30/10/14

Intento de prólogo en Fa menor - Laura Fuentes se refiere a "Apología de los parques"


 
Se tiende a defender aquellas causas que mucha gente considera perdidas, como la vida en Marte, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, y claro, el hipotético caso que nos ocupa, el transcurrir de la vida en los parques de un satélite aldeano con ganas de ciudad. Este sitio, semejante al casco central de San José de Costa Rica, es donde Germán Hernández localiza la acción de su novela, es un contexto urbano ceniciento, cuya peculiar belleza quizás se encuentra en las grietas espacio-temporales que permiten la evasión del recinto, o bien, la asimilación al engranaje que sostenido entre neón y monumentos olvidados, recoge el gastado andar de una especie urbana neo-tropical.

Es sobre personajes desposeídos de glamour, cuyas vidas parten de la búsqueda, la huida y la persecución, a veces superpuestas, otras veces contradictorias, porque el monopolio del autoengaño huele a homo sapiens, que el autor construye un relato convincente sobre las carencias cotidianas, la sobrevivencia del cuerpo y del espíritu, o tal vez, solamente sobre los afectos idos y anhelados.

Ya dentro de la trama, el narrador entra y sale de las subjetividades de transeúntes y personajes que pueblan la aldea urbana, como si fuera un realizador cinematográfico mostrándonos los planos de sus personajes, va cámara en mano, proyectando una suerte de travelling mental, donde privilegia el monólogo interno. Así, este narrador nos presenta desde travellings de seguimiento, que finalizan bruscamente con un elemento inesperado que cambia la acción, cuyo desenlace creemos ingenuamente adivinar, hasta travellings de presentación progresiva, donde el narrador va mostrando paulatinamente los detalles de aquello que contempla el personaje, desde un plano subjetivo.

La comparación cinematográfica no es fortuita, pues en esta novela de Germán Hernández se nota un detallado trabajo de observación e interpretación de la fauna urbana, mostrada como una intrincada red de tentáculos humanos que se succionan los unos a los otros hasta perecer o formar otro tentáculo aún más monstruoso. El resultado parece ser el humus donde crece el cementerio de palomas en que se convierte la ciudad capital.

Abundan los guiños fantásticos en “Apología de los Parques”; las palomas se transforman en una plaga de proyectiles asesinos, un montículo de hojas implorante es una mujer violada que sigue al protagonista hasta dispersarse en el viento o en el olvido, otra mujer se extrae el corazón y lo conserva en la nevera, Dios es una luz azul surgida de un proyector imaginario que acosa con su presencia a uno de los protagonistas, y asistimos a un espectáculo –curiosamente aún no ideado por los tecnócratas- que podría llamarse explotación sexual comercial de maniquíes piromaníacos.

Por otra parte, Raimundo, el protagonista principal, devuelve la vista a un ciego y hace que se regenere un muñón en la pierna de un lisiado, sus anti-milagros son fruto del azar y de la ignorancia de su “don” en un zoológico humano, que de forma general vive mejor con su carencia y es incapaz de desenvolverse desde la completitud, una metáfora cargada como una Beretta 9mm dispuesta a mutilar más de una conciencia. El más ilustre representante del ethos de la aldea urbana es el mismo Raimundo, cuya naturaleza está representada por la carencia, y desde ahí, por la aspiración a encontrar una amada imaginaria cuyos tacones sólo resuenan en su interior.

Laura Fuentes Belgrave
Es una fauna principalmente masculina la que el autor describe, las mujeres constituyen en el mejor de los casos, personajes secundarios cuya naturaleza tiende a ser objetivizada de la misma forma en que la mayoría de las tribus de nuestras sociedades modernas lo hacen, con una pizca de Barbie goes to work y con otra pizca de la presa atávica a cazar por la horda masculina.

El lema de esta tribu urbanita podría ser “sálvese de la vulgaridad” como lo expresa con sarcasmo lúcido el mismo narrador, quien finalmente nos lanza un sálvese de la fetidez de su propia vida, no la huela, no la palpe, sobre todo, no la ingiera. Continúe viviendo una vida plástica como la margarina, parece mantequilla, pero es sólo plástico alimentando el cúmulo de chicles que constituyen sus entrañas.

Pero no se ofenda, ponga un poquito de edulcorante en su bebida, y disfrute esta breve novela que relata el agridulce triunfo de impotentes y fracasados en un mundo que enmascara las más básicas pulsiones humanas.

Laura Fuentes Belgrave[1]
San José, Abril de 2014


[1] Laura Fuentes Belgrave. Escritora costarricense, es autora de los libros de relatos “Cementerio de cucarachas” y “Antierótica feroz”.


23/10/14

Diario de Finisterre – G.A. Chaves

Todo lo que es sólido se disuelve en el aire
K. Marx


Antes de referirnos a esta estupenda novela, cabe hacer un par de aclaraciones o advertencias tanto para quien ya leyó Diario de Finisterre como para quienes están a punto de hacerlo.

Primera aclaración:

San José, como personaje o como escenario literario no es una novedad. Hace rato que la narrativa costarricense ha logrado librarse de los naturalismos y criollismos para apropiarse el espacio urbano. Habrá a quién quien le parezca “polo” referirse a San José como sujeto literario, ya sea que sirva de sustrato para el desarrollo narrativo, o ya sea como personaje, y tal vez tenga razón cuando San José es equiparada con una Babilonia, Sodoma, Gomorra y Babel todas juntas, cuna y suma del pecado y todos los males de la tierra. Eso por supuesto es un clisé muy cursi, y lleno de moralina y es un hecho que se evidencia en muchas obras, especialmente en la poesía: que el discurso sobre la ciudad y en especial San José parezca la toxica prédica condenatoria surgida de un púlpito dominical.

Pero no se alarme, en Diario de Finisterre, San José es una ciudad muy amable, un lugar donde se puede vivir y soñar, un lugar que se transforma a cada instante según su observador. Por sus proporciones, por sus múltiples rostros, San José puede ser abordada desde su diversidad y conocida selectivamente, ni la mejor ni la peor, tan solo un objeto-espacio con toda la dignidad de convertirse en un sujeto-literario. Igual valor literario tienen París, Londres y San José, lo profundamente humano y el sentido habitan igualmente en estas ciudades y en cualquier otra.

Aclaro esto, para ya no tener que referirme al asunto de la ciudad en Diario de Finisterre, brillantemente tratado, pero un tópico más, ni el más relevante, ni novedoso.

Segunda aclaración:

Tiene que ver con las expectativas de lectura, en especial en un país donde poco se lee, y de esa pequeña población de lectores, su preferencia por un autor u obra nacional es todavía menor. Salvo, eso sí, los libros condenados y destinados a las labores escolares y a fecundar el odio por la lectura, o bien, aquellos que generen algún tipo de escándalo (por demás extra literario)  que despierte la morbosidad del público. Para el lector más o menos habitual, que busca mensajes profundos, hermosas alegorías sobre la vida, enseñanzas y gestos ejemplares, de antemano le digo que no las busque en Diario de Finisterre. Esta novela debe ser leída sin prerrequisitos, tan solo con la intención ociosa de gozar un texto cuyos logros plásticos tanto de composición como lingüísticos son portentosos. Los otros constructos, sobre la existencia, sobre nosotros mismos, la manera en que nos desnuda esta novela, es ganancia.

Dicho lo anterior, podemos pasar al texto, priorizar en lo que nos parece más relevante y es la construcción de personajes sólidos, complejos y psicológicamente logrados, Carlos Agustín Galsonati es todo un logro literario, G.A. Chaves al igual que su tocayo Flaubert ha alcanzado construir un personaje al nivel de una Madame Bovary. Esa elaboración minuciosa que nos permite contemplar a un personaje, verlo actuar y desenvolverse, cobrando vida en el transcurso de la novela, un personaje que es "lo que hace" y no lo que "nos cuentan que hace", que es "lo que dice" y no lo que "nos dicen que dice"; eso requiere maestría y trabajo arduos, igual podemos referirnos de otros personajes: la tácita Sonia, la encantadora Denia, el maravilloso Rubén. G.A. Chaves ha logrado su  le mot juste” en cada personaje.

La novela está compuesta por siete capítulos que corresponden a un día, cada uno en orden cronológico, y de una Obertura y un Epílogo.

Sonia se ha ido para Brasil por quince días, y no ha pasado el primer fin de semana y Agustín Galsonati, su esposo, ha entrado en un profundo paroxismo, la casa está hecha una pocilga, no ha preparado sus clases universitarias, “Era como si el mundo se hubiera ido a Brasil con Sonia.” (pág.17) Tras mil esfuerzos logra reponerse, sobrevive a una intensa resaca el lunes, imparte sus lecciones en la Universidad de Costa Rica  y logra al fin ordenar un poco su mundo cuando se encuentra con Rubén, su amigo de la infancia y desde siempre, que es músico igual que él para almorzar juntos como todos los lunes y platicar entre bromas y discusiones bizantinas sobre la música por la que parecen sentir en lugar de vocación y convicción, oficio y obligación. Pero aquí es donde se nos declara un aspecto importante sobre la personalidad de Galsonati y Rubén. Para Rubén encontrarse con su amigo es parte de la vida, un asunto trivial, una escusa para nutrirse y renovarse, literalmente y anímicamente. En cambio para Galzonati es la vida, desde el momento en que algo se rompe o no funciona dentro de su administración de rutinas el protagonista entra en crisis. Es curiosa esa fragilidad, que contrasta con los odiosos juicios de valor de Galsonati que parece condenar las vidas y gestos de todo el mundo. Despotrica durante ese almuerzo contra el matrimonio, pero él está casado, pero claro, no como los demás, el sí tiene una razón verdadera (según él) “la necesidad de justificar que Sonia lo acompañara cuando él fue a hacer su doctorado al extranjero. Ellos no necesitaban de seguridades formales para estar juntos. Ni siquiera se habían molestado en intercambiar anillos de bodas.” (pág. 29)Y termina trivializando aquello que no se ajuste a su forma de ser “Es muy típico de gente que se casa con alguien sólo para que les regalen electrodomésticos en la boda, para que el banco les apruebe el préstamo para construir la casa, para dar la apariencia de ser estables y recibir un ascenso en el trabajo, para no sentirse solos y para amortiguar impuestos. Con ese bostezo de vida cualquiera se aburre y termina buscando consuelo en estupideces.” (pág. 29)

Más tarde, en casa, hace intento por retomar la lectura de una novelita, Boca del Monte de Susana Domingo, segundo volumen de una trilogía llamada Eva San José, pero no tiene éxito, dormita el resto de la tarde mientras “llegaba la hora de ir al concierto de esa noche del Festival Internacional de Música en el Melico Salazar. A Galsonati le era indiferente el concierto, pero tenía tiquetes de cortesía por haberse ofrecido a presentar a un profesor estadounidense que hablaría al día siguiente sobre Anton Reicha, su predilecto y olvidado compositor checo, y por alguna razón se sentía comprometido a asistir.” (pág. 34)

Inicia los rituales, “Como siempre, descartó ir de traje entero, convencido de que eso es lo que hace la gente que no sabe de música y asiste a conciertos por cultura. Descartó también ir en jeans y con las faldas por fuera (primero, porque hacía frío; segundo, porque él no era ningún fachoso con ínfulas de artista de esos que van a conciertos para “alimentar el alma”)” (págs. 36-37) como siempre con el aguijón para los demás y su altamente estimado sentido práctico.

Y previo al comienzo del concierto, “Notó que los músicos vestían todos iguales y fue cuando cayó en la cuenta de que el concierto de esa noche era con la Filarmónica, lo cual le resultó terriblemente aburrido porque él había venido con la esperanza de escuchar a músicos extranjeros, y no una orquesta local que podía oír cuando quisiera. Para eso lo llamaban, pensó, Festival Internacional de Música.” [….] “A Galsonati le resultaba siempre un fastidio tanta ceremonia alrededor de gente que él conocía de guareras y de chismes del medio. Lo único que le ayudaba a tomar distancia era ser profesor de teoría y no instrumentista, pero igual se sentía fastidiado por ese medio tan aburrido y endogámico.” [….] “No solo tengo que oír a una orquesta local, sino que también tengo que sufrir de entrada el mayor cliché de la música actual: una pianista china” [….] “No podía creer que, una vez más, hubiera caído en la trampa de asistir a un festival tercermundista” (págs. 38-39) Galsonati no lo aguanta y sale en el intermedio, cuando lo llaman en la calle, es Ana María, fagotista, salvadoreña-norteamericana, una antigua compañera de estudios, resulta que ella también toca esa noche, el encuentro hace a Galsonati regresar al concierto y luego salen a cenar, concretan un posible segundo encuentro, pero Galsonati titubea, siente que todo a su alrededor conspira en su contra, lo empuja hacia pensamientos y deseos hacia su amiga que no había considerado, pero lo peor es que se siente por un instante capaz de concretarlos. “Galsonati lo consideró. Se puso a pensar que si se quedaba un minuto más en esa habitación era posible que no pudiera irse nunca. Ana María notó la pesadez de los pensamientos de Galsonati y decidió cortar por lo sano”(pág. 54). Y aquí aparecen los escrúpulos de Galsonati, su falsa moral, esos “demonios solteros” que lo acosan según él, desde que perdió el confort y el orden de su vida con la partida de Sonia y que ya no lo abandonarán pese a negarlo.

El martes despierta con la llamada de su amigo Rubén, “ayer te vieron entrar a un hotel capitalino a altas horas de la noche con una chica de humo que nadie sabe a dónde va, dónde vive, y todo está mal…” (pág. 55) Galsonati aclara todo con naturalidad. Las llamadas matutinas de Rubén serán a partir de este momento el contrapunto, el detonador que enciende las luces de alerta en su amigo. A media mañana en su cubículo universitario Galsonati recibe una inesperada visita, se trata de Denia, una chica cándida y hasta ingenua, metida en el mundo vegano y new age, es estudiante de canto y además mesera en la Soda Pilar donde tan a menudo va el protagonista y quien nunca la había determinado. Ella le ha traído un sandwhich orgánico, quiere que lo pruebe, ella es beligerante y quisiera que en su trabajo se ampliara el menú con comida sana, y confía en la opinión de Galsonati, terminan charlando un rato. Galsonati escribe un correo a Sonia y hace una llamada furtiva a Ana María sin éxito.

Por la noche presenta al experto en Reicha. Téngase en cuenta que Galsonati pese a ser Doctor en alguna especialidad musical, no es quien hace la ponencia, sino otro; que siendo profesor universitario no da clases de composición, sino de apreciación musical en Estudios Generales; que su amigo Rubén lo llama “Teoriquín”, por lo visto Galsonati es un profesional venido a menos, o más bien, conforme. Al final de la conferencia Rubén se junta con su amigo. Dispuestos a tomarse unos tragos aparece Denia que también ha asistido, a Rubén le avisan que su hijo ha tenido una crisis de asma y tiene que irse. Es un momento crucial para Galsonati, tiene que ser espontáneo e invita Denia a una cerveza antes de irse, descubre que puede decir cosas ingeniosas, que puede pasar un buen rato, “que podía darse el lujo de ir caminando de noche por Barrio Escalante con una muchachita que apenas estaba naciendo cuando él ya tenía cédula” (pág. 73) que ha recuperado el control otra vez y entran al Bar Buenos Aires, al rato pasan a recoger a Denia unos amigos, ella se despide, “Bueno, profe… Galsonati escuchó “profe” y entendió “abuelito”” (pág. 76) la brecha entre ambos según él es inmensa, solo, toma una cerveza más y camina hasta su casa y se acuesta a dormir. Galsonati es un adulto joven que no llega a los cuarenta y cinco años, por eso sorprende su patetismo. No es que alentemos las relaciones asimétricas, pero definitivamente Galsonati confunde una cosa con otra, es él quien se impone una serie de límites y barreras bajo el estandarte de una dudosa ética, hipócrita y conservadora.

A las seis de la mañana del miércoles, un trasnochado Rubén llama a Galsonati. Hablan de la tragedia de su hijo Carlitos, Rubén bromea, alienta y condena su encuentro con Denia, y un siempre recto Galsonati niega cualquier posibilidad de aventura de su parte, “uno, que a mí nunca me han gustado las mujeres que son más jóvenes que yo; dos, que para mí no hay placer en la vida como dar clases de música y que no voy a comprometer eso por un revolcón escandaloso con una carajilla que de fijo lo que quiere es sacarse buenas notas conmigo cuando le toque” (págs. 79-81). Solo Galsonati se lo puede creer, hasta aquí sus posibilidades de un “revolcón” son ridículamente nulas, no ha hecho nada de qué arrepentirse, por eso es tan divertido leer las razones y meditaciones de Galsonati al respecto, ridículas para alguien tan “racional, laico y ateo” que jamás admitirá que se puede “pecar” de pensamiento. La única culpa que siente es no haber cocinado en todos esos días, ni haber ido de compras, el miércoles es su día libre y no lo pasará inmovilizado en casa.

Sale de su casa, desayuna en el Mercado Central, compra algunas cosas y cuando sale, divisa a una mujer que definitivamente tiene que ser Sonia su mujer, la sigue, tiene que comprobarse a sí mismo que no es ella, finalmente la pierde y no logra alcanzarla. Azorado, no le perturba el haber visto a una mujer idéntica a su esposa, sino haber creído que era ella. “Podía existir alguna razón para que Sonia hubiera querido ponerlo a prueba y montarse la impostura de un viaje a Brasil con el fin de seguirlo por dos semanas y ver de qué fibra moral estaba hecho su esposo?” (pág.90) caminando “se topó con la mirada acusante de los dos ángeles de la iglesia de La Dolorosa.  –Yo no he hecho nada –les dijo.” (pág. 90) Llegando a casa echó una miradilla hacia la Soda Pilar por si veía a Denia, ya en casa revisó su celular por si Ana María le había llamado, pero ni señales de ellas. Se dispuso a arreglar la casa y luego de unas horas, como para coronar aquel esfuerzo se puso a cocinar, hay que ver el detalle y parsimonia con que lo hizo, y todo el ritual para comer, terminó de arreglar la cocina y retomó la lectura de la novelita que había comenzado hacía unos días, así se pasó toda la tarde dormitando y leyendo hasta la hora de cena, volvió a cocinar, alistó sus clases y para congratularse por todo lo que había hecho ese día, salió a tomarse un par de cervezas en La Bohemia, ¡que animal de costumbres! “Todo estaba bajo control” (pág.93).

Pero tal vez no por mucho, Galsonati va a tomarse su recompensa en el bar La Bohemia, con toda tranquilidad lee La Boca del Monte, la novelita tantas veces pospuesta por la modorra y la apatía, un pasaje le ha recordado el episodio de la mañana cuando vio por la calle a una  mujer idéntica a Sonia y es interrumpido. Es Denia otra vez, que ha venido hasta su mesa a saludarlo, se sienta con él y se interesa por el libro que está leyendo, lo invita a una lectura de poesía la noche siguiente que amenizará ella con una amiga que casualmente cumple años esa noche, “Galsonati tenía sentimientos encontrados respecto a la propuesta. Por un lado, con solo tener a Denia enfrente por un par de minutos, sentía que ya no quería dejarla irse. Le alegraba la vida, y le entraban ganas de abrazarla. Eran pensamientos que al mismo tiempo lo excitaban y lo enternecían, y luego lo hacían sentir como un cretino.” (pág.96)

Despierta, es la mañana del jueves y la llamada de Rubén es breve, solo para confirmar el almuerzo juntos más tarde. Desayuna en la soda El Pilar, y camina hasta la academia donde da clases, pero en algún sitio “entre la Corte y la Asamblea Legislativa, se le había activado el culo-radar –como lo llamaba Rubén- y ahora en cada dirección que miraba lo único que podía detectar era escotes prominentes y enaguas talladas entre las abogadas, pasantes, magistradas, asesoras, secretarias, diputadas y cuanta mujer le saliera al paso. Se convenció de que el calor era culpa de los diablos solteros.” (pág.101) Termina las clases y sale caminando hasta su encuentro con su amigo en el Restaurante Whapin. San José es un territorio peatonal y conquistado por Galsonati, cuando se encuentra con su amigo bromean y ríen un rato hasta que Galsonati pregunta “¿Vos que pensarías de mi si yo le diera vuelta a Sonia con otra mujer?” (pág. 105) Un Rubén casi paternal le responde “yo no juzgo [….]yo creo que lo mejor que podés hacer es irte a casa, ver porno en Internet, jalártela un rato, y no arruinar tu vida y la de otra gente con varas que , por más que uno las idealice, nunca terminan bien.” (pág.105). El resto de la tarde pasó leyendo “La Boca del Monte” hasta terminarla, y ya en la noche se alistó para ir a la presentación de poesía en la Alianza Francesa, ahí se sentía un poco fuera de lugar pues no conocía a nadie, Denia fue a saludarlo y le dio un una mariposa de origami. Siempre juicioso, analizó la interpretación de Denia, a los poetas y cuando anunciaron al último, un tal G.A. Chaves, a Galsonati le resultó conocido, en efecto, sacó de su bolsillo el ejemplar de “La Boca del Monte” que había traído para prestárselo a Denia y confirmó que la contraportada había sido escrita por ese Chaves.

¿Quién es este G.A. Chaves de ficción?, ¿el autor de Diario de Finisterre?, ¿el narrador de Diario de Finisterre?, ¿tan solo un personaje? Desde luego que todas ellas. Pero detengámonos un instante en esta deliciosa intrusión del autor. No es nuevo, otros autores han hecho lo mismo, los tres primeros que se me vienen a la mente son Georges Simenon, Andrea Camilieri y Paul Auster y en los tres casos se trata de novela negra. En el primero, Georges Simenon en una de sus novelas de la saga de su comisario Maigret, “Las memorias de Maigret”, el detective cuenta cómo se le encomendó colaborar con un joven escritor George Sim (seudónimo muchas veces empleado por Simenon) para que lo acompañara en sus investigaciones y le facilitara información de cómo es el trabajo de la policía judicial de París. Maigret no solo nos hace saber sobre su inconformidad, sino que también nos da su opinión de los libros que Simenon escribe sobre él, los cuales considera como pura fantasía, y que nada dicen sobre cómo son realmente las cosas en el mundo de la policía judicial. El segundo caso es el de Andrea Camilieri, en su novela “El campo del alfarero”, su detective Salvo Montalvano, en medio de una investigación empantanada, toma de su biblioteca una novela de Andrea Camilieri y al leerla le sugestiona nuevas pistas para su investigación, desde luego que eso no le impide al comisario Montalvano criticar las novelas de Camilieri que considera mediocres. Y el tercer caso, en la novela “La ciudad de cristal” de Auster, el mismo Auster es personaje de su novela y asiste a su desvalido protagonista en sus delirios y enajenación.

Este hermoso y difícil recurso está bellamente logrado en Diario de Finisterre, surge sutilmente y a partir de este momento la novela da un giro y muchos eventos incidentales pasan ahora a primer plano y logran su justificación dentro del texto. Además, el curso de la narración deviene en su Epílogo en forma de “crónica”, desde luego que este cambio no es más que una simulación y una farsa, en ese sentido nos recuerda el genial díptico “Los lanzallamas” y “Los siete locos” de Roberto Arl.

G.A. Chaves
Dos versos de un soneto leído por G.A. Chaves han calado en Galsonati, “… y con sed genital se prodigaron afectos que la luz del día aclaró” (pág.108) Cuando termina el recital avanza hacia Chaves, “Sentía que Chaves, más que Rubén o que un cura o un psiquiatra, tendría alguna idea útil sobre cómo lidiar con esa “sed genital” que se confunde con “afectos” (pág.110) Galsonati lo aborda, y comienzan a platicar de “Boca del Monte” y de cómo conseguir la trilogía, (la sed genital pasa a segundo plano) Chaves le explica que solo se escribieron dos novelas, la primera escrita por él “Las cartas flamencas” y la segunda “La boca del monte”, “El tercero se encuentra en estado pirandélico: anda en busca de autor” (pág.111) Galsonati se interesa por la primera novela y Chaves se la ofrece y para ello caminan un par de cuadras hasta la casa del autor  donde Chaves le obsequia la novela. Galsonati regresa presuroso hasta la Alianza Francesa donde sabe que está Denia, para ir a la fiesta de cumpleaños de la amiga. En casa de la cumpleañera, en medio de grupos de jóvenes, Galsonati se sintió transportado a sus tiempos universitarios “un tiempo imborrable que por suerte ya se había acabado” (pág. 113) “y soportó, por espacio de unas dos horas, la música bailable, las constantes presentaciones de Denia a amigos suyos que a Galsonati no le interesaba conocer, varias versiones del mismo infructuoso intercambio en el que alguien quería saber a qué se dedicaba y varios gestos de temeroso respeto por parte de los asistentes varones que probablemente lo estaban confundiendo con el papá de Camila” (la cumpleañera) (pág. 114). En algún momento de la fiesta Denia y Galsonati tuvieron un momento a solas, hablaron de la mariposa de origami, del poema escrito en ella, del tiempo para estar con uno mismo, de los fracasos amorosos, en fin, la más inofensiva charla de amigos, pese a los escrúpulos de Galsonati. Antes de irse, le entregó el ejemplar de Boca del Monte a Denia.

La madrugada del Viernes, cuando ya se dirigía a su casa, sobre el Paseo Colón un evento va romper definitivamente el “mínimo de paz mental que había obtenido después de su conversación con Denia” (pág. 119), entramos en un intenso frenesí, Galsonati ha perdido el contacto con la realidad, todos sus ridículos sofismas naufragan, cree que sus racionamientos son más reales que la realidad y se pierde en su propia demencia inducida por sus escrúpulos, hasta que su errático noctambulismo lo lleva de nuevo hasta G.A. Chaves, que magnánimo lo recibe, le ofrece café y un enigma, y seguramente las mejores páginas de esta novela: la desmitificación definitiva de San José y la puesta en evidencia del intelectual orgánico (como diría Gramci) que es Galsonati, y que es a mi modo de ver, de los más logrados personajes de ficción que se ha construido en nuestra literatura.

A Galsonati todos lo conocemos, ha sido nuestro profesor en la universidad, ha sido nuestro jefe en el trabajo, es el laico hipócrita y conservador que se pierde en su retórica y su autosuficiencia, un inútil que nadie echará de menos, un heliogábalo onanista, el más cobarde de los cobardes. Un perfecto hombre occidental y moderno.

Este personaje,  sin ayuda de nadie se ha perdido para siempre hasta el fin del mundo donde nadie irá a buscarlo, y esta novela, última entrega de una trilogía imposible, es testimonio de una de las sagas más exquisitamente logradas de la literatura costarricense.

Germán Hernández.


9/10/14

Sergio Arroyo se refiere a Apología de los Parques




Hay un punto del espacio en el que una cantidad indefinida de cuerpos se ha posado al menos una vez. Esos cuerpos nunca han coincidido y no pueden coincidir porque una de las cualidades fundamentales de la materia es que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo; sin embargo, en distintos tramos del tiempo sí es posible que dos cuerpos distintos ocupen el mismo lugar; con lo cual, al menos en la cuarta dimensión, esa en la que (no) interviene el tiempo, la soledad no existe. Y ese punto del espacio puede ser cualquier loseta del Parque Central de San José o de cualquiera de los parques y plazas donde ocurren las acciones de la primera novela de Germán Hernández, Apología de los parques.

Una fuerza o un impulso que nunca se nombra aparece en la novela desde la primera página y nunca se va, parece empujar a los personajes a escapar de la soledad. Pero, de todos los personajes, hay uno que parece recibir los mayores embates de esa fuerza y también es el personaje más misterioso de todos, un hombre llamado Raimundo.

Raimundo corre el riesgo de pasar inadvertido o, en el mejor de los casos, a ser confundido con un indigente. El hombre vaga por las calles de la ciudad siguiendo una ruta que solo él conoce. Cuando la noche lo encuentra, busca refugio en algún hotel barato y, más avanzada la novela, ya sin ningún reparo, se abandona a dormir en las aceras y las calles.

Sin embargo, a diferencia de los indigentes, Raimundo no es un sujeto estático ni está allí a la espera mejores tiempos, más bien está entregado a una búsqueda inútil, la de una mujer en quien descansan sus últimas esperanzas. A pesar de todos sus intentos por dar con ella, lo único que sale a su paso son multitudes de palomas muertas.

Ha sucedido algo en San José —no se sabe qué— que ha acabado con la vida de las palomas. Las permanentes habitantes de los parques de San José aparecen en distintas fases de descomposición, amontonadas unas sobre otras, a lo largo y ancho de toda la ciudad. Pero no todas están muertas, algunas se las arreglan para seguir volando en plena agonía, pero cuando ya no pueden más, simplemente se desploman, ya convertidas en diminutos kamikazes nacidos (o muertos) para matar.

Con la transformación de ese símbolo de la paz, que son las palomas, en agentes de la muerte, hay de fondo  una lectura irónica, pero profundamente crítica, del discurso pacifista costarricense de los eslóganes oficiales y los actos cívicos de las escuelas. No hay paz. La paz no es la ausencia de guerra. Nunca ha habido paz. Y si la hubo, la envenenaron.

Precisamente, a raíz de un accidente con una paloma que se derrumba, surge otra de las voces narrativas de la novela. Se trata de otro hombre, esta vez un vendedor de zapatos, que recibe en su casa una visita inusual.

Durante esta visita el hombre es objeto de un inesperado acto de bondad; y como si no fuera capaz de procesar el bien, se queda totalmente desarmado, incapacitado para reaccionar de otra forma que no sea devolviéndoselo a otra persona. El bien se convierte en ese objeto caliente que nadie está en condiciones de sostener y, por lo tanto, hay que pasárselo a otro.

Es en este momento cuando decide llevar a cabo un curioso experimento: se impone como objetivo hacer el bien por una vez en su vida, pero no un bien cualquiera, sino uno que no se pueda confundir de ninguna manera con el pago de un favor o con un chantaje velado. Este es otro de los temas de la novela, el bien inesperado en oposición al mal esperado.

Poco tardará el vendedor de zapatos en descubrir que no sabe cómo hacer el bien. La bondad no es parte de su naturaleza, sino un conocimiento por adquirir. La voluntad de hacer el bien lo termina arrastrando a crear un vacío que llenar o, dicho de otro modo, a preparar el camino para el bien a través del mal. Ese bien inesperado, más que un bien, parece ser la reparación de sus propias culpas añejas. La consigna de hacer el bien que nadie espera requiere de un beneficiado que esté dispuesto a sufrir antes un mal necesario.

El texto de Apología de los parques es un hervidero de crítica más o menos explícita. Al pasar cada página del libro, aparecen miradas que raspan sin miramientos la costarriqueñidad, sea lo que sea eso.

Una de ellas es la mirada que ridiculiza, por parcial, el discurso publicitario de sol y el pretendido amor por la naturaleza con el que se intenta vender el país en las ferias del turismo internacional, ese que destaca los valores ecologistas de una “Costa Rica esencial”.

Cada vez que un turista extranjero se topa con Raimundo, en pleno San José, y le pide las señas de una casa de cambio o de un putero, así es como responde Raimundo:

    —¿Ve estas vastas extensiones de banano? ¿Puede resistir un segundo como quien mira el sol todo este lesivo resplandor verde?, pues bien, internándose por estos estrechos surcos que dividen las matas y cuidando de no caer en las zanjas donde las coralillos y las terciopelos esperan los tobillos descuidados, caminando por ahí y esquivando los charcos infectados de Nemagón y las nubes de mosquitos, siga derecho, no le puedo decir cuánto, pues siempre se pierde la noción de la distancia entre la monotonía del paisaje, pero no se desanime, lleve el paso constante y al cabo de veinte minutos deténgase y descanse para recuperar el aliento, porque sin importar donde esté, ahí mismo debe doblar a la derecha y caminar siempre en línea recta, ahí la geografía es un poco más adversa, puede ser que tope con alguna aldea, los nativos le ofrecerán un vaso de agua, aunque tibia y de dudosa potabilidad, usted la beberá con gusto, jamás tenga miedo de perderse, eso sería lo peor, guarde energías para cuando deba cruzar los ríos, cuando al fin dé con unos antiguos rieles abandonados, ya estará cerca.

Sergio Arroyo
No es que Raimundo se burle de los turistas, nada de eso, lo que ocurre es uno de los numerosos momentos fantásticos que atraviesan Apología de los parques. Cada vez que da una dirección, él mismo parece migrar a esa San José de la jungla, cercada de plantaciones bananeras y poblada por nativos, una San José que solo se puede recorrer con alguna seguridad si se toman en cuenta sus indicaciones al pie de la letra. Y como si esto no fuera suficiente, ya sea que escuche los prudentes consejos de Raimundo o que no lo haga, el turista deberá asumir el riesgo de toparse con toda clase de bestias salvajes y hambrientas.

Muchos son los discursos que se cruzan en la novela de Hernández, cada uno ocupado de una cuestión distinta que no se profundiza en esta nota: la condenación de los milagros, la “sustituibilidad” de los engranajes —las personas— de la maquinaria urbana de producción y la dificultad de distinguir entre una persona y un objeto, como lo puede ser un maniquí.

Los discursos, sin embargo, no parecen resolver ningún problema. Tampoco lo intentan, solo ponen de manifiesto los líos y los nudos de que forman parte los solitarios visitantes de los parques y las calles de una ciudad cualquiera, como lo puede ser San José.

Sergio Arroyo.

El presente texto apareció publicado en la revista Paquidermo.