El Seminario Vergonzante
Por un inexplicable prejuicio colectivo, creemos que la cultura sólo se adquiere en las bibliotecas, en las escuelas, en las universidades. Aunque en parte sea cierto, el verdadero templo de la sabiduría es otro lugar mucho más íntimo, más recogido, más solitario; al que entramos con disimulo, sin exhibicionismos, sin alardes inútiles; en el que nos solazamos con nuestro libro favorito, o donde garabateamos a puerta cerrada nuestras más preciadas ideas; recinto en el que nos concentramos mejor que en ningún otro, gracias a la soledad que impera en él. En ese templo del saber -donde todo esfuerzo es fructífero-, el que lee, el que se instruye, el que escribe, no admite compañía alguna para entregarse en cuerpo y alma a elevar el espíritu. Allí, todo el que puede, obra en pro de la cultura, obra bien y con arte. El que no puede, por lo menos hace el esfuerzo, decidido a triunfar, aunque pierda la vida en la empresa, como suele suceder.
No sé si el hombre es ingrato, disimulado, distraído o tonto, pero parece no haber reparado en esa cámara cultural que tantos servicios le presta, que tantas satisfacciones le brinda. Sin embargo, una vez en ese deleitoso templo de la cultura -extraña contradicción-, nos regimos por respetuoso ceremonial; una vez allí, sólo leemos o escribimos sentados en un trono, (1) y ni los más fuertes ruidos logran distraernos de nuestra tarea (el ritual, al que nos prestamos con gusto, exige que nos despojemos de parte de la vestidura, lo que nos imposibilita la salida, convirtiéndonos en ufanos presos voluntarios). Pero a pesar de ello, infamamos al Seminario, evitando la mención de su nombre, que disimulamos de inhábil, de torpe manera, con los apodos más vagos e inexpresivos, y rodeamos el acto de leer o de escribir en él, de grande misterio y sigilo, como si se tratara de hechos vergonzosos o deshonestos.
Los antiguos, más sabios, sentían veneración por el Recinto: sabemos que en Grecia, esos lugares se emplazaban junto a los templos, lo que prueba bien a las claras el carácter sagrado que se les atribuía; y en Roma no sólo no se avergonzaban de ellos, sino que hasta estaban adornados con estatuas de gladiadores, que el envidioso Nerón mandó quitar. (2)
Glorificamos las bibliotecas, las universidades, las escuelas, y olvidamos ese laboratorio sagrado donde adquirimos la mayor parte de nuestros conocimientos, donde escribimos la obra que ha de consagrarnos. ¡Cuántos grandes poetas han compuesto allí sus mejores odas! ¡Cuántas creaciones del ingenio humano -las más sorprendentes, las más perdurables, las más felices-, se deben a los gratos momentos pasados en ese gabinete de concentración, estudio y trabajo, donde el hombre puja por superarse y superar a los demás! Muchos han escrito allí sus obras completas, y otros allí deberían haberlas escrito: es inconcebible que lo hayan hecho en distinto lugar.
Aunque la cárcel ha inspirado buen número de obras maestras, y sólo ella podría competir con el Lugar Olvidado, no vacilo en asegurar que éste es el auténtico templo del saber y del ingenio, porque una vez allí, el afán de leer o de escribir es insaciable, y prolongamos nuestra estada en el Seminario Vergonzante, olvidados por completo del mundo exterior, mientras buscamos la satisfacción exhaustiva. Los escritores son allí más sinceros; renuncian al afán de parecer eruditos, a los conocimientos de segunda mano, por la incomodidad física de usar más de un solo libro: nadie se atrevería a trasladar hasta allí una Enciclopedia Británica u otros gruesos volúmenes de consultas.
¿Quién podría probar que Homero no escribió allí la "Odisea", que Virgilio, Lucrecio, Tácito y Juvenal (3) no usaron el sellae Palmoclanae de que habla Marcial (4) para legarnos lo mejor de su genio? De Rabelais podemos decir con absoluta certeza que para escribir desdeñó todo otro lugar. Quevedo, que escribió en la cárcel gran parte de sus obras filosóficas y ascéticas, no cabe duda que usó el Sacro Recinto para las festivas y las satírico-morales. También sospechamos con fundamento que Lope no lo despreció, ya que su frase: "Sabio es el lector de un solo libro", es, evidentemente, fruto de la experiencia adquirida en el Instituto.
Aunque estamos seguros de que al lector tanto le interesaría obtener la información como a nosotros proporcionársela, de Cervantes nada podemos asegurar en concreto. Sufrió, el infeliz, tantas cárceles, que sería muy aventurado suponer que para escribir se impusiera una por su gusto. Nuestro escepticismo se debe, también, a que sus obras tienen más del perfume de la campiña, que de la fresca humedad del Seminario. En cambio, Shakespeare no está en entredicho. Cinco de sus obras teatrales fueron sin duda alguna escritas en el Recinto. Ellas son: "Mucho ruido y pocas nueces", "A buen fin no hay mal principio", "A vuestro gusto", "Lo que queráis", "La tempestad"; así como sus "Sonetos para diferentes aires de música". Moliére no podía ser menos. Allí urdió: "El avaro", "El misántropo", "El médico a la fuerza" y "El amor del pintor".
Es simbólico que en ese nido fecundo de obras maestras, en este tálamo de la idea, siempre se busque la proximidad del papel, cuya calidad tan preocupado tuvo a Azorín5 y que nunca resulta lo bastante refinado.
Aunque no falte quien profane el Recinto leyendo en él periódicos o revistas, y aunque existan gentes más irrespetuosas aún, que lo utilizan para resolver fáciles problemas de palabras cruzadas -su única fuente de información-; aunque muchos seres viles pierdan en ese encierro, en esa prisión voluntaria, parte de su vida, entregados exclusivamente a prosaicas ocupaciones, casi todos, por lo menos nos dedicamos a meditar con beatitud: es muy difícil librarse del peso de muchos siglos de tradición y del ejemplo de tantos grandes hombres, cuya vida intelectual ha transcurrido en el Sagrado Seminario. Sin embargo, nuestro desagradecimiento llega hasta el extremo de que una vez leída en la Cámara nuestra obra favorita, nos apresuramos a retirarla de allí como si nos avergonzáramos de haberlo hecho.
Cuando pienso que todos tenemos en nuestro hogar un Santuario, y que en vez de usarlo para colocar amorosamente en él nuestros libros en adecuada estantería, por presumir los ponemos a la vista en ínfimas bibliotecas, me indignan la ingratitud, la vanidad y la pequeñez humanas.
(1) Ese trono, en la antigua Pompeya, hasta tenía dos piedras labradas para apoyar en ellas cómodamente los pies. El recinto, adornado con una hermosa lámpara colocada en una hornacina, estaba ventilado por una ventana al través de la que se mezclaban los efluvios de ese templete, con los no menos aromáticos del jardín. Nosotros a fuer de modernos innovadores, preconizamos la instalación de un pupitre.
(2) Son famosos los Seminarios del palacio de Augusto, en el Palatino, de los que existe un dibujo del abate Guattani.
(3) Desde uno de esos lugares, Luciano insultó a Nerón, aterrorizando con su imprecación a quienes lo oyeron. Otros, menos valientes, se conforman con llenar las paredes de epigramas y sátiras en verso y en prosa.
(4) Séneca habla hasta de las escobillas que se usaban para conservarlo limpio.
(5) Intuyo en él a un fanático frecuentador del Recinto; todos sus libros despiden el hálito inconfundible.
“Me sorprende a veces comprobar que existen todavía gentes que escriben en serio; y me sorprende, porque ya casi nadie lee en serio”
Sergio Golwars
Sergio Golwars, casi olvidado hoy, fue un hombre polifacético: escritor, inventor, músico, trotamundos. Como escritor abarcó el cuento, la novela, el teatro, el aforismo y la crítica de arte, su obra impresa de importancia comienza como en muchos grandes escritores, (Whitman, Saramago) después de los cincuenta años, El sombrero del hombre feliz (cuentos y aforismos, 1956), Entrada prohibida (novela, 1959), Una comedia para maridos(teatro, 1959), La máscara de la risa (ensayo, 1963), Cuentos para idiotas (1967) e Infundios ejemplares (cuento corto, 1969). 126 ensayos de bolsillo y 126 gotas tóxicas (1961), en el que vincula el ensayo y el aforismo. Como músico destacó en la ejecución del violín y llegó a gravar varios LP’s para disqueras como Musart, Orfeón y Columbia, en su catálogo hay títulos como: Un violín con alma, Violín gitano, Recital, Bailando Csardas, Recordando Viena o Puro gitano. Como inventor, fue un estudioso de la acústica y realizó importantes innovaciones en el uso de micrófonos para la realización de presentaciones y audiciones de grandes bandas y conjuntos musicales. Trotamundos, nació en Ginebra en 1906, pasó su infancia y juventud en Argentina, viajó por todo el mundo hasta establecerse en México, donde ejerció el periodismo, la creación literaria y la interpretación musical.
Sergio Golwartz |
“El valor del relato, ya sea novela o cuento, no reside en la descripción o en la retórica —casi siempre una triste sofística—, sino en el ingenio puro y la fantasía. La única dimensión literaria válida es la artística, y si el escritor tiene la valentía de sacrificar el ropaje de su obra —su propia vanidad—, toda narración podrá ser siempre reducida a su auténtico tamaño”. (En Infundios ejemplares 1969).
El seminario vergonzante, pertenece a su libro Cuentos para idiotas de 1967, y representa una muestra de su irreverente humor e ingenio, ejecutado con maestría y virtuosismo, no estaría mal leerlo cómodamente sentado en el lugar que corresponde, quienes lo hagan no serán tan idiotas.
Germán Hernández