11/10/17

Bernardo Montes de Oca - La Reina Vishpla




Primicia, una muestra de lo que podrán leer en el cuentario La Reina Vishpla de Bernardo Montes de Oca, un grato debut literario.


La sobreviviente del el Cuá

Nuestra madre nos pidió que nos subiéramos al automóvil a eso de las siete de la mañana. Todos subimos despacio, como con pereza. No queríamos ir, aunque nos insistiera:
– ¡Apúrese, apúrese!
Cuando está nerviosa no le gusta manejar. Entonces me puso al volante. Yo hubiera querido desayunar en una cocina ordenada, pero todo estaba sucio. Así había sido la última semana. No sé mis hermanos, pero a mí me daba miedo entrar a la cocina. No quería encontrarme nada, o a nadie. Era la excusa perfecta, aunque los platos se apilaran y comenzaran a visitarlos las moscas más gordas, esas que zumban con fuerza al volar. Ya nuestra madre estaba tomando medidas al respecto, pero no era tan fácil.
Doña Julia me hubiera regañado, del mismo modo en que yo la regañé por aquel caminado extraño que había adoptado últimamente. El pie izquierdo le pesaba cada vez más. De vez en cuando, sin darse cuenta, hacía muecas de dolor. Cada día duraba un poco más haciendo sus labores, pero no nos dijo nada.
Como luego me di cuenta, ya al final le confesó a nuestra madre que estaba yendo a la consulta en la clínica y que hacía tiempo no se estaba sintiendo bien. Hay gente que pasa toda su vida sin sentirse bien.
Íbamos de camino. Nuestra madre hablaba por teléfono, pues quería organizar una cena con los familiares que supuestamente era para dentro de un mes. Un mes. Creo que se fijaba en el futuro para no atender lo que teníamos que enfrentar. Yo hacía lo mismo. Una parte mía quería que un cuarto de hora después del mediodía el almuerzo estuviera listo, no por la comida, sino por verificar que todo estuviera en orden.
No quería ser yo el que manejara, lo acepto. Hubiera querido sentarme en el asiento de atrás para escribir aquellas historias que me había contado. No quería que se me escapara ninguna. Aunque doña Julia siempre las comenzaba de la misma manera, conforme fui investigando me di cuenta de que existían entre ellas ciertas diferencias.
De acuerdo con el diario de uno de los oficiales de la Guardia Nacional, eran pasadas las tres de una soleada tarde de marzo –aunque doña Julia siempre afirmó que ya había caído la noche, tal vez para justificarse– cuando varias decenas de guardias nacionales atacaron Jinotega en el mismo momento en que casi todos los sandinistas realizaban operativos muy lejos del pueblo.
Cuando los guardias irrumpieron desgarrando el silencio con el martilleo de los fusiles de asalto, Julia reaccionó rápidamente y metió a su familia en el cuarto más grande. Tapó la entrada con sillas, hizo caso omiso de los alaridos desesperados de su madre, y esperó el ataque. Sólo tenía la determinación inmadura de una adolescente y en la mano un cuchillo de treinta centímetros de longitud con el que cortaba los plátanos del patio.
La puerta voló. Julia tensó los músculos y agarró el fierro con más fuerza. Fue inútil. Dos de los seis militares la inmovilizaron. Entre los gritos suyos, de su familia y de las vecinas, aquellos bestiales soldados la violaron. Cayó al suelo con sangre en la entrepierna. Desaparecieron sus hermanas, sus sobrinos y su tía.
No recordaba cuánto tiempo después había recuperado el conocimiento. Despertó con el rígido cadáver de su madre a su lado. Salió tambaleándose. Habían incendiado las casas y las llamas se elevaban más allá. Uno que otro vecino del pueblo caminaba sin rumbo.
Los guardias nacionales regresarían para buscar a los sobrevivientes y matarlos. Llorando, confundida y con frío, Julia tomó dos camisas, se las amarró como un calzón, y se catapultó descalza hacia la oscuridad del bosque. De milagro siguió una ruta de a través de la maleza.
La raspaba la sangre seca que se le había coagulado entre los muslos. En los pies se le clavaban ramas pequeñas. Se resbalaba en las piedras húmedas. Las uñas de los pies se le habían astillado. Le dolía el tobillo izquierdo. Pero escuchaba el río, su mejor refugio, y llegó allí en la madrugada. Allí se encontró con otra sobreviviente que trabajaba con el FSLN, Amanda Pineda.
Amanda le enseñaría las claves para estar a salvo: la clandestinidad, el anonimato con un nombre de guerra y el constante desplazamiento. Logró llevar a Julia a León, un pueblo joven que buscaba alimentar la lucha sandinista. Ahí Julia consiguió un trabajo después de mentir diciendo que era mayor de edad, en el que atendía un puesto de comida concurrido por jóvenes cerca de la Plaza Central. Nunca había ido al colegio, por lo que estudiar en la universidad era imposible. Sin embargo, por consejo de Amanda, frecuentaba los pasillos y las aulas universitarias en búsqueda de contactos.
Un sábado se acercó a un grupo de estudiantes y conoció a Ana Laura Morales, quien la llevó a una fiesta revolucionaria. Entre el humo de los cigarrillos y las botellas de ron barato escuchó las promesas de un futuro mejor. Prefirió callar sobre su pasado, sobre la pesadilla del aliento fétido de aquellos soldados que le habían susurrado obscenidades al oído mientras ella gritaba.
Cuando entró Mónica Baltodano, de piel clara y pelo rizado, con un aire de seguridad que nunca le había vis¬to a nadie, ni siquiera a Ana Laura ni a Amanda, Julia sintió amor, nada de pasión ni lujuria, sino un amor maternal. Mónica Baltodano había perfeccionado un ojo infalible para reclutar a las guerrilleras. Ella le daría a Julia una causa por la cual luchar.
El enojo que Julia había embotellado muy dentro de sí ahora tendría un propósito. Las palabras de Mónica Baltodano, como las de Carlos Fonseca Amador y otras que escuchó, la hicieron entender que los hombres de Somoza no sólo eran violadores, sino también estaban destruyendo al país.
Julia comenzó a acompañar a Mónica en varios viajes, para ayudarla con los asuntos de campaña. Pero algo le faltaba; sentía que pegar volantes en las paredes y reclutar a los partidarios no era suficiente. Todavía le resonaba en la cabeza el martilleo de los fusiles de asalto de los guardias, los gritos que no habían podido impedir que la agarraran de los brazos y de las piernas y que la estiraran. Cerraba los puños, arrepintiéndose de que se le hubiera caído el cuchillo. Nunca aceptó lo poco que había hecho, pero con apuñalar a uno, al menos uno... Entonces le rogó a Mónica que le enseñara a disparar, a lanzar granadas y a plantar bombas sin morir en el intento.
En 1976, después de que Julia hubo recibido largos entrenamientos con soldados experimentados, Mónica la delegó a Matagalpa, cerca de Jinotega, bajo las órdenes de Sadie Rivas, una chinita de baja estatura, cuerpo robusto y valor inaudito.
Julia siempre la describió con orgullo. Sonreía al recordar cómo los hombres que estaban bajo las órdenes de Rivas se quedaban pasmados por la determinación que mostraba la pequeña guerrillera en sus famosos ataques nocturnos, casi suicidas. Cuando a Sadie se le encendían los bellos ojos negros, Julia la seguía.
Sadie y el resto de los sandinistas podían tener valor a raudales. Pero los hombres de Somoza tenían algo que a ellos les faltaba: recursos. La Guardia Nacional estaba bien alimentada, tenía armas más modernas y medicamentos a su disposición.
Con varios de sus compañeros, Julia cayó presa. Pasaron seis meses en la cárcel. La separaron de Sadie, por¬que juntas representaban un peligro y podían reclutar a las mujeres guardias.
En la oscuridad de la noche los carceleros las colgaban desnudas y las golpeaban con penes de toro. Las pesadillas de Julia volvían a ser realidad: se abría la puerta y entraban de dos en dos, uno la sostenía de los brazos mientras el otro la ultrajaba.
–Pendejos que eran. ¡No entraban solos! – recordó una vez.
Un día como cualquier otro, se les absolvió de culpa en un confuso juicio que Julia nunca comprendió ni cuestionó. Se separó de Sadie por su seguridad, y logró reunirse con Mónica Baltodano. Ella y sus seguidoras, Martha Granshaw y Rosa Argentina, la convencieron de que la venganza iba a requerir tiempo. La clandestinidad era la solución.
De nuevo clandestinas, llegaron a Managua donde se había logrado un progreso considerable, al comparar a la capital con las otras regiones del país. Julia se dedicó a reclutar simpatizantes en los barrios durante todo el año de 1978. Era un trabajo de hormigas pacientes, furtivo y un poco más seguro. Pero todavía quería pelear.
Llegó entonces 1979. La Guardia Nacional, desesperada, atacaba indiscriminadamente y no daba cuartel. Los sobrevuelos de sus aviones proyectaban la amenaza de los bombardeos.
El primero de junio comenzó la insurrección general. El día 13, la Guardia Nacional asesinó a los niños y adolescentes de la Colina 110.
El 15 de junio, Julia tenía que encontrarse con la hermana de Mónica, la heroína Zulema Baltodano. Luego de perder territorio en las batallas de los barrios Monseñor Lezcano, La Ceibita, Santa Ana y la Colo¬nia Morazán, varios jóvenes, incluida Zulema, se replegaron hacia el Barrio San Judas donde llegaría Julia, quien se había atrasado obteniendo información de los superiores. Desinflados, los casi doscientos jóvenes se reunieron en lo que parecía ser un lugar seguro, recuperaron algo de energía y disponían dirigirse cerca de la embajada de los EUA. Julia corría con su fusil, dos sacos de suministros y mucha información, a más no poder, por las calles de la capital.
Los sandinistas caminaban por una plaza deportiva sin saber que las miras de los fusiles de asalto de la Guardia Nacional les apuntaban con una única orden: sin sobrevivientes.
Mientras, Julia respiraba agitadamente, luchando por mantener el ritmo de la marcha y llegar cuanto antes. Los balazos de la Guardia Nacional marcaron el inicio de la matanza: arrasaron con los jóvenes. Algunos inútilmente trataron de tomar sus armas y contraatacar. Los de la retaguardia huyeron para salvar la vida.
Al escuchar las ráfagas, Julia cayó de rodillas en el asfalto. Se le rasparon las palmas de las manos. El rifle y los sacos le impidieron levantarse.
Los ojos le ardieron de lágrimas y furia: era demasiado tarde. Volvía a recordar. De nuevo sangraba, de nuevo lloraba, de nuevo como en El Cuá. Al fin pudo levantarse y desapareció entre los callejones.
Su pasaporte falso le salvaría la vida. Escapó tan sólo semanas antes de que cayera Somoza. ¡Qué ironía! No pudo celebrar. Cruzó la frontera con la ayuda de unos centros de apoyo a los exiliados ubicados en Guanacaste y con los contactos que tenía con la Juventud Revolucionaria Nicaragüense. Atrás dejó al pueblo delirante de felicidad y los gritos de una revolución.
Nunca detalló cómo llegó aquí. Sé, por conversaciones que tuvimos, que un capataz la trajo a San José. Fue cocinera, barrendera, y trabajó para una fábrica de papas fritas en Cartago. Llegó a nuestra casa cuando nuestra madre puso un anuncio en el periódico.
Cocinaba, barría, y lavaba ropa. Durante 14 años hizo lo mismo, y en el último año cada vez con más lentitud. Fue por miedo a perder el trabajo que nunca nos dijo nada. En el hospital, mientras veíamos una mancha blanca y sólida en las radiografías, y el doctor del servicio de oncología nos explicaba cómo el tumor estaba infiltrándose en otros órganos, traté de encontrar una explica¬ción a su forma de actuar. ¿Cómo hacía para trabajar con aquel dolor en la espalda cada vez que levantaba la ropa y la cargaba en la lavadora? Tenía apenas cincuenta y cinco años, pero muchos hubieran dicho que fueron suficientes.
La noche en que se rindió fue larga.
No supe nunca exactamente cómo fueron los demonios que la sitiaban, desde el aliento fétido de los guardias nacionales hasta el tableteo de las ametralladoras. Trataba de imaginármelos y de imaginarme a Julia cuando sostenía un arma en vez de un cucharón, y cuando los adolescentes que atendía eran valientes guerrilleros como ella.
Salimos temprano del hospital. El trámite de la muerte es rápido. Son los recuerdos los que perduran.
Llegamos como a las once. Nuestra madre se fue al cuarto, mis hermanos cada uno al suyo. Cada duelo es siempre diferente. Yo me senté en el comedor a mirar el reloj y a esperar a que fueran las doce y cuarto.

Bernardo Montes de Oca


Bernardo Montes de Oca (San José, 1985) es escritor, periodista e ingeniero. Buscó escapar de la adolescencia a través de la escritura. Algunas producciones suyas han sido publicadas en antologías. La reina Vishpla es su primer libro de relatos. Como periodista ha ganado premios nacionales e internacionales, además de publicar en medios costarricenses y españoles. 














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