27/5/11

Pedro León de las Animas Carvajal - Vocación de Exilio / Un Relato Vergonzoso


Vocación de Exilio 

Mi papá me preguntaba: ¿Vos ocupaste, Gabriel Tadeo,  los 46 pesos que yo había dejado en el bolsillo de mi pantalón? Después era mi mamá quien me reclamaba: Hijo, hemos invertido demasiado dinero en tu preparación intelectual. No nos digás ahora que todavía faltan muchos años para que podamos ver los frutos.

Mis hermanos, mis hermanas, junto con los hermanos mayores de mi mamá y las hermanas menores de mi papá, no decían palabra. Pero parecían coincidir  todos en el mismo acuerdo.

Todo aquello era parte de un mismo afán, de una precisión que me urgía para asumir decisiones inmediatas. Pero yo tampoco encontraba respuestas definidas. La solución se escurría esquiva entre mis atropelladas reflexiones. Así salí a las calles, eché a caminar sin rumbo definido. Después de muchas vueltas, atraqué en el vestíbulo de una pensión. Sentí hambre. Pero tampoco me decidí a gastar el poco dinero que todavía me quedaba. Me podría hacer falta después, pensé. Si yo encontrara empleo en este pueblo polvoriento, posiblemente la dueña de esta pensión me daría entonces el almuerzo, al crédito, por varios días. Mi vida estaría hecha a partir de ahí, aunque fuera monótona y mezquina.


Fui a consultar mis dudas con Pancho Monjarret y con Enrique Girasol, sentados ambos ante una de las mesas del corredor, frente al jardín, desayunando tarde, como si aquello fuera lo habitual. Ellos resumidamente me informaron, y me aconsejaron.

Tampoco escaseaban los saltimbanquis en aquellas lejanías, menudeaban las mujeres trapecistas de muñecas gruesas, abundaban los danzarines de cintura flexible y pantorrillas recias, había de sobra forzudos de mercado y gritones de cantina. Reunirlos, organizarlos, entrenarlos, promoverlos, programar sus funciones, podría ser mi oficio. Aunque construir un teatro, o levantar una carpa circense, era un proceso que podía consumir varias semanas. Tiempo perdido, tiempo muerto. ¿Cuándo entonces mi almuerzo?

Un último recurso era meterme a policía, sugirió entonces Enrique Girasol.

La delegación policial de aquel distrito también parecía ser otra pensión de gente pasajera, desaprensiva y menesterosa. Junto a la puerta de entrada encontré a Remigio Reyes, bachiller en letras y filosofía, contador público certificado, quien había sido mi vecino de cuarto en la Pensión Xalteva, en aquellos años remotos de nuestra inútil juventud. Remigio, que ahora era investigador secreto, con rango de teniente, había matado accidentalmente esa mañana a un presunto usuario de sus servicios policiales. Tampoco lo habían expulsado del cuerpo de aquella heroica institución, nada más por aquel accidente insignificante. Pero durante los meses sucesivos, Remigio Reyes debería vestirse de riguroso luto y, explicó con un gesto inequívoco, permanecer callado. Era su castigo. Entonces nos veremos el año próximo, le dije, y terminé de entrar.

En la entrada, se abría el espacio de un largo corredor. Los oficiales dormían en unas colchonetas alineadas sobre el piso. El primero y el único en levantarse a mi paso fue el estudiante desertor José López Urrutia, sus parpadeos delataban su culpabilidad. Su seudónimo profesional era ahora Gerson, aunque nunca había leído el Pentateuco, confesó.

En las oficinas, los jefes superiores me desengañaron. Lo sentimos mucho, Gabriel Tadeo, pero vos no das el ancho para desempeñar este oficio. Para ser policía, la primera condición es llamarse Chepe, Pancho, o por lo menos Toño. Además, hay que tener más quijada, más muelas, más agallas, más ojeras que vos. Tu destino, por otra parte, Gabriel Tadeo Novoa, sentenció el capitán José Miguel Pérez Cruz, oficial de turno,  será viajar, leer, escribir, conocer otras tierras, aprender otras lenguas, recorrer el mundo. Y regresar aquí hasta que te hayas hecho famoso y estés viejo.

Frente a la puerta de salida no me esperaba nadie, pero yo fui el único que lo noté. Caminé en dirección del antiguo hospital Santa Eduviges, sin preguntarme exactamente para qué. Al poco trecho, me alcanzó corriendo una mujer. Era mi esposa. Aunque yo no conseguía recordar en qué momento me había casado. ”Se te olvidó traer tus 46 pesos. Te podrían hacer falta en el camino”, dijo ella, tan previsora. En su cabeza estaban despejadas todas las posibles direcciones, ella tenía ideas precisas sobre los lugares adonde yo debería ir, y además por dónde debería comenzar. Pero igual tenía ella que dar unas carreras cortas, para igualar el ritmo de mi paso. Porque quien decidiría dónde cambiar de acera, de calle, de camino, o de ciudad, siempre sería yo.





Un Relato Vergonzoso

Domingo laboral, que redunda en una fiesta de beber y de sentarse a platicar (como si nos hubiéramos dado cuerda, mutuamente), con: sociólogas, siquiatras, antropólogos, poetisas y poetas, de tres o cuatro géneros distintos (porque existen muchas especies de poesía verdadera), ingenieros forestales, arquitectos, cirujanos especialistas, accionistas bursátiles, regentes de farmacias, subgerentes ejecutivos, administradoras generales, decoradores de jardines, escultoras de materias blandas, instaladoras ecológicas, todos muchachos bien vestidos y bien calzados, muchachas elegantes, desenvueltas, todavía atractivas, dignos herederos todos del talento y de las cualidades urbanas de sus padres.

Con poco y nada, aparecen referencias de una de las primas segundas de Vilma Sabina Monzón. Esta señora ha encontrado pareja, vive con su esposo, José Antolín Herradura, en Santa Azucena, compraron una casa rural, una quinta campestre, aunque a veces no logren ponerse de acuerdo con la prefectura provincial. La leña debajo de la parrilla arde, se consume y chisporrotea. Para todos estos asuntos son (serían) posibles expresiones más finas, o más exactas. Concordamos. Insistamos nada más en los detalles.

Con esa misma lista de invitados, se hubiera esperado un menú de carne de canguro, nutria o mangosta y búfalo de agua, mezclados con el jugo digestivo de nuestras conversaciones.

Por otra puerta, se aleja la poetisa núbil, conduciendo al bardo invernal hasta la propia entrada del mingitorio doméstico. ¿No era vergonzoso? Deberemos anotarlo en nuestra lista semanal de cagaditas diarias. Lo mejor fuera que nada de esto volviera a repetirse. ¿Encontraron ustedes en sus diccionarios lo que significa misantropus erectus?, habría preguntado, antes de levantarse al baño, el viejo poeta. Me temblaría ahora el pulso, si yo insistiera en retratar completo aquel elenco. Porque lo más vergonzoso de todo, sólo pudo ser la boñiga misma de nuestras conversaciones. Es vergonzoso, definitivamente. Aunque, hasta cierto punto, podríamos alegar distensión, desahogo laboral, reivindicación de libertad relativa. Este detalle anotalo por aparte. Porque existen infinitas variedades de poesía verdadera, había concedido el viejo poeta. Aunque casi  todas son falsas, nos advirtió. Pero Nieves Leudado me dejó solo en aquel círculo. Se fue a platicar por otro lado.

A nuestros anfitriones, aparte, los deberíamos colocar dentro de un nicho, rodeados de arabescos y doradillas (como retratados en una tela del famoso artista Luís Geranio Ramírez).

Hoy amaneció nublado, nuestros pies descalzos se congelan. En el jardín, ejecutan sus solfas unos menudos escuadrones emplumados. Arrancan un motor resfriado y apático, engranan y cambian de velocidad en el extremo de unos ángulos invisibles del patio de nuestra quinta, mientras, a lo lejos, otros motores trazan tangentes sonoras, como de carretera abierta y urgencia humana.

Llueve al fin enero sus congojas personales. Hay una ropa interior mía, tendida en ese patio, me advierte Nieves Leudado. El lenguaje polifónico de la lluvia multiplica las cesuras de nuestro silencio original. Ametralla un goteo persistente sobre unos huérfanos pedazos de cartón. Los glifos líquidos trazan líneas sonoras por el desfiladero y los desagües del fondo, entre pared y pared.

Queda un gran costal de basura, acostado bajo la lluvia, contra esa pared del fondo del garaje. El costal de basura abre la boca del estómago vomita papeles rotos, páginas de un diario, tarjetas de visita, ramas quebradas, hojas secas, cáscaras de frutas, latas y botellas vacías, vomita al fin unos desechos orgánicos semi-licuados, fermentados, putrefactos, y promete quejumbroso no volver a emborracharse durante el resto de su vida.

Lu 280102 


Pedro León de las Ánimas Carvajal. De nacionalidad terrestre, quiere como suyos a todos los elementos planetarios, a todos los seres minerales, a todas las especies vegetales o animales, quiere como suyos a todos los pueblos de la tierra, a despecho de todos los gobiernos, de todas las burocracias municipales, estatales o federales, a despecho de todos los intereses materiales que han separado y contrapuesto en parcelas territoriales, raciales, religiosas o geopolíticas al conjunto de la Creación Universal que, en su infinita diversidad, es UNA SOLA.



La totalidad absoluta de su obra escrita (en prosa y/o en verso) ha sido traducida desde un silencio indescifrable, hasta las playas o praderas de repasto del idioma español.

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