17/3/11

Maremotos - Warren Ulloa









Maremotos

 Desde que se instaló la transnacional, una canadiense dedicada al desarrollo del software, Moisés Rojas fue el primer empleado que contrataron. Era un tipo extraño y todos en la oficina lo sabían. Sin embargo, y pese a todo, era un empleado sin igual, era lo que llaman un workaholic. La empresa lo catalogó como el mejor empleado del 2003, y todo indicaba que lo volvería a repetir en el 2004, un año que empezaba expirar.

Todas esas virtudes le valieron forjar una buena amistad con su jefe, un joven canadiense mucho menor que él, de nombre Jeremy Schümmer. Ambos rompieron la férrea ley de las transnacionales, en donde jefes y empleados no pueden involucrase más allá de asuntos laborales. Moisés Rojas lo sabía, pero muy dentro de él justificaba su amistad con su jefe con varias razones: la primera, que Jeremy era joven; la segunda, por no ser de su nacionalidad carecía de los prejuicios latinos, y la tercera y última, y quizá más importante, era canadiense y no un cabrón gringo.

Moisés había llegado a su puesto no por amiguismos, en eso los canadienses no pecaban, sino por puro trabajo y esfuerzo. Gozaba de un muy buen salario que si acaso pellizcaba, el resto lo guardaba en el banco, no por avaro sino por que no tenía en qué gastarlo. Se quedaba hasta la una de la mañana. Era una forma de sobrellevar el divorcio, porque si estaba sin nada que hacer las ideas de autodestrucción le salían de los oídos y le bailaban frente a sus ojos en una macabra obra de teatro.

Un viernes por la noche, entre tragos –bebía muy poco–, le comentó a Jeremy la primera vez que intentó suicidarse. Fue a los dieciocho años, cuando supo que sus padres se estaban divorciando.

Le dijo que colgó de un árbol una soga, se trepó en la rama y no había introducido la cabeza en el nudo de la soga cuando ésta se rompió porque estaba podrida, dando al traste con su intento; fue su madre quien desde la ventana de la cocina lo vio venirse al suelo.

Aquello le valió una paliza por parte de su padre que le dijo pendejo y maricón. Su madre fue menos ruda pero más ortodoxa ya que lo sometió a la guía espiritual de un sacerdote que tenía cola que le majaran. Cuando lo visitó, el clérigo le habló del reino de los cielos, del valor de vivir la vida y del pecado en que consistía despreciarla, que había cosas muy lindas por vivir, y mientras se lo decía paseaba la mano por el muslo de un desinteresado Moisés. Cuando vio tan peculiar caricia por parte del sacerdote, Moisés, acorde con su pasiva personalidad, se la quitó como si quitara un chicle pegado a la suela del zapato y salió, no sin antes escupir la imagen del santo patrón del pueblo.

 No volvió a hacer el intento de quitarse la vida porque quedó traumatizado, no tanto por su fallido acto sino por el temor de volver a verse con algún guía trastornado.

Intentó encarrilar su vida, siguió estudiando y se resignó a ver a sus padres cada uno por su lado, se consumió por completo en su carrera de informática, contaba Moisés y Jeremy lo escu­chaba atento.

Durante su tiempo como estudiante no ligó mujer alguna, ni se emborrachó y prefería aislarse y manejar un bajo perfil. Tenía si acaso un par de amigos, ninguna amiga. Su segundo intento de suicidio se llevó a cabo cuando perdió un curso esencial en su carrera, esa vez, le contó a Jeremy, comenzó a gritar, maldecir, putear y todas las ofensas eran contra sí mismo, iba por los pasillos de la universidad gritando. Se encerró en un baño y ahí por la desesperación se tomó un poco del desinfectante que se encontró sobre el retrete, y paradójicamente fue el profesor del curso que reprobó, quien dio alerta a las autoridades. En primera instancia lo creyeron muerto pero gracias a su mala o buena suerte, Moisés sobrevivió luego de una severa desin­toxicación.

Los hechos que se suscitaron después de su nuevo intento fallido lo convirtieron en una sombra que nadie se dignaba a ver, ni en el salón de clase; su invisibilidad ni siquiera se rompió cuando se graduó. Nadie quiso fotografiarse con Moisés, y esa noche se fue a dormir temprano con todo y traje de gala.

—¿Pero a su ex cómo la conoció? –preguntó Jeremy ya un poco pasado de tragos. Moisés le contó que luego de graduado comenzó a dar clases en una universidad cualquiera de esas, de garaje. Sonia, como se llamaba su mujer, era su alumna. En su minimalismo romántico, Moisés Rojas le dijo a Jeremy que demoró en darse cuenta de que Sonia estaba muy interesada por él, y fue ella quien lo terminó por besar. Sin pensarlos dos veces y consciente de que Sonia sería la única mujer en su vida le pidió matrimonio.

—¿Y el divorcio por qué se dio? –preguntó Jeremy depositando varios cubos de hielo en su trago.

Moisés pareció apenado y confesó que Sonia se había hecho de otro.

—Las razones del por qué se hizo de otro nunca las supe –dijo con desaire Moisés.

Jeremy guardó silencio, aunque en sus adentros quería reírse a carcajadas por la vida que había llevado su buen compañero de trabajo. Por lo menos esas desgracias que le relató Moisés le dieron luces de por qué actuaba del modo en que lo hacía y tenía esa visión tan gris de la vida.

Impulsado por un súbito arranque de compasión, Jeremy le dijo que él y su novia, también canadiense, Dorothy, tenían pensado pasar la navidad y fin de año fuera del país, en otro continente y lo invitó a irse con ellos. Moisés lo miró extrañado, creyó que fue un disparate de Jeremy, que estaba pasado de tragos.

Pero el muchacho insistió, le recalcó que dejara de lado su vida y que se fuera a vivir una aventura exótica, que volviera cargado de entusiasmo, y de positivismo.

—¿Dónde tienen pensado recibir el 2005? –preguntó Moisés.

—Queríamos ir a Australia pero todas las aerolíneas están copadas, igual los hoteles, y donde vi que hay campo es en el pacifico asiático. Dorothy me dijo que Sumatra era una buena opción. Sería excitante pasar las navidades y el año nuevo allá.

—No sé, la verdad…

—Vamos Moisés, desde allá y como propósito de año nuevo empiece a vivir de forma digna. Usted tiene todo para eso, deje de lado tantos sinsabores y que allá en Sumatra nazca otro Moisés, uno nuevo, positivo, decidido, hágale a la vida el amor pero sin condón.

Aquellas frases le reanimaron, pidió un tercer trago, –ya mucho para él– y dijo que le reservaran tiquete aéreo y hotel.

Salían de vacaciones a mediados de diciembre, y la confirmación tanto de hospedaje como del hotel y del tiquete aéreo eran un hecho. Jeremy, dijo que incluso Dorothy ya se encontraba en el país, lista para emprender el viaje. Moisés Rojas respiró profundo y sintió que el aire que ingresaba en sus pulmones era aire acondicionado. Era hora de tener una vida digna.


Dorothy le pareció una muchacha encantadora, muy afable, hablaba más francés que inglés y su español era muy pobre. Tuvo que madrugar ya que el vuelo salió temprano. Dorothy y Jeremy iban al lado de Moisés quien pidió viajar cerca de la ventanilla, fue un viaje largo con varias escalas y con el temor persistente de que alguna maleta fuera a quedarse en alguna escala o que al avión lo secuestrara un grupo de terroristas. Arribaron a Sumatra por la noche. El clima era denso, caluroso y estático. Cuando Moisés salió del aeropuerto sintió que las horas de viaje las había realizado en un simulador, se sentía aún en su país. Se dirigieron al hotel a descansar del largo viaje.

Al día siguiente se despertó tarde, desayunó copiosamente y se encontró a Jeremy y Dorothy en la piscina. Jeremy estaba en el agua, y Dorothy tomaba el sol. El muchacho dijo que irían por la ciudad, a conocer el ambiente.

La idea en un inicio no le pareció muy excitante a Moisés, pero cuando empezó a ver los elefantes en la calle, los coloridos taxis, las edificaciones con relieves hindúes, y las mezquitas y la enorme estatua de Buda llena de macacos, no tuvo duda que estaba al otro lado del mundo.

Le pareció un poco surrealista ver las tiendas adornadas con árboles de Navidad y Santa Claus que también compartían espacio con Ganeshas y Krishnas.

La forma de hablar de los habitantes de la isla, le pareció cómica y una alegría creciente fue tomando posesión de Moisés.

La cena del veinticuatro de diciembre fue, para el gusto de Moisés, un tanto exótica, picante y llena de condimentos y vegetales, pero sabrosa. Dorothy y Jeremy fueron a dormir temprano y él prefirió ir al casino del hotel. Entrada la madrugada conoció a Sophie, una fotógrafa holandesa. Tenía treinta y cuatro años y estaba de vacaciones en Sumatra. Para el asombro de Moisés hablaba un español con acento peninsular. Hubo una química que Moisés no logró descifrar hasta que Sophie lo invitó a pasar la noche en su cuarto. Nunca en su vida recibió mejor regalo de nochebuena que el sexo que Sophie le proporcionó. La mañana de navidad se levantó con un entusiasmo nunca antes experimentado en él, se sentía como drogado. Se bañó con Sophie e incluso se la presentó a Jeremy y a Dorothy. El muchacho lo felicitó por empezar a vivir. Luego dijo que debía volver a Canadá, que fue llamado de emergencia y que lamentaba no pasar el año nuevo a su lado, pero Moisés dijo que de todas formas lo iba a pasar bien acompañado y que volverían a verse en el trabajo.

Luego de que Dorothy y Jeremy tomaron el vuelo de regreso a América, Moisés pasó todo el veinticinco como un quinceañero al lado de Sophie. Jugaron en la piscina, bebieron hasta quedar un poco borrachos y recibieron la noche en la playa, donde Sophie lo invitó a pasar una temporada en Holanda. Moisés vio que su cambio de actitud le traía grandes dividendos y que esa sensación de bienestar era una nueva vida que ger­minaba en su interior.

La mañana del veintiséis se levantó lleno de energía, sintiéndose dichoso, fue como si el grabado de su vida hubiera recibido una pincelada de color. Vivió la mejor navidad de su vida, y esperaba recibir en grande el año nuevo.

Dejó a Sophie durmiendo y decidió caminar por la playa. El cielo era un azul de acuarela, el sol parecía de neón, la playa más blanca de lo normal, el aire fresco y el mar, el mar y las olas, creyó que se fueron de paseo.

Se quitó la camisa, se acostó y miró al cielo. Se emocionaba al ver los pájaros pasar en bandadas, al sentir la humedad de la arena en su espalda, el susurro de las palmeras, incluso creyó que una nube le cerró el ojo, todo era diferente, se sentía reencarnado.

Escuchó un rugido extraño que le erizó la piel, se incorporó y miró hacía el mar y la sonrisa que desde hacía días tenía dibujada en la boca desapareció; se quedó ahí, resignado, esperando que su realidad lo ahogara de una vez por todas. 


Warren Ulloa Argüello. Publicó en el 2008 el cuentario Finales aparentes, con Uruk editores. Textos suyos han sido publicados en el Semanario Universidad, Suplemento Ojo, y la Revista Soho.

 Actualmente colabora con reseñas la página de cultura alternativa www.89decibeles.com. Está próximo a presentar su primer novela titulada “Bajo la lluvia Dios no existe” y actualmente trabaja en una novela negra. Coordina un grupo en Facebook titulado “Literofilia: adicción por la literatura” de igual manera posee un blog  www.literofilia.blogspot.com.


Y para que pueda disfrutar más de su lectura, descárguelo aquí: Maremotos - Warren Ulloa.

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3 comentarios:

  1. La pluma de Warren se está volviendo peligrosamente buena!

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  2. ¡La pluma de W.U.A. es ciertamente buena! Sus cuentos transpiran sonoridades del ambiente, colores que dan carácter y circunstancias que alertan al más impávido de los mortales.

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  3. Me place tenerte de visita por aquí Érika. Ciertamente el Warren cuentista es el que más me gusta, en su primer libro hay algunas joyas, es evidente que tiene una gran capacidad para crear atmósferas y personajes con economía, y reciclar con éxito el quehacer cotidiano de situaciones comunes y extraordinarios.

    Saludos!

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