guardia Nacional les apuntaban con una única orden: sin sobrevivientes.
Mientras, Julia respiraba agitadamente, luchando por mantener el ritmo de la marcha y llegar cuanto antes. Los balazos de la Guardia Nacional marcaron el inicio de la matanza: arrasaron con los jóvenes. Algunos inútilmente trataron de tomar sus armas y contraatacar. Los de la retaguardia huyeron para salvar la vida.
Al escuchar las ráfagas, Julia cayó de rodillas en el asfalto. Se le rasparon las palmas de las manos. El rifle y los sacos le impidieron levantarse.
Los ojos le ardieron de lágrimas y furia: era demasiado tarde. Volvía a recordar. De nuevo sangraba, de nuevo lloraba, de nuevo como en El Cuá. Al fin pudo levantarse y desapareció entre los callejones.
Su pasaporte falso le salvaría la vida. Escapó tan sólo semanas antes de que cayera Somoza. ¡Qué ironía! No pudo celebrar. Cruzó la frontera con la ayuda de unos centros de apoyo a los exiliados ubicados en Guanacaste y con los contactos que tenía con la Juventud Revolucionaria Nicaragüense. Atrás dejó al pueblo delirante de felicidad y los gritos de una revolución.
Nunca detalló cómo llegó aquí. Sé, por conversaciones que tuvimos, que un capataz la trajo a San José. Fue cocinera, barrendera, y trabajó para una fábrica de papas fritas en Cartago. Llegó a nuestra casa cuando nuestra madre puso un anuncio en el periódico.
Cocinaba, barría, y lavaba ropa. Durante 14 años hizo lo mismo, y en el último año cada vez con más lentitud. Fue por miedo a perder el trabajo que nunca nos dijo nada. En el hospital, mientras veíamos una mancha blanca y sólida en las radiografías, y el doctor del servicio de oncología nos explicaba cómo el tumor estaba infiltrándose en otros órganos, traté de encontrar una explica¬ción a su forma de actuar. ¿Cómo hacía para trabajar con aquel dolor en la espalda cada vez que levantaba la ropa y la cargaba en la lavadora? Tenía apenas cincuenta y cinco años, pero muchos hubieran dicho que fueron suficientes.
La noche en que se rindió fue larga.
No supe nunca exactamente cómo fueron los demonios que la sitiaban, desde el aliento fétido de los guardias nacionales hasta el tableteo de las ametralladoras. Trataba de imaginármelos y de imaginarme a Julia cuando sostenía un arma en vez de un cucharón, y cuando los adolescentes que atendía eran valientes guerrilleros como ella.
Salimos temprano del hospital. El trámite de la muerte es rápido. Son los recuerdos los que perduran.
Llegamos como a las once. Nuestra madre se fue al cuarto, mis hermanos cada uno al suyo. Cada duelo es siempre diferente. Yo me senté en el comedor a mirar el reloj y a esperar a que fueran las doce y cuarto.

Bernardo Montes de Oca


Bernardo Montes de Oca (San José, 1985) es escritor, periodista e ingeniero. Buscó escapar de la adolescencia a través de la escritura. Algunas producciones suyas han sido publicadas en antologías. La reina Vishpla es su primer libro de relatos. Como periodista ha ganado premios nacionales e internacionales, además de publicar en medios costarricenses y españoles.