22/12/16

G.A. Chaves - Wallau



Wallau, de G.A. Chaves, segundo poemario, bellamente editado en México, así que sospecho que no tendremos muchos ejemplares impresos en Costa Rica (hasta que un editor nacional lo reimprima desde luego, lo cual esperamos que ocurra pronto) Pero al menos contamos con la infinita generosidad del autor, quien nos regaló una versión electrónica íntegra, y también su autorización para publicar aquí en el Signo roto una breve selección. Tarea dichosa, por un lado, e ingratísima por otro, dado que el autor me ha depositado la obligación de seleccionar la muestra a continuación; qué difícil alcanzar una síntesis que refleje apenas una arista de la riqueza de este bello poemario. Así que toda la culpa para este mal antologador, y el gozo para los lectores, eso espero.



Petricor

1.
Ahí donde ya no hay río, vengo yo a imaginar el río.
Ahí donde nunca hay nombres,
que alguien silbe el rumor de lo invisible.

2.
Antes de las fincas de café fueron los ríos.
Luego vinieron los tractores y residenciales.
Y con ellos llegaron los muros
y los muros se comieron las aceras,
y la electrificación y el asfalto
dispersaron los fantasmas antiguos.
Con cada movimiento de tierra nos derrumbamos un poco,
y el futuro se va vistiendo tras los andamios.
La sismología nos advierte que
istmo somos, y en cisma nos convertiremos.

3.
Cada vez cuesta más hallar palabras
para hablar de estas tapias
llenas de púas y de gris mohoso.
Y no es raro porque, a pesar de todo, Heredia
no obedece a la ruina hablada en Castilla, esa ortopedia
de idioma que nació de un silencio arenoso,
igual de provinciano.
La esperanza no es verde: pregúntenle a un centroamericano.
La penumbra caribe, las campanas de helechos,
el desborde sexual de algunos aguaceros,
el musgo en Navidad, Sibö y sus diablos solteros:
nada de esto fue nunca del color del afrecho.
Y ahora todo el verde se ha manchado
con las oxidaciones del asfalto. Se ha ahogado
de tos por tanto humo que atraganta.
Sobre estas líneas parcas y analíticas
el jíbaro desborde del viento de antes se torna calma artrítica:
Villa Cubujuquí, la ladera que hoy es una gris elefanta.

4.
Petricorosos, resbaladizos,
nos dejamos llevar por los nombres de las cosas.
El olor de la tierra, la geosmina,
crece en el barniz que recubre las piedras.
Nadie la ve. Sólo el agua y el aire
la sintetizan. Sólo la humedad relativa
la preña. Sólo la tocan las semillas.
Este es el primer licor que olimos
destilado en abriles y no en odres.
Esto es el petricor: el primer cigarro de la memoria,
el incienso secular de los sentidos,
la más sentimental biología
que se permite el trópico cuando se empolva.



Wallau : una elegía

1.
Salgo a darle de beber al orégano brujo.
Le ha crecido bambú alrededor
y el sol de enero insiste en marchitarlo.
También se marchitan los helechos
que van quedando atrapados entre telarañas.
Las garúas de la madrugada ya no son suficientes
para sostener el verde que cada día es más amarillo,
oro del viento, fósforo de los pastos.
Con Wallau hace unos años descendíamos
a Salinas.
La floración estival era el único tema
que nunca acongojaba. De alguna forma
la muerte de las hojas por escasez de humedad
en las raíces
no lograba decirnos nada sobre nosotros.
“El brillo agobia”, es lo que parecen decir los cañafístulas,
caídos de brazos por el peso de tanto rizo amarillo,
oro del viento, consuelo de almas úricas.
Nos deteníamos junto a cañales en verolís
para que Wallau liberara sus riñones diabéticos.
Comprábamos semillas de marañón y cajetas rellenas.
El tueste de la piel del pescado que almorzábamos
era siempre del mismo ámbar que el de las cervezas.

Paléabamos toda la mañana alrededor de un guanacaste verde
y mirábamos la puesta del sol sin decir nada.
Espartano en Esparza, él se sabe padre y ya;
soy yo el que cree que algo falta para ser su hijo.
Algo debe ser tallado por el cuchillo fino de los años—
hasta que la simetría minuciosa de los actos de mi padre
(esa de la corvina y la cebolla de sus ceviches)
me cueza en el limón del trabajo sin queja—
No la aterciopelada amargura del orégano brujo,
su funerario aroma
entre sudor e incienso,
humedad del tiempo, fuego de los vivos.

8.
Después de las lluvias de octubre
han vuelto las lombrices buscando el sol.
Ellas que te han visto, Wallau,
¿sabrán quién soy yo?
Las babosas emergen de abajo del piso.
La lluvia las inundó.
Yo cubro con sal cada resquicio.
No quiero gusanos alrededor.
La sal absorbe la humedad de la casa;
se vuelve dura y huele a alcohol.
La sal amanece convertida en hielo.
Y yo… Yo ya no amanezco. Ya no.
Yo ya sé que voy para abajo
a secarme como una lombriz en el corredor;
como una babosa en la sal herrumbrada
me iré encogiendo en el dolor.
Yo ya sé a lo que vienen ellas:
vienen a arrancarme la voz.
Wallau: vos que estás allá abajo,
pediles que se queden con vos.


9.
Por meses Wallau me contó sobre ese sueño
en el que veía cartas de arena que se desintegraban.
Eran cartas mías, la mayor parte. Siempre algo urgente
que nunca podía recordar por la mañana.
Se despertaba cansado. Me llamaba a larga distancia.
Me preguntaba si todo estaba bien y si tenía comida.
Mientras me hablaba, un agua verde y quemante
me hacía ver un oasis en la alfombra.
Aquellas pocas veces en que fuimos a pescar
a la laguna de Arenal, Wallau parecía aburrido.
Casi tanto como en tantas otras noches
en que me acompañaba al ajedrez que no entendía.
Más fuerte que el aburrimiento era el deseo
de acompañar a su hijo, verlo crecer, verlo frustrarse.
Ni un solo guapote picó el anzuelo en la laguna.
El ajedrez se disipó como un vicio sin placer.
Wallau siguió en vilo…
Quedó la posibilidad de desayunar con él,
escribir las columnas de su periódico,
que me leyera, me increpara, me dijera…
Llegarle al viejo entre el café y las tortillas.
Escribirle cartas periodísticas por las mañanas
que previnieran aquella vez en que Wallau le preguntó
a una de mis amigas, en mi ausencia,
que cómo era yo, porque él no me conocía.
Le quedé debiendo un cuento sobre el Volvo B10
que condujo al otro lado del Tempisque,
algún homenaje a Glenn Miller, otro viaje a España
y las mil revelaciones de El país de las certezas.
Al final le escribí una carta, para contarle de la pesca
y darle las gracias. Para que durmiera mejor y dejara de soñar
con letras de arena. Para contarle que en esas horas mudas
en las que yo calculaba variantes o lanzaba cuerda,
él, por el simple hecho de estar, me había dado confianza.
Ahora que ya no está es que no me reconozco.
¿Abrir con 1. c4? ¿Usar lombrices como carnada?
Las más mínimas verdades son un diario Serengueti.
¿En qué piensa el césped cuando lo ahoga la nieve?
¿Cómo come una sardina huérfana en Semana Santa?
¿A quién se le ocurre que unas letras
pueden sustituir a la presencia de lo que nunca habla?


17. Canción de los muertos
Existimos. Tenemos nombres.
Ocupamos un espacio en la tierra.
Otros son cenizas en el agua.
Alguno es una mancha de dolor en un recuerdo.
No podemos ver a los vivos,
ni hablarles o interceder por ellos.
Somos perfectos. No nos equivocamos.
Finalmente comprendemos en silencio.
Ya no tenemos hambre ni sueño.
Somos la salomónica hierba
y los errantes pájaros marinos.
Nada nos perturba. Somos incontables.
En la película diaria de los vivos
somos los créditos finales, y la música al inicio.



Una vez un invierno

La luz es lo que anida
entre las sombras.
Nada tiene cuerpo.
En invierno los colores descansan
conmigo, en este hotel de otra parte
donde abrir la boca ya me hace extranjero.



Primavera nevada en Amherst, Massachusetts

¡Quién fuera Rafael Alberti
y cantara: “Otra vez la nieve;
otra vez el murmullo blanco,
las terrazas deshabitadas;
de nuevo el invierno absoluto,
el frío que está en las cobijas
de la tierra, y el agotado
sol deshaciéndose en su caspa”!
Quién fuera el poeta anhelante
que viera en el clima su paso
por el lento mar arbitrario
de lo ido — nunca lejano...
¡Quién fuera Rafael Alberti
—qué mierda—!
¡Quién pudiera ser él y decir algo!



Idaho, 1997

(A Olga Ruiz)

Olguita me envió un pétalo en su carta y me pidió que revisara si hay flores donde vivo o si el cielo es parecido al que está sobre su casa pero aquí sólo veo nieve y de noche el cielo es el mismo con sus estrellas y su negrura es más ancho que nunca pues la luna se me pierde a veces aunque yo no me entristezco porque el pétalo no se marchita y releo la carta en la que Olguita escribió que la vida a nuestra edad se ve bonita mientras espero salir de esta casa para regresar a la mía y ver la flor entera sembrada bajo el cielo mismo angosto y a Olguita linda imaginándolo todo y escribiéndome cartas.



Por el río sinuoso

Hoy como ayer, es difícil escribir
un poema simple. Eso dijo Mei Yao Ch’en.
Llevo horas leyéndolo a él y a Tu Fu, y he notado
que casi todos sus poemas están escritos en presente:
alguien canta una canción del Sur;
es primavera en las montañas; un halcón está
suspendido en el aire. El pretérito aparece
cuando se habla de la muerte: Tu Fu reporta que
un árbol del desierto perdió sus pocas hojas.
Mei Yao Ch’en, en un poema llamado Pena, declara:
“El cielo se llevó a mi esposa”. Pobre de él.
Al final de ese poema ya no ve ni a una sombra
en el espejo. La soledad es así; nos borra.
Una vez me perdí en un gentío — creo que fue
un 15 de septiembre; estábamos de paso en Alajuela
y era la primera vez que yo iba. Por una hora, más o menos,
me sentí tan solo que a veces me cuestiono
si realmente estuve ahí; y si lo estuve,
¿por qué no recuerdo a nadie? Si acaso me quedé
sentado al pie de un muro. Cuando mi hermano me encontró
fue como haber despertado de un sueño ajeno.
Pero volviendo a los versos,
los otros que encontré fueron estos:
“Es lo mismo con esta bella vida
que me era tan querida,” dichos por Mei Yao Ch’en
en Sobre la muerte de un recién nacido,
un poema que termina con una madre vertiendo
lágrimas de sangre, mientras sus pechos aún se llenan
con leche. Sólo que aquí no se usa el pretérito
sino el imperfecto, y algo suena a suspiro.
El pretérito es a la pérdida lo que el imperfecto
a la melancolía. No es lo mismo anhelar lo que se va
que llorar por lo perdido.
(Sobre la calle
una luna sin nubes
anuncia el viento.)
Tengo entendido que en chino no hay tiempos verbales;
las cosas se dicen en presente
con un aspecto adverbial que especifica su tiempo.
Ayer yo amo, por ejemplo, es la forma de decir amé.
Pero eso no explica por qué
los poemas de Tu Fu y Mei Yao Ch’en están en presente.
Estos de seguro fueron hombres normales, con deudas
y horarios; con rutinas, nostalgias y deseos;
de seguro escribían de manera regular sobre
las mismas cosas. Pero llevo horas leyéndolos a ambos
y es como si ninguno tuviera memoria
o como si nada les resultara evidente.
(El subjuntivo, por cierto, no es un tiempo verbal,
sino un estado de ánimo: Tal vez me vaya — me dijo ella,
desalentada; Como querás —le respondí yo, indiferente.
El subjuntivo sabe que la voluntad avanza a merced
del clima.)
A mi alrededor quizá hay más cosas concretas
de las que puedo percibir. Constato lo mismo
todas las mañanas: los mismos árboles innombrables,
pájaros precavidos y ardillas estresadas
royendo una bellota cuyas cúpulas al secarse
se despegan y parecen boinas de fieltro. (Ella me regaló
una bellota con cúpula; un amuleto para cuando
me sentara a escribir. Parece una pequeña cabecita
con boina. Yo la llamo Pío Baroja,
con mucho cariño). Pero el punto es que
cada mañana veo lo mismo. Se requiere un corazón
muy amplio para escribir siempre en presente. Cada día
un nuevo día; el río es, pero no como era; las cosas son ellas
y no serán símiles. Tal vez escribiendo en presente
llegaría a componer un único poema
sobre las estaciones climáticas. Y no sería poco:
hay tanto que aprender de la luz y sus migraciones.
Hace unos días casi me congelo
tras quedar absorto viendo un junípero en otoño:
me dio la noche y descendió la temperatura;
estuve jalando mocos un buen rato. Entré a la casa
y preparé una sopa de algas: un amigo me las trajo
y yo no sabía qué más hacer con ellas. Aprendí que
las algas no se pueden morder: se pegan como sanguijuelas
en las paredes de la boca. Hay algo inquietante en las algas,
algo invasivo; me hacen sentir cubierto de escamas.
Ella también me besaba de esa forma invasiva, buscando
los pliegues de mi boca. El sexo nos limpiaba la piel.
Era como un cuchillo que nos quitaba las escamas.
(Hablando de sexo, hay una broma muy conocida
que se hace con las galletas de la suerte que dan
en los restaurantes chinos. El chiste es agregar “en la cama”
a lo que sea que diga la suerte. La última vez
yo saqué: “La filosofía de un siglo es el sentido común
del siguiente... en la cama,” lo cual es bastante estúpido;
pero a alguien más le salió ésta: “Acepta la siguiente
proposición que escuches... en la cama,”
lo cual sí tiene algo de malicia.)
Una vez le ofrecí a ella
que me pidiera cualquiera cosa... en la cama.
Ella no sabía qué decir. Lo digo en imperfecto
porque hoy anhelo su disposición de esa noche.
Todo pudo haber sido mejor. Es un arte sutil aprender
a ofrecerse. También la excesiva intimidad
nos borra un poco, como la soledad. Después de todo
es bueno tener escamas; saber hasta dónde llegamos nosotros
y dónde empieza la corriente que encaramos. Y es bueno
deshacerse de esas escamas como una bellota
se deshace de su cúpula; es bueno rodar y perderse
entre las hojas caídas de un árbol desconocido.
Es necesario perder para aprender a nombrar.
Si yo fuera Mei Yao Ch’en escribiría
que a plena luz del día sueño que estoy con ella,
y que de noche sueño que aún sigue conmigo. Si fuera
Tu Fu escribiría sólo en presente
y me sorprendería ante una canasta de frutas, no ante
los tiempos verbales de mi idioma, sus aspectos emotivos.
Escribiría poemas simples que al cabo de un rato olvidaría.
Y por eso quizá es que después de varias horas los poemas
de estos hombres resbalan en mi mente como niebla. De ellos
sólo me queda una breve ilusión de fijeza.
Algo está allá, en el pasado irrecuperable, tenso
en el recuerdo, sostenido por los nombres. Mientras tanto,
Tu Fu y Mei Yao Ch’en navegan por la bruma del tiempo
como dos botes sobre un río sinuoso. Y por encima de todo
la luna brilla.


G.A. Chaves
G.A. Chaves (Heredia, Costa Rica, 1979) ha publicado Cuentos etcétera (relatos, EUNED 2004), Vida ajena (poemas, EUNED 2010) y Diario de Finisterre (novela, Uruk 2014). Ha editado, seleccionado y prologado En esta rara noche: Poesía selecta 1970-2008 de Carlos de la Ossa (EUNED 2009), y ha traducido Fin del continente: Antología mínima de Robinson Jeffers (Editorial Germinal, 2010). Estudió ciencias políticas en la Universidad de Costa Rica en San José. Tiene una maestría en literatura por la Universidad de Massachusetts-Amherst y estudios de doctorado por la Universidad de Maryland. Fue finalista del Segundo Premio de Literatura Joven Latinoamericana ST Dupont – MEET en 1999. Ha sido incluido en Historias de nunca acabar: Antología del nuevo cuento costarricense (Editorial Costa Rica, 2009).








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