2/3/12

Pedro Romero Irula - Estampa de Noviembre








Estampa de noviembre


 Rafaela se habría vuelto a poner melancólica en estos días de noviembre. Habría querido ocultarlo como antes, cuando no lo lograba siquiera al usar su risa de actriz, porque eso la remitía a sus tiempos de teatro y canciones, justo los que compartía con Penélope, la chica de ojos grises que conocí por las fotografías que de ella guardaba Rafaela en su álbum de tristezas.

Aunque yo la encontraba tan hostil y salvaje como un animal herido, con Rafaela era suave: le traía galletas como las que le gustaban desde que mi amiga era una niña y, a veces, anuncios de obras o recitales en las que participaban y donde conocían hombres con los que salían un mes o incluso menos, como el fotógrafo ese de apellido alemán que tomó a Penélope el retrato que Rafaela observaba en sus días de nostalgia; y al siguiente día decidió él abandonarla al enterarse de que ella, detrás de sus ojos grises, escondía la capacidad de hablar con los habitantes del aire. Fue entonces que Penélope se convirtió en estatua de sal.

Decía Rafaela que por eso se había entregado a las criaturas volátiles del aire que le ofrecieron un sitio entre sus filas y se había trocado en estatua de sal. Todas estas cosas me las contaba en su luto anual, cuando cruzaba la casa barriendo y recitando parlamentos largos y embrollados que, en el silencio de la casa, sonaban como el lamento inextinguible que eran; y cuando dejó de comer sal por temor a devorar la carne corroída de gente que –como Penélope- había corrido el infortunio repentino de hacerse uno con la tierra.

A veces me preocupaba que Rafaela contemplase tanto su nostalgia y su melancolía por Penélope: no creí que soportaría ella la visión de la Gomorra ardiente de sus tristezas, y no la soportó; la encontré sentada en el sillón cuando regresé de mi trabajo, ya convertida en sal. Jamás me imaginé que estaría en la misma situación: ahora, bajo la tarde de noviembre, repaso la fotografía de Rafaela que más me gusta y pienso en ella y en las cosas irrelevantes que juntos hicimos, sin que me queme la ceniza de mi propia amargura.  



Sofía

  
Ella insiste en confundirme con una Sofía que fue -según me ha dicho su hermana- la primera amiga de secretos por la noche y juegos en el parque que tuvo ella en esta ciudad. De nada sirve que yo me excuse cuando la señora Selvamaría trata de despertarme recuerdos que nunca tuve ni que le recuerde que me llamo Elena, señora, no Sofía. La hermana mantiene que soy idéntica a la tal Sofía, pero no sabe si es el cabello, o los ojos otoñales o la voz escondida: no tiene fotografías ni memorias luminosas que le permitan asegurarse.

La señora Selvamaría no recuerda que Sofía murió hace mucho devorada por una bestia. Le he prometido a su hermana que no se lo haría saber jamás, aunque el miedo me esté empujando a revelarle la verdad: ya estoy harta de soportar noche tras noche las respiraciones de un animal en el cuello, los árboles altos y delgados fluyendo entre la tarde, yo o Sofía o las dos corriendo, un desarraigo caliente en el cuerpo, un vértigo blanco y abrir los ojos.

Ya me cuesta asimilar que soy Elena de nuevo, solamente Elena, la chica que hace la limpieza; la muchacha que ya preparó las maletas para regresar a casa esta misma noche; la niña que, antes de hacerlo, lava la sangre que ha estropeado las sábanas y el piso de la habitación.

  
Pedro Romero Irula. (San Salvador, El Salvador, 1996.) Narrador. Formó parte del proyecto Escuelas de Jóvenes Talentos en Letras de la Universidad Dr. José Matías Delgado y el MINED.  Estudia en el Externado San José. Tiene inédita la colección de cuentos “Lentas invasiones”. Ha publicado textos en la revista Bitácora.

Aquí puede descargar en formato pdf: Estampa de Noviembre / Sofía de Pedro Romero

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