Las Fogatas
“Ahora queda lo peor”, sentenció Gracián, como si alguien en el otro extremo de la cocina lo escuchara.
Afuera el viento golpeaba con fuerza las ventanas y empujaba la puerta delgada por donde se colaba un aire helado, desparramándose a sus pies, debajo de la mesa.
“Ahora queda lo peor”, volvió a decir el hombre, mientras una ráfaga de fuego le recordaba los pasos torpes de la mujer al dejar la casa con la aparición de la primera estrella, abriéndose paso entre las zanjas inundadas y el interminable rancherío, intentando alcanzar la calle de tierra sin estropearse las medias, controlando los golpes cada vez más contundentes del corazón, al acercarse tosiendo al auto azul que esperaba estacionado con las luces traseras encendidas.
Mercedes había conseguido trabajo como azafata de eventos empresariales, y era el señor Albano, el amable y elegante Claudio quien llevaba y traía a la nueva promotora. Había trabajo y eso se pagaba bien. Incluso la mujer había intentado convencer a Gracián que en el nuevo hotel cerca del río, podía conseguirle empleo en la lavandería o tal vez en la cocina. Gracián le había dicho que no se hiciera ilusiones, porque lo único que querían esos tipos era llevársela a la cama.
Para entonces, y como hacía mucho tiempo, Gracián hacía y tenía planes diferentes, no sólo apara él, sino para el resto de la familia; lo cual incluía al pequeño Ernesto y a la hermana de Mercedes, así como recuperar la casa perdida y todas las cosas que le había prometido un día comprar a su mujer, y que ella nunca quiso, pidió o pretendió tener.
Ahora la cabeza del hombre era una bolsa de vidrio molido. Y si bien al principio había desistido de beber, con el correr de las horas, y aprovechando que el niño dormía, salió hacia el fondo de la casa donde tenía escondida la botella.
Mientras regresaba le pareció oír llorar al niño. Encendió un cigarrillo en la puerta, y se puso a beber y a fumar a la intemperie, mirando el cielo nocturno.
Desde la puerta de la casa, bajo el improvisado techo de maderitas, podía ver las siluetas irregulares del barrio, la hilera interminable de ranchos y casas de material, subiendo y bajando según el capricho del terreno y las inundaciones del arroyo. Más lejos, coronando el paisaje, las enormes columnas de humo negro marcaban su presencia implacable. Flotaba el olor de las quemas, el penetrante olor de las fogatas donde ardían a diario los residuos de toda la ciudad.
Cuando terminó el cigarrillo, bebió otro trago y entró a la casa.
En la penumbra le pareció que el niño levantaba un brazo y que eso lo despertaría. Pero siguió durmiendo y Gracián cerró la puerta sin trancarla y siguió hasta a la cocina.
Todo estaba en calma, menos su cabeza que ardía como las fogatas del barrio, cada vez que pensaba en el regreso de su mujer, cada vez más cansada, cada vez más tarde. En el silencio sólo se escuchaba el golpeteo acompasado del reloj y cada tanto el sonido lejano de un perro ladrándole al viento.
Sin darse cuenta, entre el jardín sin flores y la cocina se había bebido media botella. Ya no sentía la cabeza pesada, ni esa opresión en el pecho que le causaba cada noche el regreso de su mujer.
Más bien lo que ahora lo volvía a entusiasmar era la idea que en secreto lo desvelaba, ese viejo sueño que le rondaba los huesos y el alma y que estaba seguro de poder conseguir; porque entonces, en la soledad de la casa, en el silencio propicio del barrio, bajo la noche fría y ahora sin viento, volvía a ver entre sus manos el maravilloso negocio del abono. Sólo le faltaba ese dinero, sólo tenía que convencer a la mujer, aguardar tal vez un tiempo más.
El viejo reloj de la cocina repiqueteaba, y no quiso darse vuelta y mirar qué hora era. El niño dormía, ausente del frío, de la noche, del sudor de la madre y del alcohol, que continuaba ablandando un terreno que por la tarde había sido áspero, hiriente, amenazante, hasta que la mujer salió del baño perfumada y vestida como no la había visto jamás. Y no quiso preguntar. Y no quiso saber. Tampoco emitió palabra cuando ella volvió a mencionar al señor Albano, ni siquiera cuando en un extraño y oscuro intento, le sugirió que tal vez Claudio, el bendito señor Claudio pudiera hacerle un préstamo, “para lo que estás pensando” dijo ella. Pero Gracián tampoco contestó.
Lo real, al menos para Gracián, eran los terrenos del fondo, cerca del arroyo. Porque Gracián tenía planes más ambiciosos; porque había que soñar alto, sí señor, y él se sentía fuerte y victorioso. Respiró hondo y volvió a llenar su copa. Encendió otro cigarrillo, escuchando cada vez más lejos el golpe acompasado del reloj, mirando cada tanto la cuna del niño que dormía sereno.
Para esa altura de la noche, la mesa de la cocina estaba cubierta de papeles, lápices, calculadora, dibujos y tareas asignadas. Pero era mejor empezar sin gente –pensó Gracián-, no tomar personal por el momento. Mercedes incluso podía dar una mano en las cosas más sencillas, en remover la tierra, dejarla en condiciones, separar los deshechos orgánicos del resto y clasificar. “veremos” pensó Gracián. Aunque a decir verdad lo mejor era aceptar el desafío solo, de esa manera se ahorraría las preguntas, las especulaciones infundadas de la mujer, incluso la ansiedad que la caracterizaba.
Ahora lo importante era delimitar el terreno, calcular cuántos tablones debería disponer para hacer las primeras cubetas, las cubetas madres donde empezaría todo; podían ser una o dos, aunque lo más apropiado sería contar con media docena, de tal manera de multiplicar todo por seis. No había tiempo que perder y se trataba en todo caso de optimizar. Con seis cubos fermentadores estaba bien. Pero antes había que organizar los residuos, separar en un área determinada los deshechos orgánicos del resto, sin olvidar las condiciones necesarias de humedad, aireación y temperatura. Lo demás era matemática pura, paciencia, un futuro posible y tranquilo para todos. Sólo faltaba conseguir las lombrices apropiadas, porque no podía ser cualquier lombriz. De eso también se había ocupado el hombre.
Y mientras volvía a llenar su copa y encender un nuevo cigarrillo, hacía cuentas en el aire y en el papel. Cada paso que daba en su mente afiebrada, se sentía más seguro y entusiasmado; porque no sólo lo estimulaba saber que las lombrices que tenía que encargar podían vivir mucho tiempo (lo cual le daba un margen de especulación muy grande) sino comprobar que su producción se incrementaría cuatro veces en un año; que con una población inicial de mil ejemplares, al finalizar el primer trimestre contaría con diez mil descendientes, y que para la cuarta generación su patrimonio ascendería sin mayor esfuerzo a 10 millones.
Pero lo más importante venía después; porque cada lombriz excreta el sesenta por ciento de lo que ingiere, convertido en humus, y teniendo en cuenta que cada una produce a diario 0,6 gr. de abono, el resultado de la cuenta era fenomenal.
Para cuando Gracián había terminado la botella, la producción de abono de la mejor calidad sumaba millones de toneladas.
Ya no sentía los golpes acompasados del reloj, y desde la mesa de la cocina repleta de papeles y notas de pedido, volvió a controlar la silueta del niño que ahora había girado.
“Ahora queda lo peor”, volvió a pensar Gracián, entre los pocos espacios libres que le quedaban en su convulsionado cerebro, mientras aguardaba el regreso de su mujer.
Sumergido en el vaho etílico que lo abrigaba, Gracián siguió soñando despierto con las cubetas de fermentación, con las lombrices rojas californianas que empezaría a comprar al día siguiente, y se quedó dormido soñando el sueño más dulce que lo llevaba a los lugares más distantes del planeta, con el mejor abono producido en la región.
En la interminable satisfacción que lo abarcaba todo, casa, mujer, nuevos contactos, documentos a firmar y pedidos acumulados para la próxima temporada, no llegó a escuchar el auto de Albano tocando bocina en la puerta del rancherío, ni ver a Mercedes a su lado, pálida, vencida, con el pelo enmarañado, tratando de entender ese endemoniado revoltijo de cuentas y dibujos desparramados encima de la mesa de la cocina.
A Mercedes, que apenas le quedaba un hilo de voz, le pareció inútil malgastarlo en despertar a su marido. Con el resto de aliento que le quedaba (tenía los ojos torcidos por el sueño, la boca colgante, pintada de un violento carmín), sólo atinó a cubrirle la espalda con su chal para que no se enfriara, por costumbre o piedad, acaso también por rabia; una rabia contenida, intacta, guardada a través de los años y la postergación, sólo visible en contadas ocasiones como la punta de un iceberg; la misma rabia, tal vez, que la hizo entrar decidida al baño congelado, abrir la canilla sin pestañar, y darse una ducha de agua helada, para despabilarse de una vez, y empezar el día.
FIN
Aquellos que los ángeles sabían
Antes era todavía peor. Cuando trabajaba en el Ministerio, hacía cualquier cosa con tal de encontrar una ventana disponible, poder ver un trozo de cielo, algo de agua, aunque sólo fuese el humo de algún remolcador gruñón y descascarado. En ocasiones, incluso, cuando las pilas de carpetas se amontonaban sobre el escritorio y no podía salir, tenía que imaginar lo que no podía ver; dibujaba en una hoja de cuaderno una ventana abierta, dos o tres gaviotas alejándose hacia el margen derecho del cielo, entonces sí podía respirar. Todo era diferente.
Pero lo que me cuesta comprender todavía es cómo pude llevarle el apunte a Nardone, concretando la idea absurda del surmenage, los desmayos de los lunes a última hora, las interminables consultas a los médicos, la sobreactuación. Acaso un traslado a otra sección no hubiera sido problemático; hasta creo que se podría haber gestionado una licencia extraordinaria.
Ahora soy el gerente de una empresa de demoliciones.
***
Hacía tiempo que estaba solo y por esa razón llegaba más temprano. Muchas noches, incluso, con el pretexto de ordenar unos papeles, me quedaba en la oficina intentando esquivar la soledad, bebiendo caña, mirando durante horas la fotografía de una mujer a la que nunca terminé de entender.
Me costaba volver al hotel, a una habitación vacía, a una cama helada, a hablar y contestarme a mí mismo sin ningún tipo de variación.
Durante las noches, extremadamente largas y silenciosas, sentía de pronto ganas de buscarla, de inventar cualquier excusa y tenerla a mi lado nuevamente. Sin embargo después, habiéndome serenado, me daba cuenta que Helena nunca comprendió nada.
Siempre supe que se iría. Nunca supe cuándo. Ella siempre condenó mi fantasía, mi forma diferente de ver las cosas. Acaso por eso empecé a llenar cuadernos de escuela y viejas libretas de almacén, porque necesitaba contar lo que me pasaba.
En los últimos meses, cuando Helena sólo aparecía por el hotel para cambiarse de ropa y luego volver a salir, apenas me dirigía la palabra, únicamente para decir hola y adiós.
Llegaba fundida y no probaba bocado. Se desvestía y se metía inmediatamente detrás de la cortina celeste, instalada clandestina en la misma pieza, y se lavaba lentamente el cuerpo con la palangana esmaltada y el tachito, mostrando cada tanto su brazo enjabonado, su mano delgada repleta de espuma, dejando siempre el jabón de piso en el borde del banquito de madera. Sin mirarla, podía sentir ese silencio perturbador que brotaba de su cara. Luego, mientras se secaba lentamente, me observaba de arriba abajo, con esa fuerza capaz de hacerme salir del cuarto, sin haber tenido que abrir la boca. Helena era capaz de eso y de mucho más, principalmente con su silencio, que siempre fue diferente al mío.
Los domingos llegaba de madrugada, tiraba el bolso sobre la silla, se tomaba dos vasos de vino tinto y luego se metía en la cama diciendo: “Ce la vie”, mirándome fijamente a los ojos como si yo fuera el culpable de lo que sucedía. Entonces tenía que dejar de escribir, tirar la lapicera sobre la mesa, guardar el cuaderno en un bolsillo del saco y tratar de aguantarme otro nuevo desprecio como pudiera.
Helena había conseguido trabajo de maniquí en una tienda del centro. Una noche de tormenta, mientras ella tragaba el violento humo del cigarrillo me explicó: “No sé qué es lo que tanto te preocupa. No pasa nada. Tenés que aprender a retener el aire, soltarlo de a poquito para que dure más, y así vas quemando horas...doce, catorce, dieciséis...eso no es para vos, Osvaldo, no te preocupes...vos escribí. Vos seguí escribiendo”.
Hacía mucho calor la noche de la última discusión. Para colmo la ausencia en el Ministerio era reciente y me pasaba todo el tiempo encerrado y escribiendo con una pasión nunca antes experimentada, como si en verdad hubiera estado poseído por una fuerza inexplicable. Helena no podía aceptar el hecho que una persona en su sano juicio se pasara días enteros escribiendo sin parar, pasando al papel pensamientos que alguien me dictaba y que ella no entendía, cosas que a mí me ayudaban a respirar y a ella la irritaban; a tal punto que golpeaba la mesa con la mano abierta y a los gritos anunciaba a los vecinos que su compañero era un atorrante. Pero esta vez no golpeó la mesa. Se rió en silencio mirando hacia el piso, desinflando la boca y murmurando, sin alterarse. Después juntó las manos como para rezar, y mirando con un ojo cerrado hacia el techo de bovedilla manchado de humedad, exclamó: “Lo oís! ¡Pero vos lo oíste bien!” “Ahora...quiere...ser...artista” “¡Haceme el grandísimo favor!!!”
Mientras Helena caminaba de un lado al otro de la pieza haciendo crujir el piso de madera, yo la miraba desde la silla sin atreverme a parar o decir una palabra, con el lápiz en la mano como si estuviera a punto de firmar mi propia defunción.
Helena sabía perfectamente que esta vez llegaba tarde al trabajo, pero no le importó; necesitaba terminar con lo que tanto le molestaba; tenía que decirlo y lo dijo. Todavía me parece verla: el pelo recogido hacia un costado con una flor de plástico; el vestido gastado, ceñido a su delgadísimo cuerpo, la mano derecha en la cintura y la cartera blanca moviéndose lentamente como un péndulo. Hizo fondo blanco con vino tinto y cuando comenzó a subirle el calor a la garganta, golpeó el vaso vacío en la pequeña mesa sin mantel y entonces me dijo con su mejor tono de voz: “Sos un infeliz”. Y se fue.
***
Hoy llegué más temprano que nunca y las fieras ya estaban todas amontonadas en el banco de la puerta. Toman mate, se ríen y hacen morisquetas todo el tiempo. Ellos tampoco entienden; se ríen a carcajada limpia de todo y se divierten gritando lo que se les ocurre, a las mujeres que pasan por la puerta. Son groseros y sucios, pero hacen bien el trabajo y eso es lo que le importa al dueño.
La pequeña oficina está desordenada, repleta de biblioratos y papeles amontonados en el piso y en los sillones; diarios amarillos, un saco ennegrecido por el polvo y colgado de un pestillo, los seis cajones del escritorio llenos de fotografías de Helena.
A veces me parece verla parada en la puerta del bar Suevia: la mitad del cuerpo iluminado por la luz sucia de un farol a combustible, fumando como una condenada, perseguida todo el tiempo por la mirada lujuriosa de un enano.
Las calles me conocen, las paredes de la ciudad, todas, los muros donde alguna vez escribí su nombre; las alcantarillas donde tiro las cartas que le escribo en la oficina completamente borracho.
Un sábado de tardecita volví a confundirla en la plaza Zabala. Lloviznaba sereno y hacía frío. El invierno revoloteaba bajito por la ciudad costera. Ella aparecía y desaparecía en las esquinas, detrás de los árboles, entrando y saliendo del asiento delantero de los taxis.
Me senté en un banco a esperar algún milagro. Llovía y no tenía paraguas, sin embargo me quedé allí, quieto, como si en realidad estuviera en otra parte y no fuera yo quien se estaba mojando sino un fantasma. Y en cierta manera era verdad.
El guardián de la plaza me sacudió tomándome del hombro: “Despierte, amigo”. “Está empapado”. Me lo quedé mirando sin poder hablar. Comencé a sentir el agua cayendo sobre mi cara. Había viento y me dolía la piel por el frío; me dolía el invierno, la vida, la tremenda cara del vigilante que seguía intentando convencerme que me fuera. Creo que entendí todo lo que me dijo y lo que se guardó para no herirme; todo estaba en ese rostro modelado por la vida, acuchillado por el tiempo. Sus ojos tristes me conmovieron.
Cuando me paré y comencé a caminar estaba congelado, entumecido, perdido en mi propio laberinto.
La mujer estaba parada en un zaguán oscuro y sin techo. Cada tanto se asomaba a la puerta, ponía un pie sobre el escalón de mármol amarillo (el zapato era rojo) y volvía a esconderse. Parecía que jugaba, y tal vez eso estaba haciendo. Jugando, sí, como los niños.
Sin darme cuenta la tuve enfrente. Ya no podía retroceder.
- ¿Qué te pasa?- preguntó impetuosa.
No pude contestarle. Entonces con el mismo tono me invitó a pasar.
- “Por lo menos no te mojás”
Mientras me sacudía el agua bajo el único pedacito de bovedilla que quedaba, empecé a recuperar la temperatura del cuerpo.
La mujer fumaba serena y esperaba.
- ¿Cómo te llamás?- pregunté sin mirarla.
- Leticia.
Con las manos en los bolsillos del abrigo, casi en paz, me acerqué al escalón de entrada. Unos pocos segundos bastaron para saber que continuaría lloviendo con fuerza por el resto de la noche. Me sentía bien ahora.
Caminamos muy juntos, del brazo, cruzando la plaza desierta bajo la lluvia despiadada y fría. Pero estábamos cerca del hotel y eso nos animó. Ella no dijo nada, caminaba decidida cubriéndose el rostro con el carterón; tampoco advirtió la sombra recostada en el monumento escurriéndose la ropa.
***
Hacía meses que dormía en la oficina y no me animaba a volver, a escuchar las palabras de Helena chocándose en el aire como espadas.
Leticia me confesó que tenía frío, abrazándose a la frazada a cuadros y riéndose. Había en su rostro un resto de inocencia, un escondido puñado de alegría. Luego insistió que la tocara. Pero me limité a acariciarla, a sacarle el pelo mojado de su rostro. No quería hacer nada con ella; sólo le pagué para que me escuchara. Y así lo hizo durante horas, sin pestañear. No parecía cansada, y sólo una vez me interrumpió para acomodar su cuerpo junto al mío, dejando un espacio necesario para poder verme la cara.
Mientras le contaba mi vida, miraba las arrugas prematuras de su cara, descubriendo los restos de algún moretón reciente. Luego nos terminó de unir el silencio, y se quedó dormida.
Cuando desperté, algo tarde, aunque no importaba porque era sábado, no la encontré. Pero sabía dónde paraba, dónde estaría si la necesitaba; ella sabía dónde estaba el hotel, el número de habitación, la hora exacta en que estoy tendido en la cama, solo, dispuesto a contarle más historias.
***
Las fieras se marcharon temprano. Como no había trabajo contratado, me dediqué a preparar los sueldos. Al mediodía estaba todo terminado.
Por entre la cortina rota entraba un violento rayo de sol, quebrándose en la mitad del escritorio, desparramándose en miles de destellos. Me había quedado sereno, con la silla apoyada en las patas traseras y la pared, pensando en Julio, en Garcilaso, en José Luis, en la prominente nariz de Nardone asomándose en el vano de la puerta. Desde la separación no había vuelto a saber de él.
Nardone no estaba en Montevideo. Había viajado a Buenos Aires por asuntos de negocios. Según me contó tenía en su poder el primer ejemplar de LA NACION y una carta del General San Martín hallada dentro de un libro de cocina. La voz gastada, centenaria, me informó: “Con Raúl nunca se sabe.” “Usted lo conoce bien.” “Desaparece y no sabemos nada de él, a veces durante meses...”
Salí a caminar.
En el aire había algo de compensación luego de tanta tempestad. Sentía que era posible seguir adelante, que debía insistir. Necesitaba seguir soñando. Tenía que creer en algo.
***
Nardone apareció dos días después por el hotel, a medianoche, con un grueso fajo de billetes y dos botellas de vino mendocino. Entonces me contó todo acerca de la venta: “No podían creerlo. Cuando les conté que la carta del Libertador estaba perdida dentro de un libro de Doña Petrona... no sabés la carita que pusieron.”
- ...pero... era ...legítima, digamos. Sin ofender.- dije brindando.
- Por supuesto que era , de puño y letra. Trajeron gente entendida, unos tipos serios del asunto, no te vayas a creer; la cosa era importante, entendés. Incluso no querían darle publicidad, por aquello que fue encontrada en un libro de cocina, no sé.
Estuvimos conversando hasta la madrugada. Nardone estaba ebrio. Lo supe porque hablaba sin parar y no escuchaba, y como estaba sordo de un oído, aturdía con su vozarrón.
Cuando salimos del hotel, sedados por el alcohol, aclaraba.
Buscamos un bar para tomarnos un café amargo y arrancarnos de un tirón la resaca, mientras maldecíamos la luz empozada en el cielo triste.
Mientras subíamos por la calle Colón, Nardone volvió a hablarme de un viejo asunto que tenía entre manos, y que con la ayuda de Garbo y los otros, era relativamente fácil hacer entrar al país no sé qué cosa y que después...
Pero yo no escuchaba; lo había visto pasar a mi lado hablando solo, moviendo las manos, acomodándose cada tanto el liviano mechón de pelo teñido, y caminando en dirección a la esquina. Porque yo me había quedado clavado en la vereda, petrificado mirando a la mujer que amaba más que a mi vida, encerrada en la vidriera de una tienda de encajes y botones. Helena tenía puesto un salto de cama capitoneado y pantuflas peludas y celestes haciendo juego. El gorrito era de seda y terminaba en la punta con un pompón.
Helena no me miraba, aunque intenté hasta lo imposible que lo hiciera. Como no reaccionaba, di un par de golpecitos en el vidrio, pero sólo pude lograr que moviera apenas los párpados. “Dejame en paz”, dijo entre dientes, girando los ojos hacia dónde yo estaba. Lo único que yo quería era hablar con ella, interesarme por su vida, saber qué había pasado con el anterior trabajo en la Sedería, exhibiendo trajes de novia en las alturas; siempre me impresionó, porque la vitrina donde Helena estaba parada, salía del comercio como un apéndice de cristal, atravesando la vereda, y ella quedaba allí arriba, a la altura del techo de los ómnibus. “Quiero verte”, le dije. “Quiero hablar contigo”.
De pronto, una voz estridente estalló delante de mi cara. Entonces tuve que escuchar una cantidad innumerable de normas de conducta propinadas por un sujeto altanero y mentiroso, que hablaba de Helena en términos de propiedad, del tiempo invertido en la pieza, de cómo y de qué manera me atrevía a quedarme parado frente a su negocio molestando a los clientes, interrumpiendo el paso, y para colmo empañando el vidrio que luego él tenía que limpiar. La gente que se había parado a escuchar no entendía nada, Helena tampoco, lo miraba con los ojos cada vez más grandes y sin moverse.
- ¡Vamos !- dijo Nardone, tomándome con fuerza de un brazo.
***
Volví a la tienda el lunes al mediodía. Tenía que pasar inadvertido, inventar algo. Recordé entonces una sugerencia de Nardone: me puse un par de gafas oscuras e improvisé un bastón de ciego con una rama larga, bastante firme.
Por el reflejo en el vidrio comprobé que el disfraz era convincente. Helena estaba vestida igual que el otro día, rodeada de ofertas semanales. El dueño de la tienda tampoco sospechó, ni siquiera salió a la puerta. Observaba todo escondido detrás de un biombo. Yo hacía lo mismo desde el cordón de la vereda, jugando con el bastón. Las gafas oscuras me proporcionaban la tranquilidad necesaria para mirar a Helena sin ser molestado.
Mientras jugaba con su pelo, mientras mis ojos buscaban su mirada quieta, contenida, sentí que alguien me tiraba de los pantalones. Entonces escuché una voz finita, aflautada como la de un niño, diciéndome: “Esto se lo manda el dueño”. El hombrecito me dejó un billete grande, arrugado y caliente, y volvió a entrar a la tienda corriendo.
Sin proponérmelo había juntado unas cuántas monedas. Con dificultad intenté mirar la hora en el reloj pulsera: ya era tiempo de volver, de abandonar el personaje y abrir la oficina. Las fieras son puntuales, aunque vengan ebrias.
Me sentí mejor cuando volví a ser el encargado de Demoliciones S.R.L.
***
La mañana del infortunio me sentía inquieto. Había pasado mal la noche, dando vueltas en la cama, levantándome un par de veces para cerrar la ventana que se abría con el viento.
Había algo raro en el aire, algo pesado y denso, algo que no podía ver y que sin embargo, tenía la sensación que caería del cielo de un momento a otro.
La multitud, apiñada en la puerta de la tienda, confirmó el presentimiento de la noche anterior.
A los empujones entré a la tienda donde parecía haber pasado un tornado; todos los vidrios estaban en el suelo. En la vidriera sólo quedaba un maniquí desnudo y sin cabeza, con un brazo colgando de un alambre. En medio de la penumbra y el polvo, el dueño juntaba botones y cierres metálicos. “No es verdad, no es posible”, decía el sujeto arrodillado en el piso.
Dos veces intenté preguntarle por Helena, pero las dos veces comprobé que no me escuchaba. Entonces lo agarré de la solapa y le grité en la cara el nombre de la mujer que amaba más que a nadie en la vida.
- “¡Quieren destruirme!” “¡Quieren destruirme!!”- gritaba descompensado.
- ¿Qué sucedió con la mujer?- pregunté irritado.
- ¿Qué mujer? ¿De qué me habla?!
- La mujer que trabajaba de maniquí, pedazo de un infeliz!!
- Sí, ha sí, claro...bueno...vino un hombre. Vino un hombre y se fue con él, no sé...mostró unos papeles, dijo que se la tenía que llevar, no recuerdo bien, era todo muy confuso: la gente que gritaba, el humo, el hombre que me hablaba y me seguía mostrando unos papeles. ¿Cómo me dijo que se llamaba su...?
Lo subí al mostrador y lo senté como si fuera un muñeco. Temblando de miedo, me terminó de confesar: “Yo no quería que me diera nada. El hombre quería darme dinero, quería que yo pusiera el precio. Yo no decía nada y el hombre estaba apurado. Todo eso junto, después de la explosión. Fue una locura. Yo no quería que se llevara a la mujer, nunca había tenido algo así en la tienda, la gente venía exclusivamente a verla. Pero le juro que no sé a dónde fue, se lo juro.
Comprobé, mirando la cara consternada de aquel infeliz, que los dos estábamos perdidos.
Salí a la puerta confundido. No sabía qué hacer. Por dónde empezar a buscar. Podía estar en centenares de lugares y en ninguno.
Luego que las fieras de Demoliciones S.R.L. se marcharon en el camión, hice un par de llamadas, la segunda a la casa de Nardone. Le conté lo que había sucedido y le pedí que me acompañara a buscarla. “Explicame para qué”, me exigió como condición. “Nunca lo entenderías”, le contesté irritado.
Recorrimos todas las tiendas de la zona, las galerías del centro, los supermercados donde podría estar exhibiendo delantales o equipos de lluvia. Incluso hicimos una exhaustiva inspección en la Sedería de las novias, por si acaso hubiera vuelto. Pero todo fue absolutamente inútil.
Raúl insistió en que me calmara, que pronto las piezas del ajedrez volverían a ordenarse solas.
- Mañana me voy para Buenos Aires. A la vuelta te llamo. Tranquilizate nene, que todo va a salir bien.
El Sábado de mañana, mientras ponía en orden unos papeles en la oficina, golpearon en la ventana. Miré y no vi a nadie. Entonces volvieron a insistir:
- ¡Osvaldo!!...Soy Leticia- dijo la voz.
- ¿Qué hacés a esta hora por acá- grité desde adentro, sin abrir la puerta.
- ¡Abrime!
-¿Qué tenés?
- Pasé por el hotel y la encargada me dio esto para vos.
El telegrama era de Nardone, y decía: “LA OBSESION ESTA EN SAN TELMO. VENITE”.
- ¿Malas noticias?- preguntó tímidamente Leticia, como queriendo esconder la pregunta.
- Todo lo contrario.
- Entonces...
- Ahora no te lo puedo explicar. Acompañame a buscar un pasaje y te cuento en el camino.
No fue necesario dar demasiadas explicaciones. Leticia comprendió rápidamente, sin juzgar.
A las diez de la noche salía el vapor de la carrera. Hacía frío y por primera vez me preocupé que Leticia se cuidara. Sé que le dije unas cuántas cosas antes de partir. Luego subí a cubierta y me quedé apoyado en la baranda hasta que el enorme pez comenzó a moverse y la ciudad encendida sólo fue un punto luminoso en la bruma helada.
***
La feria estaba repleta de turistas, aunque el cielo cargado de Buenos Aires amenazaba con descolgarse de un momento a otro.
Dos mimos contaban una historia de arrabal en una esquina, mientras el sonido de un tango sobrevolaba las viejas azoteas con claraboya.
Me hubiera gustado detenerme en un puesto que vendían teléfonos antiguos, pero no podía, tenía que encontrarla.
Entonces, después de dar una vuelta, me pareció descubrir su delgado perfil, sin traje de novia, sin salto de cama ni gorrito de seda con pompón. Ahora vestía un largo traje del 900, un sombrero grande inclinado sobre su frente y un abanico en la mano izquierda.
Helena estaba a un costado del puesto, apenas apoyada en el respaldo de una silla tapizada de terciopelo rojo y tachas doradas. A su lado, vigilante, el sujeto que yo suponía la había traído a Buenos Aires.
Por un momento, sólo por un instante, sentí su mirada desesperada clavada en mi frente. Mientras tanto, mientras inventaba alguna manera eficaz de acercarme y poder hablar con ella, me puse a revisar unas postales de la década del ´30. Me di cuenta que al final preguntaba cualquier cosa y que aunque Helena no movía un párpado, me escuchaba.
- ¿Qué precio tiene el vestido?- dije de pronto, sin poder dominar la voz, porque la pregunta me salió del alma.
- No está en venta.- contestó secamente el sujeto.
- ...
Seguí recorriendo el puesto, deteniéndome en unos naipes españoles del tiempo de la guerra civil, tratando de pensar algo. Pero nada se me ocurría. De alguna manera tenía que acercarme y hablar con ella. Estaba dispuesto a todo. Incluso, pensé en hablar con él, esperar a que terminara la feria y entonces explicarle quién era yo, que la amaba y que me había venido de Montevideo para estar con ella.
Una escalera larga de mármol me llevó entre faroles coloniales hasta el segundo piso con balcón a la calle. Desde allí podía ver la feria y el puesto donde trabajaba Helena.
Pedí una copa mientras esperaba, pensando algo que me ayudara al menos para empezar. Luego todo vendría por añadidura. El cielo, como el abultado vientre de un pez gigantesco, amenazaba con estallar.
Y sucedió. La lluvia repentina acortó la espera. Desde el balcón pude ver cuando el sujeto desarmaba rápidamente el puesto con ayuda de otros dos, en medio de los gritos porque el ruido del agua era atronador.
Cuando bajé el tipo arrastraba por una subida un carro con ruedas de bicicleta donde iba Helena, dura y mirando hacia la nada.
Corrí, ocultándome entre las filas de coches y los restos de puestos aún sin desarmar, mojados despiadadamente en la tarde del domingo.
Cuando pensé que lo alcanzaba, el sujeto y el carrito doblaban en una esquina donde un mendigo intentaba inútilmente resguardarse en un coche abandonado.
Entonces me acerqué silenciosamente y sin decir una palabra le di un golpe en la cabeza con una piedra, sin pensar en las consecuencias. Lo sacudí un par de veces para comprobar que estaba dormido y luego revisé los bolsillos buscando algo que no era dinero y que podía terminar con todo eso de una buena vez: envueltos en un trapo violeta estaban los documentos de Helena y los del sujeto también. En un bolsillo diminuto del saco de lana encontré el frasco con pastillas que seguramente usaba el miserable para doparla.
Con Helena en brazos y el tipo arrumbado junto a un basural, me fui calle abajo buscando un taxi que me acercara al puerto.
Mientras caminaba rápidamente bajo la lluvia empecinada, comencé a experimentar una extraña mezcla de emociones: la felicidad de haber encontrado a Helena y al mismo tiempo el temor de haber matado al explotador. Todo eso se confundía todavía más con el sonido de los truenos y el viento helado que me cortaba la cara. Pero eso no importó.
Esa misma noche salí para Montevideo en el vapor de la carrera, tembloroso, con hambre y frío pero con una respuesta, con una meta cumplida que sólo yo podía entender.
FIN
Jorge Palma. Poeta y narrador, nacido en la ciudad de Montevideo, Uruguay, el 24 de Abril de 1961. Periodista cultural, divulgador. Se ha desempeñado durante años en diferentes medios de prensa oral y escrita. Ha coordinado y dirigido talleres de literatura y de creación (escritura narrativa y poesía).
En poesía ha publicado “Entre el viento y la sombra” (Banda Oriental, 1989), “El olvido” (Ediciones Trilce, 1990), “La vía láctea” (Ediciones Trilce, 2006), “Diarios del cielo” (Ediciones Trilce, 2006) y “Lugar de las utopías” (Ediciones Trilce, 2007). El poema “La destrucción de la sangre” fue incluido en la antología Aldea poética (selección de poesía inédita de 29 países, publicada por la Editorial Opera Prima, Madrid, 1997).
Su poesía está traducida al inglés, francés, italiano, alemán, árabe, macedonio, rumano húngaro. Se destacan las traducciones al inglés publicadas por Shearsman Books de Londres, al alemán por Akzente de Munich y al árabe por Al-Ayyam (Ramallah) de Palestina. También se han editado poemas suyos en revistas virtuales como Letralia de Venezuela, Periódico de Poesía de la Universidad Autónoma de México, Arabic Nadwah de Hong Kong, Writestuff de Nigeria, Cinosargo de Chile, 400 Elefantes de Nicaragua, Lucreziana 2008 de Italia y Poesía Salvaje.
Es autor del libro de cuentos, “Paraísos artificiales” (Ediciones Trilce, 1990). El cuento “Alguien respira en la sombra” integró la antología La cara oculta de la luna, Narradores jóvenes del Uruguay (Linardi Risso, 1996).
Ha participado como invitado al 14° Festival Internacional de Poesía de La Habana (Cuba), al 48° Struga Poetry Evenings (Macedonia), VI Festival Internacional de Poesía de Granada (Nicaragua) y 14º Poetry Africa (Sudáfrica).
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