22/2/13

Byron Salas Víquez - (H)Ada de sí misma








El caballo muerto de Víctor Vásquez Temó


(H)Ada de sí misma


¡…Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!
Asturias

1.



Ada caminaba al borde de la carretera cargando un bolso rojo. Para allá y para acá los potreros atestados de boñiga y unos cincuenta metros más adelante, en medio de las ondulaciones como de agua, producidas por el calor infernal, una bandada de zopilotes se disputaban las tripas de un caballo muerto. Se tapó la nariz cuando el olor de la pudrición le llegó, hizo una mueca de asco. Cruzó la calle para no pasar al lado del cadáver.

Se había despertado desesperada por las pesadillas recurrentes. Esas donde revivían los hechos de muerte y sangre que solo ella sabía guardar. Porque otra persona no hubiera aceptado de la misma manera sumisa, así como ella, guardarse para siempre las imágenes del güila muerto y el esposo enfurecido.
 
Los zopilotes se espantaron cuando Ada alzó su bolso rojo y lo meneó en el aire frenéticamente, para asustarlos. Alzaron vuelo y se colocaron en las ramas de un guarumo seco. El caballo sin ojos y con la panza tasajeada echaba humo sobre el asfalto. “No… las pesadillas, el café que me quedó mal, la trasnochada, la caminada: ésta caminada que me va a terminar matando…”, en el peregrinaje dominical, Ada, recorría los diez kilómetros que separaban su casa del cementerio perdido en el que reposaba el hijo. “Porque Macho es otra historia, Macho no era pa tierra santa como él…”, se dijo mientras ponía un rollo de santalucías sobre la crucecita del mocoso. La caminada era agotadora, y levantarse de nuevo, después de echarse toda la retahíla sagrada de rodillas en el pedregal, resultaba ser un esfuerzo titánico. En el aire sepulcral del cementerio todavía volaban como mariposas negras los ora pronobis… Detrás de las cruces colocadas en filas perfectas, los ojos negros y sin fondo de los duendes, esperaban su letanía y el ruego, que se les colgaba de la boca y les bendecía con perdón. Perdón otorgado por el Supremo. 

Las rodillas sangraban un poco de cholladas. Parecía estarse escurriendo en gotas de sudor salado y terroso. Ada echó camino, diez kilómetros de nuevo para llegar a la casa, aguantar los ladridos y aullidos de alegría del sarnoso, poner a hacer café, y sentarse a la cama a curarse las rodillas. Luego tendría que ponerse a rezar de nuevo, hincada sobre colmillos de perros muertos, para ahuyentar a los demonios que le aruñaban la casa mientras anochecía. Macho nunca los oía, pero ella sí, ella sabía que estaban ahí mostrando sus uñas curvas y sus vergas fláccidas, restregándose lascivos por las paredes, volviendo locos a los perros y haciendo que los gatos se ericen en los tejados. “Yo Ada de luz, pido la luz, Ada de luz, luz, tiene la luz que otorga la LUZ!”, y ponía los colmillos de los perros que había matado metiéndoles un machete por la garganta, y aparecían mariposas negras gritando con bocas de yegua: ¡Ora pronobis!
                                        ¡OOOOOoooraaa PRRROnoobis!,
y entonces retumbaban los mosaicos del piso como bombos. Y en el cementerio se abrían huecos por donde se asomaban inquisidoras lenguas a saborear el aire de los tiempos que no alcanzaron a vivir. Y los demonios, legiones de Luzbel, se retorcían y se enroscaban en el corredor que le daba vuelta completa a la casa. Y le susurraban al oído, en forma de alacranes de humo, obscenidades y blasfemias que Ada desoía jalándose los pelos como loca.

Mientras la lucha arreciaba – un aguacero aislado en medio de la tarde – Macho seguía empinando la botella de Cacique frente al televisor con patas de gallo.


2.

Macho la tomó de las piernas porque era la noche de bodas y la acostó de un solo golpe en la cama. Ella solo lloriqueó y trató de darle un par de patadas que él logró esquivar.

La tercera le rompió el labio inferior al esposo.

Ada corrió en medio del barreal que rodeaba la casa, Macho la perseguía de cerca con los genitales listos para la violación, el barro se volvía espuma y los pies se enterraban hasta impedir el paso. Ada se veía en una enorme piscina marrón, bajo el aguacero de octubre (mes en el que se casaron hace veinticinco años), que no la dejaba moverse. Las manos de Macho la tomaron de las mechas y la acostaron en el barreal, le abrió las piernas y se bajó los pantalones: entró en ella como un animal. Las uñas rascaban el barro mientras el aguacero se volvía más fuerte, todo impedía que oyeran los gritos de Ada, que al final, ya con la garganta raspada y el galillo casi despegado, se resignó a disfrutar el acto.


3.

El hijo nació rosado y baboso.

Macho empinaba la botella y veía televisión. Mientras el chiquito, ya cumplidos los cinco años, le pedía sorbos de aguardiente. Y Ada se quedaba mirándolo cuando salía a jugar al patio y hablaba y hablaba, y hacía reverencias, canturreaba cosas en un idioma raro que a ella le ponía los pelos de punta. Más porque todas las noches veía a un bicho alto y flaco, como un palo seco, con ojos negros y profundos, que se acercaba a la cuna cuando ella le estaba frotando la cabeza para que se durmiera. Y cerraba los ojos para no verlo de frente, mula del diablo gigante que le respiraba al chiquito en la cara.

Cenando los tres: Macho se levantó de la mesa enfurecido. Salió al corredor de atrás y pateó dos veces la pared. Le chifló a la nada y puteó a su madre. Entró con la hoja del machete blandida contra el niño, y se acercó hasta la mesa. Ada se levantó y cogió al niño, le besaba la cabeza, le besaba las piernitas, los bracitos, los cachetes, y el chiquito se soltó y cayó al suelo, donde el padre lo agarró a filazo limpio sin decir nada. Ada miró y miró la sangre y las vísceras, los huesos expuestos, y hasta el final, soltó un grito y se arrancó la blusa y la enagua enfurecida para abrazarse al cuerpo del hijo, tomándolo de la cabeza sin ojos, sin orejas, sin dientes…

Un día Macho iba a blandir el metal en contra de sí mismo. El hijo era la magia de la vida de Ada, y la magia se la guardó en las telarañas del cuarto y en los hilos de las cobijas.


4.

Se levantó y las rodillas le sangraban. Un colmillo se le había ensartado.

Sabía que todos los especímenes abismales seguían rondando la casa. Se acercó hasta donde Macho tenía puesta su silla y veía tele. Se puso frente a él, Macho la miró y le sonrió, ella se metió al cuarto de nuevo, se envolvió en las cobijas y llamó al hombre, que ardiendo en deseos de sexo, entró al cuarto y se desnudó. Se tiró a la cama a culo pelado como Ada y comenzó a restregarle la verga por las piernas, Ada se levantó y le dijo que se volviera boca abajo para practicarle un masaje. Afuera las mariposas negras los protegían recitando letanías y dando respuestas con bocas de yeguas, y los bichejos se mecían en los almendros y coyoles como bandadas de monos aulladores. Ada se puso un calzón de cuero que tenía adherido un falo de plástico, Macho esperaba el masaje y lo que sintió fue la entrada de la pinga plástica. El dolor que se le extendió de arriba abajo lo inmovilizó y la cara se le volvió una mueca de asco y agonía, Ada le gritaba improperios y lo penetraba con fuerza.

Quedó en la cama tirado. Con el culo sangrando.

Ada trajo el machete del corredor de atrás, lo blandió desde que venía por el pasillo. Los demonios ya se metían por las celosías y despedazaban la casa. En el cementerio los muertos se revolcaban deslenguados. Ada le cortó la cabeza a su marido como lo hacía la guillotina.

Salió al corredor mientras los bichos destruían su casa y vio a los duendes del cementerio jugar con su hijo. La mecedora que estaba a su lado comenzó a mecerse suavemente y una voz le preguntó: 

¿Por qué sos Ada? 
Porque las “adas” somos hadas, y hay hadas malas que conjuran a los malos.
- Mucha imaginación
- No, qué va, fue Disney

El bicho con forma de palo seco se esfumó de la mecedora.

En su mecedora, Ada se volvió calavera.

Atenas, 10 de febrero 2013



Byron Salas Víquez. Nació en San José en 1993. Loco por naturaleza. Lector por vocación. "Escritor" porque sabe que es lo mejor que puede hacer con su vida. Amante de su carrera: Filología clásica (aunque lo amenacen con que se morirá de hambre). 

Colabora en la revista electrónica, Literofilia.








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20/2/13

Madrugada 5:15, Gabriel Gurdián Castro




 Gabriel Gurdián Castro debuta como novelista con Madrugada 5:15, impresa por Editorial Germinal en su colección Revenar en el 2012. Anteriormente el autor había editado una revista “Me retracto de lo dicho” (2001-2006) y un poemario “De amores & destramos” (2011).

Madrugada 5:15” es una novela juvenil e ingenuamente escrita, donde aparentemente (no estoy seguro) entre la 1:00 a.m. y las 5:15 a.m., Rudy, un muchacho vano, hedonista y pequeñoburgués, escribe sobre sus conquistas sexuales y borracheras.

Deliberadamente explícita e irreverente por momentos,  Madrugada 5:15 es la mayor de las veces  aburrida y retórica,  aunque intenta romper con la linealidad temporal donde los recuerdos y divagaciones del personaje parecen surgir espontáneamente sin un orden estrictamente cronológico. Pese a ello, el texto está pobremente escrito, y plagado de problemas de estilo, como el abuso del símil y de la oración corta y sin duda el más serio: la rima asonante de principio a fin, (como si el narrador pensara, hablara y actuara en verso) dando como resultado una prosa cacofónica, descuidada y de mal gusto, aquí un par de ejemplos[1]:

“Lo más difícil es la ternura, lo más nítido es la pasión. Entereza sin culpa, como si fuera la peor lucha. No sé qué es esto,  entiendo que no puede ser cierto. Tal vez en un tiempo lo encuentro sin duda alguna lo siento. No es porque no haya sentimiento, mucho menos culpa o falta de medios. La situación no es nula. Al contrario, siempre fue poca y oscura. El discontinuo uso de apariciones inconclusas marcan la entereza mezquina del impertinente ardor a querer más acción”. (pág. 17).

“A veces dan demasiada pereza las normas implantadas por esta ciudad. Si no fuera porque existen ciertas reglas que se deben respetar, pasaría el resto de mis días persiguiendo mujeres al azar. Qué ganas tengo de tocar, me muero por probar, pero siempre es imposible, hay que hacer cosas absurdas para conseguir medios para conquistar”. (págs. 27-28.)

El narrador, Rudy, parece no tener nada más en la vida que conquistar muchachas entre fiesta y fiesta y enamorarse de ellas con la misma facilidad que se cambia de pantalón, como resultado sus evocaciones son cursis y lugar común:

“A mí me encanta el olor de tu piel. A mí me encanta la pasión que aparece cuando me ves. A mí me encanta que seas así, sin más ni menos, solo así. A mí me encanta cuando me volvés a ver, me siento infinito, sin poder respirar, sin palpitación… a mi me encanta cuando gritás mi nombre en la noche fría de enero, transformando todo en un infierno carnal en el misticismo de la oscuridad.” (pág. 14)

“Y aunque  este poema no tenga ni pies ni cabeza, no sé por qué cuando me veo con vos solamente soy así… un ser abstracto, completamente estúpido que desea amanecer con vos. No como aquella vez del vino, ni tampoco todas las veces que te he ido a dejar. Carajo, cuando amanece y seguimos hablando incoherencias sin parar. Muertos de risa y yo con unas tremendas ganas de poderte besar. Porque es casi imposible, como aplicar el razonamiento a una historia humana destinada a la repetición.

Tal vez, algún día termine nuestra oración. El día que termine, aún estaré incompleto sin vos.” (pág. 74)

Curiosamente y a pesar de sus apasionados arrebatos, Rudy es profundamente misógino, las mujeres son únicamente objetos de su placer, es incapaz de cualquier sacrificio o compromiso, la mujer acaba siendo un objeto de su deseo hedonista y burgués, al punto de acabar siendo un goce egoísta y decadente como el sustrato socioeconómico y consumista al que pertenece:

“Una buena cogida es como un buen cague. Se sabe siempre que, al terminar, uno va a acabar sudado, satisfecho y cansado. A veces el proceso es dolorosos, por el esfuerzo realizado (a veces uno puede acabar con la verga doblada o chimada) pero al final uno queda con una buena sonrisa por dentro” (pág. 13)

“Es en estos momentos donde agradezco ser hombre. No hay nada mejor que las mujeres, son como un vicio… mejor que cualquier droga”[2]. (pág. 72)

“María  siempre se quejaba de que se la metía demasiado adentro. Siempre decía que su[3] verga le llegaba hasta el ombligo. Eran esas ciertas posiciones  que tanto le causaban dolor a María. Yo solo pensaba, “que hijueputa mujer más tallada”.

María siempre pedía estar arriba, de hecho, esta era la única posición donde ella podía llegar al orgasmo. Era como si de esta manera podía controlar la situación[4]. A si masajeaba su punto G con mi verga, a mi no me importaba mucho cual posición estuviéramos haciendo, mientras fuera coger.” (pág. 79)

Con todo y que la novela desea exponer estos encuentros sexuales de una manera directa y sin eufemismos, más que exponerlos parece hacer una apología de ellos, cierto es que este recurso muchas veces ha servido y sirve en la literatura como ruptura de la falsa moral y los escrúpulos dominantes, y empleado con pertinencia y en el contexto adecuado resulta estupendo, en el caso de Madrugada 5:15 por su gratuidad no parecen más que pastiches de lo peor de un folletín pornográfico.

Tal vez, una lectura desde el punto de vista sociológico o antropológico podría encontrar material útil para elaborar tipologías alrededor del segmento de la población representado por el protagonista de la novela, pero literariamente y estéticamente hablando, Madrugada 5:15 no aporta nada, es un libro soso y superficial que no penetra en los personajes y situaciones que narra. Le faltó al autor madurar el texto, desprenderse emocionalmente de él; igualmente le faltó la retroalimentación y la mirada fresca de unos lectores juiciosos para depurar su trabajo tanto en contenido como en la forma (una revisión filológica resulta obligatoria) antes de publicarlo. En general es una novela que le faltó oficio y en esta ocasión también la rigurosidad de un editor menos laxo y más exigente.

Germán Hernández


[1] Los subrayados son para enfatizar las rimas asonantes.
[2] Y en efecto, en la novela las mujeres son cualquier cosa menos seres humanos.
[3] No, no es dedazo mío, pero tampoco se trata de un travesti, más parece un descuido del autor y el editor.
[4] ¿Entonces si una mujer tiene un orgasmo es por que controla la situación?

 
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15/2/13

Eduardo - Alfredo Pizarro



 
 
Eduardo


 El niño se acerca a la casa sintiendo en la frente, por primera vez, el pulso irremediable de las malas noticias. La opresión en el pecho que ha sentido durante todo el recreo, mirando de hito en hito la jardinera vacía, se está convirtiendo en una estocada de fuego que sofoca y arde al mismo tiempo.

La calle está vacía, silenciosa. En algún patio lejano ladra un perro.

Abre con dificultad la verja ruinosa, empujándola con el pecho. Es pequeño para sus seis años y tiene la circunspección y lentes redondos de un pequeño profesor de ciencias. Lleva en la mano una bolsa de papel llena de caracoles de mar. Toca la puerta suavemente, luego más fuerte.

No hay respuesta.

***

El niño no juega en los recreos con el resto de los chicos que saltan, corren y gritan como endemoniados. Desde su escondite junto a la biblioteca, como intuyendo la protección de una autoridad milenaria, merienda a solas y observa. Es hijo único y, como tal, padece de un terror adánico a la Humanidad.

En casa juega horas y horas con sus juguetes caros de niño solitario. Incluso mientras merienda piensa en ellos. Se ha vuelto tan hábil con su carrito rojo a control remoto que ya le hace girar antes de que choque contra las paredes o los muebles de la terraza.

Al cabo de algunos días de franco aburrimiento, se da cuenta de que alguien más se sienta solitario al otro lado del patio, en una jardinera con geranios: es otro niño de primer grado que vagamente reconoce porque nunca se quita una ajada chaquetilla de pana.

El chico de la chaqueta de pana jamás merienda, pero parece sonreír para sí mismo todo el tiempo.

Un día en que los emparedados son de atún, que detesta, el niño cruza el territorio enemigo antes de que finalice el recreo y se los ofrece al chico de la jardinera, quien da las gracias con gran cortesía y una voz dulce, aflautada.

“Me llamo Eduardo”, se las arregla para decir mientras traga, casi sin respirar. “Esta chaqueta me la regaló mi papá. Me la mandó de Estados Unidos porque él trabaja ahí y me va a llevar a Disney. ¿Sabés qué es Disney? Es un país que queda por Estados Unidos y que tiene un castillo y unas playas muy bonitas, con barcos piratas. Yo nunca he visto el mar. ¿Vos has visto el mar?”

Eduardo habla rápido, con gran autoridad. Al otro niño le parece increíble que un chico de su edad sepa tantas cosas. Por eso, al día siguiente, busca nuevamente a Eduardo y comparte con él los emparedados, aunque esta vez son de mantequilla de maní con mermelada, sus favoritos.

“Mi papá no es un vago, como dice Abuela. Antes jugaba con Saprissa y después fue a la guerra en Nicaragua. Ahora es un doctor muy famoso en Estados Unidos. Cuando venga me va a llevar a vivir con él.”

El niño observa que Eduardo siempre tiene las piernas rojas de cardenales, con marcas de golpes de cinturón.

“A veces mi mamá se enoja mucho conmigo”, explica encogiéndose de hombros.“Algunas noches llora en su cama. Yo la oigo pero me hago el dormido.”

Con el tiempo Eduardo comienza a acompañar al niño hasta su casa, en donde miran la televisión y hacen castillos de LEGO. A Eduardo le gustan los castillos y la sensación de la alfombra bajo sus rodillas, pero prefiere jugar con el carrito a control remoto y ya casi es tan hábil como su dueño. Al otro niño le gusta que Eduardo pase las tardes en su casa, porque allí nadie puede golpearlo con el cinturón.

***

Una tarde, a la salida de la escuela, Eduardo anuncia con gran misterio que irán a su lugar secreto. Toman un camino levemente diferente y entran sigilosos en un callejón entre dos casas, hasta encontrarse de frente con un potrero invisible desde la calle, interrumpido de tanto en tanto por guayabos casi horizontales y un puñado de pacíficas vacas.

“Mi mamá no me deja venir aquí, pero a veces me escapo. Hice este hueco en la cerca. Vení por aquí, yo te sostengo el alambre.” Los ojillos rasgados, casi orientales, le brillan como luciérnagas diurnas. En uno de los extremos del potrero corre una acequia llena de olominas y cangrejos de río. Son tiempos sepia, somnolientos, prodigiosos.

Después de correr y atormentar a las vacas un rato, se sientan al borde del riachuelo, sin hablar, aspirando más que saboreando las guayabas maduras, apartando con cuidado los gusanos de la pulpa. Eduardo señala al otro niño un punto brillante a la distancia, un reflejo de luz en las montañas azules que bordean la ciudad hacia el norte.

“¿Ves eso que brilla? Ahí es Estados Unidos, donde vive mi papá. Y allá donde se ve como una torre está Disney. Cuando mi papá venga en diciembre le voy a decir que te lleve también para que nos subamos a los barcos pirata y nademos en el mar.”

El otro niño no dice nada, pero por varias noches soñará que el papá de Eduardo regresa y los lleva a un lugar con piratas, castillos y conos de helado. En el sueño Eduardo no tiene marcas en sus piernas y sostiene una caracola contra su oído. Y sonríe.

***

Justo el último día antes de las vacaciones de medio curso, Eduardo viene a jugar a la casa del niño y se va más tarde de lo usual, cuando ya comienzan a encenderse las primeras luces del vecindario. Eduardo no puede creer que su amigo pasará en la playa una semana entera y le hace prometer que cuando regrese le describirá con detalle el mar y cualquier barco pirata que vea. 

“¡No se te olvide recoger muchos caracoles!”, le grita antes de romper a correr y perderse en una esquina.

Un par de horas más tarde, cuando el padre llega a casa, el niño está sentado en su cuarto, en la oscuridad, mudo. A pesar de las bromas y los juegos, no quiere moverse ni hablar. La nana está igual de sorprendida, pues había estado jugando normalmente con el otro chico toda la tarde.

Es sólo hasta que la madre llega a casa y sube a verlo, que el niño comienza a llorar sin ruido, gruesos lagrimones bajándole por las mejillas y empañándole los lentes. Ante la insistencia de los adultos, finalmente confiesa que no encuentra su carrito a control remoto y cree que Eduardo se lo ha robado.

El padre es generalmente un muchacho alegre y ocurrente, pero tiene un celo excesivo por su hijo y explota de ira, como un poseso. Sin hacer caso a su mujer, toma al niño bajo un brazo y lo sube al auto. Luego conduce largos minutos por los alrededores de la escuela hasta que el niño logra señalar el jardín macilento y la casita desteñida de Eduardo. Desde el auto, el niño oye cómo el padre toca la puerta con cierta violencia y ve la menuda figura de mujer que la abre, enmarcada por el reflejo plateado del televisor. Escucha los reclamos del hombre, los gritos de la mujer, las lágrimas del niño. Antes de que el auto arranque escucha también los primeros golpes.

Tres o cuatro días después, mientras limpia el cuarto del niño, la nana encuentra bajo la cama, en el rincón más oscuro y distante, el carrito perdido.

***

El niño pasa el resto de las vacaciones en la playa e, ignorante aún de que el mundo cobra particularmente caros los errores de inocencia, cuenta los días para encontrarse con Eduardo y describirle el mar.

Pero Eduardo no llega a la cita del recreo ese día, ni el siguiente.

Al tercer día, el niño empuja con el pecho la verja oxidada y toca la puerta por minutos sin fin, primero con aprehensión y después con puños y lágrimas, hasta que una vecina compasiva le grita a través de la calle que la muchacha y el niño se mudaron hace ya una semana, vaya Dios a saber dónde.

Cuando comienzan las lluvias la bolsa de caracoles se deshace, solitaria, en el jardín de la casucha vacía. Y antes de que termine el año, cuando el niño aprenda a leer, descubrirá que Disney no es un país, ni queda en las montañas de Heredia.


Alfredo Pizarro (San José, 1972) es abogado de profesión y cuentacuentos de vocación, posiblemente porque ambos quehaceres tienen más en común de lo que uno se imagina. A pesar de su aburridísima carrera, ha encontrado espacio para producir, bastante infrecuentemente, uno que otro relato. Aunque ha vivido en lugares tan exóticos como Colorado Springs y Barcelona, nunca es tan feliz como cuando se toma un vino con amigos en su biblioteca en Heredia.

Su cuento "Un Profeta" fue publicado en la antología de Editorial Club de Libros "Fin del Mundo" (2012).
 


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