28/7/16

Sergio Arroyo - Plancton

Sergio Arroyo nos regala un bocado de lo que contiene su cuentario Plancton. Y que sirva de invitación al resto del banquete, "Un libro añejado a punta de aguaceros, un homenaje a los incendios que coponen la memoria, a las personas y lugares que sobreviven contra todo pronóstico, a esas nobles costumbres para contradecir la muerte" Laura Flores.



Recursos humanos

No sabía si actuaba por odio o por venganza. Quizás todo se debía a la soledad de la jubilación o, simplemente, a la belleza del acto. Tenía la mitad de la ciudad rotulada con pancartas o simples hojas impresas con ofertas de empleo. Todas eran falsas. A veces pasaban dos días enteros sin recibir ninguna llamada, a veces cinco, pero todas las semanas al menos una persona lo llamaba para preguntar por un puesto de cocinera o una plaza de albañil. Él abandonaba cualquier cosa que estuviera haciendo y se entregaba a la conversación, extendiéndola tanto como fuera posible. Al final siempre desestimaba a los solicitantes diciéndoles que recién habían dado el puesto a una cocinera de mucha experiencia, o que acababan de contratar a un joven albañil. Luego les prometía considerarlos para la próxima plaza vacante y se despedía con calurosos agradecimientos, que eran las únicas palabras sinceras de su farsa. Luego de colgar, se descubría con el corazón acelerado y las mejillas tibias. Lo emocionaban mucho los breves momentos que compartía con personas necesitadas. En muy poco tiempo se había vuelto adicto al hambre de los demás.



El uniforme

Para A.

Los lunes usábamos uniformes morados; los martes, amarillos; los miércoles, azules; los jueves, verdes, y los viernes, blancos. Lo hacíamos con la misma naturalidad con la que cambian las estaciones y el día a la noche. (Con eso quiero decir que no parecía algo que hubiéramos decidido un día durante el almuerzo.) Fue un acuerdo verbal, por llamarlo de algún modo, porque entre nosotros no hacía falta que pusiéramos nada por escrito. Éramos distintos. O eso pensábamos.
Un día uno introdujo una variante en el orden: era lunes y llegó al trabajo vestido de blanco. Todos nos quedamos pasmados, como a la vista de un fantasma. Pero a pesar de la sorpresa, nadie se atrevió a decir nada. Sería por culpa de un imprevisto: se le regaría el café al desayunar, simplemente se le habría olvidado o nos estaría haciendo a los demás una broma pasajera. Después, volvimos a nuestras actividades de siempre y pretendimos que no había pasado nada.
Sin embargo, conforme pasaron los días, en vez de abandonar lo que ya no podía ser un hecho aislado, el que vino de blanco aquel lunes contagió a dos más y estos a otros tantos, hasta que yo fui el único en la oficina que se mantuvo irreductible con el código de colores.
(A estas alturas ya debe ser evidente que el que vino de blanco aquel lunes fui yo. Yo me conozco mejor de lo que la mayoría piensa. No lo hice ni por equivocación, ni por jugar una broma ni mucho menos por el deseo de ser diferente de los demás. Cuando me iba a vestir, la mano evitó el uniforme morado y buscó el blanco, como la cosa más natural del mundo. Se puede decir que me puse el uniforme blanco a sabiendas de lo que hacía. Pero saber algo no significa entenderlo. No sé por qué lo hice, y si yo mismo no lo sé, cómo puedo esperar que los demás lo hagan.)



Madre De dios Y Madre Nuestra

Sé cuando está soñando porque habla dormida. Pero por más empeño que pongo, nunca logro entender con claridad lo que dice. El tono es inconfundible: parece prometerle a alguien dinero o favores a cambio de algo, talvez guardar un secreto o no hacerle daño. Sin embargo, las promesas no parecen llevarla a ninguna parte porque el patrón se repite casi todas las noches sin ningún cambio: comienza a llorar –siempre en el sueño– y luego se queja con una terrible desesperación que me llena de culpa y me obliga a despertarla para que no sufra más. Su cama está al lado de la mía, por lo que solo debo llamarla en voz alta para que se despierte. Cuando esto no es suficiente, saco una pierna de las cobijas y la muevo un poco; por lo general, basta con tocarla con la punta del pie. Cuando ella me pregunta qué pasó, yo solo le digo que tenía una pesadilla. No entro en detalles. No me gusta mentirle.
A veces no la despierto. A veces la escucho gritar con una desesperación terrible, como si la violara un tropel de hombres hasta dejarla moribunda, o talvez una jauría de perros en celo, que se saciaran con su cuerpo amarrado a una piedra. Podrían ser tantas cosas... Pero lo importante es que lo que dice en sueños no basta para compadecerme y rescatarla de sus pesadillas.
Cuando logra despertarse por sus propios medios, lo primero que hace es tratar de incorporarse, en medio de jadeos. Voltea a verme, como para asegurarse de que yo estoy allí para cuidarla o de que aquel es nuestro cuarto o que la pesadilla ha terminado. Al comprobar que estoy allí, se siente segura. Lo sé porque su respiración se estabiliza y pronto se vuelve a quedar dormida. Yo la veo con los ojos entreabiertos. Se ha de imaginar que todo el tiempo he estado dormida.
No creo que sea una mala madre por no despertarla. En esta vida todos tienen que aprender a sufrir.



El ocelote


Sergio Arryo
La afición de doña Luisa por los gatos parecía infinita. Su soledad y los años la habían ayudado a amasar una fortuna de más de sesenta animales de todos los tamaños y colores. Vivían desparramados por toda su casa: en la cocina, la sala, el jardín, el comedor y, sobre todo, en su cuarto, tan vacío desde la muerte de su esposo. Casi no recibía visitas de sus familiares porque estos sabían muy bien que su casa se había convertido en un volcán de caca de gato.
Una de sus pocas salidas mensuales era al banco, para cobrar el dinero de su pensión, que destinaba casi por completo a comprar alimento para sus animales. Estaba segura de que en el barrio la tenían por loca o poco menos que loca, pero para ella la única opinión que contaba era la que se podían formar de ella sus queridos gatos.
Un día sucedió algo que trastocó el orden de las cosas: se apareció en la casa un gato diferente: de cuello largo, ojos pequeños y penetrantes, manchado de las orejas al rabo, un poco más grande y esbelto que los demás, y naturalmente engreído. Doña Luisa nunca había visto a un gato con aquel porte y lo adoptó emocionada. Desde el primer día, el recién llegado desplazó a sus dos o tres gatos favoritos.
Poco después apareció mutilado el cuerpo de una gata parturienta, sin rastro de los nonatos. Luisa se espantó y no atinó a formarse ninguna explicación. Buscó por toda la casa, hasta descubrir al gato manchado, solo, en un cuarto. No podía dejar de relamerse la sangre del hocico y las garras.
Pobrecito, dijo la mujer, tenías hambre, ¿verdad?
Desde ese día, doña Luisa procuró alimentar al nuevo gato antes que a todos los demás. Sin embargo, a pesar de todos sus cuidados, de vez en cuando aparecían en la casa señales de nuevas masacres, algunas más terribles que otras, todas sangrientas. Y el número de gatos que doña Luisa cuidaba en su casa se empezó reducir apenas sensiblemente.



El himen de María

Joaquín presenció el alumbramiento de su esposa. La partera le entregó a la niña en sus manos y él la sostuvo en alto. Al ver su frágil cuerpo desnudo y al sentir su peso delicado, el hombre pensó: “Todo el honor de mi familia depende del himen de mi hija recién nacida”.
Tras esto, el himen de la niña se contrajo y se rompió. Joaquín, que no podía darse cuenta de esto, le devolvió la niña a su mujer.
Justo cuando su padre dejó de tocarla, la recién nacida se iluminó.


Sergio Arroyo (San José, 1976). Escritor y editor. Estudió filología española en la Universidad de Costa Rica. Formó parte del desaparecido Taller-Estudio Poiesis. Esta selección forma parte de Plancton (EUNED, 2016), su primer libro de narrativa.



1 comentario:

  1. "Recursos Humanos" me hizo recordar a dos vecinas solitarias que tengo

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