“… es la
obra de un escritor maduro, de un estilista.” Addy Agüero
Creo que esas palabras de Addy Agüero son las
que mejor resumen el carácter de la obra de Francisco Zúñiga Díaz, en particular
en el libro que reseñamos y antologamos en esta oportunidad: “Los dos minutos y
otros cuentos”.
Tercero en su haber, en esta obra encontramos
lo que ya sabemos, lo que ya habíamos leído en la obra de Zúñiga Díaz: la
estampa costumbrista, el realismo, la imagen poética, su fino humorismo, en
contraste con la fatalidad. Pero también encontramos en esta colección de doce
cuentos, otros tópicos que emergen en el registro de su obra: el espacio
urbano, el relato psicológico, la literatura comprometida políticamente, y
también el divertimento, y la exploración del género policial. Realmente son
muchos los matices que desbordan este breve cuentario publicado por la
Editorial Costa Rica en 1976 (y como toda la obra del maestro, jamás reimpresa).
Volviendo a las palabras de Addy Agüero, en
efecto la obra de Zúñiga Días es obra madura, trabajada incansablemente,
lingüística y plásticamente. Por eso estilista, pues el autor, se toma muy en
serio su oficio y los materiales de trabajo, los trata con dignidad y respeto.
Independientemente de la trama o el trasfondo, en todo texto o libro de Zúñiga
Díaz, el manejo del idioma será ejecutado con rigurosa maestría.
Sobre los tópicos, diversos lectores,
escritores y críticos se decantaron en su momento por lo que les era más afin: “… pone de relieve una vez más su amor a la
tierra y a los personajes que en ella se proyectan a través de su imaginación
creadora, pintando una de esas estampas campesinas en que palpita el alma en la
inquietud por la belleza silvestre y el apego a la tierra nativa, en una
configuración de ensueño y realidad en que el hombre diluye su existencia
frente a la esplendidez del paisaje y el susurrar del río en la vertiente de la
campiña que se dilata en la distancia de la naturaleza.” Destacó Gustavo
Adolfo Ortega Castro en Revista Orbe, algo que puede ser más cierto para las
dos obras previas de Zúñiga Díaz (“Trillos y nubes” y “La mala cosecha”) No es
que el espacio rural desapareciera, pero sí se nota un cambio en su
tratamiento, lo que antes eran “estampas”, “cuadros campesinos” se plantean de
manera más “estructuralista” es decir, más dinámica, en la simultaneidad de
planos, y en nuevos contextos, cuentos como “La casa vacía”, pero especialmente
“La escoba” nos muestran el proceso, el encontronazo de los personajes con la
fatalidad, con una realidad que los fulmina a pesar de todo, donde incluso se
raya en la locura, en la alucinación esquizofrénica o bien en la dependencia
afectiva, en la opresión de los mandatos sociales, en la subjetividad de los
personajes amplificada por su propia voz en otros cuentos como es el caso de “La
visita”. Prácticamente no quedan rastros del “pintor de escenas”, de los dos
primeros libros y se abre paso a un constructor de procesos. “Un estilo diferente y nuevo de Zúñiga Díaz
que nos muestra su versatilidad y dominio de la narrativa en sus variados
matices acordes con las corrientes contemporáneas, y que hacen a este libro,
agradable, directo…” recordará el poeta Mario Picado. Y más elocuente es
Gerardo César Hurtado “Dentro de la
narrativa costarricense podemos situar a Zúñiga Díaz como un indicador de un
realismo que sigue vigente, pese a sus transformaciones y evolución
estilística, ese realismo está logrado por la plenitud con que asume la tarea
de desentrañar los misterios de la imaginación, las conciencias de hombres
pequeños y grandes, las lacras de una sociedad que no opta por liberarse de
ellas, fácilmente.”
En otra dirección, en la contraportada del
libro, se afirma que “Los dos minutos y otros cuentos pone de manifiesto a un
cuentista ágil, especialmente en el empleo del diálogo y del estilo directo, en
el fondo de cuyos relatos trasunta una intención crítico-social de indudable
verismo y eficacia.” ¿Qué es esa cosa “crítico-social” en “Los dos minutos y
otros cuentos”? Quizá se refiera a algunos cuentos que llamaríamos de “compromiso
político” ¿cuál? Pues a los movimientos y causas revolucionarias que concertadamente
eran el hervor social de las dolidas sociedades latinoamericanas (incluso de
los procesos independentistas en África y Asia) de la década de los años
setenta y la siguiente. Por eso cuentos como “Los dos minutos”, “La consigna” y
“¡Qué ganemos!, exaltan los ideales revolucionarios, el auto sacrificio por una
causa mayor, superior, y que no están escritos con disimulo, son explícitamente
beligerantes, cercanos a la propaganda, pero de una necesidad y una emergencia
necesaria en su momento.
Pero encontramos también en este libro la
vena del gran humorista de las letras costarricenses, pese a la fatalidad, de
la lucha revolucionaria, también la pluma de Zúñiga Díaz puede contener su
picardía y su fino tratamiento del humor en cuentos como “La muerte de la
gallina” y en el estupendo he irónico “El corrido que no se ha escrito sobre la
muerte de Luis Rosales” que es al mismo tiempo bisagra para abrirse a la
exploración de la narrativa policiaca pero con una tonalidad hilarante y paródica,
donde el autor casi alardea se su fino y amplio conocimiento de los trucos, los
giros y secretos del género negro, no sin la eficiente dosis de suspenso
necesaria, como afirma el maestro Adolfo Herrera García: “Está escrito en un estilo directo y lineal en el que, sin embargo,
existe como factor de atractivo interés el suspenso que abriga a casi todos los
cuentos. No es fácil lograr el suspenso que logra el autor en un cuento
enmarcado dentro del realismo de ambiente y lenguaje, y en muchos casos de caracteres
mantenidos sin quiebres desleales a todo lo largo del relato. Se comienza a
leer un cuento y necesariamente ha de terminarse: la curiosidad que despierta
es voraz.” Pues si de suspenso se trata, también hay que destacar texto
como “El presentimiento de don Manuel” y esa joya que es el microcuento: “El
fugitivo”.
Pero si de joyas se trata, el cuento con que
cierra el libro “¡Aquí voy yo: Andrés!” es definitivamente un punto alto en la
narrativa de Zúñiga Días y seguramente de la narrativa breve costarricense,
dice Alberto Cañas “… ha trazado el
recién debutante Zúñiga Díaz el mejor cuento que hasta la fecha le conocemos.
Finamente observado con una técnica moderna. Trae a su autor hacia las formas urbanas
que venía bordeando y lo lanza a la ciudad con buenos auspicios.” Este magistral cuento apareció por primera vez
en el Anuario del cuento costarricense, 1967 de la Editorial Costa Rica, y su
omisión posterior en trabajos antológicos de la narrativa nacional sinceramente
nos extraña.
Dejamos a continuación como muestra y
selección personal de “Los dos minutos y otros cuentos” para que el lector
pueda degustar de la obra de Francisco Zúñiga Díaz los siguientes textos: “La
visita”, “La escoba”, “El corrido que no se ha escrito sobre la muerte de Luis
Rosales”, “El fugitivo” y por supuesto: “¡Aquí voy yo: Andrés!”.
Germán Hernández
La visita
¡Amable! Sí, mamá. Atendé a tu padre, hija.
Qué vaina con vos que no le guardás consideración ni después de muerto. Lo
querías. ¿Verdá que lo querías? Sí, sí, lo querías. Pero el muerto al hoyo...
Dale café, mujer, por lo menos. Pero calentalo, muchacha. No sé qué te pasa.
Desde que murió lo ves como a un extraño. No lo saludás, no estás con él.
Malagradecida. Dale café, traele un cigarro. Caray con estas mujeres modernas.
Al Pedro ese sí... que cafecito, que pan, que mantequilla. ¡Te deshacés en
atenciones! Pero a tu padre que lo muerda un burro. Pobrecito, muerto y todo,
está aquí. ¡Movete, muchacha!
* * *
Tu padre, Amable, nos ha hecho mucha falta.
El pobrecito murió. Pero aunque está muerto, cuando él viene, hay que atenderlo
mejor que cuando estaba vivo. Yo, por ejemplo, me he olvidado de sus
borracheras... del asunto con Mercedes ni me acuerdo (puta más grande esa).
Pero vos, nada. Como si el otro estuviera muerto de verdad. Entra y ni te das
cuenta de nada. Vos lo querías. ¿Verdá que sí lo querías?
Traele el café, por Dios. Sí, unas
galleticas. Que se sienta en su casa como antes. Nos hizo mucha falta con su
muerte y el pobre se dio cuenta. Por eso viene, a veces, a vernos. Calladito,
sí, calladito. Entra y se va. ¡Apúrate con el café, mujer!
* * *
Es cafecito Volio, Tomás. ¿Te acordás cómo te
gustaba? Bebételo antes que se enfríe. Echale las galleticas adentro y te las
comés con la cuchara. ¡Ah mi Tomasito! No has cambiado. ¡Vieras cómo me
emociono cuando venís! Es cafecito bien tinto. "Hecho como sólo vos sabés
hacerlo". Jé jé. ¿Te acordás que me lo decías así? Todas las tardes, como
a las cuatro, cuando calculo que salís del trabajo, lo chorreo. Si no venís,
pues ahi se queda. Pero, ¡hoy llegaste otra vez! Amable: trae más galletas.
* * *
¿Viste qué hermosilla se ha puesto la Amable?
Echó novio —¿Te lo dije la otra vez?— Si, es Pedro, el hijo de Isabel. Vieras
qué buen muchacho. Tiene buenas intenciones y van a casarse. ¡Qué gozada,
Tomás. Vamos a tener nietos! ¿Te acordás que cuando te moriste Amable era una
chiquilla? Mírala ahora, con sus pechitos grandes. Con formitas de mujer.
Lástima que no te quedés para siempre. Pero la realidad es que te moriste y que
más bien hacés mucho con venir de vez en cuando.
* * *
En tu vela dimos café y algún guarillo. Buena
vela, Tomás. Vino tanta gente. Vinieron Rosendo y Juana y las tres muchachas.
¡Fíjate! Con la muerte todo se olvida y pasa. Me dio lástima Rosendo. ¡Vieras
cómo lloraba! De arrepentimiento por lo que te hizo, a no dudarlo. Claro que
todo fue por la angurria de Juana y a él le dolieron esos veinte años en que no
se hablaron. Yo no sé si hice mal, pero vieras qué lástima. Me olvidé de todo y
nos contentamos. Creo que te hubiera gustado haberlo visto, porque vos lo
apreciabas. En fin, Dios decidió y ahora Rosendo no halla qué hacer con
nosotros. Nos ofrece ayuda, en fin... ¡Tan bueno! Yo, que de por sí estaba
tiernita para las lágrimas, también lloré de verlo llorar. Y que como que con
las lágrimas se deshicieron los rencores. Fue, Tomás, como cuando un río,
después de venir con fuerza y golpear las piedras con alma, se va apaciguando y
las deja limpiecitas, brillantitas. Y Juana me abrazó y me pidió perdón y me
dijo que iba a pagarte una misa. Vieras que las muchachas están bonitas. Se
hicieron amigas de Amable.
Fíjate que casi no podía creerlo. Pero la
gente es buena. A veces es uno el que se encapricha y todas esas cosas y no les
hace el lado. La muerte todo lo lava. A mí me ha servido de mucho que se hayan
contentado, porque fíjate que me siento sola. Ahora Rosendo pasa de vez en
cuando y me ofrece ayuda.
Vino la Mercedes, Tomás. Perdóname que la trate
así, ahora que estás muerto. Con el rabito entre las piernas, despacito, en
puntillitas. La pobre no hallaba cómo entrar y a mí me dio lástima. Ya vos no
existías y era tu vela. Pues entra, le dije. Deporsí Tomás es difunto. Ni para
vos ni para mí. Y lloró. Yo sé que yo te hice sufrir, Toña, me dijo, pero yo
también lo quería. Porque era bueno, muy bueno, Toña. ¿Me perdonás? Tomás no
tuvo la culpa... yo, tampoco, por Dios. Pues sí, Tomás, la perdoné.
* * *
No me preocupa que no hablés. Me gusta verte
así, sentado junto a mí, tomándote tu cafecito. Como antes. Como antes de que
te murieras. Pero venís. Yo no sé cómo hacen las mujeres cuando se les muere el
marido y él no viene a verlas. ¡Qué desconsuelo, Dios Santo! Por eso, creo yo,
se hacen de otro y van, poco a poco, olvidando al muerto. Yo, por dicha, te veo
cuando venís, a veces muy rara vez, pero venís. De todas maneras yo siempre te
espero, Tomás.
* * *
Afuera el viento empujaba a la negrura. El
reloj de la iglesia tiró doce campanazos sordos, que se fueron dando tumbos en
el eco, hasta desteñirse por completo. Las luciérnagas, en el decorado de la
noche, colocaban alfilerillos de oro que se apagaban y se encendían. Entre
todo, el silbar del viento, el temor acostado en las copas de los árboles, el
¡ay Dios mío! por un ramalazo sobre las tejas o el chillido de algún pájaro.
—Dicen que las candelillas son patas de
muertos.
—Dicen que la cocoroca anuncia que alguien va
a morirse.
El fogón entretiene la soledad de dos o tres
brasas. El frío metido por las rendijas, despierta a Toña. Se levanta, da
vueltas por la casa, pasa los picaportes, apaga el fogón y se va a dormir.
Sobre la mesa, la taza de café frío, el plato
con galletas, el silencio.
La escoba
Ya cuando grande, catorce tal vez, un empleo:
barrer y limpiar. Se aseguraba un salario, que serviría para ayudar a su
familia. No era la eventualidad de la cogida, o de la venta de verdura, canasto
al brazo, por esas calles.
Fue subiendo en su oficio: de escoba de
escobilla a escoba de paja y limpiapiso. Después al aspirador y al cepillo
eléctrico.
En el solarcillo de su casa, en San Juan,
inventaba historias cuando barría. Muchas de ellas eran verdaderos cuentos: que
por aquí va a pasar el rey, que el diablo se ríe si de dejan rincones sucios,
que la cenicienta se hizo princesa.
“Que pases el rey, que ha de pasar. El
hijo’el conde, ha de quedar”.
El piso de su casa no necesitaba limpiapiso
porque era de tierra. Rociar agua primero y después barrer con la escoba de
escobilla. Ella misma hacía la escoba: un palo de cualquier rama y matojos de
escobilla que cortaba en el montazal del fondo del patio. Y cuando barría no
quedaba polvo ni basura. Podía llegar el emisario del rey a preguntar por la
muchacha lindísima, que se paraba el sol a verla y que había perdido su zapato
en el baile del palacio, que dio el rey para conseguirle novia al hijo. El
suelo, para el emisario, estaba limpio. Y ella extendería su pie y calzaría el
zapato de la cenicienta y se haría princesa.
"Que pase el rey, que ha de pasar. El
hijo'el conde, ha de quedar".
Todo limpio. El suelo de piso de tierra,
lustroso, fresco, apelmazado por las caricias de tantos pies descalzos durante
tantos años.
Porque el suelo es agradecido. Se torna
brillante, sus prominencias se achatan, queda casi liso. Puede uno sentarse ahí
y no se ensucia. Y es como si tuviera brillo de cera, logrado a punta de darle
con el limpiapiso. Pero el suelo de su casa es de tierra pura. Y sentarse en la
tierra es fresquito, no es duro. La tierra es linda.
El primer empleo la amargó: la falta de la
escoba de escobilla y otras cosas. Le hacía falta el campo, la extensión verde
sin limitaciones de tapias. Sin aceras. Sin mosaicos que había que dejar limpísimos,
sin una calle de por medio que no era su calle.
La calle en San Juan no era recta. ¿Quién
puede imaginarse una calle recta? Ni tampoco era cortada por otra calle y otra
y otra. Por eso que llaman cien varas, en donde se arriesga la vida cuando se cruza
la calle por otra que se atraviesa, y por donde pasan centenares de autos, a
velocidad, sin dar tiempo a quitárselos de encima. Y esta calle no tiene cercas
con enredaderas, con piñuela, con flores. No tiene árboles. No tiene las
honduras por donde pasan las carretas, no tiene carretas.
La calle de la ciudad no es una calle. Es una
raya que separa un cuadro con casas, alineadas, monótonas, de otro cuadro con
casas, alineadas, monótonas. Calles son las de San Juan, que son torcidas, que
están fresquitas en el invierno, que están llenas de polvo finito en el verano.
Que cuando llueve sueltan un olorcito rico a tierra mojada.
Y no es lo mismo barrer con escoba de
escobilla que con las otras. El piso de tierra es fresco, es agradecido. Las
tablas y el mosaico son duros, sin alma. Y hay que pasar después el limpiapiso
y se hacen callos y duele la cintura y se cansa uno. Y al día siguiente es
igual. Porque se ensucia más que el piso de tierra, en donde a veces, como el
aire es libre, el mismo viento barre, como jugando. Aquí no es así. Aquí es muy
feo.
El cepillo eléctrico no es libre. No tiene la
libertad de la escoba, que es uno quien la maneja. Está amarrado, como todo en
esta ciudad. Todo está atado a algo. Yo estoy amarrada a este aburrimiento, a
esta necedad de Manuel, al aspirador, al cepillo.
Para que camine, para ponerlo a funcionar,
hay que apretar un botón, y se impulsa hasta cierta distancia, porque está
amarrado, con un cordón, a un enchufe. Y no lo maneja uno. El lo lleva y uno no
más sigue su capricho. Yo seguiré el capricho del cepillo, pero el capricho de
Manuel, tan necio, lo detesto.
Es mejor la escoba y el palo de piso que
estas cosas. Me acostumbré, pero es mejor todavía la escoba de escobilla, que
apenas hecha huele a monte recién cortado y, ya vieja, a monte seco, como huele
el orégano, como huele el culantro, como huele el campo en el verano. Aquí en
la ciudad todos los días son iguales, como es igual el llover que el no llover.
Añora al San Juan con escoba de escobilla,
con solares, sin tapias, sin patios de cemento. Con matas y flores. Y perfumes
de invierno y de verano, de empezar a llover y de terminar el viento.
El matorral al fondo del patio, la cuesta, el
río. A sus compañeros de escuela y chiquillos vecinos. Era natural verlos bañarse,
desnudos, en el río. Le gustaba mirarlos cuando se tiraban a la poza y no
sentía la desnudez, como siente la desnudes de este Manuel que tanto la
molesta, que le pellizca en las nalgas, que insiste en estar solos, desnudos
los dos. La desnudez de sus compañeros era limpia, no la hacía sentir
remordimientos, estaba llena de monte y brisa y no de pavimento y majaderías.
Ya más grande —dieciséis tal vez—, el hijo.
Trabajó en otras casas y en otras. La echaron porque estaba embarazada y el
culpable era Manuel. Pero ella pagó los platos rotos. Se olvidó de San Juan, de
la escoba de escobilla, de los compañeros desnudos en el río, de la vida.
Ya vieja —cuarenta tal vez— barría los
corredores del asilo de locos. Largas franjas de mosaico sin vida, sin tibieza.
Negro y blanco, negro y blanco, sin vida, frío, sin brillo alguno. Solamente la
escoba y el limpiapiso. El limpiapiso brusco, hecho de mechas de tela. No era
aquí el manejar a su antojo el cepillo eléctrico, que tiene vibraciones, que
permite conducirlo a como quiera para sacar lustre, para dar brillo. Era solo
el mojar el estropajo y pasarlo y pasarlo y pasarlo. No había necesidad de
sacar brillo. Las locas ensuciarían nuevamente. Era pasar y pasar el estropajo.
Las locas orinarían el corredor, echarían salivas.
Y después, ya inservible, la calle. Porque el
loco a veces no está tan loco, o es pacífico y puede ganarse la vida y el asilo
está recargado, repleto.
Se había olvidado de San Juan, de su casa en
el campo, de la escoba de escobilla, de su hijo.
Y las calles son más largas —larguísimas— que
los corredores del asilo de locos. Y están muy sucias. Todos tiran basuras y
cáscaras de frutas y chingas de cigarro y hay que barrerlas. Y están muy sucias
las calles. Y no hay escoba, ni de escobilla, ni de paja, ni cepillo eléctrico,
ni estropajo para limpiarlas. Pero hay mucha basura y mucho polvo.
A ella todavía le quedan dos manos. Y empieza
a barrer las calles con un cartón, a juntar las basuras una a una, a recoger el
polvo sucio con las manos en pila, como las usaba para tomar agua fresquita del
río, allá en San Juan, más allá, del fondo del patio, después de la cuesta.
El corrido
que no se ha escrito sobre la muerte de Luis Rosales
Don Benedicto terminó por irse con toda la
familia. Vendió la finca y pertenencias y se marchó para el sur.
—¿Que por qué? Flojeras de la vieja. Como
Luis era muy de la casa, pues que por todas partes le salía, que no estaba
tranquila, que le daba miedo ...
A las chiquillas no había forma de calmarlas.
Es claro: la vieja les transmitía su susto y era una cosa insoportable. A
Merceditas, la segunda de la mayor para abajo, le dio por llorar. Los varones
también querían que nos fuéramos. No por miedo, lo garantizo. Para valientes,
ellos. Es que hijos de tigre… (y esto lo decía como en broma pero era en serio.
El viejo Benedicto siempre se jactaba —y exageraba, desde luego— de su valor).
A los hombres de la vecindad ya no les hacía gracia contratarse como peones. Se
llegó a decir que estaba salada porque fue en la troje, junto a la casa, en
donde encontraron el cadáver. Y no se atrevía nadie a pasar por ahí. Y es que
como a Luis todos en el pueblo lo querían, pues nadie, por supuesto, era capaz de
matarlo. Y se creó como una idea de misterio por su muerte. Y de ahí vino — iah
los creyenceros y sus cosas!— la idea de que salía, para vengar él mismo su
muerte y otras zarandajas.
Ahora, a Dios gracias, ya estamos acomodados.
Siempre no falta alguna cosa, pero lo que viene viene. A Mercedes me le
hicieron una panza, aumento de familia y qué sé yo.
Siempre tenemos presente la memoria de Luis.
Para mí —para nosotros, mejor dicho— es algo que no pasa, que no se puede
aceptar. ¿Quién pudo ser capaz de matar a Luis Rosales?
Todo esto lo contaba don Benedicto, un día de
tantos que le dio la ventolera por dejarse ir a Platanar de San Luis. Y los
amigos se reunieron con él y había que celebrarlo porque deporsí este pueblillo
está casi muerto y poca cosa hay que celebrar.
—Me preocupó, no crean, el embarazo de
Mercedes. Ahí estoy con otro nieto. Dice ella que el papá del güila es un
machillo que estuvo en la nueva finca, en el sur, y que se fue. Yo como que me
acuerdo de él. Alguien me dijo que lo buscara para obligarlo a casarse con la
muchacha, pero yo para esas cosas soy dejado. ¡Si soy dejado que nunca me casé
con mi mujer!
***
Luis Rosales tenía veinte años y trabajaba
como jornalero en la finca de don Benedicto. Por jovencillo que era, fue bien
querido. Fue amigo de los hijos de don Benedicto y, como dice éste, no salía de
la casa. Era un muchacho recto, bien parecido, sin vicios. Muchas de las
jovencitas del pueblo le habían echado el ojo, con el consentimiento, no es de
dudar, de los padres. Las madres lo veían como un buen partido por lo serio y
responsable y los papás —por qué no decirlo— acostumbrados al buen ganado para sus
fincas, como un padrote de buen pedigree.
Es necesario advertir que hasta su muerte
Luis Rosales no había llevado un noviazgo, como quien dice formal, en su
pueblo. No era un picaflor pero era gustado, como lo dijimos ya. Y el hecho de
que no fuera enamoradizo no quitaba que las flores de Platanar de San Luis no
abriesen las corolas a su paso, empurpurando sus pétalos algunas, y otras,
menos modestas o más atrevidas, extendiéndose en sus frondosidades, ávidas de
la caricia de un picaflor de las condiciones físicas de Luis Rosales.
También hay que apuntar, aunque para hacerlo
transitemos caminos que nos sonrojan, que Luis, que no era dejado, no llenara
una que otra boca con sus besos, o que no prodigara alguna caricia más atrevida
a la mocita que así lo deseaba.
Y nos vemos inhibidos a contar que a
hurtadillas, bajo el celestinaje de la noche oscura, cualesquiera de ellas, una
o varias, recibieran de Luis algo más preciado que un beso.
El pobre de Luis Rosales falleció. Un árbol
nuevo y firme de la arboleda del pueblo había sido tronchado así no más, sin
ninguna gracia. Innecesariamente. Inexplicablemente, por supuesto. La muerte se
lo llevó cuando era un gallito que apenas empezaba sus aleteos entre el
alboroto de las gallinas del pueblo.
—Era como un ternerito —decía la mujer de
Benedicto, muy conmovida. Yo no sé esa ocurrencia de ponerlo en la troje de
nosotros. Y el que lo mató sabía que Luis dormía ahí por las tardes. Por el
calor, decía, para descansar.
La mañana en, que no fue a trabajar pensaron
que tal vez estaba enfermo. Pero la madre de Luis estaba asombrada, puede
decirse que histérica. Luis siempre llegaba a dormir. El muchacho no era
parrandero —y a qué parranda podía ir si Platanar de San Luis era un pueblo
muerto—. No bebía licor y como casi no hay nada que hacer, siempre llegaba a la
casa a más tardar a las seis. Cogía la guitarra y su entretenimiento entonces,
hasta las ocho en que se acostaba, era la canción.
Esto salvando una que otra serenata, muy
distantes entre sí. Pero las serenatas, en este pueblo, desgranadas y todo, no
dejaban de transformarse en un acontecimiento en el que participaban los
muchachos y los viejos. Y la tarde o noche en que Luis Rosales fue asesinado no
hubo serenata. Fue ese un día desteñido desde el principio. Sin novedades. Con
el jornalear diario. Con el almuerzo, frío, en hojas, comido en las fincas; con
el terminar de la jornada a las tres. Con el irse para la casa —previo uno o
dos tragos de guaro algunos. Con el dormir universalmente idéntico.
Pero también, y esto le dio un matiz distinto
a ese día muy parecido a todos. Ese día idéntico a ayer, a antier, a pasado
mañana, ocurrió un asesinato: Luis Rosales murió de una puñalada.
No había razón para eliminarlo de este mundo,
si él no estorbaba. Sería como cortar de tajo un arbusto de futura cosecha.
Como eliminar un torete de buena raza. Como hacer a un lado, cual si fuese
piedra corriente, una veta de oro de buenos quilates.
Porque Luis Rosales era un principio de buena
cosecha. Era el inicio de una veta que transcurriría diáfana.
Y el pueblo, entre la novedad y el estupor
—que se juntan en un haz increíble de lástima por lo ocurrido y de emoción por
ver que algo distinto pasaba— se dio, entero, sin vacilaciones por trabajos
abandonados o almuerzos que hacer, a la búsqueda del muchacho de Platanar, que
una noche no durmió en su casa y que al día siguiente no asistió a sus tareas.
Y lo encontraron. Apareció muerto en la troje de don Benedicto, construida a
cincuenta metros de la casa de este buen hombre.
Lo elemental para don Raúl, jefe de la
policía del pueblo y policía en sí, fue iniciar la investigación en la casa de
don Benedicto.
— ¡Cómo se le ocurre a usted, don Raúl! —dijo
don Benedicto. —Si Luis era como un hijo mío. ¿Por qué iba a matarlo?
Dígame por qué. Me gustaba el muchacho como
muchacho que era. Ya le dije, casi le veía como a un hijo. Todo el pueblo lo
sabe: él quería mucho a mi familia y no salía de mi casa.
Pero don Raúl era el policía. Y un policía no
cumpliría bien sus funciones si no sospechara de uno y de todos. Menos del
muerto, que ya sería exigirle mucho a la autoridad. Y don Raúl, desde luego,
descartó sin ningún preámbulo a Luis Rosales de la posibilidad de ser el
asesino.
La madre de Luis desechó de a tajo las
sospechas de don Raúl sobre don Benedicto. Las aventó casi indignada: Luis
quería mucho a la familia de don Benedicto y ese cariño era correspondido por
ésta. Doña Clotilde, la madre de Rosales, puede decirse que mandó con viento a
fresco a don Raúl.
Nada menos que a don Raúl, que era el jefe de
la policía y policía en sí, y alcaldía y hasta Corte Suprema de Justicia en
Platanar de San Luis.
Pero veamos que don Raúl no dejaba de tener
sus razones: Luis Rosales era muy bien parecido y gustaba a las chiquillas. Don
Benedicto tenía cinco muchachonas, de los dieciocho para abajo hasta los
catorce, y todas de muy buen ver. ¿No podría pensarse que el viejo sintiese
celos? ¿No era posible que Luis estuviera entrando más adentro en ese decir de
ser muy de la casa, con alguna de las chiquillas? A la larga, y esto no puede
descartarse así no más.
Era una marimba de madera sonora la
descendencia femenina de don Benedicto y a cualquiera de los muchachos del
pueblo, ¿por qué no Luis?, le hubiese gustado jugar de marimbero.
En consecuencia, y haciendo a un lado las
elucubraciones del autor, don Benedicto, tomando las hechas por don Raúl, que a
la larga coinciden, quedó anotado en la lista como sospechoso número uno.
Y esto de ser sospechoso número uno es muy
importante en una narración policial. Así dicen, por lo menos, los que
trasiegan con esas vagabunderías. El autor no da ni quita. Simplemente narra —y
trata de hacerlo en la forma imparcial y seria que le caracteriza— todo lo que
sobre Luis Rosales debe contarse. Sobre Luis Rosales y las circunstancias de su
asesinato, principalmente.
Mas en el consenso del pueblo don Benedicto
era inocente y había razón. Era un hombre bueno, sin prejuicios por un
matrimonio para salvar una honra y Luis era su mano derecha en la finca, a
pesar de sus pocos años. Es cierto que Luis no salía de su casa, pero también
lo es que existió siempre mucho respeto.
—El difunto era para mí como un hijo más. Y
don Benedicto lo decía ahora y siempre lo había afirmado. Y afirmar que era
como un hijo más era una exageración, porque el buen hombre, con la
colaboración de su esposa Matilde, desde luego, había dado a Platanar de San
Luis nada menos que diecinueve hijos, entre hombres y mujeres, se entiende.
"Quién iba a desear que Luis Rosales se
muriera" —era la pregunta general. Y casi se daba una respuesta
fuenteovejunesca: ¡NADIE!
Don Raúl, en medio de su cachaza, porque le
pedía permiso a una pierna para mover la otra, quedó convencido de la inocencia
de don Benedicto y de sus hijos mayores.
Esta idea, salida de la mollera del policía
como semilla de guaba (él también lo juzgó inocente desde un principio), dio un
respiro de alivio a los habitantes de Platanar de San Luis.
Y entonces surgió (necesariamente así tiene
que ser porque se trata de un crimen y de un investigador en busca de
sospechosos) otro elemento que tenía motivos para desembarazarse del hombre
vivo que ahora es difunto. Y don Raúl —como un Sherlock Holmes desteñido— posó
la lupa de sus sospechas en Amoldo Campos y hacia la casa del interdicto se
dirigió. Cautelosamente, sin dar a entender el motivo de la visita, casi de
puntillas. Es decir, procedía como un detective de novela policíaca. Elemental,
amigo Watson, que así tenía que hacerlo.
Hagamos un paréntesis para que el lector —y
el autor también— se ponga en onda. Parece que Luis estaba como enamorándose de
Carmen, novia de Amoldo, menor, soltera y vecina de Platanar de San Luis. Que
Carmen había mandado a volar a Amoldo, que Amoldo se había pegado una juma y
etcétera. Ponemos este etcétera para darle a don Raúl la oportunidad de que sea
él, jefe de policía, policía él mismo, Alcaldía, Corte Suprema de Justicia y la
Justicia en sí en todo Platanar, a que resuelva el crimen.
Y con Amoldo le sucedió a don Raúl como con
don Benedicto. Aquél estuvo fuera de Platanar de San Luis más de una semana.
Andaba, según decían en el pueblo, buscando trabajo en otro lado, pero bien se
suponía que era por la cavanga por Carmen. Tan explica esto el hecho de que
antes de irse tuvo una tanda de cuatro días. Y Luis murió después de la partida
de Amoldo.
—Usted no va a creer, don Raúl, decía algún
vecino, que si Amoldo no estaba lo pudo haber matado. ¿Verdad?
Decíamos que igual le sucedió a don Raúl con
Amoldo que con don Benedicto. Este último también había salido el día del
crimen y no regresó sino a las nueve de la noche, en la última camioneta. Traía
sus guaros adentro pero se sentía aún trotón. Trajo lo que necesitaba para la finca
y los cortecillos para las muchachas y algo para los varones y unos cigarros,
con filtro, para Luis.
Lo encontró, desde luego, difunto.
Y don Raúl, con semejante clavo adentro,
especulaba diciendo que cualquiera de los dos pudó haber llegado sin que nadie
se diera cuenta, y haber cometido el crimen. Salir y devolverse, matar al
muchacho e irse de nuevo. Elemental si se pudiese comprobar, pero las coartadas
de los dos eran irrebatibles. Insinuó dos veces la teoría, pero por don
Benedicto y por Amoldo todos ponían la mano.
—Que me queme en el infierno si no es cierto
—decía doña Clotilde—. Los dos son inocentes.
Y como la que hablaba era la madre del
fallecido, pues don Raúl desechó de su mochila de sospechosos a los dos
principales. Quiere decir, al número uno y al número dos.
Ya descartado Amoldo, el bueno de don Raúl,
el policía, se fue aburriendo. Por el qué dirán siguió husmeando aquí y allá.
Pero el meter tanto las narices molestaba ya al vecindario, que estaba llegando
a la conclusión de que la realidad era que Luis Rosales estaba muerto. Que lo
mejor era rezar por él y que por qué joder a los vecinos para averiguar una
cosa que no podía averiguarse y que, si se averiguara, no resucitaría al
muerto.
—Recemos por él. Dicen que cuando uno muere
matoneado no entra al cielo.
Lo que más convenció a don Raúl de la
inocencia de Amoldo fue la conversación con el cura:
—¿Amoldo, don Raúl? Imposible. Si Dios
Nuestro Señor me lo permitiera, lo juraría.
Y algo de cierto debía de haber en esta
afirmación del cura, porque después de todo el pastor de las almas de un pueblo
conoce de todos los entresijos de los moradores. Y no obstante el secreto de la
confesión, si afirma algo, pues tiene que ser verdadero. No violenta con ello
el secreto. Y el asegurar la inocencia de Amoldo, pues de hecho esa inocencia
existe.
Entonces don Raúl aventó —como quien riega
semilla con desgano— su sospecha en Carmen Ríos, la que fue novia de Amoldo y
que casi lo era de Luis Rosales. ¿Pero Carmen?
Incapaz de matar una mosca, hija de María y
nieta de Santa Ana, hija adoptiva de San José y, siguiendo el Génesis cuesta
arriba, descendiente directa de Eva, la que travesío con la manzana y sumió al
mundo en el pecado.
Carmen Ríos, repetimos, era una muchacha muy
estimada en Platanar de San Luis. Muy buena, muy religiosa, muy buena hija, muy
etcétera.
Pero no nos ciñamos a lo subjetivo. Dejemos
el cariño para otra cosa y situémonos en el marco de la realidad (o en el
meollo del asunto, como decía don Raúl). Y la realidad es que Luis Rosales fue asesinado.
Entonces no nos dejemos conmover con las poses bobaliconas de Carmen Ríos, que
comulgó por la salvación del alma de Luis, que se pasa, desde la muerte del
muchacho, en una pura rezadera. ¡En una beata puede estar el criminal! ¿No?
Pues sí puede estarlo.
Entonces don Raúl empezó a averiguar sobre
los movimientos de Carmen Ríos. Y muy rápidamente obtuvo conocimiento de ellos,
con la enorme vergüenza de la muchacha; los movimientos los observó don Raúl en
el potrerillo cercano, llevados en forma rítmica con el acompañamiento de
Teodorico Mena.
Interrogada la muchacha —cosa de rigor— dio
una coartada (cosa también de rigor). Ese día —o tarde o noche— ella no había
estado en el centro de Platanar de San Luis. Corroboró la afirmación el mismo
Mena, a quien no le quedó otro recurso, con tal de salvar el honor de Carmen
Ríos, que hundir más ese honor —¡tan maltrecho el pobre! Deporsí Teodorico
Mena, con frecuencia, hundía en Carmen Ríos lo que podía. Y el tener que
confesar —por dicha— hacía que surgiera la coartada perfecta: si Carmen Ríos no
mató a Luis Rosales porque estaba con él —Teodorico—, pues él tampoco pudo
hacerlo.
Es necesario decir —y lo hacemos para
mantener informado al lector— que Teodorico Mena también resultaba sospechoso.
No era amigo de Luis Rosales. Y esto no es razón para que lo hubiese liquidado
porque por lo general los crímenes son cometidos por los mismos amigos. Pero
Mena pretendía a Mercedes, la hija de don Benedicto y una vez Rosales le dijo
que no se acercara a ella. Que él, Mena, era un depravado y que él —Rosales—,
estaba dispuesto a defender a la muchacha. Tal vez Mena tuviera su rencorcillo,
pero los movimientos que tuvo ese día fueron comprobados y difundidos por todo
el pueblo y quedó libre del delito.
No excusemos suponer que antes de sus
movimientos con Carmen, Mena pudo escabullirse y matar a Luis Rosales. Pero don
Raúl lo eliminó de los sospechosos y no estamos nosotros, simples narradores de
un hecho, para complicarle la vida a don Raúl, por quién sentimos grandes simpatías.
Carmen Ríos, por su parte, estuvo siempre
enamorada de Luis Rosales. El hecho de mandar a volar a Amoldo, con el decir
que Luis iba a ser su novio, no dejaba de ser un elemento de promoción de la
mercancía, que, ya está visto, ofrecía al mejor postor. Luis Rosales no
desechaba la posibilidad de ser el poseedor y de acrecentar con su afluente el
caudal amoroso de la muchacha.
Ya una vez, según se dice —o varias, vaya uno
a saberlo— Luis Rosales había tratado —como tantos otros— de convertir a la
Santísima Virgen María en abuela, acostándose con Carmen Ríos. No olvide el
lector (perdone la exigencia del que escribe, pero en los relatos policiales
hay que tener todos los elementos a mano), que la Ríos era Hija de María y,
como consecuencia, hermana de Jesucristo. Pero ¿puede uno, acaso, darse el
gusto de escoger a los hermanos? Esto lo decimos en defensa de Jesucristo, que
murió para redimir al mundo de sus pecados, según dicen.
Y aquí se acomoda, como anillo al dedo, un
sospechoso más. Ya de primera entrada está descartado, porque el procedimiento
de don Raúl es así, de chasquear de dedos, pero en este mundo traidor todos nos
equivocamos. A veces también, cosa rara, la justicia. Y ese nuevo sospechoso es
nada menos que la mentada Carmen Ríos.
Bien pudo ser Carmen, ante la renuencia de
Luis, que conocía sus antecedentes y vislumbraba los consecuentes, de esquivar
a la ardiente Carmen Ríos. Bien pudo ser el dique —perdone el lector el símil—
que detuviera el caudal del río de la muchacha. Y bien pudo ella, antes de
estar con Teodorico, darse su escapadita, salir corriendito, dar una
puñaladita, devolverse rapidito y caer suavecito en los brazos abiertos de
Teodorico Mena.
Pudo ser Brunilda, que era una vieja verde.
Pero para lo que lo quería Brunilda a Luis no era para muerto. Pueden ustedes
estar seguros. Y Luis Rosales, insistimos en afirmarlo, no era dejado: daba lo
mismo para él ternera, novilla, que vaca parida. Y Brunilda lo acechaba
siempre, se le interponía en el camino.
El autor, a estas alturas, considera que se
hubiese evitado el lío en el que se halla hasta el pescuezo, si hubiese
decidido que la muerta fuera Brunilda. Pero considera que es mucho el papel
gastado y muchos los malabares hechos para ayudar a don Raúl en descifrar el
crimen, que no le queda más remedio que seguir adelante.
A propósito —y entre paréntesis— el autor
debe decir (vaya obligatoriedad matemática del relato policíaco), que don Raúl
no ha agradecido la ayuda. Aún más: lo sindica como autor intelectual del
crimen. Dentro de los términos jurídicos, en que el autor es muy versado, el
decir del policía es fútil. Si un autor, por el simple hecho de contar una
historia —y esta no es una historia sino un hecho real— pudiera inventar un
crimen y la policía se vale del carácter de ser el autor intelectual por haber
creado la trama, tengan la seguridad los lectores de que los cementerios de
este país estarían llenos de cobradores y demás adláteres. Ante la ocurrencia
de don Raúl el autor asegura QUE EL NO MATO A LUIS ROSALES.
Y se para en sus reales aquí: cuando empezó a
escribir esta historia Luis Rosales ya estaba muerto. Y que no le diga don Raúl
que lo mató para escribirla, porque la pereza de que el autor se enorgullece lo
salva de una situación absurda: cometer un asesinato, contar que hubo un
asesinato y ayudar a un detective de enésima calidad, a conseguir al asesino.
Que se cuide don Raúl porque el autor —calda si no— lo dejará difunto al final
de la historia.
Cerrado el paréntesis y desahogado el hígado,
permítanos el lector otro. El cura puede también ser un sospechoso. En las
tinieblas de la noche, con la luna de paseo sabe Dios dónde, entre la
tranquilidad no más interrumpida por el chirriar de los grillos, el ulular
lejano de una fiera, el ladrido intermitente de los perros, la alcahuetería de
un calorcillo que produjo sueño a los habitantes de Platanar de San Luis, hasta
acomodarlos en su lecho. Bajo el consentimiento, repetimos, de una noche sin
estrellas, el cura pudo haber asesinado a Luis Rosales. ¿Motivos? ¡Quién sabe!
A Luis Rosales le faltaba mucho para morirse
y era un pecador. No lo sabía el cura por palabras de Luis, pues no se
confesaba. Lo sabía porque ¿qué cosa no se sabe en Platanar de San Luis? Bien
pudo el sacerdote —y perdone el lector creyente la hipótesis— adelantar la mano
de Dios. La mano que lo enviaría de un empujón al infierno cuando muriese,
aunque fuese el día del Juicio Final. Y como el no dejes para mañana lo que
puedes hacer hoy tiene vigencia, tal vez por inspiración divina quiso impulsar
el señor cura la mano y pronunciando el fatal ¡vade retro satanás!, adelantó a
Dios un trabajo que llevaría a cabo quién sabe cuándo.
No dejaría de preocupar al sacerdote el hecho
de que Luis Rosales era causante de su cansancio, después de una sesión en el
confesionario. Porque las niñas que se confesaban, con rubor en sus mejillas,
decían a alguien por primera vez que no lo eran ya. Y no era una sino varias. Y
si ellas no decían sino el milagro, no dejaba el cura de imaginarse al santo,
bastante diablo por cierto.
Pero el cura no pudo ser el asesino.
IMPOSIBLE. El lector puede estar seguro y hay muchos argumentos que el autor no
brinda porque no ha gastado sus ojos en lecturas sobre el comportamiento de los
curas en la tierra: le basta con observar y se da cuenta de cómo se comportan.
Pero bien, no hagamos como don Raúl, que
desdeña posibilidades con un chasquear de dedos, así. Don Raúl borra y borra de
la lista. No hagamos nosotros lo mismo. Pasemos por alto, si es necesario
hacerlo, pero no eliminemos en un dos por tres. Uno y todos y cualquiera puede
ser el asesino de Luis Rosales. Descartemos únicamente, sí, únicamente, al
propio Luis Rosales. La idea del suicidio no tiene asidero, así se valiera el
autor de los malabares incomparables de Agatha Christie.
Y como el lector está ansioso de encajarle el
asesinato a alguien, volvamos con la vieja Brunilda.
Ya a Luis Rosales le podía la majadería de
Brunilda. Está bien una vez o varias. Pero la vieja Brunilda estaba pegada a su
sombra. Que Luisito aquí. Que Luisito ¿verdad que hoy sí?
Una vez (y de esto se ha sabido ahora) lo
amenazó si él salía (o no salía porque no es necesario siempre salir) con otra
mujer. Dicen que profirió maldiciones y que se dejó decir, la muy bárbara, que
si no era sólo de ella, moriría. Que ella contaba con poderes superiores para
amarrar hombres y otras pendejadas más (perdónesenos el término).
Tal vez (qué desgracia es no tener evidencia
y partir de conjeturas) Brunilda cumplió lo prometido. Es posible que quiso
vengarse de Luis, pero es improbable. A esas horas, a no dudarlo, Brunilda
andaba a la caza de chiquillos de dieciséis para arriba, que era la carnada que
más le apetecía.
Brunilda, pues, queda fuera del caso. Pero no
la borremos de la lista. Simplemente pongamos un asterisco a la par de su
nombre, porque pudo haber motivos.
Pudo Brunilda sentir herido su amor propio
(lo tenía a pesar de que lo repartía como hojas sueltas entre todos los
hombres). Pudo haber deseado a Luis, precisamente ese día. Pudo Luis negarse y
pudo Brunilda darle una puñalada.
Todos estos pudo los ponemos para que el
lector tenga presente que la vieja Brunilda pudo haber asesinado a Luis.
Recuérdese que no debe descartarse la posibilidad y de que nadie es inocente
hasta que no se pruebe su inocencia.
* * *
Y el asunto dejó de ser sensacional para
convertirse en el pan nuestro en Platanar de San Luis. Y surgió entonces, en el
poblado, el humor por involucrar a cualquier hijo de vecino.
—Dame un trago —le decía cualquiera al
cantinero. Si no me lo fias le digo a don Raúl que vos mataste a Luis Rosales.
A propósito de don Raúl, el policía, hagamos
algunas consideraciones. ¿Le beneficiaba la muerte de Luis Rosales? ¡No!
¿Estorbaba Luis a don Raúl? No. Luis Rosales era un muchacho bueno y honrado.
Enamorado sí, pero el amor no entra entre las causales para que un policía se
eche al pico a un fulano, salvo si el fulano se echa al pico a la esposa del
policía.
Pero don Raúl era muy viejo: eliminado el
factor celos. Era viudo: sepultado el triángulo Luis-La esposa de don Raúl-don
Raúl. No tenía hijas: descartado el asunto: recuperación de una honra. Pero si
cualesquiera de esas circunstancias se hubiesen dado, es necesario precisar que
don Raúl era incapaz de matar a nadie y no olvide el lector que don Raúl era la
autoridad. Y si la autoridad es la actora del crimen, pues el cuento no tiene
gracia.
* * *
El asunto Luis Rosales lo fue cubriendo la
capa del olvido (mejor dicho: la ceniza del olvido lo cubrió).
Primero: ya la investigación tenía aburrido
al pueblo.
Segundo: Carmen tuvo un hijo. Dicen algunos
que de Luis (Carmen queda descartada).
Tercero: Brunilda, la vieja verde, se hizo
loca y anduvo pregonando que ella, con un maleficio, había matado a Luis
Rosales (pero un maleficio —elemental— no tiene forma de puñalada).
Cuarto: Amoldo se casó con otra, tuvieron
muchos hijos y vivieron muy felices.
Quinto: don Raúl, el policía, se murió.
Y si el asunto se hubiese tramitado en una
oficina judicial de la capital, se le hubiera puesto al expediente el sello de
"archívese", máxime que Luis Rosales era un humilde peón, de tres
pesos la hora, vecino de Platanar de San Luis, analfabeta y sin importancia.
Creció la milpa con la lluvia en el potrero
(esto quiere decir que pasaron muchos años). Ya el chiquillo de Carmen, diz que
de Luis Rosales estaba en la escuela y tenía otro papá! Y, como es natural, la
muerte de Luis Rosales fue recordada cada dos de noviembre con una corona y
cada cabo de año con un rezo.
Y nunca, ni en el trámite del homicidio, ni
después, se pensó en las posibilidades de que Roberto Méndez pudiese ser el
asesino.
Pero paremos ya, por favor. ¿Le importa a
usted lector, saber quién es el asesino si usted ni siquiera conoció a Luis
Rosales? El autor se niega, definitivamente, a explicar el por qué Roberto
Méndez sí tenía motivo y sí pudo asesinar, en una tarde de verano, allá en
Platanar de San Luis, a Luis Rosales. Y últimamente, si fue este último sujeto
quien lo mató, ¿para qué dar explicaciones?
* * *
El regreso de don Benedicto, a quien una
ventolera lo llevó a Platanar de San Luis, como ya dijimos, puso en el tapete,
de nuevo, pero ya como recuerdo, el tema de Luis Rosales. Y lo colocó en el
tapete don Benedicto, quien todavía sentía su muerte como si hubiese sido la de
un hijo de sus entrañas (de las entrañas de la esposa, para ser más precisos).
Y entre tanto qué tal cómo estás, y qué ha
habido, y cómo está tu gente. Y entre tanto apretón de manos que si se casaron
las muchachas, que si los varones trabajaban con él o habían hecho casa aparte.
En que cómo está la cosa por el sur. Entre tanto cómo y por qué don Benedicto,
previo a la respuesta, se empujaba un trago de guaro de medio vaso.
Y en su borrachera, trastabillándosele el
habla por la terquedad de la lengua que quería dormirse, soltó la noticia de
que él era el asesino de Luis Rosales.
Que lo mató porque le deshonró a su hija
Mercedes. Que le habló por las buenas y no quiso casarse. Que aprovechó que
estaba dormido para darle la puñalada.
Y después de su declaración, se durmió
profundamente encima de unos sacos de frijoles en la pulpería.
El fugitivo
Llovió. El aguacero anegó al poblado.
En la cantina la noche trajo variante. Hubo
nuevo tema: la muerte de Florencio Rojas.
La noticia llegó como el aguacero: inundó el
pueblo. En Santa Rosa flotó un viento de agua y muerte.
Ramón no puso la radio en la cantina. No por
respeto a Florencio. Tal vez sí. La muerte borra pasados y no hay que hablar de
los difuntos.
Ondeaba el temor, el ojalá no haya sido él,
el Dios quiera que no.
Entró Roberto. Le miraron con pena, sin
hablar.
—Un trago, Ramón. Lleno.
Lo tomó sin paladearlo. Una saliva y nada más.
* * *
Florencio no era querido en Santa Rosa. Todos
hacen memoria, sin rencores. La sangre, revuelta en agua y barro, eliminó la
sombra del Florencio malo y dibujó la certeza del Florencio muerto. Macheteado
en el arrozal. Confundida su san¬gre con los barreales.
Borran sus recuerdos con el que descanse en
paz.
* * *
—Raimundo —dice Roberto al Agente de
Policía—: maté a Florencio Rojas.
El agente sabía, como todo el pueblo, cómo
molestaba Florencio a Ramón.
"Vos sabés. Me mortificaba. No me dejaba
en paz. Empezó por lo de Margarita". Me dijo riendo: ¿Yo? Andate al
carajo. Esa hembra es de todos. Espérate a que nazca para ver a quien se
parece". La muchacha es buena, vos sabés, Raimundo. La enredó. Resultó la
panza y ya. No quiso casarse (que si yo estaba loco, que lo estaba engüevando,
que me iba a machetear). La trató de puta. Dijo que ella se acostaba con
cualquiera. Le reclamé y nos pegamos. Después no me lo quité de encima.
Indirectas, insultos. Me jodía a los chiquillos, le decía groserías a Margarita...
"... Venía borracho… En el arrozal… Sacó
el machete, como loco. Tuve que defenderme y lo maté".
* * *
Raimundo entendía, pero era la autoridad. No
quería a Florencio. Bastante tuvo que ver con él. Se imaginaba a Roberto en la
penitenciaría.
No surgía la solución justa del problema.
Raimundo estaba encerrado entre barrotes de leyes. Comprendía que había un
muerto. El asesino fue Roberto pero pudo ser cualquiera: nadie quería a
Florencio Rojas.
Apareció sin pensarlo. Leyó el radiograma.
Hablaba de la fuga del asesino. Se había metido por las montañas y se escondía,
posiblemente, por los alrededores de Santa Rosa.
Rompió el silencio:
—Se escapó un reo de la peni, Roberto. Me
ordenan la búsqueda y el arresto. Con tu ayuda podremos atraparlo. ¡Arrestaremos
al asesino de Florencio Rojas!
“¡Aquí voy
yo: Andres!"
El auto, que venía en sentido inverso, rompió
una acuarela de reflejos. Andrés tocó la bocina del suyo con ánimo
recriminatorio. Pero el sonido fue melodioso: así lo había escogido él, porque
ese ritmo le emocionaba. Tanto hasta indicar: ¡Aquí voy yo: Andrés!
Las luces de neón, en la amplia calle, hacían
esbozos de líneas rojas, amarillas, azules. Pinceladas que se deshacían y se
formaban al ritmo del abre y cierre del neón de los comercios.
El pavimento húmedo conservaba todavía
algunos charcos, que los automovilistas rasgaban, en su ánimo de desbaratar
espejos.
Andrés pensó que el automovilista estaría
ebrio. Porque la calle era ancha, suficientemente ancha. Y pasó junto a su
automóvil insolentemente. "Algún taxista de alquiler", se dijo. Pero
al observar por el espejo retrovisor, comprobó que no lo era. También se dio
cuenta de que el otro auto era un 49, y sonrió.
Una brisa se esparcía entre la humedad hasta
entorpecer la bruma. El aguacero hacía poco había concluido. La ciudad ya casi
ni enseñaba transeúntes, entretenida en el frío de sus aceras.
Andrés puso a funcionar el mecanismo de las
escobillas del parabrisas, para desalojar unas gotas. Las luces de los anuncios
le dieron enfoques de azul, rojo, amarillo, azul.
Sacó el pañuelo y el perfume le recordó a
Ester.
* * *
La bocina engarzó con sonidos al silencio:
"¡Aquí voy yo: Andrés!" … "¡Aquí voy yo: Andrés!"
Y Andrés se adueñaba de la noche, como quien
monta un toro bravío, que como brida tiene una manivela y a quien miran, con
envidia, tantos y tantos hombres, montadores sin toros bravíos o aspirantes a chevrolets
de cualquier modelo.
Toda su vida estaba allí. Su aspiración, su
anhelo. Él era Andrés; nada menos que Andrés: Andrés propietario de un
Chevrolet 51. "Un taxista de alquiler con un Chevrolet 49" —pensó al
recordar al otro. Sintió deseos de reír, pero la señal del semáforo le hizo
acortar la distancia.
Había querido ser torero. Montador como en la
hacienda de don Pedro Rojas, en donde de muchacho de hacer todo, veía a los
montadores. Torero como Manolete, a quien había visto perecer entre las astas
del toro, en una película mejicana, que no recuerda cuándo vio.
La vida, después, le arrinconó en una bodega
de la ciudad.
Las luces de neón, en el trayecto sobre la
calle, llenaron de líneas de colores las huellas que las llantas pintaban sobre
el pavimento.
Una vida dura, de privaciones y de
sacrificios. Pero ahora Andrés tiene su automóvil, su Chevrolet 51 ("¡Si
pudiera cambiarlo por un 56!"). Ahora él sí es Andrés: "¡Aquí voy yo:
Andrés!".
Fue así, con automóvil, como conoció a Ester.
Siempre había admirado la facilidad de los
automovilistas para conquistar muchachas. Y así le sucedió con Ester.
Había visto en el cine a mujeres hermosas:
entre ellas a las cabareteras, que pasaban una noche con uno y la siguiente con
otro. Pero todos hombres con automóvil, con dinero, con su apartamiento
discretamente ubicado: el juego de muebles, la mesita con el litro de wisqui y
la hielera y, atrás, tentadoramente previsto, el canapé.
Un borracho venía por la acera. La bruma se
acentuaba al cese de la brisa, que, tenuemente, se había esfumado. Ya la noche
se aburría de la mojazón del paisaje, y, caprichosamente, elevaba los
resplandores de los anuncios sobre la niebla rala.
Esa noche Andrés no tuvo conquista. Tampoco
las anteriores, excepto cuando Ester. Pero ya él tenía su automóvil: esa era la
realidad. Ester, a pesar de que no era lo usual en los automovilistas que
Andrés había envidiado en el cine, no fue su conquista de una noche. Se le
adentró y se le mantuvo a flote en su amor. La había conocido a la salida de un
club nocturno ("¡Cómo le llenaba decir night club!") una noche de
tantas. Pero no se fue: se introdujo en él como parte ya de su vida.
Una nueva conquista, la indispensable ahora,
la del homenaje a su Ester, no se había presentado. Llegaría, necesariamente,
"¿no tenía, acaso, su automóvil?".
Por la acera se deslizaba una pareja. Andrés
avisó su existencia y tiró afuera el borbotón de música de su bocina: "
¡Aquí voy yo: Andrés!" La niebla de la noche, paralela de los faroles, se
dejaba abrir paso por el acelerador del auto. El reloj de una torre, sin prisa,
marcaba las nueve y media.
Estaba cansado. Todo el día de labor en el almacén,
agobiado por la prisa de los compradores.
El paseo nocturno, en su automóvil, era para
él un buen descanso: por lo menos aceleraría ese olvido hacia Ester.
Pero esta noche, con niebla y aguacero
previo, le había recargado su carácter. Se sentía abochornado. Era él y Ester y
todo. El mal humor se le acentuaba, se le crecía, pugnaba rebelde por inundarse
en furia, en llanto, en cualquier cosa.
Todo su esfuerzo en conseguir la prima del
automóvil, comprado a plazos. Ester. Todo su universo le escocía, le ahogaba.
Pensó en que sería conveniente tomarse un trago pero no tenía dinero.
Entonces decidió conducir lentamente e irse a
dormir. Salió de la calle principal y tomó una adyacente en dirección a su
casa.
II
Cuando estuvo solo, Andrés revisó de nuevo la
pieza. Nunca había estado allí, ni en ningún lugar parecido. Pero ahora sí lo
estaba. ¿Por qué? Le dio pereza pensar, analizar. Significaba remover adentro
todo lo que él ya había dicho; lo que no le habían creído; lo que tuvo que
decir dramáticamente, en forma casi suplicante. Pero el hombre, frente a él, le
escrutaba, quería penetrarle, introducírsele y accionar algún mecanismo que le
obligara a decir lo que el hombre quería que él dijese.
Estaba cansado. No hacía calor, pero sudaba.
La agitación se movía en sus residuos; su pulsación aún estaba alterada. Quizás
para descansar fue que hundió su rostro en sus manos. Un torrente de lágrimas
quería inundar las manchas de sangre seca.
En la soledad de la pieza se escuchó,
rudamente, el timbrar del teléfono.
" ¡Aquí estoy yo: Andrés!" —pensó.
Una sonrisa amarga se le dibujó en la cara. Y entonces sí lloró. Convulsamente,
con sentimiento, con impotencia, como hacía mucho tiempo no lo hacía.
Ni siquiera escuchó el chirriar de la puerta
y el paso de varios hombres. Ni siquiera sintió la mirada escrutadora del juez.
El teléfono, de nuevo, timbró con la fiereza
de un veredicto.
Dos hombres tomaron a Andrés. Sin hacer
resistencia caminó, trastabillándose en sus presentimientos.
La noche, afuera, ya había deshecho los
resplandores de neón; los reflejos azules, amarillos, rojos, azules.
* * *
Andrés, tirado sobre el camastro, contó 48
agujeros en el techo de zinc. ("Mi Chevrolet es un 51" —pensó). La
celda estaba fría. En las otras tablas un borracho roncaba los humores del
aguardiente. Por el corredor, los pasos se acompañaban por las sonajas de las
llaves.
Una mujer, escandalosamente, desde una celda
cercana, exigía un vaso de agua.
Andrés se sentó en el borde de sus tablas,
que colocadas en un rincón le servían para meditar. Los pies, colgantes, apenas
rozaban la frialdad del brusco piso de cemento.
Ante su mente surgió la imagen: un filme
macabro. Se sintió protagonista de alguna película italiana, con cárcel,
borrachos, prostitutas, guardianes. Y él que quería serlo, pero de actor
romántico, con apartamiento y dinero y su Chevrolet 51 ("¡Si pudiese
cambiarlo por un 56!"). Y frente a él, como una estaca, el recuerdo de la
mirada escrutadora de la autoridad que dio el fallo de su condena. El fallo que
aún, después de la mala noche, se le desacomodaba en su cerebro.
"¡Aquí estoy yo: Andrés!"
* * *
"¡Aquí estoy yo: Andrés!".
Si él no se hubiese enamorado tanto. Pero,
"¡quién no lo hubiese hecho!". ¿Habrá alguno —pensaba— que no cifre
toda la vida en lo que tiene, mas si ello es un Chevrolet? ¿Tendrá, acaso, el
juez un automóvil? " ¡No seas idiota, Andrés!" Si lo tuviese no se
hubiera comportado tan estúpidamente. No comprender una cosa tan sencilla: se
me interpuso en el camino. Nada menos que se atravesó al paso de mi Chevrolet.
("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!"). ¿Qué será de Ester? ¿Habrá dormido
sola? ¿Estará durmiendo sola desde hace tres noches? ¡El día que yo la
sorprenda! Tendrá que seguir caminando a pie, o irse con cualquiera. Pero,
¡quién podrá hacerle el amor como yo! ¿La quiero? Sí, la quiero: ¡como a mi
Chevrolet! ("¡Si pudiera cambiarlo por un 56!").
El borracho del camastro contiguo le miró
estúpidamente.
El sol, entre tanto, metido en la celda por
una ventana, dibujaba barrotes en la pared de enfrente.
* * *
El juez con su mirada de chuzo ("¡Un
desgraciado juez sin automóvil!") había insistido en su culpabilidad. Y
allí, en la celda, estaba Andrés ("¡Aquí estoy yo: Andrés!"). Fue
grosero el juez. Andrés explicó, pero insistía en que pudo haber parado el
auto, darle el paso cortésmente ("¡Cortesía! ¿Y no se atravesó al paso de
mi Chevrolet?"), que Andrés no venía a velocidad, que la calle era amplia,
que pudo haber desviado, que... Pero Andrés estaba cansado. La noche, con
niebla y aguacero previo, le había recargado su carácter. Y además Ester
("iSi lograra sorprenderla!"). Ni él había conseguido la conquista de
la revancha. ¿Le interesaba hacerlo? "¡Sí!". No, realmente. ¡Quería
hacer lo que Ester, presumiblemente, estaba haciendo con otro!
Había trabajado mucho últimamente. Para
comprar una alfombra para el auto, para gas, para ciertas reparaciones, para
pagar los intereses al prestamista, que le dio el dinero de la prima, para un
vestido nuevo con qué retener a Ester...
(La mirada de taladro, el tirabuzón de los
ojos del juez, los pasos de llavero, la prostituta ebria, los ojos extraviados
del borracho, Andrés, un muerto en la calle, sobre la humedad del pavimento, la
niebla, los reflejos en la cara del muerto, la vida, la maldita vida que le
había tocado vivir. Ester, Ester acostada con otro, el Chevrolet 51):
"¡Aquí voy yo: Andrés! ¡Aquí estoy yo: A N D R E S !!!" (El golpe del
puño sobre la tabla del camastro despertó un ronquido del ebrio del camón
contiguo. La prostituta, en la celda cercana, tiraba una gritería de insultos
atropellados).
"¿Qué será de Ester? ¿Y del automóvil?
¿Irá a quedar a la intemperie, formándosele en la carrocería todo un capricho
de reflejos y de sol y de miradas de la gente, que a esas horas estaría pasando
por la acera, a la orilla de la calle? ¿Ya habrán enterrado al difunto? ¿Qué
dirán en el Almacén? ("¡Andrés no ha venido hoy!”) … Ya debe saberse lo de
anoche. ¡El fotógrafo ¡Desgraciado fotógrafo: me ametralló con fogonazos como
si yo fuera un criminal. Como si quisiera aprisionar mi cólera, mi mal humor,
todo eso de que es culpable Ester."
El día mantenía su curso lento, muy lento,
tremendamente lento. Los 48 agujeros del zinc del techo filtraron charcos de
sol entre la celda.
III
Fue un caso más.
"Habrá que reponer a Andrés"
-dijeron en el Almacén.
La prostituta ebria, al salir de la cárcel,
observó el Chevrolet 51. "El carro de Andrés —se dijo. ¿Habrá venido a
buscarme? ¡No! Mi Andrés sabe que su Ester es una santa" —rio
sarcásticamente.
Un pregonero tiraba a la intemperie un grito
estridente: "Muerto en plena vía pública un ciudadano".
El día transcurría lentamente,
lentísimamente, demasiado lentamente.
El juez, en el almuerzo, dijo lo usual:
"Oh juventud. Dichosos tiempos aquellos". La esposa ni siquiera le
entendió. El mayor de los hijos le solicitó el auto para acompañar a su novia
desde el colegio.
Andrés, en la cárcel, proyectaba sobre la
pantalla de su desgracia toda la historia:
"...los rótulos de neón de los comercios
reflejaban su parpadeo en la humedad de la calle: azul, rojo, amarillo, azul.
El pavimento mojado. Algunos charcos, que los
automovilistas deshacían, en su ánimo de desbaratar reflejos. Las luces, en la
amplia calle, dibujaban esbozos de líneas rojas, amarillas, azules. Pinceladas
que se deshacían y se formaban al ritmo del abre y cierre del neón. Andrés
estaba cansado. Salió por la noche para olvidarse de Ester. Para aliviarse de
la idea de
Ester, para no recordar que Ester se había
ido, que estaría acostada con otro.
Fue un día de trabajo intenso, punzado por la
prisa de los compradores. Acrecentado por los vencimientos de las deudas, por
Ester, por el Chevrolet 51. Andrés se sentía abochornado, de mal humor.
Había decidido guiar muy lentamente e irse a
dormir. A dormir sin Ester ("¿Cómo se dormía sin Ester?"). Recuerda
que se desvió de la calle principal. La pereza se le maniataba en los pedales,
que generaban lentitud a las llantas. El mal humor lo carcomía. Conducía
despacio. Muy despacio.
La niebla, cada vez más intensa, se dejaba
taladrar por la paralela de los faroles, al paso del automóvil.
Andrés pensó que le caería bien un trago de
licor, pero no tenía dinero. No tenía dinero y el problema con Ester surgió
allí: ella quería ir a bailar, pero...
…A cinco varas de distancia un transeúnte se
bajó de la acera para atravesar la calle. Andrés sintió una molestia enorme.
"Qué se piensa éste. Primero un taxista de alquiler, con la grosería de un
Chevrolet 49". ¡Aquí voy yo: Andrés! —dijo con la bocina. Hubiese
preferido que en vez de melodía saliese un insulto. El peatón, asustado, se
detuvo violentamente. Dijo algo a Andrés, que le molestó. Con una furia
repentina, que resumía todo lo que le mortificaba, Andrés paró su automóvil.
Quiso responder al insulto del transeúnte. ¿Sí? No, en realidad. El hombre,
atrevidamente, se interpuso en su camino. Se interpuso a Andrés, a su Chevrolet
51. ¿No era eso, simplemente, una alevosía? ¿Cómo iba, cualquier sujeto, a
interponerse en su ruta? Y el hombre ese tocó con sus manos sucias el
guardafango de su automóvil. Del automóvil que él había lustrado con cera, en
cuya compra gastó los últimos tres cincuenta, con los que pudo haber complacido
a Ester".
Y después llegó la autoridad.
Ya el transeúnte yacía sin vida sobre el
pavimento húmedo. Uno que otro reflejo azul, rojo, amarillo, azul, de los resplandores
del neón, se le anidaban en las facciones repletas de muerte. Las manos de
Andrés, llenas de sangre, todavía se crispaban, en ademán de círculo, como si
aún apretaran el cuello del hombre. Todavía se cerraban, en remedo de puños,
como si aún golpearan al contrincante. Todavía estilaban, en chorrear de
angustia, intensificando el rojo rojo de los reflejos.