31/5/13

Carlos Calero - La camiseta roja






La camiseta roja

  

Aunque digás lo contrario yo sé que un día vas a darme de comer espinas. Callate, solo sos estupideces. En el amor no importan los años, ya te lo he dicho y redicho; no confiás en mis sentimientos, y entiendo que esto debe ser extraño en una mujer como vos, quien siempre lo ha tenido todo. No me etiquetés. Las cosas esenciales las has poseído a tu manera. Siempre me has dicho que debemos hacer currículum hasta en la cocina, y ya no digamos de las travesuras en la cama. Así que no te preocupés, son asuntos pasajeros, temores de temores, son los deslices de nuestros fantasmas… De esta relación como la nuestra existe una estadística de lo que vos temés, pero te aseguro que ese no es nuestro caso. Jamás debés compararme con personas adictas a la longevofilia, pues es ofensivo, frívolo y obsceno, sacar este tipo de conclusiones, pues si así fuera hace tiempo me hubiera marchado. Es el amor, mujer… es el amor…

            Qué fácil que lo decís. Suena halagüeño y honesto de tu parte; pero leo en tus ojos que hay algo para hacerme pensar en las jaulas y los vientos que se rompen como candados en las ventanas. Te he visto chateando con unas chicas, hasta has colgado fotos tuyas para decir aquí estoy, existo, para que te vean. Otro asunto es que te conozcan a profundidad, ni yo que he vivido con vos más de quince años lo he logrado. Ya pasaste los cuarenta y cinco, y has empezado a loquear, ya has entrado a la crisis de la andropausia. Sé muy bien que estoy en desventaja. Siempre hemos dicho que del aposento para afuera las puertas no tienen candados. Estoy muy bien clara de que toda relación así debe ser. Pero soy humana y me alimento de ilusiones. Callate… no volvás a decirme nada en ese sentido. Más bien debés apoyarme y no cometás el error de ensombrecer tus razones. No viene al caso que me digás que soy un hombre mucho menor que vos… por favor no lo digás más.

            Estira la mano y aprisiona la cerveza a medio tomar. El frío de la botella le quema los dedos. Los Beatles suenan aquí y por esta razón vengo a este pequeño bar. Pamela, últimamente, ha puesto el dedo sobre la llaga, y no deja de creerle que está sufriendo; se le hace añicos el corazón cuando salgo y digo que ya vuelvo. Sus ojos se quedan como en el centro de un anillo, donde puede tocarse el vacío que a muchos nos duele. Con ella es un asunto de costumbres. Estoy compenetrado tanto en sus cosas y ella en las mías, que a veces me parece imposible rehacer mi vida con otra mujer.

            El joven, en el pequeño bar de penumbras y abierto hasta las diez y media de la noche,  le ofrece un cigarrillo. Hace señas para asegurarse de que si le sirve otra botella. La tarde camina entre pequeños rumores de gente volviendo de sus trabajos, ladridos lejanos, pequeñas islas de jardines, el retorno de zanates a los laureles. En fin, un día más, en esta ciudad colorida y fría en que cada persona resuelve sus enigmas con ritos insospechados, como llegar a la casa y tirarse a la cama, desoír algún reclamo, comerse una hamburguesa, abrir el refrigerador, calentar los sobrantes de alimento, ver algún partido, salir a la pulpería, darle de comer a los gatos, los pájaros o los perros… en fin, rituales del desahogo y el silencio o la indiferencia. La norma dicta que deben cumplirlos porque si no los ahogaría la vida.

            Pamela se queja, sus micciones nocturnas se han multiplicado, le duelen las piernas. A veces los calambres, cuando hacemos el amor, han interrumpido nuestros coitos; pero yo le doy tiempo para que se recupere. Me lo agradece y calla. Después de todo suelta el llanto y siento que la casa se vuelve como el ala de un murciélago, vuela sobre nuestros corazones la penumbra. Todo es tristeza y silencio. La cosa no es fácil, no es fácil… en estas circunstancias mis escasos conocimientos de psicología, en la terapia de pareja, en algo nos ha ayudado.

            Se nos ha convertido en hábito venir a este bar. Las bebidas no son muy caras y hay buenas boquitas, sobre todo las costillitas de cerdo hawaianas. Tenemos de venir aquí doce años. El mes pasado celebramos mi cumpleaños. Vinieron los compas del trabajo, de ella y el mío. Ahí empezó todo, fue por una broma que le dio una de sus compañeras. Seguro ese día amaneció susceptible. De pronto rompe en llorar y llorar. Intentamos que se recupere, pero todo es en vano. No todo estuvo malo, eso ocurrió cuatro horas después de que me cantaran el happy birday. Esa noche estaba dispuesto a hacerle el amor con todo lo que me permiten las fuerzas, pero sé que eso no funciona así. Es con palabras y apoyo, más que con fogosidad y los deseos, pues si las cosas no se hablan van quedando zonas pantanosas y oscuras, donde más temprano que tarde nos ahogamos.

            Como a las nueve de la noche vamos al súper y compramos quesos, aceitunas, aceite de oliva, palillos, salami, galletas soda, vino, unas copitas preciosas; tampoco olvidamos la comida para el perro Spanky; en fin, no dejamos de lado nada que pueda provocar desajustes en el funcionamiento de nuestra vida culinaria.

            De repente observo que Pamela mira a un tipo de camiseta roja, quien a ratos me parece que nos sigue. El hombre hace como que selecciona productos de la estantería en un carrito de metal con ruedas azules; pero su propósito es espiarnos de manera solapada. Vos sabés que en un establecimiento comercial se cruzan los vértices a cada rato y no hay por qué preocuparse tanto. No digo nada, ni tengo por qué comentárselo. No es coherente que a estas edades tengamos esos recelos. No sé si es un condicionamiento-reflejo, pues cuando conocí a Pamela sí me daban ciertos celos porque un colega suyo le hacía llegar flores para su cumpleaños. Como entre nosotros todavía no existía nada firme, no me afectaba tanto. Y todo cesó cuando me dijo que ni un barco lleno de flores podrían partirle el corazón, pues ella no había nacido para tener, al mismo tiempo, dos amantes.

            Cuando salíamos por el parqueo aparece mi tía Josefina. De antemano me felicita y dice que como al mediodía me enviará el regalo, pero que no la espere por si yo decido hacer una fiestecita, como hace tres años cuando lo celebramos en mi casa y llegó toda mi familiar. ¡No seás bárbaro!, ese día terminamos exhaustos con el trabajo tedioso de atenderlos, para que no les faltara nada. Por eso decidimos que jamás repetiremos esa tontera de celebrarles a los otros la visita, y no estar tolerando las impertinencias con el tema de cuándo nos casamos, porque ya es demasiado el tiempo para seguir viviendo como mancebos. Por esta razón Pamela casi no visita a mis padres ni familiares. Ella siempre ha sabido manejar las cosas. Su experiencia como profesora en una universidad privada le ha dado algunas herramientas para manejar situaciones comunicativas incómodas.

            Cuando estamos en la cama, Pamela, una vez que se apacigua, enciende el televisor y me dice que veamos una película caliente como en otras ocasiones. Le digo que sí. Doblo la almohada como una rodaja de pan henchido, voy al refrigerador, para que nos tomemos dos cervezas cada uno. Saco del estuche el disco y lo deslizo dentro de la bandeja del reproductor de vídeo. Es una película italiana del cine clásico erótico, en que la actriz se enreda con el hijo de su esposo; el protagonista, entonces, es un adolescente. Pecado venial, creo que se llamaba, con una de las divas de esa época, una tal Laura Antonelli. Lo raro es que conforme pasan las escenas empiezo a ver en la pantalla al tipo de la camiseta roja. La abrazo con fuerza. Ella estira las piernas fláccidas. Siento su vientre caliente, paso mis manos por sus esponjosas caderas y el pubis entrecano. Le digo buenas noches, como para escucharme a mí mismo con el silencio enroscado en los utensilios, las sillas y las lámparas del techo. Mañana haremos el amor como si fuera una primavera. Y la imagino riendo y con la cabeza embutida entre las almohadas. Recojo las latas de cerveza y las lanzo al pequeño basurero de color verde. Pienso en la posibilidad de nunca separarme de Pamela. Coloco mis gafas entre las páginas de un libro relacionado con los límites y expansiones constantes del universo. Un clásico que se leía por los años setenta cuando la astrofísica no estaba tan desarrollada.

            Voy, enciendo la computadora, y empiezo a leer los correos electrónicos  de una mujer que, sin que yo le diga nada, conoce a la perfección lo que me pasa con mi mujer y quien, el mes de diciembre recién pasado, ha cumplido los sesenta años. El último de los mensajes cierra con la siguiente frase: “Mi amor, vieras cómo me gustó tu incomodidad, cuando viste al hombre de la camiseta roja.” 


Carlos Calero. Nace en  1953, Monimbó, Masaya, Nicaragua. Ha publicado El humano oficio, en el año 2000, en Nicaragua, por el Centro Nicaragüense de Escritores. La costumbre del  reflejo, Ediciones Andrómeda, San José Costa Rica, 2006. Paradojas de la mandíbula, Ediciones Andrómeda, San José Costa Rica, 2007. Arquitecturas de la sospecha, Ediciones Andrómeda, 2008, San José Costa Rica. Reside en Costa Rica desde 1988. Es profesor de Gramática y Literatura en un centro de Secundaria y docente de Comunicación en la Universidad Católica de Costa Rica Anselmo Llorente y Lafuente.

           

Sus poemas han sido publicados  en Antología de Poesía Nicaragüense prologada por Ernesto Cardenal, Antología de Poesía Joven de Nicaragua; revistas de Costa Rica; también ha publicado en suplementos literarios de Nicaragua y otros países. También ha publicado relatos y ensayos de reflexión. 


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