11/11/11

Fabio Esteban Víquez - Los Perros de la Muerte y otros cuentos





Los perros de la muerte

El grito de los perros, los pasos lejanos en la noche nebulosa, los espectros y sus lenguas de fuego. El vehículo avanzó veloz sobre la autopista elástica. Atrás iban quedando las luces de neón y las imágenes que se dibujaban en el firmamento. La máquina se movía a más de 100 kilómetros por hora, gusaneando entre llanuras lejanas. En el horizonte únicamente se distinguían sombras azules, como animales gigantes, pastando. Él la miró, iba dormida en el asiento del pasajero. La sostenía el cinturón de seguridad, llevaba la cabeza de lado, la respiración callada, ausente. Acarició su mano, estaba tibia, aunque más bien fría, su rostro lívido. Viajaban de una ciudad a otra, a la mañana siguiente ella impartiría una conferencia en la universidad, luego viajarían a las montañas, se quedarán ahí dos o tres días.

Bajó un poco la velocidad, entró en una curva, luego aceleró, y salió.

Fue cuando sucedió. De la nada aparecieron tres siluetas al lado de la carretera, lanzando piedras al vehículo. Los proyectiles impactaron el blanco como granadas terribles, los fragmentos de cristal llovieron sobre sus caras. Él perdió el control, se estrellaron contra la barda de contención. El vehículo volcó y dio varias vueltas.

Tres sombras se acercaron sigilosas pero veloces. Abrieron el metal deforme. Él ya estaba muerto, ella aún respiraba. Tomaron lo que encontraron: los teléfonos, relojes, billeteras, los abrigos.  Otro vehículo se detuvo para prestar auxilio. Entonces los tres fantasmas desaparecieron, tal como llegaron: de repente, entre las sombras azules de la noche.

Eran los perros de la muerte; escaparon rabiosos, su botín no valía nada.

  


El gallo

La calle era de fuego, los rayos de sol se acumulaban en el asfalto. No había viento, no había brisa, solo un cruce de caminos, el paisaje desértico y el calor sofocante del medio día. El cielo, los ojos, la piel ardía. Un hombre de mediana edad, esperaba en la carretera. La única sombra que había era su sombrero de vaquero y su barba de tres días. La cita era a las once de la mañana pero faltaban diez para las doce y el taxista aún no daba señales de vida.  Tenía que ser paciente, aquí nada ocurría a tiempo. Al rato, cuando pasó una patrulla, sintió que lo miraban con sospecha. No había hecho nada malo, ¿qué haría si lo atrapaban? Estaba listo para decirles que no tenía para mordidas, que se lo llevaran, pero eso era una tontería.

            El calor era insoportable, perfecto para tomar una cerveza helada, pero ahí no había nadie más que él, la carretera vacía y el cruce de caminos.

Comenzó a consumir drogas a los veinte, aunque hacía más de un año que metía nada. No es que le hiciera falta, pues tenía su hábito controlado. Pero un poco, solo un poco, no estaba mal. Hay momentos en la vida en los que se necesita ayuda para seguir adelante.

            Al fin, un punto apareció en el horizonte, poco a poco tomó la forma de un vehículo. Se detuvo de súbito, se abrió la puerta. El sujeto que esperaba en la carretera lo abordó. El conductor le mostró sus dientes amarillos y soltó una bocanada pestilente.

     –Está un poco caliente, ¿no? –dijo al ver las gotas de sudor que resbalaban por la frente del pasajero.

El interior del taxi olía a hierba, el pasajero parecía pedir un poco con la mirada. El taxista se reía, pero no le daba nada. No conocía claramente hacia donde se dirigían, solo sabía que iban hacia el sur, a una casa perdida, nada más.

     –El bisnes amigo… el bisnes, ha estado muy complicado –dijo el conductor.

     –¿Por qué?

     –Ya sabe los pinches pendejos que se disputan la plaza. Además está el ejército y la policía, con esos nunca se sabe. Lo único que les interesa es ver cómo sacan algo de lana.

El taxista encendió un cigarro, ofreció otro al pasajero, el interior del vehículo se llenó de humo. Descendieron por un cañón, al fondo, como una cicatriz en la tierra, un caño recogía los desperdicios de los habitantes del lugar, llegaron a un caserío. El conductor notó que todo estaba extrañamente callado. No había niños jugando en la calle, ni perros, ni nada.

     –Esto está muy extraño –dijo  el taxista.

Luego detuvo el carro, se bajaron, caminaron entre las casas.

     –El problema es guardar y mover la droga. Es muy complicado porque el negocio es muy competitivo. Nosotros competimos contra la balas –se carcajeo– la verdad es que no nos dedicamos a esto. Lo que guardamos aquí es solo para consumo personal y para ayudar a algunos amigos. Porque los primeros que se mueren en esta guerra son los vendedores al menudeo, y luego todo se pone muy escaso. A mi me han hecho picadillo a varios conocidos, no le miento. Los parten en pedacitos y los tiran a la calle. Así, pues no. Prefiero comprar una cantidad grande con uno o dos más, y pellizcar lo mío.

Llegaron al final de una alameda.

     –Aquí es. Este era antes nuestro bulín, pero ahora lo usamos para lo que usted necesite. ¡ Panchito! –llamó a alguien en el interior.



A las seis de mañana el gallo estaba cacareando, comenzaba a clarear. El hombre dormía en el sillón de la sala, o lo intentaba pues estuvo bebiendo hasta hacía pocas horas, y ahora sentía descargas eléctricas que se le venían sobre la frente. Entonces abría los ojos, asustado, se cercioraba que nada estaba pasando y seguía intentando dormir.

            Al rato se levantó, fue a la cocina, tomó un galón de agua tibia, se refrescó el rostro y la garganta. Después se dirigió al baño, vomitó bilioso y orinó muy amarillo. Se tiró en el piso fresco, sintió un leve alivio y cayó dormido. Un escorpión  se ocultaba en un rincón.

            Comenzó a soñar que escuchaba pasos alrededor de la casa. Luego la voz de unos hombres, dos o tres, junto a la ventana. Trataban de abrir la puerta.  Sintió la presencia de alguien. Aún medio dormido quiso alcanzar la escopeta, pero ya no estaba en el lugar donde la había dejado. El escorpión le picó la mano, sobresaltado, abrió los ojos.

Los hombres le cayeron encima.

            Lo sacaron de la casa, lo llevaron a la parte de atrás, bajo un árbol.  Apareció un cuarto individuo en la escena. Traía su herramienta de trabajo en la mano y el gesto macabro. Cuando Panchito escuchó el sonido de la motosierra deseó que aquello fuera como las descargas eléctricas que había sentido un rato antes, cuestión de abrir y cerrar los ojos. O como el aguijonazo del escorpión.



     –¡Paaaaaanchooooo! Qué extraño, parece que no está –volvió a decir el taxista.

Entonces al taxista le entraron ganas de mear. Se plantó frente a un árbol. Un gallo andaba alrededor.  Algo llamó su atención, lo miró con más detenimiento, el ave sostenía algo en su pico.

     –¡Pinche pendejo! –gritó el hombre al gallo. El ave revoloteó y dejó caer lo que sostenía.  El taxista lo examinó con asco. Era un pedazo de carne flácida. 

     –¡Una verga! –gritó asustado. Avanzó por ahí y encontró un tronco humano, le faltaba la cabeza, las manos y los pies.

     –¡Ves cabrón te lo dije! ¡Ya nos jodieron a Panchito!




Las postales extraviadas de la vida de alguien más

Primero un paso profundo y seguro, como un abismo, como el golpe seco, sordo de un gigante a un  tambor del tamaño de una ciudad. Después el silencio,  amplio, oscuro, como una caverna inmensa y una gran vibración, solitaria, inminente, como un tsunami.  Cinco, diez, treinta segundos de silencio y quietud. Y otro paso  similar, intenso, profundo,  vasto y la vibración constante, intensa por un segundo, como un anillo concéntrico en la quietud de un lago. Inmediatamente el silencio, la quietud y esa sensación de  caminar  entre un campo cubierto de flores de manzanilla, un día de cielo azul o la paz de volar un papalote cuando uno es niño   y únicamente importa mirar el cielo y correr con el viento para que se eleve. 

            Otro paso, pero éste es diferente, no tan contunde, no tan profundo, sino más bien como que se desgrana, despilfarrándose en partes más pequeñas  sobre  la superficie.  E inmediatamente las partículas se van soltando una  a una,   chocando contra el pavimento, mientras el sonido es amplificado.  La calma se desvanece  y lo que va quedando, lo que va naciendo es como un gabán que  flota misterioso en una calle cubierta de neblina y que avanza.  Es el estado de alerta, de precaución, como cuando alguien o algo acecha en la oscuridad.

Segundos  más tarde, ya  no es uno, sino cientos, ya no son cientos sino miles, los pasos que son cortina, que son el torrente de un ejército que camina velozmente. Es el motor de los aviones.  Mientras vos y yo,  y  los otros comienzan a  correr, a escapar en todas direcciones, como ratones de un cartoon noventero.

            Pero lo que importa, quien importa, sos vos y que logrés escapar de los motores en el aire, destruyendo los papalotes con sus hélices de tiburón blanco y los campos de manzanilla y los bosques tropicales y  los nidos de oropéndola, con sus bombas  de piel humana, cayendo.   Y los aviones te siguen, dibujando sombras en forma de cruz sobre el piso, que se multiplican cuando avanzan como  la rosa de los vientos. 

Entonces vas sobre una moto color vino níquel, a cien kilómetros por hora, serpenteando una montaña, con el  viento acariciándote el rostro violentamente y tus ojos  chinos que lagrimean.  Acelerás, acelerás y la  moto vibra y se le quieren saltar los pernos y acelerás, y vas por pendientes que parecen dibujos y líneas muy picadas  que forman la columna vertebral de un animal tendido. Cuando crees que has dejado atrás al ejército y estás seguro por un momento, emergen en el horizonte  dos cazas, como puntos terribles que se acercan llenos de certezas. Hasta que  dos sombras en forma de cruz se posesionan, una a cada lado  tuyo sobre la carretera. Y ya no importa si  vas a ochenta o a cien kilómetros, ahí están y no te dejan. 

Sólo es cuestión de tiempo para que algo suceda.



Un hombre joven camina por un jardín  tropical,  lleno de plantas exuberantes, algunas están en plena floración;  lágrimas de colores, sobre todo rojas y blancas, colgando de enredaderas brillantes, enormes, que crecen sobre arbustos en una perfecta relación simbiótica.  También hay almendros y palmeras que han crecido desordenadamente en el jardín. El jardín está ubicado junto a una barrera de coral natural que forma parte del mar Caribe, que golpea sus voces y lanza sus velos de espuma blanca, ruge  a la vez salvaje, terrible e inofensivo.  Sobre el coral hay una mujer joven, delgada, morena, con el cabello suelto,  un vestido de rayas que apenas le cubre  la parte superior de los muslos. El viento la abraza sensualmente y descubre la silueta de sus senos pequeños, puntiagudos, su abdomen plano y  la redondez de sus caderas. Su mirada se pierde en   el mar,  deja que sus voces blancas  la acaricien por completo.  Por eso su piel se  eriza, su interior  se contrae, sus grandes ojos de niña capturan cada instante, como una fotografía, documentándolo todo, para luego, cuando llegue el momento, usarlo en la novela que  está escribiendo. Todo está tan lleno de poesía,  de sensualidad, de exuberancia, dice al verlo emerger del jardín.

            Él se acerca silencioso, se  abrazan de manera que sus caderas quedan muy cerca y se besan.


Los aviones comienzan a descender, a acercarse cada vez más, las cruces sobre el asfalto se hacen más grandes,  preparan sus  metralletas y disparan sus ráfagas de fuego. Ya no hay donde ocultarse, no hay montañas que sirvan de morada. Las balas silban en el aire canciones nefastas.

            Se da el siguiente momento. 

            El momento en que el hombre suda  su vida, suda sangre, suda a quien ama, suda a quienes lo aman,  la verdad, sus mentiras; suda a su dios, su falta de creencias, su miseria, lo que fue, suda edificios, suda clavos, sentimientos, suda  rostros, se suda así mismo y cae.

Cuando el hombre recobra el sentido, está tirado en el piso,  escondido en una esquina,   junto a un ventilador  que suena como un avión,   como un ejército de máquinas en la habitación de un hotel pequeño.  Está sumido en un estado de enajenación del que no se recupera, se niega a aceptar la realidad. Junto a él están tiradas las postales extraviadas  de  la vida de alguien más. 


Fabio Esteban Víquez. Ha escrito dos libros, uno de cuentos y relatos y una novela, ambos son mutantes e inéditos. Ha participado en talleres literarios en Costa Rica y México, y tomado cursos de literatura latinoamericana este último país. Su cuento “Las Postales Extraviadas de la vida de alguien más”, fue publicado recientemente por la revista Postdata de Monterrey, México. Es periodista e ingeniero de software, con deformación hacia la comunicación. Ha trabajado para varios medios de comunicación en Costa Rica y Centroamérica, como periodista y editor, actualmente se gana la vida como consultor de comunicación para varias ong´s.

Aquí puede descargar en formato pdf Los Perros de la Muerte y otros cuentos

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