21/8/15

Lina – Adriano Corrales Arias





Decía Gabriel García Márquez, a propósito de las múltiples y divergentes interpretaciones que sobre “Cien años de soledad” se han hecho, que disfrutaba y hasta se reía de las más pretenciosas que suponían develar sentidos, alegorías y referencias donde el autor había hecho guiños que solamente los amigos íntimos podrían reconocer.

Esto hace quedar en ridículo a los que pretendemos hacer crítica, por un lado, pero también pone en peligro a los autores, que deliberadamente o no, desatan mensajes que jamás imaginaron y consecuencias de las cuales no tienen, como un aprendiz de brujo, el control.

Así que decir que Lina de Adriano Corrales, su tercera novela impresa por ahora, tiene múltiples posibilidades de sentido, no sería falso, como tampoco sería falso decir que es la más íntima y personal obra del autor donde  algunos creemos descifrar y reconocer sin equívocos más de un evento familiar. Ambas posibilidades son posibles siempre y cuando reconozcamos que García Márquez es un mentiroso, y que como los monos de Monterroso, somos juiciosos y atentos críticos de lo que vemos reflejado en los textos sobre nosotros mismos.

Hechas estas salvedades, me siento más cómodo en compartir mis juicios de valor sobre Lina, una encantadora muchacha que no es más que sustrato, eje sobre el cual girará toda la novela donde los protagonistas son otros.

El narrador es benévolo con el paisaje, implacable con los personajes, casi desalmados, los arroja desnudos y tal cual son al lector, tal como debe ser en toda novela testimonial, y es que toda la narrativa de Corrales está escrita en esa clave, como si más que el sujeto que cuenta y recuerda, sea siempre eso, lo que cuenta y recuerda lo más importante, por eso seguramente, dentro de su generación es el más sólido en explicar de dónde viene el desencanto, pues sabe hacer memoria de la utopía que lo gestó, en lugar de emborracharse de discursos posmodernos.

El artificio de nombrar a las personajes con la ele, Lina, Livia, Lucía, Lorna… o que David su protagonista sea un humanista que bebe de todas las artes y no pueda dar un paso sin abrir la boca para encontrar el reflejo en la realidad de lo que ha degustado, es algo más que una mentira verdadera… y no es que la realidad exceda la ficción, sino más bien que la realidad es inaprensible y calza en la zapatilla de cristal equivocada…

¿Pero será que basta con esto,  para llamar a esta brevísima novela, testimonio de su generación? Sospecho que sí se puede, que existe un nudo interno, algo que Lina ni sabe, que su anorexia, que sus episodios ciclotímicos, que su inercial existencia, también suponen y exigen la paternidad de una generación que ahora reniega de ella. Lina es una muchacha concreta, pero también puede ser la hija de la generación del desencanto, tiene en sus manos qué hacer con ella, renegar o apresarla entre sus brazos para siempre…

Por eso no extraña la acertada composición de esta novela, siempre pendular, primero ayer, luego la parábola que salta hasta el presente y regresa otra vez hacia la sensualidad y el patrimonio de los cuerpos que se arriesgaron a soñar y cristalizar sus sueños en la piel… en un mundo tan imperfecto para el amor, y que pese a todo podía engendrarlo…

Es por todo lo anterior que seguramente, el progenitor ya sabe de antemano cuál es su decisión, y por eso aquello que se impone como prueba irrefutable de su progenie y como constatación positiva de los hechos no tiene la menor importancia cuando decide afirmarse como sujeto histórico ante todo lo vivido, lo azarosamente vivido, ante todas sus derrotas y los triunfos, como haciendo balance, como si su antiguo corazón fuera a ser pesado en la balanza de Anubis junto a la pluma de Maat ante la voraz mirada de Ammit, ya no teme a nada, ante la mirada de Lina, que es el reflejo perfecto, la summa de su vida.

Germán Hernández
19 de agosto de 2015


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