Este año, la Editorial EUNED, publicó el libro de Luis Antonio Bedoya "Cuentos Paganos". Compuesto por seis relatos, este trabajo nos brinda una oportunidad para referirnos nuevamente al Cuento y algunas cuestiones formales que consideramos de importancia y que en la narrativa costarricense todavía cosideramos mayoritariamente ausentes.
En el estilo de Bedoya encontramos varios abusos en la adjetivación que llega a ser rimbombante, la reiteración abusiva de detalles argumentales obvios y extenuantes descripciones que muchas veces se desgajan del texto y su hilo central, es decir, sentimos una prosa recargada y cuentos sobreedificados.
Pero hablemos como nos gusta de cada uno de ellos.
Los Ladrones. El más breve de todo el conjunto nos traslada al mundo clásico helenístico, un evento casi azaroso determina el destino de los protagonistas, una narración donde la acción casi se ha detenido y logra recrear muy bien el ambiente y la época. En este relato el particular estilo de Bedoya cuaja perfectamente con la atmósfera y la situación. Al final del relato nos encontramos con un detalle simpático que se repetirá al final de cada cuento, el autor como si quisiera mantener el control sobre sus textos todavía después de que el lector los ha acabado de leer, agrega:
“Fin de los Ladrones”
Es simpático, por que donde termina el texto escrito comienza la lectura, la exploración por parte del lector, donde la circularidad del texto se completa, pero no acaba. Quizás les parezca abusivo de mi parte afirmar esto, pero es algo que veremos en otros relatos.
Los Pobres. Más como un juego de espejos: había una vez un hombre que miraba su reflejo en un espejo donde un hombre miraba su reflejo en un espejo que reflejaba a un hombre mirando su reflejo en un espejo que… desconcierta la manera en que este se inserta en otro relato, donde al fin de una reunión familiar (donde el autor nos da algunos detalles inútiles sobre algunos parientes que no tendrán nada que aportar en el relato en sí) es el hijo a su padre quien cuenta un cuento, y es el padre quien antes de terminar el relato duerme, singular inversión de sentido. Pero eso solo es sustrato para el cuento en sí, donde empezamos a notar que a Bedoya le resulta difícil construir personajes y más bien describe arquetipos, una ciudad: “la ciudad”, un soldado: “el soldado”, una prostituta: “la prostituta”, un adicto: “el adicto”, etc.; además, el texto se vuelve completamente alegórico, en ese sentido no hace falta mucha perspicacia para saber lo que sigue, y comprender que se trata de un juego de espejos como dijimos antes y que la solución de un soldado es siempre demasiado obvia.
Los Filósofos. Un texto muy extenso como los que le continuarán, y donde se nota más la dificultad de Bedoya para construir personajes singulares, donde se mezcla lo alegórico con lo anecdótico. Igualmente nos preocupa el manejo de algunos símbolos y referencias que resultan confusas, pongamos tres ejemplos: Al inicio del relato los ocho encapuchados que retienen al truhán “hablan en lenguas”, esta expresión es muy popular, hace referencia directa a las ceremonias de muchos cultos protestantes donde las personas que “hablan lenguas” se supone que hablan lenguas angelicales, etc., se le suele llamar glosolalia, pero no es a lo que se refiere Bedoya, más parece que quiso decir que los encapuchados hablaban un lenguaje desconocido para el truhán, pero hace uso de una expresión que habitualmente se refiere a otra cosa. Otro ejemplo es la mención de un “dildo de oro” que resulta absolutamente extraña y que el lector perspicaz se pregunta: ¿Por qué una verga de oro? Y que al final del relato parece capricho del autor y nada más. Y un ejemplo más y quizás el más importante, “el águila” que si bien tiene una función específica en el relato, por ese recurso alegórico al que Bedoya le gusta recurrir se vuelve ambiguo, pues el protagonista es portador del “águila” y al mismo tiempo es el guerrillero insurrecto... ¿Lo captamos? El “águila” se asocia en el imaginario popular al Imperio. Estos lunares afectan a un relato que al final no convence, y donde ya es visible la preferencia del autor por una adjetivación rimbombante y abusiva, un ejemplo de algunos de sus adjetivos favoritos es: rutilante y argentado.
El Castillo. Aquí Bedoya estuvo a punto de ofrecernos un texto hermoso sobre la iniciación de la sexualidad y la pérdida de la inocencia, pero se perdió en detalles extenuantes y accesorios, la actitud de hastío del preadolescente que protagoniza el cuento es exagerada, la descripción de la maestra resulta caricaturesca y la casi página completa para describir el carácter de su compinche César es insustancial, dice poco o nada sobre el personaje. En este relato, ya vemos que es característico de Bedoya recurrir a descripciones más bien estereotipadas y arquetípicas, nos identificamos con los personajes por su generalidad, pero no por su singularidad, sus personajes no se sienten reales, y cuando está a punto de lograrlo, sentimos la insistencia del autor por explicarlo todo, describirlo todo sin sugerir ni aplicar muchos de los recursos que un buen cuento requiere: contención, sutileza, suspenso.
En El Castillo, una nota alta la tiene el breve pero delicioso diálogo entre el protagonista y la niña, lástima que Bedoya, con su actitud narrativa explícita, se desborda como es el caso con las dos descripciones del Castillo, donde la segunda es lamentable, porque sustituye el asombro infantil del protagonista recorriéndolo por una descripción académica y rigurosa que le interesa más a un arquitecto, porque la narración en primera persona se confunde con la del autor, con la del protagonista adulto y con la del protagonista niño, abigarrada de juicios de valor innecesarios. Nuevamente un texto que no convence, que se pierde presisamente por exceso.
La Granja. Un texto para leer con mucho cuidado, pero otra vez el autor echa a perder, quizás el mejor cuento de todos, porque lo que pudo ser un rito de iniciación, a la manera de “La infancia de un Jefe” de Sartre ó “Las Buenas Conciencias” de Fuentes, se enreda en la falta de contención del autor que nuevamente nos receta infinidad de detalles que en lugar de resaltar la anécdota le restan verosimilitud; sentimos un “deja vu” en el protagonista de 6 años y el protagonista de El Castillo, por personalidad: todo les da asco y ganas de vomitar; es más sencillo que los niños de papi fueran a aprender el oficio de cuidar la granja que ir a trabajar propiamente los fines de semana, y es curiosa la referencia a la gente del pueblo, la cantina, y sus borracheras, cuando el único tomado en todo el relato es el padre del protagonista, así que nos encontramos con un texto que por querer aglutinar muchas escenas termina disparando sin ton ni son en muchas direcciones.
El Amor de Yu. Lo que comienza como un relato infantil, se indefine y llega casi a la mitad a un nudo argumental más coherente con un final muy obvio. La insistencia de Bedoya por explicitar todo, lo hace abusar de un detalle que sutilmente presentado hubiera sido más eficaz y es el de la incapacidad de comunicación entre los protagonistas, pero lamentablemente Bedoya no hace más que decir página a página lo que ya sabemos, que Yu no habla ni comprende español, pero él insiste, e insiste además con una expresión que se vuelve estribillo: hablaban "jerga", otra pifia, porque comúnmente la palabra jerga se refiere más a un lenguaje secreto como el lunfardo, o un lenguaje diferenciado entre grupos.
Los mismos problemas que en otros textos encontramos aquí, esa ambición aglutinadora por llenarlo todo de detalles que se vuelven accesorios y sin peso: ¿qué papel jugaban aquellas ranitas que Yu miraba entre las plantas? ¿Qué pasó con el dragón de madera? ¿Acaso solo eran tópicos bonitos dentro del texto sin ninguna otra función?.
Cuando decimos que el cuento es el más arduo de los géneros literarios, lo decimos en serio. El cuento es un género donde lo que no es fundamental sobra, donde la pericia del autor está precisamente en componer un universo cerrado en pocos trazos. A muchos buenos narradores nacionales se les olvida eso y caen en esos errores.
Pero rescatamos algo importante, Bedoya escribe bien, sus defectos son por exceso y no por carencia, conviene tener en mente a los viejos maestros: Maupassant, Quiroga y Salazar Herrera.
Recomiendo también la reseña que hiciera el compañero poeta Gustavo Solórzano a propósito del trabajo de Bedoya dando click aquí.