17/7/16

Los dos minutos y otros cuentos – Francisco Zúñiga Díaz



“… es la obra de un escritor maduro, de un estilista.” Addy Agüero

Creo que esas palabras de Addy Agüero son las que mejor resumen el carácter de la obra de Francisco Zúñiga Díaz, en particular en el libro que reseñamos y antologamos en esta oportunidad: “Los dos minutos y otros cuentos”.

Tercero en su haber, en esta obra encontramos lo que ya sabemos, lo que ya habíamos leído en la obra de Zúñiga Díaz: la estampa costumbrista, el realismo, la imagen poética, su fino humorismo, en contraste con la fatalidad. Pero también encontramos en esta colección de doce cuentos, otros tópicos que emergen en el registro de su obra: el espacio urbano, el relato psicológico, la literatura comprometida políticamente, y también el divertimento, y la exploración del género policial. Realmente son muchos los matices que desbordan este breve cuentario publicado por la Editorial Costa Rica en 1976 (y como toda la obra del maestro, jamás reimpresa).

Volviendo a las palabras de Addy Agüero, en efecto la obra de Zúñiga Días es obra madura, trabajada incansablemente, lingüística y plásticamente. Por eso estilista, pues el autor, se toma muy en serio su oficio y los materiales de trabajo, los trata con dignidad y respeto. Independientemente de la trama o el trasfondo, en todo texto o libro de Zúñiga Díaz, el manejo del idioma será ejecutado con rigurosa maestría.

Sobre los tópicos, diversos lectores, escritores y críticos se decantaron en su momento por lo que les era más afin: “… pone de relieve una vez más su amor a la tierra y a los personajes que en ella se proyectan a través de su imaginación creadora, pintando una de esas estampas campesinas en que palpita el alma en la inquietud por la belleza silvestre y el apego a la tierra nativa, en una configuración de ensueño y realidad en que el hombre diluye su existencia frente a la esplendidez del paisaje y el susurrar del río en la vertiente de la campiña que se dilata en la distancia de la naturaleza.” Destacó Gustavo Adolfo Ortega Castro en Revista Orbe, algo que puede ser más cierto para las dos obras previas de Zúñiga Díaz (“Trillos y nubes” y “La mala cosecha”) No es que el espacio rural desapareciera, pero sí se nota un cambio en su tratamiento, lo que antes eran “estampas”, “cuadros campesinos” se plantean de manera más “estructuralista” es decir, más dinámica, en la simultaneidad de planos, y en nuevos contextos, cuentos como “La casa vacía”, pero especialmente “La escoba” nos muestran el proceso, el encontronazo de los personajes con la fatalidad, con una realidad que los fulmina a pesar de todo, donde incluso se raya en la locura, en la alucinación esquizofrénica o bien en la dependencia afectiva, en la opresión de los mandatos sociales, en la subjetividad de los personajes amplificada por su propia voz en otros cuentos como es el caso de “La visita”. Prácticamente no quedan rastros del “pintor de escenas”, de los dos primeros libros y se abre paso a un constructor de procesos. “Un estilo diferente y nuevo de Zúñiga Díaz que nos muestra su versatilidad y dominio de la narrativa en sus variados matices acordes con las corrientes contemporáneas, y que hacen a este libro, agradable, directo…” recordará el poeta Mario Picado. Y más elocuente es Gerardo César Hurtado “Dentro de la narrativa costarricense podemos situar a Zúñiga Díaz como un indicador de un realismo que sigue vigente, pese a sus transformaciones y evolución estilística, ese realismo está logrado por la plenitud con que asume la tarea de desentrañar los misterios de la imaginación, las conciencias de hombres pequeños y grandes, las lacras de una sociedad que no opta por liberarse de ellas, fácilmente.”


En otra dirección, en la contraportada del libro, se afirma que “Los dos minutos y otros cuentos pone de manifiesto a un cuentista ágil, especialmente en el empleo del diálogo y del estilo directo, en el fondo de cuyos relatos trasunta una intención crítico-social de indudable verismo y eficacia.” ¿Qué es esa cosa “crítico-social” en “Los dos minutos y otros cuentos”? Quizá se refiera a algunos cuentos que llamaríamos de “compromiso político” ¿cuál? Pues a los movimientos y causas revolucionarias que concertadamente eran el hervor social de las dolidas sociedades latinoamericanas (incluso de los procesos independentistas en África y Asia) de la década de los años setenta y la siguiente. Por eso cuentos como “Los dos minutos”, “La consigna” y “¡Qué ganemos!, exaltan los ideales revolucionarios, el auto sacrificio por una causa mayor, superior, y que no están escritos con disimulo, son explícitamente beligerantes, cercanos a la propaganda, pero de una necesidad y una emergencia necesaria en su momento.

Pero encontramos también en este libro la vena del gran humorista de las letras costarricenses, pese a la fatalidad, de la lucha revolucionaria, también la pluma de Zúñiga Díaz puede contener su picardía y su fino tratamiento del humor en cuentos como “La muerte de la gallina” y en el estupendo he irónico “El corrido que no se ha escrito sobre la muerte de Luis Rosales” que es al mismo tiempo bisagra para abrirse a la exploración de la narrativa policiaca pero con una tonalidad hilarante y paródica, donde el autor casi alardea se su fino y amplio conocimiento de los trucos, los giros y secretos del género negro, no sin la eficiente dosis de suspenso necesaria, como afirma el maestro Adolfo Herrera García: “Está escrito en un estilo directo y lineal en el que, sin embargo, existe como factor de atractivo interés el suspenso que abriga a casi todos los cuentos. No es fácil lograr el suspenso que logra el autor en un cuento enmarcado dentro del realismo de ambiente y lenguaje, y en muchos casos de caracteres mantenidos sin quiebres desleales a todo lo largo del relato. Se comienza a leer un cuento y necesariamente ha de terminarse: la curiosidad que despierta es voraz.” Pues si de suspenso se trata, también hay que destacar texto como “El presentimiento de don Manuel” y esa joya que es el microcuento: “El fugitivo”.

Pero si de joyas se trata, el cuento con que cierra el libro “¡Aquí voy yo: Andrés!” es definitivamente un punto alto en la narrativa de Zúñiga Días y seguramente de la narrativa breve costarricense, dice Alberto Cañas “… ha trazado el recién debutante Zúñiga Díaz el mejor cuento que hasta la fecha le conocemos. Finamente observado con una técnica moderna. Trae a su autor hacia las formas urbanas que venía bordeando y lo lanza a la ciudad con buenos auspicios.”  Este magistral cuento apareció por primera vez en el Anuario del cuento costarricense, 1967 de la Editorial Costa Rica, y su omisión posterior en trabajos antológicos de la narrativa nacional sinceramente nos extraña.

Dejamos a continuación como muestra y selección personal de “Los dos minutos y otros cuentos” para que el lector pueda degustar de la obra de Francisco Zúñiga Díaz los siguientes textos: “La visita”, “La escoba”, “El corrido que no se ha escrito sobre la muerte de Luis Rosales”, “El fugitivo” y por supuesto: “¡Aquí voy yo: Andrés!”.

Germán Hernández


La visita

¡Amable! Sí, mamá. Atendé a tu padre, hija. Qué vaina con vos que no le guardás consideración ni después de muerto. Lo querías. ¿Verdá que lo querías? Sí, sí, lo querías. Pero el muerto al hoyo... Dale café, mujer, por lo menos. Pero calentalo, muchacha. No sé qué te pasa. Desde que murió lo ves como a un extraño. No lo saludás, no estás con él. Malagradecida. Dale café, traele un cigarro. Caray con estas mujeres modernas. Al Pedro ese sí... que cafecito, que pan, que mantequilla. ¡Te deshacés en atenciones! Pero a tu padre que lo muerda un burro. Pobrecito, muerto y todo, está aquí. ¡Movete, muchacha!

* * *

Tu padre, Amable, nos ha hecho mucha falta. El pobrecito murió. Pero aunque está muerto, cuando él viene, hay que atenderlo mejor que cuando estaba vivo. Yo, por ejemplo, me he olvidado de sus borracheras... del asunto con Mercedes ni me acuerdo (puta más grande esa). Pero vos, nada. Como si el otro estuviera muerto de verdad. Entra y ni te das cuenta de nada. Vos lo querías. ¿Verdá que sí lo querías?
Traele el café, por Dios. Sí, unas galleticas. Que se sienta en su casa como antes. Nos hizo mucha falta con su muerte y el pobre se dio cuenta. Por eso viene, a veces, a vernos. Calladito, sí, calladito. Entra y se va. ¡Apúrate con el café, mujer!

* * *

Es cafecito Volio, Tomás. ¿Te acordás cómo te gustaba? Bebételo antes que se enfríe. Echale las galleticas adentro y te las comés con la cuchara. ¡Ah mi Tomasito! No has cambiado. ¡Vieras cómo me emociono cuando venís! Es cafecito bien tinto. "Hecho como sólo vos sabés hacerlo". Jé jé. ¿Te acordás que me lo decías así? Todas las tardes, como a las cuatro, cuando calculo que salís del trabajo, lo chorreo. Si no venís, pues ahi se queda. Pero, ¡hoy llegaste otra vez! Amable: trae más galletas.

* * *

¿Viste qué hermosilla se ha puesto la Amable? Echó novio —¿Te lo dije la otra vez?— Si, es Pedro, el hijo de Isabel. Vieras qué buen muchacho. Tiene buenas intenciones y van a casarse. ¡Qué gozada, Tomás. Vamos a tener nietos! ¿Te acordás que cuando te moriste Amable era una chiquilla? Mírala ahora, con sus pechitos grandes. Con formitas de mujer. Lástima que no te quedés para siempre. Pero la realidad es que te moriste y que más bien hacés mucho con venir de vez en cuando.

* * *

En tu vela dimos café y algún guarillo. Buena vela, Tomás. Vino tanta gente. Vinieron Rosendo y Juana y las tres muchachas. ¡Fíjate! Con la muerte todo se olvida y pasa. Me dio lástima Rosendo. ¡Vieras cómo lloraba! De arrepentimiento por lo que te hizo, a no dudarlo. Claro que todo fue por la angurria de Juana y a él le dolieron esos veinte años en que no se hablaron. Yo no sé si hice mal, pero vieras qué lástima. Me olvidé de todo y nos contentamos. Creo que te hubiera gustado haberlo visto, porque vos lo apreciabas. En fin, Dios decidió y ahora Rosendo no halla qué hacer con nosotros. Nos ofrece ayuda, en fin... ¡Tan bueno! Yo, que de por sí estaba tiernita para las lágrimas, también lloré de verlo llorar. Y que como que con las lágrimas se deshicieron los rencores. Fue, Tomás, como cuando un río, después de venir con fuerza y golpear las piedras con alma, se va apaciguando y las deja limpiecitas, brillantitas. Y Juana me abrazó y me pidió perdón y me dijo que iba a pagarte una misa. Vieras que las muchachas están bonitas. Se hicieron amigas de Amable.
Fíjate que casi no podía creerlo. Pero la gente es buena. A veces es uno el que se encapricha y todas esas cosas y no les hace el lado. La muerte todo lo lava. A mí me ha servido de mucho que se hayan contentado, porque fíjate que me siento sola. Ahora Rosendo pasa de vez en cuando y me ofrece ayuda.
Vino la Mercedes, Tomás. Perdóname que la trate así, ahora que estás muerto. Con el rabito entre las piernas, despacito, en puntillitas. La pobre no hallaba cómo entrar y a mí me dio lástima. Ya vos no existías y era tu vela. Pues entra, le dije. Deporsí Tomás es difunto. Ni para vos ni para mí. Y lloró. Yo sé que yo te hice sufrir, Toña, me dijo, pero yo también lo quería. Porque era bueno, muy bueno, Toña. ¿Me perdonás? Tomás no tuvo la culpa... yo, tampoco, por Dios. Pues sí, Tomás, la perdoné.

* * *

No me preocupa que no hablés. Me gusta verte así, sentado junto a mí, tomándote tu cafecito. Como antes. Como antes de que te murieras. Pero venís. Yo no sé cómo hacen las mujeres cuando se les muere el marido y él no viene a verlas. ¡Qué desconsuelo, Dios Santo! Por eso, creo yo, se hacen de otro y van, poco a poco, olvidando al muerto. Yo, por dicha, te veo cuando venís, a veces muy rara vez, pero venís. De todas maneras yo siempre te espero, Tomás.

* * *

Afuera el viento empujaba a la negrura. El reloj de la iglesia tiró doce campanazos sordos, que se fueron dando tumbos en el eco, hasta desteñirse por completo. Las luciérnagas, en el decorado de la noche, colocaban alfilerillos de oro que se apagaban y se encendían. Entre todo, el silbar del viento, el temor acostado en las copas de los árboles, el ¡ay Dios mío! por un ramalazo sobre las tejas o el chillido de algún pájaro.
—Dicen que las candelillas son patas de muertos.
—Dicen que la cocoroca anuncia que alguien va a morirse.
El fogón entretiene la soledad de dos o tres brasas. El frío metido por las rendijas, despierta a Toña. Se levanta, da vueltas por la casa, pasa los picaportes, apaga el fogón y se va a dormir.
Sobre la mesa, la taza de café frío, el plato con galletas, el silencio.


La escoba

Ya cuando grande, catorce tal vez, un empleo: barrer y limpiar. Se aseguraba un salario, que serviría para ayudar a su familia. No era la eventualidad de la cogida, o de la venta de verdura, canasto al brazo, por esas calles.
Fue subiendo en su oficio: de escoba de escobilla a escoba de paja y limpiapiso. Después al aspirador y al cepillo eléctrico.
En el solarcillo de su casa, en San Juan, inventaba historias cuando barría. Muchas de ellas eran verdaderos cuentos: que por aquí va a pasar el rey, que el diablo se ríe si de dejan rincones sucios, que la cenicienta se hizo princesa.
“Que pases el rey, que ha de pasar. El hijo’el conde, ha de quedar”.
El piso de su casa no necesitaba limpiapiso porque era de tierra. Rociar agua primero y después barrer con la escoba de escobilla. Ella misma hacía la escoba: un palo de cualquier rama y matojos de escobilla que cortaba en el montazal del fondo del patio. Y cuando barría no quedaba polvo ni basura. Podía llegar el emisario del rey a preguntar por la muchacha lindísima, que se paraba el sol a verla y que había perdido su zapato en el baile del palacio, que dio el rey para conseguirle novia al hijo. El suelo, para el emisario, estaba limpio. Y ella extendería su pie y calzaría el zapato de la cenicienta y se haría princesa.
"Que pase el rey, que ha de pasar. El hijo'el conde, ha de quedar".
Todo limpio. El suelo de piso de tierra, lustroso, fresco, apelmazado por las caricias de tantos pies descalzos durante tantos años.
Porque el suelo es agradecido. Se torna brillante, sus prominencias se achatan, queda casi liso. Puede uno sentarse ahí y no se ensucia. Y es como si tuviera brillo de cera, logrado a punta de darle con el limpiapiso. Pero el suelo de su casa es de tierra pura. Y sentarse en la tierra es fresquito, no es duro. La tierra es linda.
El primer empleo la amargó: la falta de la escoba de escobilla y otras cosas. Le hacía falta el campo, la extensión verde sin limitaciones de tapias. Sin aceras. Sin mosaicos que había que dejar limpísimos, sin una calle de por medio que no era su calle.
La calle en San Juan no era recta. ¿Quién puede imaginarse una calle recta? Ni tampoco era cortada por otra calle y otra y otra. Por eso que llaman cien varas, en donde se arriesga la vida cuando se cruza la calle por otra que se atraviesa, y por donde pasan centenares de autos, a velocidad, sin dar tiempo a quitárselos de encima. Y esta calle no tiene cercas con enredaderas, con piñuela, con flores. No tiene árboles. No tiene las honduras por donde pasan las carretas, no tiene carretas.
La calle de la ciudad no es una calle. Es una raya que separa un cuadro con casas, alineadas, monótonas, de otro cuadro con casas, alineadas, monótonas. Calles son las de San Juan, que son torcidas, que están fresquitas en el invierno, que están llenas de polvo finito en el verano. Que cuando llueve sueltan un olorcito rico a tierra mojada.
Y no es lo mismo barrer con escoba de escobilla que con las otras. El piso de tierra es fresco, es agradecido. Las tablas y el mosaico son duros, sin alma. Y hay que pasar después el limpiapiso y se hacen callos y duele la cintura y se cansa uno. Y al día siguiente es igual. Porque se ensucia más que el piso de tierra, en donde a veces, como el aire es libre, el mismo viento barre, como jugando. Aquí no es así. Aquí es muy feo.
El cepillo eléctrico no es libre. No tiene la libertad de la escoba, que es uno quien la maneja. Está amarrado, como todo en esta ciudad. Todo está atado a algo. Yo estoy amarrada a este aburrimiento, a esta necedad de Manuel, al aspirador, al cepillo.
Para que camine, para ponerlo a funcionar, hay que apretar un botón, y se impulsa hasta cierta distancia, porque está amarrado, con un cordón, a un enchufe. Y no lo maneja uno. El lo lleva y uno no más sigue su capricho. Yo seguiré el capricho del cepillo, pero el capricho de Manuel, tan necio, lo detesto.
Es mejor la escoba y el palo de piso que estas cosas. Me acostumbré, pero es mejor todavía la escoba de escobilla, que apenas hecha huele a monte recién cortado y, ya vieja, a monte seco, como huele el orégano, como huele el culantro, como huele el campo en el verano. Aquí en la ciudad todos los días son iguales, como es igual el llover que el no llover.
Añora al San Juan con escoba de escobilla, con solares, sin tapias, sin patios de cemento. Con matas y flores. Y perfumes de invierno y de verano, de empezar a llover y de terminar el viento.
El matorral al fondo del patio, la cuesta, el río. A sus compañeros de escuela y chiquillos vecinos. Era natural verlos bañarse, desnudos, en el río. Le gustaba mirarlos cuando se tiraban a la poza y no sentía la desnudez, como siente la desnudes de este Manuel que tanto la molesta, que le pellizca en las nalgas, que insiste en estar solos, desnudos los dos. La desnudez de sus compañeros era limpia, no la hacía sentir remordimientos, estaba llena de monte y brisa y no de pavimento y majaderías.
Ya más grande —dieciséis tal vez—, el hijo. Trabajó en otras casas y en otras. La echaron porque estaba embarazada y el culpable era Manuel. Pero ella pagó los platos rotos. Se olvidó de San Juan, de la escoba de escobilla, de los compañeros desnudos en el río, de la vida.
Ya vieja —cuarenta tal vez— barría los corredores del asilo de locos. Largas franjas de mosaico sin vida, sin tibieza. Negro y blanco, negro y blanco, sin vida, frío, sin brillo alguno. Solamente la escoba y el limpiapiso. El limpiapiso brusco, hecho de mechas de tela. No era aquí el manejar a su antojo el cepillo eléctrico, que tiene vibraciones, que permite conducirlo a como quiera para sacar lustre, para dar brillo. Era solo el mojar el estropajo y pasarlo y pasarlo y pasarlo. No había necesidad de sacar brillo. Las locas ensuciarían nuevamente. Era pasar y pasar el estropajo. Las locas orinarían el corredor, echarían salivas.
Y después, ya inservible, la calle. Porque el loco a veces no está tan loco, o es pacífico y puede ganarse la vida y el asilo está recargado, repleto.
Se había olvidado de San Juan, de su casa en el campo, de la escoba de escobilla, de su hijo.
Y las calles son más largas —larguísimas— que los corredores del asilo de locos. Y están muy sucias. Todos tiran basuras y cáscaras de frutas y chingas de cigarro y hay que barrerlas. Y están muy sucias las calles. Y no hay escoba, ni de escobilla, ni de paja, ni cepillo eléctrico, ni estropajo para limpiarlas. Pero hay mucha basura y mucho polvo.
A ella todavía le quedan dos manos. Y empieza a barrer las calles con un cartón, a juntar las basuras una a una, a recoger el polvo sucio con las manos en pila, como las usaba para tomar agua fresquita del río, allá en San Juan, más allá, del fondo del patio, después de la cuesta.


El corrido que no se ha escrito sobre la muerte de Luis Rosales

Don Benedicto terminó por irse con toda la familia. Vendió la finca y pertenencias y se marchó para el sur.
—¿Que por qué? Flojeras de la vieja. Como Luis era muy de la casa, pues que por todas partes le salía, que no estaba tranquila, que le daba miedo ...
A las chiquillas no había forma de calmarlas. Es claro: la vieja les transmitía su susto y era una cosa insoportable. A Merceditas, la segunda de la mayor para abajo, le dio por llorar. Los varones también querían que nos fuéramos. No por miedo, lo garantizo. Para valientes, ellos. Es que hijos de tigre… (y esto lo decía como en broma pero era en serio. El viejo Benedicto siempre se jactaba —y exageraba, desde luego— de su valor). A los hombres de la vecindad ya no les hacía gracia contratarse como peones. Se llegó a decir que estaba salada porque fue en la troje, junto a la casa, en donde encontraron el cadáver. Y no se atrevía nadie a pasar por ahí. Y es que como a Luis todos en el pueblo lo querían, pues nadie, por supuesto, era capaz de matarlo. Y se creó como una idea de misterio por su muerte. Y de ahí vino — iah los creyenceros y sus cosas!— la idea de que salía, para vengar él mismo su muerte y otras zarandajas.
Ahora, a Dios gracias, ya estamos acomodados. Siempre no falta alguna cosa, pero lo que viene viene. A Mercedes me le hicieron una panza, aumento de familia y qué sé yo.
Siempre tenemos presente la memoria de Luis. Para mí —para nosotros, mejor dicho— es algo que no pasa, que no se puede aceptar. ¿Quién pudo ser capaz de matar a Luis Rosales?
Todo esto lo contaba don Benedicto, un día de tantos que le dio la ventolera por dejarse ir a Platanar de San Luis. Y los amigos se reunieron con él y había que celebrarlo porque deporsí este pueblillo está casi muerto y poca cosa hay que celebrar.
—Me preocupó, no crean, el embarazo de Mercedes. Ahí estoy con otro nieto. Dice ella que el papá del güila es un machillo que estuvo en la nueva finca, en el sur, y que se fue. Yo como que me acuerdo de él. Alguien me dijo que lo buscara para obligarlo a casarse con la muchacha, pero yo para esas cosas soy dejado. ¡Si soy dejado que nunca me casé con mi mujer!

***

Luis Rosales tenía veinte años y trabajaba como jornalero en la finca de don Benedicto. Por jovencillo que era, fue bien querido. Fue amigo de los hijos de don Benedicto y, como dice éste, no salía de la casa. Era un muchacho recto, bien parecido, sin vicios. Muchas de las jovencitas del pueblo le habían echado el ojo, con el consentimiento, no es de dudar, de los padres. Las madres lo veían como un buen partido por lo serio y responsable y los papás —por qué no decirlo— acostumbrados al buen ganado para sus fincas, como un padrote de buen pedigree.
Es necesario advertir que hasta su muerte Luis Rosales no había llevado un noviazgo, como quien dice formal, en su pueblo. No era un picaflor pero era gustado, como lo dijimos ya. Y el hecho de que no fuera enamoradizo no quitaba que las flores de Platanar de San Luis no abriesen las corolas a su paso, empurpurando sus pétalos algunas, y otras, menos modestas o más atrevidas, extendiéndose en sus frondosidades, ávidas de la caricia de un picaflor de las condiciones físicas de Luis Rosales.
También hay que apuntar, aunque para hacerlo transitemos caminos que nos sonrojan, que Luis, que no era dejado, no llenara una que otra boca con sus besos, o que no prodigara alguna caricia más atrevida a la mocita que así lo deseaba.
Y nos vemos inhibidos a contar que a hurtadillas, bajo el celestinaje de la noche oscura, cualesquiera de ellas, una o varias, recibieran de Luis algo más preciado que un beso.
El pobre de Luis Rosales falleció. Un árbol nuevo y firme de la arboleda del pueblo había sido tronchado así no más, sin ninguna gracia. Innecesariamente. Inexplicablemente, por supuesto. La muerte se lo llevó cuando era un gallito que apenas empezaba sus aleteos entre el alboroto de las gallinas del pueblo.
—Era como un ternerito —decía la mujer de Benedicto, muy conmovida. Yo no sé esa ocurrencia de ponerlo en la troje de nosotros. Y el que lo mató sabía que Luis dormía ahí por las tardes. Por el calor, decía, para descansar.
La mañana en, que no fue a trabajar pensaron que tal vez estaba enfermo. Pero la madre de Luis estaba asombrada, puede decirse que histérica. Luis siempre llegaba a dormir. El muchacho no era parrandero —y a qué parranda podía ir si Platanar de San Luis era un pueblo muerto—. No bebía licor y como casi no hay nada que hacer, siempre llegaba a la casa a más tardar a las seis. Cogía la guitarra y su entretenimiento entonces, hasta las ocho en que se acostaba, era la canción.
Esto salvando una que otra serenata, muy distantes entre sí. Pero las serenatas, en este pueblo, desgranadas y todo, no dejaban de transformarse en un acontecimiento en el que participaban los muchachos y los viejos. Y la tarde o noche en que Luis Rosales fue asesinado no hubo serenata. Fue ese un día desteñido desde el principio. Sin novedades. Con el jornalear diario. Con el almuerzo, frío, en hojas, comido en las fincas; con el terminar de la jornada a las tres. Con el irse para la casa —previo uno o dos tragos de guaro algunos. Con el dormir universalmente idéntico.
Pero también, y esto le dio un matiz distinto a ese día muy parecido a todos. Ese día idéntico a ayer, a antier, a pasado mañana, ocurrió un asesinato: Luis Rosales murió de una puñalada.
No había razón para eliminarlo de este mundo, si él no estorbaba. Sería como cortar de tajo un arbusto de futura cosecha. Como eliminar un torete de buena raza. Como hacer a un lado, cual si fuese piedra corriente, una veta de oro de buenos quilates.
Porque Luis Rosales era un principio de buena cosecha. Era el inicio de una veta que transcurriría diáfana.
Y el pueblo, entre la novedad y el estupor —que se juntan en un haz increíble de lástima por lo ocurrido y de emoción por ver que algo distinto pasaba— se dio, entero, sin vacilaciones por trabajos abandonados o almuerzos que hacer, a la búsqueda del muchacho de Platanar, que una noche no durmió en su casa y que al día siguiente no asistió a sus tareas. Y lo encontraron. Apareció muerto en la troje de don Benedicto, construida a cincuenta metros de la casa de este buen hombre.
Lo elemental para don Raúl, jefe de la policía del pueblo y policía en sí, fue iniciar la investigación en la casa de don Benedicto.
— ¡Cómo se le ocurre a usted, don Raúl! —dijo don Benedicto. —Si Luis era como un hijo mío. ¿Por qué iba a matarlo?
Dígame por qué. Me gustaba el muchacho como muchacho que era. Ya le dije, casi le veía como a un hijo. Todo el pueblo lo sabe: él quería mucho a mi familia y no salía de mi casa.
Pero don Raúl era el policía. Y un policía no cumpliría bien sus funciones si no sospechara de uno y de todos. Menos del muerto, que ya sería exigirle mucho a la autoridad. Y don Raúl, desde luego, descartó sin ningún preámbulo a Luis Rosales de la posibilidad de ser el asesino.
La madre de Luis desechó de a tajo las sospechas de don Raúl sobre don Benedicto. Las aventó casi indignada: Luis quería mucho a la familia de don Benedicto y ese cariño era correspondido por ésta. Doña Clotilde, la madre de Rosales, puede decirse que mandó con viento a fresco a don Raúl.
Nada menos que a don Raúl, que era el jefe de la policía y policía en sí, y alcaldía y hasta Corte Suprema de Justicia en Platanar de San Luis.
Pero veamos que don Raúl no dejaba de tener sus razones: Luis Rosales era muy bien parecido y gustaba a las chiquillas. Don Benedicto tenía cinco muchachonas, de los dieciocho para abajo hasta los catorce, y todas de muy buen ver. ¿No podría pensarse que el viejo sintiese celos? ¿No era posible que Luis estuviera entrando más adentro en ese decir de ser muy de la casa, con alguna de las chiquillas? A la larga, y esto no puede descartarse así no más.
Era una marimba de madera sonora la descendencia femenina de don Benedicto y a cualquiera de los muchachos del pueblo, ¿por qué no Luis?, le hubiese gustado jugar de marimbero.
En consecuencia, y haciendo a un lado las elucubraciones del autor, don Benedicto, tomando las hechas por don Raúl, que a la larga coinciden, quedó anotado en la lista como sospechoso número uno.
Y esto de ser sospechoso número uno es muy importante en una narración policial. Así dicen, por lo menos, los que trasiegan con esas vagabunderías. El autor no da ni quita. Simplemente narra —y trata de hacerlo en la forma imparcial y seria que le caracteriza— todo lo que sobre Luis Rosales debe contarse. Sobre Luis Rosales y las circunstancias de su asesinato, principalmente.
Mas en el consenso del pueblo don Benedicto era inocente y había razón. Era un hombre bueno, sin prejuicios por un matrimonio para salvar una honra y Luis era su mano derecha en la finca, a pesar de sus pocos años. Es cierto que Luis no salía de su casa, pero también lo es que existió siempre mucho respeto.
—El difunto era para mí como un hijo más. Y don Benedicto lo decía ahora y siempre lo había afirmado. Y afirmar que era como un hijo más era una exageración, porque el buen hombre, con la colaboración de su esposa Matilde, desde luego, había dado a Platanar de San Luis nada menos que diecinueve hijos, entre hombres y mujeres, se entiende.
"Quién iba a desear que Luis Rosales se muriera" —era la pregunta general. Y casi se daba una respuesta fuenteovejunesca: ¡NADIE!
Don Raúl, en medio de su cachaza, porque le pedía permiso a una pierna para mover la otra, quedó convencido de la inocencia de don Benedicto y de sus hijos mayores.
Esta idea, salida de la mollera del policía como semilla de guaba (él también lo juzgó inocente desde un principio), dio un respiro de alivio a los habitantes de Platanar de San Luis.
Y entonces surgió (necesariamente así tiene que ser porque se trata de un crimen y de un investigador en busca de sospechosos) otro elemento que tenía motivos para desembarazarse del hombre vivo que ahora es difunto. Y don Raúl —como un Sherlock Holmes desteñido— posó la lupa de sus sospechas en Amoldo Campos y hacia la casa del interdicto se dirigió. Cautelosamente, sin dar a entender el motivo de la visita, casi de puntillas. Es decir, procedía como un detective de novela policíaca. Elemental, amigo Watson, que así tenía que hacerlo.
Hagamos un paréntesis para que el lector —y el autor también— se ponga en onda. Parece que Luis estaba como enamorándose de Carmen, novia de Amoldo, menor, soltera y vecina de Platanar de San Luis. Que Carmen había mandado a volar a Amoldo, que Amoldo se había pegado una juma y etcétera. Ponemos este etcétera para darle a don Raúl la oportunidad de que sea él, jefe de policía, policía él mismo, Alcaldía, Corte Suprema de Justicia y la Justicia en sí en todo Platanar, a que resuelva el crimen.
Y con Amoldo le sucedió a don Raúl como con don Benedicto. Aquél estuvo fuera de Platanar de San Luis más de una semana. Andaba, según decían en el pueblo, buscando trabajo en otro lado, pero bien se suponía que era por la cavanga por Carmen. Tan explica esto el hecho de que antes de irse tuvo una tanda de cuatro días. Y Luis murió después de la partida de Amoldo.
—Usted no va a creer, don Raúl, decía algún vecino, que si Amoldo no estaba lo pudo haber matado. ¿Verdad?
Decíamos que igual le sucedió a don Raúl con Amoldo que con don Benedicto. Este último también había salido el día del crimen y no regresó sino a las nueve de la noche, en la última camioneta. Traía sus guaros adentro pero se sentía aún trotón. Trajo lo que necesitaba para la finca y los cortecillos para las muchachas y algo para los varones y unos cigarros, con filtro, para Luis.
Lo encontró, desde luego, difunto.
Y don Raúl, con semejante clavo adentro, especulaba diciendo que cualquiera de los dos pudó haber llegado sin que nadie se diera cuenta, y haber cometido el crimen. Salir y devolverse, matar al muchacho e irse de nuevo. Elemental si se pudiese comprobar, pero las coartadas de los dos eran irrebatibles. Insinuó dos veces la teoría, pero por don Benedicto y por Amoldo todos ponían la mano.
—Que me queme en el infierno si no es cierto —decía doña Clotilde—. Los dos son inocentes.
Y como la que hablaba era la madre del fallecido, pues don Raúl desechó de su mochila de sospechosos a los dos principales. Quiere decir, al número uno y al número dos.
Ya descartado Amoldo, el bueno de don Raúl, el policía, se fue aburriendo. Por el qué dirán siguió husmeando aquí y allá. Pero el meter tanto las narices molestaba ya al vecindario, que estaba llegando a la conclusión de que la realidad era que Luis Rosales estaba muerto. Que lo mejor era rezar por él y que por qué joder a los vecinos para averiguar una cosa que no podía averiguarse y que, si se averiguara, no resucitaría al muerto.
—Recemos por él. Dicen que cuando uno muere matoneado no entra al cielo.
Lo que más convenció a don Raúl de la inocencia de Amoldo fue la conversación con el cura:
—¿Amoldo, don Raúl? Imposible. Si Dios Nuestro Señor me lo permitiera, lo juraría.
Y algo de cierto debía de haber en esta afirmación del cura, porque después de todo el pastor de las almas de un pueblo conoce de todos los entresijos de los moradores. Y no obstante el secreto de la confesión, si afirma algo, pues tiene que ser verdadero. No violenta con ello el secreto. Y el asegurar la inocencia de Amoldo, pues de hecho esa inocencia existe.
Entonces don Raúl aventó —como quien riega semilla con desgano— su sospecha en Carmen Ríos, la que fue novia de Amoldo y que casi lo era de Luis Rosales. ¿Pero Carmen?
Incapaz de matar una mosca, hija de María y nieta de Santa Ana, hija adoptiva de San José y, siguiendo el Génesis cuesta arriba, descendiente directa de Eva, la que travesío con la manzana y sumió al mundo en el pecado.
Carmen Ríos, repetimos, era una muchacha muy estimada en Platanar de San Luis. Muy buena, muy religiosa, muy buena hija, muy etcétera.
Pero no nos ciñamos a lo subjetivo. Dejemos el cariño para otra cosa y situémonos en el marco de la realidad (o en el meollo del asunto, como decía don Raúl). Y la realidad es que Luis Rosales fue asesinado. Entonces no nos dejemos conmover con las poses bobaliconas de Carmen Ríos, que comulgó por la salvación del alma de Luis, que se pasa, desde la muerte del muchacho, en una pura rezadera. ¡En una beata puede estar el criminal! ¿No? Pues sí puede estarlo.
Entonces don Raúl empezó a averiguar sobre los movimientos de Carmen Ríos. Y muy rápidamente obtuvo conocimiento de ellos, con la enorme vergüenza de la muchacha; los movimientos los observó don Raúl en el potrerillo cercano, llevados en forma rítmica con el acompañamiento de Teodorico Mena.
Interrogada la muchacha —cosa de rigor— dio una coartada (cosa también de rigor). Ese día —o tarde o noche— ella no había estado en el centro de Platanar de San Luis. Corroboró la afirmación el mismo Mena, a quien no le quedó otro recurso, con tal de salvar el honor de Carmen Ríos, que hundir más ese honor —¡tan maltrecho el pobre! Deporsí Teodorico Mena, con frecuencia, hundía en Carmen Ríos lo que podía. Y el tener que confesar —por dicha— hacía que surgiera la coartada perfecta: si Carmen Ríos no mató a Luis Rosales porque estaba con él —Teodorico—, pues él tampoco pudo hacerlo.
Es necesario decir —y lo hacemos para mantener informado al lector— que Teodorico Mena también resultaba sospechoso. No era amigo de Luis Rosales. Y esto no es razón para que lo hubiese liquidado porque por lo general los crímenes son cometidos por los mismos amigos. Pero Mena pretendía a Mercedes, la hija de don Benedicto y una vez Rosales le dijo que no se acercara a ella. Que él, Mena, era un depravado y que él —Rosales—, estaba dispuesto a defender a la muchacha. Tal vez Mena tuviera su rencorcillo, pero los movimientos que tuvo ese día fueron comprobados y difundidos por todo el pueblo y quedó libre del delito.
No excusemos suponer que antes de sus movimientos con Carmen, Mena pudo escabullirse y matar a Luis Rosales. Pero don Raúl lo eliminó de los sospechosos y no estamos nosotros, simples narradores de un hecho, para complicarle la vida a don Raúl, por quién sentimos grandes simpatías.
Carmen Ríos, por su parte, estuvo siempre enamorada de Luis Rosales. El hecho de mandar a volar a Amoldo, con el decir que Luis iba a ser su novio, no dejaba de ser un elemento de promoción de la mercancía, que, ya está visto, ofrecía al mejor postor. Luis Rosales no desechaba la posibilidad de ser el poseedor y de acrecentar con su afluente el caudal amoroso de la muchacha.
Ya una vez, según se dice —o varias, vaya uno a saberlo— Luis Rosales había tratado —como tantos otros— de convertir a la Santísima Virgen María en abuela, acostándose con Carmen Ríos. No olvide el lector (perdone la exigencia del que escribe, pero en los relatos policiales hay que tener todos los elementos a mano), que la Ríos era Hija de María y, como consecuencia, hermana de Jesucristo. Pero ¿puede uno, acaso, darse el gusto de escoger a los hermanos? Esto lo decimos en defensa de Jesucristo, que murió para redimir al mundo de sus pecados, según dicen.
Y aquí se acomoda, como anillo al dedo, un sospechoso más. Ya de primera entrada está descartado, porque el procedimiento de don Raúl es así, de chasquear de dedos, pero en este mundo traidor todos nos equivocamos. A veces también, cosa rara, la justicia. Y ese nuevo sospechoso es nada menos que la mentada Carmen Ríos.
Bien pudo ser Carmen, ante la renuencia de Luis, que conocía sus antecedentes y vislumbraba los consecuentes, de esquivar a la ardiente Carmen Ríos. Bien pudo ser el dique —perdone el lector el símil— que detuviera el caudal del río de la muchacha. Y bien pudo ella, antes de estar con Teodorico, darse su escapadita, salir corriendito, dar una puñaladita, devolverse rapidito y caer suavecito en los brazos abiertos de Teodorico Mena.
Pudo ser Brunilda, que era una vieja verde. Pero para lo que lo quería Brunilda a Luis no era para muerto. Pueden ustedes estar seguros. Y Luis Rosales, insistimos en afirmarlo, no era dejado: daba lo mismo para él ternera, novilla, que vaca parida. Y Brunilda lo acechaba siempre, se le interponía en el camino.
El autor, a estas alturas, considera que se hubiese evitado el lío en el que se halla hasta el pescuezo, si hubiese decidido que la muerta fuera Brunilda. Pero considera que es mucho el papel gastado y muchos los malabares hechos para ayudar a don Raúl en descifrar el crimen, que no le queda más remedio que seguir adelante.
A propósito —y entre paréntesis— el autor debe decir (vaya obligatoriedad matemática del relato policíaco), que don Raúl no ha agradecido la ayuda. Aún más: lo sindica como autor intelectual del crimen. Dentro de los términos jurídicos, en que el autor es muy versado, el decir del policía es fútil. Si un autor, por el simple hecho de contar una historia —y esta no es una historia sino un hecho real— pudiera inventar un crimen y la policía se vale del carácter de ser el autor intelectual por haber creado la trama, tengan la seguridad los lectores de que los cementerios de este país estarían llenos de cobradores y demás adláteres. Ante la ocurrencia de don Raúl el autor asegura QUE EL NO MATO A LUIS ROSALES.
Y se para en sus reales aquí: cuando empezó a escribir esta historia Luis Rosales ya estaba muerto. Y que no le diga don Raúl que lo mató para escribirla, porque la pereza de que el autor se enorgullece lo salva de una situación absurda: cometer un asesinato, contar que hubo un asesinato y ayudar a un detective de enésima calidad, a conseguir al asesino. Que se cuide don Raúl porque el autor —calda si no— lo dejará difunto al final de la historia.
Cerrado el paréntesis y desahogado el hígado, permítanos el lector otro. El cura puede también ser un sospechoso. En las tinieblas de la noche, con la luna de paseo sabe Dios dónde, entre la tranquilidad no más interrumpida por el chirriar de los grillos, el ulular lejano de una fiera, el ladrido intermitente de los perros, la alcahuetería de un calorcillo que produjo sueño a los habitantes de Platanar de San Luis, hasta acomodarlos en su lecho. Bajo el consentimiento, repetimos, de una noche sin estrellas, el cura pudo haber asesinado a Luis Rosales. ¿Motivos? ¡Quién sabe!
A Luis Rosales le faltaba mucho para morirse y era un pecador. No lo sabía el cura por palabras de Luis, pues no se confesaba. Lo sabía porque ¿qué cosa no se sabe en Platanar de San Luis? Bien pudo el sacerdote —y perdone el lector creyente la hipótesis— adelantar la mano de Dios. La mano que lo enviaría de un empujón al infierno cuando muriese, aunque fuese el día del Juicio Final. Y como el no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy tiene vigencia, tal vez por inspiración divina quiso impulsar el señor cura la mano y pronunciando el fatal ¡vade retro satanás!, adelantó a Dios un trabajo que llevaría a cabo quién sabe cuándo.
No dejaría de preocupar al sacerdote el hecho de que Luis Rosales era causante de su cansancio, después de una sesión en el confesionario. Porque las niñas que se confesaban, con rubor en sus mejillas, decían a alguien por primera vez que no lo eran ya. Y no era una sino varias. Y si ellas no decían sino el milagro, no dejaba el cura de imaginarse al santo, bastante diablo por cierto.
Pero el cura no pudo ser el asesino. IMPOSIBLE. El lector puede estar seguro y hay muchos argumentos que el autor no brinda porque no ha gastado sus ojos en lecturas sobre el comportamiento de los curas en la tierra: le basta con observar y se da cuenta de cómo se comportan.
Pero bien, no hagamos como don Raúl, que desdeña posibilidades con un chasquear de dedos, así. Don Raúl borra y borra de la lista. No hagamos nosotros lo mismo. Pasemos por alto, si es necesario hacerlo, pero no eliminemos en un dos por tres. Uno y todos y cualquiera puede ser el asesino de Luis Rosales. Descartemos únicamente, sí, únicamente, al propio Luis Rosales. La idea del suicidio no tiene asidero, así se valiera el autor de los malabares incomparables de Agatha Christie.
Y como el lector está ansioso de encajarle el asesinato a alguien, volvamos con la vieja Brunilda.
Ya a Luis Rosales le podía la majadería de Brunilda. Está bien una vez o varias. Pero la vieja Brunilda estaba pegada a su sombra. Que Luisito aquí. Que Luisito ¿verdad que hoy sí?
Una vez (y de esto se ha sabido ahora) lo amenazó si él salía (o no salía porque no es necesario siempre salir) con otra mujer. Dicen que profirió maldiciones y que se dejó decir, la muy bárbara, que si no era sólo de ella, moriría. Que ella contaba con poderes superiores para amarrar hombres y otras pendejadas más (perdónesenos el término).
Tal vez (qué desgracia es no tener evidencia y partir de conjeturas) Brunilda cumplió lo prometido. Es posible que quiso vengarse de Luis, pero es improbable. A esas horas, a no dudarlo, Brunilda andaba a la caza de chiquillos de dieciséis para arriba, que era la carnada que más le apetecía.
Brunilda, pues, queda fuera del caso. Pero no la borremos de la lista. Simplemente pongamos un asterisco a la par de su nombre, porque pudo haber motivos.
Pudo Brunilda sentir herido su amor propio (lo tenía a pesar de que lo repartía como hojas sueltas entre todos los hombres). Pudo haber deseado a Luis, precisamente ese día. Pudo Luis negarse y pudo Brunilda darle una puñalada.
Todos estos pudo los ponemos para que el lector tenga presente que la vieja Brunilda pudo haber asesinado a Luis. Recuérdese que no debe descartarse la posibilidad y de que nadie es inocente hasta que no se pruebe su inocencia.

* * *

Y el asunto dejó de ser sensacional para convertirse en el pan nuestro en Platanar de San Luis. Y surgió entonces, en el poblado, el humor por involucrar a cualquier hijo de vecino.
—Dame un trago —le decía cualquiera al cantinero. Si no me lo fias le digo a don Raúl que vos mataste a Luis Rosales.
A propósito de don Raúl, el policía, hagamos algunas consideraciones. ¿Le beneficiaba la muerte de Luis Rosales? ¡No! ¿Estorbaba Luis a don Raúl? No. Luis Rosales era un muchacho bueno y honrado. Enamorado sí, pero el amor no entra entre las causales para que un policía se eche al pico a un fulano, salvo si el fulano se echa al pico a la esposa del policía.
Pero don Raúl era muy viejo: eliminado el factor celos. Era viudo: sepultado el triángulo Luis-La esposa de don Raúl-don Raúl. No tenía hijas: descartado el asunto: recuperación de una honra. Pero si cualesquiera de esas circunstancias se hubiesen dado, es necesario precisar que don Raúl era incapaz de matar a nadie y no olvide el lector que don Raúl era la autoridad. Y si la autoridad es la actora del crimen, pues el cuento no tiene gracia.


* * *

El asunto Luis Rosales lo fue cubriendo la capa del olvido (mejor dicho: la ceniza del olvido lo cubrió).
Primero: ya la investigación tenía aburrido al pueblo.
Segundo: Carmen tuvo un hijo. Dicen algunos que de Luis (Carmen queda descartada).
Tercero: Brunilda, la vieja verde, se hizo loca y anduvo pregonando que ella, con un maleficio, había matado a Luis Rosales (pero un maleficio —elemental— no tiene forma de puñalada).
Cuarto: Amoldo se casó con otra, tuvieron muchos hijos y vivieron muy felices.
Quinto: don Raúl, el policía, se murió.
Y si el asunto se hubiese tramitado en una oficina judicial de la capital, se le hubiera puesto al expediente el sello de "archívese", máxime que Luis Rosales era un humilde peón, de tres pesos la hora, vecino de Platanar de San Luis, analfabeta y sin importancia.
Creció la milpa con la lluvia en el potrero (esto quiere decir que pasaron muchos años). Ya el chiquillo de Carmen, diz que de Luis Rosales estaba en la escuela y tenía otro papá! Y, como es natural, la muerte de Luis Rosales fue recordada cada dos de noviembre con una corona y cada cabo de año con un rezo.
Y nunca, ni en el trámite del homicidio, ni después, se pensó en las posibilidades de que Roberto Méndez pudiese ser el asesino.
Pero paremos ya, por favor. ¿Le importa a usted lector, saber quién es el asesino si usted ni siquiera conoció a Luis Rosales? El autor se niega, definitivamente, a explicar el por qué Roberto Méndez sí tenía motivo y sí pudo asesinar, en una tarde de verano, allá en Platanar de San Luis, a Luis Rosales. Y últimamente, si fue este último sujeto quien lo mató, ¿para qué dar explicaciones?

* * *

El regreso de don Benedicto, a quien una ventolera lo llevó a Platanar de San Luis, como ya dijimos, puso en el tapete, de nuevo, pero ya como recuerdo, el tema de Luis Rosales. Y lo colocó en el tapete don Benedicto, quien todavía sentía su muerte como si hubiese sido la de un hijo de sus entrañas (de las entrañas de la esposa, para ser más precisos).
Y entre tanto qué tal cómo estás, y qué ha habido, y cómo está tu gente. Y entre tanto apretón de manos que si se casaron las muchachas, que si los varones trabajaban con él o habían hecho casa aparte. En que cómo está la cosa por el sur. Entre tanto cómo y por qué don Benedicto, previo a la respuesta, se empujaba un trago de guaro de medio vaso.
Y en su borrachera, trastabillándosele el habla por la terquedad de la lengua que quería dormirse, soltó la noticia de que él era el asesino de Luis Rosales.
Que lo mató porque le deshonró a su hija Mercedes. Que le habló por las buenas y no quiso casarse. Que aprovechó que estaba dormido para darle la puñalada.
Y después de su declaración, se durmió profundamente encima de unos sacos de frijoles en la pulpería.


El fugitivo

Llovió. El aguacero anegó al poblado.
En la cantina la noche trajo variante. Hubo nuevo tema: la muerte de Florencio Rojas.
La noticia llegó como el aguacero: inundó el pueblo. En Santa Rosa flotó un viento de agua y muerte.
Ramón no puso la radio en la cantina. No por respeto a Florencio. Tal vez sí. La muerte borra pasados y no hay que hablar de los difuntos.
Ondeaba el temor, el ojalá no haya sido él, el Dios quiera que no.
Entró Roberto. Le miraron con pena, sin hablar.
—Un trago, Ramón. Lleno.
Lo tomó sin paladearlo. Una saliva y nada más.

* * *

Florencio no era querido en Santa Rosa. Todos hacen memoria, sin rencores. La sangre, revuelta en agua y barro, eliminó la sombra del Florencio malo y dibujó la certeza del Florencio muerto. Macheteado en el arrozal. Confundida su san¬gre con los barreales.
Borran sus recuerdos con el que descanse en paz.

* * *

—Raimundo —dice Roberto al Agente de Policía—: maté a Florencio Rojas.
El agente sabía, como todo el pueblo, cómo molestaba Florencio a Ramón.
"Vos sabés. Me mortificaba. No me dejaba en paz. Empezó por lo de Margarita". Me dijo riendo: ¿Yo? Andate al carajo. Esa hembra es de todos. Espérate a que nazca para ver a quien se parece". La muchacha es buena, vos sabés, Raimundo. La enredó. Resultó la panza y ya. No quiso casarse (que si yo estaba loco, que lo estaba engüevando, que me iba a machetear). La trató de puta. Dijo que ella se acostaba con cualquiera. Le reclamé y nos pegamos. Después no me lo quité de encima. Indirectas, insultos. Me jodía a los chiquillos, le decía groserías a Margarita...
"... Venía borracho… En el arrozal… Sacó el machete, como loco. Tuve que defenderme y lo maté".

* * *

Raimundo entendía, pero era la autoridad. No quería a Florencio. Bastante tuvo que ver con él. Se imaginaba a Roberto en la penitenciaría.
No surgía la solución justa del problema. Raimundo estaba encerrado entre barrotes de leyes. Comprendía que había un muerto. El asesino fue Roberto pero pudo ser cualquiera: nadie quería a Florencio Rojas.
Apareció sin pensarlo. Leyó el radiograma. Hablaba de la fuga del asesino. Se había metido por las montañas y se escondía, posiblemente, por los alrededores de Santa Rosa.
Rompió el silencio:
—Se escapó un reo de la peni, Roberto. Me ordenan la búsqueda y el arresto. Con tu ayuda podremos atraparlo. ¡Arrestaremos al asesino de Florencio Rojas!


“¡Aquí voy yo: Andres!"

El auto, que venía en sentido inverso, rompió una acuarela de reflejos. Andrés tocó la bocina del suyo con ánimo recriminatorio. Pero el sonido fue melodioso: así lo había escogido él, porque ese ritmo le emocionaba. Tanto hasta indicar: ¡Aquí voy yo: Andrés!
Las luces de neón, en la amplia calle, hacían esbozos de líneas rojas, amarillas, azules. Pinceladas que se deshacían y se formaban al ritmo del abre y cierre del neón de los comercios.
El pavimento húmedo conservaba todavía algunos charcos, que los automovilistas rasgaban, en su ánimo de desbaratar espejos.
Andrés pensó que el automovilista estaría ebrio. Porque la calle era ancha, suficientemente ancha. Y pasó junto a su automóvil insolentemente. "Algún taxista de alquiler", se dijo. Pero al observar por el espejo retrovisor, comprobó que no lo era. También se dio cuenta de que el otro auto era un 49, y sonrió.
Una brisa se esparcía entre la humedad hasta entorpecer la bruma. El aguacero hacía poco había concluido. La ciudad ya casi ni enseñaba transeúntes, entretenida en el frío de sus aceras.
Andrés puso a funcionar el mecanismo de las escobillas del parabrisas, para desalojar unas gotas. Las luces de los anuncios le dieron enfoques de azul, rojo, amarillo, azul.
Sacó el pañuelo y el perfume le recordó a Ester.

* * *

La bocina engarzó con sonidos al silencio: "¡Aquí voy yo: Andrés!" … "¡Aquí voy yo: Andrés!"
Y Andrés se adueñaba de la noche, como quien monta un toro bravío, que como brida tiene una manivela y a quien miran, con envidia, tantos y tantos hombres, montadores sin toros bravíos o aspirantes a chevrolets de cualquier modelo.
Toda su vida estaba allí. Su aspiración, su anhelo. Él era Andrés; nada menos que Andrés: Andrés propietario de un Chevrolet 51. "Un taxista de alquiler con un Chevrolet 49" —pensó al recordar al otro. Sintió deseos de reír, pero la señal del semáforo le hizo acortar la distancia.
Había querido ser torero. Montador como en la hacienda de don Pedro Rojas, en donde de muchacho de hacer todo, veía a los montadores. Torero como Manolete, a quien había visto perecer entre las astas del toro, en una película mejicana, que no recuerda cuándo vio.
La vida, después, le arrinconó en una bodega de la ciudad.
Las luces de neón, en el trayecto sobre la calle, llenaron de líneas de colores las huellas que las llantas pintaban sobre el pavimento.
Una vida dura, de privaciones y de sacrificios. Pero ahora Andrés tiene su automóvil, su Chevrolet 51 ("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!"). Ahora él sí es Andrés: "¡Aquí voy yo: Andrés!".
Fue así, con automóvil, como conoció a Ester.
Siempre había admirado la facilidad de los automovilistas para conquistar muchachas. Y así le sucedió con Ester.
Había visto en el cine a mujeres hermosas: entre ellas a las cabareteras, que pasaban una noche con uno y la siguiente con otro. Pero todos hombres con automóvil, con dinero, con su apartamiento discretamente ubicado: el juego de muebles, la mesita con el litro de wisqui y la hielera y, atrás, tentadoramente previsto, el canapé.
Un borracho venía por la acera. La bruma se acentuaba al cese de la brisa, que, tenuemente, se había esfumado. Ya la noche se aburría de la mojazón del paisaje, y, caprichosamente, elevaba los resplandores de los anuncios sobre la niebla rala.
Esa noche Andrés no tuvo conquista. Tampoco las anteriores, excepto cuando Ester. Pero ya él tenía su automóvil: esa era la realidad. Ester, a pesar de que no era lo usual en los automovilistas que Andrés había envidiado en el cine, no fue su conquista de una noche. Se le adentró y se le mantuvo a flote en su amor. La había conocido a la salida de un club nocturno ("¡Cómo le llenaba decir night club!") una noche de tantas. Pero no se fue: se introdujo en él como parte ya de su vida.
Una nueva conquista, la indispensable ahora, la del homenaje a su Ester, no se había presentado. Llegaría, necesariamente, "¿no tenía, acaso, su automóvil?".
Por la acera se deslizaba una pareja. Andrés avisó su existencia y tiró afuera el borbotón de música de su bocina: " ¡Aquí voy yo: Andrés!" La niebla de la noche, paralela de los faroles, se dejaba abrir paso por el acelerador del auto. El reloj de una torre, sin prisa, marcaba las nueve y media.
Estaba cansado. Todo el día de labor en el almacén, agobiado por la prisa de los compradores.
El paseo nocturno, en su automóvil, era para él un buen descanso: por lo menos aceleraría ese olvido hacia Ester.
Pero esta noche, con niebla y aguacero previo, le había recargado su carácter. Se sentía abochornado. Era él y Ester y todo. El mal humor se le acentuaba, se le crecía, pugnaba rebelde por inundarse en furia, en llanto, en cualquier cosa.
Todo su esfuerzo en conseguir la prima del automóvil, comprado a plazos. Ester. Todo su universo le escocía, le ahogaba. Pensó en que sería conveniente tomarse un trago pero no tenía dinero.
Entonces decidió conducir lentamente e irse a dormir. Salió de la calle principal y tomó una adyacente en dirección a su casa.

II

Cuando estuvo solo, Andrés revisó de nuevo la pieza. Nunca había estado allí, ni en ningún lugar parecido. Pero ahora sí lo estaba. ¿Por qué? Le dio pereza pensar, analizar. Significaba remover adentro todo lo que él ya había dicho; lo que no le habían creído; lo que tuvo que decir dramáticamente, en forma casi suplicante. Pero el hombre, frente a él, le escrutaba, quería penetrarle, introducírsele y accionar algún mecanismo que le obligara a decir lo que el hombre quería que él dijese.
Estaba cansado. No hacía calor, pero sudaba. La agitación se movía en sus residuos; su pulsación aún estaba alterada. Quizás para descansar fue que hundió su rostro en sus manos. Un torrente de lágrimas quería inundar las manchas de sangre seca.
En la soledad de la pieza se escuchó, rudamente, el timbrar del teléfono.
" ¡Aquí estoy yo: Andrés!" —pensó. Una sonrisa amarga se le dibujó en la cara. Y entonces sí lloró. Convulsamente, con sentimiento, con impotencia, como hacía mucho tiempo no lo hacía.
Ni siquiera escuchó el chirriar de la puerta y el paso de varios hombres. Ni siquiera sintió la mirada escrutadora del juez.
El teléfono, de nuevo, timbró con la fiereza de un veredicto.
Dos hombres tomaron a Andrés. Sin hacer resistencia caminó, trastabillándose en sus presentimientos.
La noche, afuera, ya había deshecho los resplandores de neón; los reflejos azules, amarillos, rojos, azules.

* * *

Andrés, tirado sobre el camastro, contó 48 agujeros en el techo de zinc. ("Mi Chevrolet es un 51" —pensó). La celda estaba fría. En las otras tablas un borracho roncaba los humores del aguardiente. Por el corredor, los pasos se acompañaban por las sonajas de las llaves.
Una mujer, escandalosamente, desde una celda cercana, exigía un vaso de agua.
Andrés se sentó en el borde de sus tablas, que colocadas en un rincón le servían para meditar. Los pies, colgantes, apenas rozaban la frialdad del brusco piso de cemento.
Ante su mente surgió la imagen: un filme macabro. Se sintió protagonista de alguna película italiana, con cárcel, borrachos, prostitutas, guardianes. Y él que quería serlo, pero de actor romántico, con apartamiento y dinero y su Chevrolet 51 ("¡Si pudiese cambiarlo por un 56!"). Y frente a él, como una estaca, el recuerdo de la mirada escrutadora de la autoridad que dio el fallo de su condena. El fallo que aún, después de la mala noche, se le desacomodaba en su cerebro.
"¡Aquí estoy yo: Andrés!"

* * *

"¡Aquí estoy yo: Andrés!".
Si él no se hubiese enamorado tanto. Pero, "¡quién no lo hubiese hecho!". ¿Habrá alguno —pensaba— que no cifre toda la vida en lo que tiene, mas si ello es un Chevrolet? ¿Tendrá, acaso, el juez un automóvil? " ¡No seas idiota, Andrés!" Si lo tuviese no se hubiera comportado tan estúpidamente. No comprender una cosa tan sencilla: se me interpuso en el camino. Nada menos que se atravesó al paso de mi Chevrolet. ("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!"). ¿Qué será de Ester? ¿Habrá dormido sola? ¿Estará durmiendo sola desde hace tres noches? ¡El día que yo la sorprenda! Tendrá que seguir caminando a pie, o irse con cualquiera. Pero, ¡quién podrá hacerle el amor como yo! ¿La quiero? Sí, la quiero: ¡como a mi Chevrolet! ("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!").
El borracho del camastro contiguo le miró estúpidamente.
El sol, entre tanto, metido en la celda por una ventana, dibujaba barrotes en la pared de enfrente.

* * *

El juez con su mirada de chuzo ("¡Un desgraciado juez sin automóvil!") había insistido en su culpabilidad. Y allí, en la celda, estaba Andrés ("¡Aquí estoy yo: Andrés!"). Fue grosero el juez. Andrés explicó, pero insistía en que pudo haber parado el auto, darle el paso cortésmente ("¡Cortesía! ¿Y no se atravesó al paso de mi Chevrolet?"), que Andrés no venía a velocidad, que la calle era amplia, que pudo haber desviado, que... Pero Andrés estaba cansado. La noche, con niebla y aguacero previo, le había recargado su carácter. Y además Ester ("iSi lograra sorprenderla!"). Ni él había conseguido la conquista de la revancha. ¿Le interesaba hacerlo? "¡Sí!". No, realmente. ¡Quería hacer lo que Ester, presumiblemente, estaba haciendo con otro!
Había trabajado mucho últimamente. Para comprar una alfombra para el auto, para gas, para ciertas reparaciones, para pagar los intereses al prestamista, que le dio el dinero de la prima, para un vestido nuevo con qué retener a Ester...
(La mirada de taladro, el tirabuzón de los ojos del juez, los pasos de llavero, la prostituta ebria, los ojos extraviados del borracho, Andrés, un muerto en la calle, sobre la humedad del pavimento, la niebla, los reflejos en la cara del muerto, la vida, la maldita vida que le había tocado vivir. Ester, Ester acostada con otro, el Chevrolet 51): "¡Aquí voy yo: Andrés! ¡Aquí estoy yo: A N D R E S !!!" (El golpe del puño sobre la tabla del camastro despertó un ronquido del ebrio del camón contiguo. La prostituta, en la celda cercana, tiraba una gritería de insultos atropellados).
"¿Qué será de Ester? ¿Y del automóvil? ¿Irá a quedar a la intemperie, formándosele en la carrocería todo un capricho de reflejos y de sol y de miradas de la gente, que a esas horas estaría pasando por la acera, a la orilla de la calle? ¿Ya habrán enterrado al difunto? ¿Qué dirán en el Almacén? ("¡Andrés no ha venido hoy!”) … Ya debe saberse lo de anoche. ¡El fotógrafo ¡Desgraciado fotógrafo: me ametralló con fogonazos como si yo fuera un criminal. Como si quisiera aprisionar mi cólera, mi mal humor, todo eso de que es culpable Ester."
El día mantenía su curso lento, muy lento, tremendamente lento. Los 48 agujeros del zinc del techo filtraron charcos de sol entre la celda.

III

Fue un caso más.
"Habrá que reponer a Andrés" -dijeron en el Almacén.
La prostituta ebria, al salir de la cárcel, observó el Chevrolet 51. "El carro de Andrés —se dijo. ¿Habrá venido a buscarme? ¡No! Mi Andrés sabe que su Ester es una santa" —rio sarcásticamente.
Un pregonero tiraba a la intemperie un grito estridente: "Muerto en plena vía pública un ciudadano".
El día transcurría lentamente, lentísimamente, demasiado lentamente.
El juez, en el almuerzo, dijo lo usual: "Oh juventud. Dichosos tiempos aquellos". La esposa ni siquiera le entendió. El mayor de los hijos le solicitó el auto para acompañar a su novia desde el colegio.
Andrés, en la cárcel, proyectaba sobre la pantalla de su desgracia toda la historia:
"...los rótulos de neón de los comercios reflejaban su parpadeo en la humedad de la calle: azul, rojo, amarillo, azul.
El pavimento mojado. Algunos charcos, que los automovilistas deshacían, en su ánimo de desbaratar reflejos. Las luces, en la amplia calle, dibujaban esbozos de líneas rojas, amarillas, azules. Pinceladas que se deshacían y se formaban al ritmo del abre y cierre del neón. Andrés estaba cansado. Salió por la noche para olvidarse de Ester. Para aliviarse de la idea de
Ester, para no recordar que Ester se había ido, que estaría acostada con otro.
Fue un día de trabajo intenso, punzado por la prisa de los compradores. Acrecentado por los vencimientos de las deudas, por Ester, por el Chevrolet 51. Andrés se sentía abochornado, de mal humor.
Había decidido guiar muy lentamente e irse a dormir. A dormir sin Ester ("¿Cómo se dormía sin Ester?"). Recuerda que se desvió de la calle principal. La pereza se le maniataba en los pedales, que generaban lentitud a las llantas. El mal humor lo carcomía. Conducía despacio. Muy despacio.
La niebla, cada vez más intensa, se dejaba taladrar por la paralela de los faroles, al paso del automóvil.
Andrés pensó que le caería bien un trago de licor, pero no tenía dinero. No tenía dinero y el problema con Ester surgió allí: ella quería ir a bailar, pero...
…A cinco varas de distancia un transeúnte se bajó de la acera para atravesar la calle. Andrés sintió una molestia enorme. "Qué se piensa éste. Primero un taxista de alquiler, con la grosería de un Chevrolet 49". ¡Aquí voy yo: Andrés! —dijo con la bocina. Hubiese preferido que en vez de melodía saliese un insulto. El peatón, asustado, se detuvo violentamente. Dijo algo a Andrés, que le molestó. Con una furia repentina, que resumía todo lo que le mortificaba, Andrés paró su automóvil. Quiso responder al insulto del transeúnte. ¿Sí? No, en realidad. El hombre, atrevidamente, se interpuso en su camino. Se interpuso a Andrés, a su Chevrolet 51. ¿No era eso, simplemente, una alevosía? ¿Cómo iba, cualquier sujeto, a interponerse en su ruta? Y el hombre ese tocó con sus manos sucias el guardafango de su automóvil. Del automóvil que él había lustrado con cera, en cuya compra gastó los últimos tres cincuenta, con los que pudo haber complacido a Ester".
Y después llegó la autoridad.

Ya el transeúnte yacía sin vida sobre el pavimento húmedo. Uno que otro reflejo azul, rojo, amarillo, azul, de los resplandores del neón, se le anidaban en las facciones repletas de muerte. Las manos de Andrés, llenas de sangre, todavía se crispaban, en ademán de círculo, como si aún apretaran el cuello del hombre. Todavía se cerraban, en remedo de puños, como si aún golpearan al contrincante. Todavía estilaban, en chorrear de angustia, intensificando el rojo rojo de los reflejos.


1 comentario:

  1. ME ENCANTAN SUS CUENTOS. DONDE PUEDO COMPRAR SU LIBRO, SEÑOR ZÚÑIGA?

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