25/11/11

Juan Ramón Rojas - La madre












La Convocatoria Permanente de Narrativa, quiere destacar también las nuevas obras que se están publicando, de esta manera, ofrecer al lector una primicia y una motivación para adquirir el texto completo. De la misma manera, invitamos a los autores y las editoriales, para participar en este espacio, dando a conocer una pequeña muestra de sus obras en narrativas que recién ven la luz. 

Esta semana, el narrador invitado es Juan Ramón Rojas, con el cuento La madre de su libro de cuentos Este Gris Laberinto. Ediciones Uruk. 2011. El cual ya está disponible en las principales librerías del país.




La madre


 La despertó sobresaltada el llanto suplicante de su hijo, quien se movía inquieto, a su lado, en su rústica cama de tablas y un viejo colchón. Habría dormido apenas un par de horas desde que cayó vencida por el cansancio. Desconocía la hora exacta, pero calculó que estaba bien entrada la madrugada. Afuera soplaba una brisa helada, que se colaba por entre las rendijas de las paredes de tablones.

Palpó la frente encendida y las mejillas sudorosas con el dorso de su mano de madre. Confirmó que ardía en la fiebre que padecía desde hacía varios días, sin que nada le bajara la calentura. La torturaban aquellas pupilas vidriosas, su mira­da perdida, el rostro inexpresivo, el balbuceo de palabras ininteligibles.

No lo pensó más. Se alistó rápidamente y poco después caminaba con toda su energía con el niño de tres años a la es­palda, rumbo al puesto de salud pública del pueblo más cer­cano, en busca del médico que lo atendiera de urgencia y lo pudiera salvar.

La madrugada estaba fría y húmeda, pero su cuerpo, de­rrochando vitalidad, parecía insensible a las adversidades. Por trillos escabrosos, caminó horas cobijada por la impene­trable oscuridad de la noche, la compañía de los ruidos noc­turnos, el murmullo del agua en los riachuelos que se desliza­ban ruidosos en pequeñas cascadas y el viento que movía cadenciosas las altas copas de los árboles como si fueran gi­gantescos fantasmas en la oscuridad.

No escapaba del temor a ser sorprendida por una tercio­pelo que se hubiera quedado agazapada en la estrecha vereda que se abría paso entre la tupida vegetación. Una mordedura acabaría con su vida y el sueño de ver crecer sano a su hijo.

Atrás iba quedando El Progreso, como caprichosamente se llamaba el lugar donde tenía su desvencijada casa, en una remotísima reserva indígena alejada de todos los servicios bási­cos. Más que un pueblo, era un lugar con unas pocas casas des­perdigadas en el regazo de una montaña, que se comunicaban entre si por caminos intransitables en algunas épocas del año, igual al que la que la llevaría en busca del médico.

Caminó toda la madrugada sufriendo, en su corazón, el llanto intermitente y la respiración agitada del hijo, el calor de la fiebre y el copioso sudor que bañaba ambos cuerpos co­brizos. Horas después, divisó, por el este, las señales de una aurora cercana. No había sentido el camino. Luego los pri­meros rayos de un sol tibio comenzaron a invadir todo el en­torno y a derretir los gigantescos bancos de neblina que arro­paban las hondonadas y las cimas del bosque. El sol calentó y comenzó a sentir con dureza el calor. Con la luz del día y tra­tando de ignorar el cansancio que empezaba a negarle las fuerzas, trató de apurar el paso. Estaba cerca de la meta. A la lejanía, escuchó un perro ladrar solitario.

Eran casi las nueve de la mañana cuando divisó a la dis­tancia un escampado. Allí estaba el pueblo al cual se dirigía, un caserío de pocas viviendas pobres, la mayoría de madera con techos de paja y paredes despintadas de madera. Divisó el modesto inmueble donde se alojaba el puesto de salud pú­blica. Lo observó con un sentimiento de esperanza. Sintió humedecer sus ojos. Tenía la garanta seca y creía que no po­dría hablar, pero su corazón comenzó a palpitar con una vita­lidad tan fuerte que ignoraba la fatiga. Respiró hondo y se dijo que faltaba lo menos. Ya casi lo lograba. Atravesó el humilde caserío con paso firme con las pocas fuerzas que le restaban.

En el puesto de salud entregaría al niño en manos de la ciencia moderna, lo cual le provocaba un gran alivio. Le su­plicaría a los médicos, por favor, sálvenlo, que es todo lo que tengo, es la razón de mi vida. Ustedes son la única esperanza para que continúe viviendo, para verlo crecer entre estos montes, entre las siembras de maíz, de frijol, de cacao, como lo había hecho ella toda la vida y como lo hicieron sus pa­dres, para sobrevivir.

Estaba segura que los médicos no la defraudarían. Apli­carían toda su sabiduría adquirida en buenas universidades de la capital y del exterior, todo su conocimiento. Harían hasta lo imposible por preservar una vida que recién comen­zaba abriéndose paso entre las adversidades y que también era su propia existencia.

Ya sin fuerzas, al punto del desfallecimiento, con todo su cuerpo empapado en un frío sudor, recurriendo apenas a la energía que le daba su instinto materno, midiendo la dis­tancia, contando los pasos, avanzó con la vista fija en la tierra escabrosa que trituraba con sus gastadas botas de hule, pen­sando que pronto alzaría la mirada y tendría el edificio al alcance de su mano.

Al fin llegó. Lo vio cerrado, impenetrable. Un letrero en la puerta de madera, como si estuviera escrito sobre una lápi­da, la impactó como una desgarradora premonición. Con di­ficultad pudo deletrear: "Hoy no habrá atención al público. Regrese mañana." Con sus labios, palpó la frente sudorosa del niño que continuaba ardiendo en calentura.



 Juan Ramón de las Piedades Rojas. Nació en Cuipilapa de Bagaces, Guanacaste, el día 09 de agosto de 1951. Se trasladó a San José y realizó la secundaria. Luego ingresó en la Universidad de Costa Rica donde obtuvo la especialidad en Periodismo. Durante algún tiempo laboró como redactor del periódico el Semanario Universidad. Comenzó a laborar con la agencia de noticias EFE o ACAN-EFE (como quiera llamársele), a principios de los 80, en San José. Luego lo hizo en otros países centroamericanos, incluyendo en El Salvador a finales de los ochenta, de donde regresó a San José a principios de los noventa. Como corresponsal en El Salvador, cubrió la guerra civil (1980-1992) entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el Gobierno. La novela Desertor (Uruk Editores 2009), se desarrolla precisamente durante este conflicto bélico. Es la historia de un guerrillero desencantado que busca abandonar las armas y hacer vida civil al lado de un amor pasional que lo ha perseguido durante muchos años. En el 2011 publica Este gris laberinto, con Ediciones Uruk, del que pertenece el cuento La Madre, que nos honra publicar en la Convocatoria Permanente de Narrativa.

Aquí puede descargar en formato pdf: Juan Ramón Rojas - La Madre

Síga las publicaciones y comentarios de la Convocatoria Permanente de Narrativa en Facebook



22/11/11

30 Libros. 29 - Uno que se haya robado - La Oveja Negra y Movimiento Perpetuo - Augusto Monterroso

Motivado por una entrada aparecida en el blog "Jacintario" de la escritora Jacinta Escudos, que se llama 30 libros, me interesé por este curioso reto que surgió en el blog del mismo nombre "30 Libros", que consiste en recomendar un libro cada día, durante treinta días, siguiendo el esquema propuesto. Vamos a intentarlo...


29 - Uno que se haya robado - La Oveja Negra  y Movimiento Perpetuo - Augusto Monterroso


Esta es una de las categorías que más problemas me dieron. Claro que he robado libros, y claro que han sido más que los dedos de mis manos. No los robé por maldad ni por hacer una travesura juvenil, los robé por necesidad, igual como si hubiera robado por comida.


Eso sí, nunca, jamás he robado un libro a un amigo, o he dejado de devolver uno. Y ya no robo libros desde hace bastantes años en que las cosas comenzaron a salir un poco mejor para mi.


Solo me voy a referir a dos libros que todavía están ahí en mi biblioteca, son las primeras ediciones de La Oveja Negra y Movimiento Perpetuo de Tito Monterroso, publicadas en México por Joaquín Mortiz, significan mucho para mi, primero por que son de lo más importante de la obra del maestro, y porque fueron robadas simultáneamente, todavía recuerdo perfectamente el día en que los tomé...  temblando de miedo, sin culpa, inmensamente feliz, pero esa historia es sólo mía.

19/11/11

La última aventura de Batman – Carlos Cortés


En el 2008, Carlos Cortés, gana el premio nacional en la categoría de ensayo con “La Gran Novela Perdida”, obra que para mí, más que ensayo es una auténtica novela. Dicha obra me cautivó y me pareció provocadora y muy valiosa, a pesar de que muchos planteamientos e incluso pretensiones de Cortés no los comparto.

Dos años más tarde, en el 2010 publica  su colección de cuentos “La última aventura de Batman”, y nuevamente es galardonado. Pero esta vez, no sentimos al Cortés versátil, ameno, incisivo; más bien, nos parece un intento fallido, un libro menor y discreto en el conjunto de su obra.

Son doce textos, divididos en tres secciones que abarcan estadios en la vida de un mismo personaje más o menos distinguible, salvo quizás “Nauseas”, “La bella durmiente de Nueva York” “Chico conoce chica” y “La breve guerra civil del camarada Mora”.

En la primera sección, “Secretos de familia”, arranca el libro con el cuento “La última aventura de Batman”, y si bien es un texto eje para el resto del conjunto, nos sorprende que Cortés pierda el control del narrador y por momentos se confunda con el narrador niño y el narrador adulto.

“Nauseas”, es un texto ácido, que no sabemos por qué motivo matiza y hasta oculta el asunto del aborto, cuando es precisamente ese el asunto del texto, el tramado y estructura es interesante, pero comenzamos a notar en este y la mayoría de cuentos cierta sobreedificación accesoria y decorativa sin funcionalidad, por ejemplo cuando describe en ese cuento a un personaje secundario: “Julio siempre daba esa impresión de estar escapando de algo, de todos nosotros o de sí mismo. Siempre buscaba desprenderse de una sombra que lo maniataba” ¿Y para qué toda esta enigmática descripción si a fin de cuentas el único rol de Julio en todo el cuento será pasarle un papelito con un número de teléfono al protagonista? En todo caso, en este cuento no nos convencen los escrúpulos del protagonista, tampoco dan nausea, hubiera preferido sin rodeos que me hablara de culpa.

“Retrato de mujer con los instrumentos de la pasión” y “Viuda de blanco” giran alrededor del texto homónimo y el acontecimiento de la muerte del padre del narrador, es como un intento de abordarlo desde distintos planos y perspectivas, recurso que si bien logra interesar, se lograría mejor en la trama de una novela en este caso.

En la segunda sección “Amores imposibles”,  comienza con “Bésame mucho”, texto bien logrado, ahora sí el narrador está en su lugar de niño y como niño contempla con extrañamiento distante ese mundo de adultos, la yuxtaposición entre un mismo evento y la perspectiva entre sus actores.

“La bella durmiente de Nueva York”, pudo ser un gran cuento, pero sentimos que tiene problemas de planteamiento, no más arranca diciendo: “Mi padre siempre me contó la tragedia de Tommy Vargas”, pero al final nos damos cuenta que la tragedia no estaría completa ni podría contarse desde siempre, si no hasta 1990. Nos hubiera gustado que fuera ese padre quien contara y no su hijo reelaborando la narración, y luego el autor forzándola a que cupiera en una estructura que la limitó, llenándola de referencias algunas veces como dijimos accesorias y decorativas, como las del jazz, dejando muchos “supuestos” que no son tan supuestos y que entorpecen la narración, ¿Por qué papá fue a ver a Flora en el Hospital si nunca la conoció, cómo supo que había despertado, acaso sería una especie de Albacea de Tommy? ¿Y si Tommy le había heredado su fortuna a Flora, por qué ella estaba en un hospital de beneficencia?

“Chico conoce chica”, Donde “Y” es él y “X” es ella, resulta en un texto bastante flojo, poco verosímil que se mueve entre la realidad y el delirio de una noche, lleno de exageraciones como aquello de coger en todos los moteles, se nos hizo cansado, por momentos fragmentario sin lograr recoger tantos elementos;  y por favor, que alguien nos traduzca esto: “Intempestivamente despertó. X se enroscaba alrededor del pene y empezó a introducirse dentro de él poseída por una fuerza en expansión.”

“El año en que me enamoré perdidamente de Irenne Pucci”, remembranza e inocencia perdida. Eso sí, le faltó a Cortés más sutileza para explicar lo que significa “achará”, y que por cierto, cualquier lector no tico de verdad comprometido con el texto lo podría averiguar sin ayuda del autor.

“La herencia de la Familia Freer” con que empieza la tercera y última sección del libro,  un cuento alocado, nos evocó ese azaroso y singular mundo cortaziano de Cronopios y Famas y especialmente aquella novela Los Premios. Nos hace sonreír melancólicamente.

“La Guerra Civil del camarada Manuel Mora”, es el mejor texto del conjunto, certero, recreando unos personajes y un tiempo y lugar con vitalidad y economía, y que por contenido, está escrito equilibradamente, con honestidad y sin falsa beligerancia, un texto que brilla solitario en el conjunto de este libro.

“En L.A. con el tío Ed”, cierra el libro con un texto que comienza exquisitamente, pero se alarga demasiado en lo puramente anecdótico, por momentos hermoso, por momentos aburrido (por ejemplo casi tres páginas para explicar que pringó de orines la taza del escusado y que el tío se enojo). Lástima que gastó tan pronto con su incesante repetición el estribillo: "You’re better believe it, baby” hasta volverlo inocuo.

En general, un libro de muy desigual calidad para un escritor como Carlos Cortés y su trayectoria.

Germán Hernández

18/11/11

Santiago Gil - Películas





Películas

 Siempre trata de elegir películas para llorar. Es una lloradora vicaria. La oscuridad del cine le hace olvidar su gordura y su soledad de niña malquista. Se convierte en otra. No escucha las interminables discusiones de sus padres, las burlas de sus amigas y las risas de los cuatro gamberros del instituto cuando entra a clase cada mañana. No nació gorda, ni jamás quiso estarlo. Ahora, por más que pruebe dietas y que practique deporte a todas horas, no baja un solo kilo. Como mucho logra no seguir subiendo de peso, pero luego, cuando deja de practicar deporte un par de días o cuando vuelve a comer con normalidad, sube incluso más kilos que antes. Por eso ha dejado de intentar perder peso. Se refugia cada tarde en el cine. Compra un paquete de roscas con una Coca Cola y se pone a soñar que es cualquiera de las protagonistas de las películas. Lleva tres días yendo a ver El concierto. Se mete en la piel de la que toca el violín en la última escena y se tira llorando de emoción diez minutos cada día. Últimamente es difícil encontrar películas como esa. Casi todas las que programan son cursis, violentas o previsibles. Podría alquilar algún dvd o bajarlas de Internet, pero en su casa no le es posible soñar: no tiene oscuridad suficiente, siempre hay alguien gritando y la pantalla es demasiado pequeña para la necesidad de sus sueños. Intenta acudir a las primeras sesiones. Todo su dinero se le va en películas. Las otras compañeras se ríen cuando la ven aparecer siempre con la misma ropa y con los mismos pendientes. No se maquilla ni se arregla las cejas. A los diecisiete años casi todas las amigas parecen barbies clónicas, teñidas y maquilladas. Los compañeros van a los gimnasios y están siempre risueños. Cuando acuden al cine nunca van a ver las películas que ella elige. Cada vez echan menos porque cada vez va menos gente. Sólo están los tres o cuatro solitarios de cada tarde y un par de jubiladas con derecho a descuento diario. La gente que no la conoce por la calle no le dice nada por estar demasiado gorda. No pierde el tiempo enamorándose de ningún chico porque sabe que no le van a hacer caso. Se enamora en el cine, siempre del actor más guapo y del hombre con el que sueñan todas las protagonistas. Una vez en casa come algo y se tira en la cama a leer algún libro hasta que le vence el sueño. La lectura también le vale para soñar, pero de momento prefiere el cine. Tampoco esos sueños de la madrugada le valen para mucho. Casi todos terminan en pesadillas que la despiertan sollozando. Apenas está estudiando. Volverá a repetir curso. Le importa una higa ese futuro negro que pintan todos los profesores y todos los telediarios. Se llama Tania, pero nunca hay nadie que le pregunte su nombre con ojos luminosos. Ni siquiera los otros solitarios que se esconden en los cines se han fijado en ella. No sabe cómo terminará recordando estos días tan extraños en los que la vida parece que pasa sin que ella logre interpretar ningún papel importante. No pide ser la protagonista. Realmente no pide nunca nada. Se conformaría con un papel secundario en el instituto, en la calle o en su propia familia. Todos le dicen que tiene muchos años por delante, pero lo que ella necesita no son años. Los días de lluvia Tania aprovecha para bajar a la playa. Camina descalza por la arena recordando películas.

  
Santiago Gil (Islas Canarias, 1967). Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en medios de prensa provinciales y nacionales, así como en distintos gabinetes de comunicación. Ha publicado las novelas Por si amanece y no me encuentras, Los años baldíos, Un hombre solo y sin sombra, Cómo ganarse la vida con la literatura, Las derrotas cotidianas; Los suplentes y Sentados; el libro de relatos, El Parque; la novela corta El motín de Arucas; los libros de aforismos y relatos cortos Tierra de Nadie y Equipaje de mano, y los libros de poemas Tiempos de Caleila, El Color del Tiempo y Una noche de junio. También ha publicado un libro de memorias de infancia titulado Música de papagüevos y una recopilación de artículos periodísticos que lleva por título Psicografías.


Los invitamos a seguir los blogs  del autor: Santiago Gil y Ciclotimias

Aquí puede descargar en formato pdf Santiago Gil - Películas

Síga las publicaciones y comentarios de la Convocatoria Permanente de Narrativa en Facebook

15/11/11

¿Qué es escribir?



Telepatía, por supuesto. Pensándolo bien, tiene su gracia: la gente se ha pasado años discutiendo si existe, hay personajes como J. B. Rhine que se han devanado los sesos para crear un procedimiento válido de comprobación que lo aísle, y resulta que siempre ha estado perfectamente a la vista, como la carta robada de Poe. Todas las artes dependen de la telepatía en mayor o menor medida, pero opino que la literatura ofrece su destilación más pura. Es posible que esté predispuesto a su favor, pero no importa: quedémonos con la escritura, ya que es de lo que hemos venido a pensar y hablar.

Me llamo Stephen King, y escribo el primer borrador de este texto en mi mesa de trabajo (la que está puesta donde baja el techo) una mañana de nieve de diciembre de 1997. Tengo varias cosas en la cabeza. Algunas son preocupaciones (problemas de vista, no haber empezado las compras de Navidad, que mi mujer haya salido de casa con un virus); otras, en cambio, son agradables (nuestro hijo menor nos ha hecho una visita sorpresa desde la universidad, y en un concierto de los Wallflowers subí a tocar con ellos el Brand New Cadillac de los Clash), pero ahora mismo tiene prioridad el papeleo. Estoy en otra parte, en un sótano con mucha luz e imágenes claras. Me ha costado muchos años construírmelo. Domina una gran perspectiva. Ya sé que no cuadra mucho con que sea un sótano, que es un poco raro y contradictorio, pero yo funciono así. Otro construirá su atalaya en la copa de un árbol, o en el tejado del World Trade Center, o al borde del Gran Cañón. Allá cada cual con sus preferencias.

La publicación de este libro está prevista para finales de verano o principios de otoño de 2000. De confirmarse el dato, tú, lector, estarás a cierta distancia cronológica de mí... pero es muy probable que estés en tu propia atalaya, donde recibes los mensajes telepáticos. No es que sea necesario, ¿eh?

Los libros son la magia más portátil que existe. Yo suelo escuchar uno en el coche (siempre en versión completa, porque las lecturas de textos abreviados me parecen el colmo), y en general nunca salgo sin un libro. Nunca se sabe cuándo apetecerá tener una válvula de escape: colas kilométricas en los peajes, las salas de embarque de los aeropuertos, las lavanderías automáticas en tardes de lluvia, o lo peor de todo: la consulta del médico cuando se retrasa y tienes que esperar media hora para que te torturen una parte sensible del cuerpo. En ocasiones así me parecen indispensables los libros. Si resulta que tengo que pasar una temporada en el purgatorio antes de que manden arriba o abajo, preveo que mientras haya biblioteca no me quejaré. (Seguro que si hay una estará llena de novelas de Danielle Steel y libros de cocina; ja ja, va por ti, Steve.) O sea, que leo siempre que puedo, pero tengo un lugar de lectura favorito, y seguro que tú también: un sitio con buena luz y mejor ambiente. El mío es el sillón azul de mi estudio. Tú quizá prefieras el sofá, la mecedora de la cocina o la cama: leer en la cama puede ser paradisíaco, a condición de tener la página bien iluminada y no ser propenso a tirar el café o el coñac en las sábanas.

Supongamos, por lo tanto, que estás en tu lugar de recepción; favorito, igual que yo en el mío de transmisión. Nuestro ejercicio de comunicación mental tendrá que realizarse en el tiempo, además de en la distancia; pero bueno, no pasa nada: si todavía podemos leer a Dickens, Shakespeare y (con la mediación de algunas notas) Heródoto, la distancia entre 1997 y 2000 no parece insalvable. ¿Listo? Pues adelante con la telepatía. Te habrás fijado en que no tengo nada en las mangas, y en que no muevo los labios. Es muy probable que tú tampoco. Fíjate en esta mesa tapada con una tela roja. Encima hay una jaula del tamaño de una pecera. Contiene un conejo blanco con la nariz rosa y los bordes de los ojos del mismo color. El conejo tiene un trozo de zanahoria en las patas delanteras y mastica con fruición. Lleva dibujado en el lomo un ocho perfectamente legible en tinta azul. ¿Estamos viendo lo mismo? Para estar seguros del todo tendríamos que reunimos y comparar nuestros apuntes, pero yo creo que sí. Claro que es inevitable que haya ciertas variaciones: algunos receptores verán una tela granate, y otros más viva. (Los receptores daltónicos la verán gris ceniza.) Puede que algunos vean adornos en el borde de la tela. Las almas decorativas habrán añadido un poco de encaje, y son muy libres de hacerlo. Mi mantel es vuestro.

Siguiendo el mismo principio, el tema de la jaula deja mucho espacio a la interpretación individual. Para empezar, ha sido descrita mediante una «comparación imprecisa», que sólo será operativa si vemos el mundo y medimos las cosas con criterios similares. Cuando se hacen comparaciones imprecisas es fácil caer en el descuido, pero la alternativa es una atención repipi al detalle que quita toda la diversión al acto de escribir. ¿Qué tendría que haber dicho? ¿Que «encima hay una jaula de un metro de profundidad, sesenta centímetros de anchura y treinta y cinco centímetros de altura»?

Más que prosa sería un manual de instrucciones. El párrafo tampoco especifica el material de la jaula. ¿Alambre? ¿Barras de acero? ¿Cristal? ¿Tiene alguna importancia? Todos entendemos que la jaula es un objeto que permite ver su contenido. Lo demás nos es indiferente. De hecho, lo más interesante ni siquiera es el conejo que come zanahoria, sino el número del lomo. No es un seis, un cuatro ni un diecinueve coma cinco. Es un ocho. Es el foco de atracción, y lo vemos los dos. Ni yo lo he dicho ni tú me lo has preguntado.

Yo no he abierto mi boca, ni tú la tuya. Ni siquiera coincidimos en el año, y no digamos en la habitación. Y sin embargo estamos juntos. Muy cerca. Se han tocado nuestras mentes. Yo te he enviado una mesa con una tela roja, una jaula, un conejo y el número ocho en tinta azul. Tú lo has recibido todo, y en primer lugar el ocho azul. Hemos protagonizado un acto de telepatía. Telepatía de verdad, ¿eh? Sin chorraditas místicas. No pienso ahondar en lo expuesto, pero antes de seguir deseo hacer una puntualización: no es que me haga el listo, es que hay algo que exponer.

El acto de escribir puede abordarse con nerviosismo, entusiasmo, esperanza y hasta desesperación (cuando intuyes que no podrás poner por escrito todo lo que tienes en la cabeza y el corazón). Se puede encarar la página en blanco apretando los puños y entornando los ojos, con ganas de repartir ostias y poner nombres y apellidos, o porque quieres que se case contigo una chica, o por ganas de cambiar el mundo. Todo es lícito mientras no se tome a la ligera. Repito: no hay que abordar la página en blanco a la ligera.

No te pido que lo hagas con reverencia, ni sin sentido crítico. Tampoco pretendo que haya que ser políticamente correcto o dejar aparcado el humor (¡ojalá tengas!). No es ningún concurso de popularidad, ni las olimpíadas de la moral; tampoco es ninguna iglesia, pero joder, se trata de escribir, no de lavar el coche o ponerse rímel. Si eres capaz de tomártelo en serio, hablaremos. Si no puedes, o no quieres, cierra el libro y dedícate a otra cosa.

A lavar el coche, por ejemplo.

Stephen King

14/11/11

30 Libros: 28. Uno que lo haya asustado - Abaddón el Exterminador - Ernesto Sábato

Motivado por una entrada aparecida en el blog "Jacintario" de la escritora Jacinta Escudos, que se llama 30 libros, me interesé por este curioso reto que surgió en el blog del mismo nombre "30 Libros", que consiste en recomendar un libro cada día, durante treinta días, siguiendo el esquema propuesto. Vamos a intentarlo...


28. Uno que lo haya asustado - Abaddón el Exterminador - Ernesto Sábato

Esta última novela de Sábato, tercera de su trilogía, seguramente es la menos "sexy", la más caótica y densa como un pozo de petróleo, exquisita por sus pretensiones escatológicas, luego, porque esta novela que fui leyendo como en círculos concéntricos, me fue llevando en descenso tortuoso hacia el infierno, al vientre del dragón y hacia las profundidades de un abismo del que no se puede regresar sin alcanzar a ver el ojo que emerge de una vagina antes de ser mortificada hasta el desgarramiento y el sufrimiento estoico.

Terror, simplemente terror es lo que me produce el recuerdo de esta obra maestra del viejo Sábato.

11/11/11

Fabio Esteban Víquez - Los Perros de la Muerte y otros cuentos





Los perros de la muerte

El grito de los perros, los pasos lejanos en la noche nebulosa, los espectros y sus lenguas de fuego. El vehículo avanzó veloz sobre la autopista elástica. Atrás iban quedando las luces de neón y las imágenes que se dibujaban en el firmamento. La máquina se movía a más de 100 kilómetros por hora, gusaneando entre llanuras lejanas. En el horizonte únicamente se distinguían sombras azules, como animales gigantes, pastando. Él la miró, iba dormida en el asiento del pasajero. La sostenía el cinturón de seguridad, llevaba la cabeza de lado, la respiración callada, ausente. Acarició su mano, estaba tibia, aunque más bien fría, su rostro lívido. Viajaban de una ciudad a otra, a la mañana siguiente ella impartiría una conferencia en la universidad, luego viajarían a las montañas, se quedarán ahí dos o tres días.

Bajó un poco la velocidad, entró en una curva, luego aceleró, y salió.

Fue cuando sucedió. De la nada aparecieron tres siluetas al lado de la carretera, lanzando piedras al vehículo. Los proyectiles impactaron el blanco como granadas terribles, los fragmentos de cristal llovieron sobre sus caras. Él perdió el control, se estrellaron contra la barda de contención. El vehículo volcó y dio varias vueltas.

Tres sombras se acercaron sigilosas pero veloces. Abrieron el metal deforme. Él ya estaba muerto, ella aún respiraba. Tomaron lo que encontraron: los teléfonos, relojes, billeteras, los abrigos.  Otro vehículo se detuvo para prestar auxilio. Entonces los tres fantasmas desaparecieron, tal como llegaron: de repente, entre las sombras azules de la noche.

Eran los perros de la muerte; escaparon rabiosos, su botín no valía nada.

  


El gallo

La calle era de fuego, los rayos de sol se acumulaban en el asfalto. No había viento, no había brisa, solo un cruce de caminos, el paisaje desértico y el calor sofocante del medio día. El cielo, los ojos, la piel ardía. Un hombre de mediana edad, esperaba en la carretera. La única sombra que había era su sombrero de vaquero y su barba de tres días. La cita era a las once de la mañana pero faltaban diez para las doce y el taxista aún no daba señales de vida.  Tenía que ser paciente, aquí nada ocurría a tiempo. Al rato, cuando pasó una patrulla, sintió que lo miraban con sospecha. No había hecho nada malo, ¿qué haría si lo atrapaban? Estaba listo para decirles que no tenía para mordidas, que se lo llevaran, pero eso era una tontería.

            El calor era insoportable, perfecto para tomar una cerveza helada, pero ahí no había nadie más que él, la carretera vacía y el cruce de caminos.

Comenzó a consumir drogas a los veinte, aunque hacía más de un año que metía nada. No es que le hiciera falta, pues tenía su hábito controlado. Pero un poco, solo un poco, no estaba mal. Hay momentos en la vida en los que se necesita ayuda para seguir adelante.

            Al fin, un punto apareció en el horizonte, poco a poco tomó la forma de un vehículo. Se detuvo de súbito, se abrió la puerta. El sujeto que esperaba en la carretera lo abordó. El conductor le mostró sus dientes amarillos y soltó una bocanada pestilente.

     –Está un poco caliente, ¿no? –dijo al ver las gotas de sudor que resbalaban por la frente del pasajero.

El interior del taxi olía a hierba, el pasajero parecía pedir un poco con la mirada. El taxista se reía, pero no le daba nada. No conocía claramente hacia donde se dirigían, solo sabía que iban hacia el sur, a una casa perdida, nada más.

     –El bisnes amigo… el bisnes, ha estado muy complicado –dijo el conductor.

     –¿Por qué?

     –Ya sabe los pinches pendejos que se disputan la plaza. Además está el ejército y la policía, con esos nunca se sabe. Lo único que les interesa es ver cómo sacan algo de lana.

El taxista encendió un cigarro, ofreció otro al pasajero, el interior del vehículo se llenó de humo. Descendieron por un cañón, al fondo, como una cicatriz en la tierra, un caño recogía los desperdicios de los habitantes del lugar, llegaron a un caserío. El conductor notó que todo estaba extrañamente callado. No había niños jugando en la calle, ni perros, ni nada.

     –Esto está muy extraño –dijo  el taxista.

Luego detuvo el carro, se bajaron, caminaron entre las casas.

     –El problema es guardar y mover la droga. Es muy complicado porque el negocio es muy competitivo. Nosotros competimos contra la balas –se carcajeo– la verdad es que no nos dedicamos a esto. Lo que guardamos aquí es solo para consumo personal y para ayudar a algunos amigos. Porque los primeros que se mueren en esta guerra son los vendedores al menudeo, y luego todo se pone muy escaso. A mi me han hecho picadillo a varios conocidos, no le miento. Los parten en pedacitos y los tiran a la calle. Así, pues no. Prefiero comprar una cantidad grande con uno o dos más, y pellizcar lo mío.

Llegaron al final de una alameda.

     –Aquí es. Este era antes nuestro bulín, pero ahora lo usamos para lo que usted necesite. ¡ Panchito! –llamó a alguien en el interior.



A las seis de mañana el gallo estaba cacareando, comenzaba a clarear. El hombre dormía en el sillón de la sala, o lo intentaba pues estuvo bebiendo hasta hacía pocas horas, y ahora sentía descargas eléctricas que se le venían sobre la frente. Entonces abría los ojos, asustado, se cercioraba que nada estaba pasando y seguía intentando dormir.

            Al rato se levantó, fue a la cocina, tomó un galón de agua tibia, se refrescó el rostro y la garganta. Después se dirigió al baño, vomitó bilioso y orinó muy amarillo. Se tiró en el piso fresco, sintió un leve alivio y cayó dormido. Un escorpión  se ocultaba en un rincón.

            Comenzó a soñar que escuchaba pasos alrededor de la casa. Luego la voz de unos hombres, dos o tres, junto a la ventana. Trataban de abrir la puerta.  Sintió la presencia de alguien. Aún medio dormido quiso alcanzar la escopeta, pero ya no estaba en el lugar donde la había dejado. El escorpión le picó la mano, sobresaltado, abrió los ojos.

Los hombres le cayeron encima.

            Lo sacaron de la casa, lo llevaron a la parte de atrás, bajo un árbol.  Apareció un cuarto individuo en la escena. Traía su herramienta de trabajo en la mano y el gesto macabro. Cuando Panchito escuchó el sonido de la motosierra deseó que aquello fuera como las descargas eléctricas que había sentido un rato antes, cuestión de abrir y cerrar los ojos. O como el aguijonazo del escorpión.



     –¡Paaaaaanchooooo! Qué extraño, parece que no está –volvió a decir el taxista.

Entonces al taxista le entraron ganas de mear. Se plantó frente a un árbol. Un gallo andaba alrededor.  Algo llamó su atención, lo miró con más detenimiento, el ave sostenía algo en su pico.

     –¡Pinche pendejo! –gritó el hombre al gallo. El ave revoloteó y dejó caer lo que sostenía.  El taxista lo examinó con asco. Era un pedazo de carne flácida. 

     –¡Una verga! –gritó asustado. Avanzó por ahí y encontró un tronco humano, le faltaba la cabeza, las manos y los pies.

     –¡Ves cabrón te lo dije! ¡Ya nos jodieron a Panchito!




Las postales extraviadas de la vida de alguien más

Primero un paso profundo y seguro, como un abismo, como el golpe seco, sordo de un gigante a un  tambor del tamaño de una ciudad. Después el silencio,  amplio, oscuro, como una caverna inmensa y una gran vibración, solitaria, inminente, como un tsunami.  Cinco, diez, treinta segundos de silencio y quietud. Y otro paso  similar, intenso, profundo,  vasto y la vibración constante, intensa por un segundo, como un anillo concéntrico en la quietud de un lago. Inmediatamente el silencio, la quietud y esa sensación de  caminar  entre un campo cubierto de flores de manzanilla, un día de cielo azul o la paz de volar un papalote cuando uno es niño   y únicamente importa mirar el cielo y correr con el viento para que se eleve. 

            Otro paso, pero éste es diferente, no tan contunde, no tan profundo, sino más bien como que se desgrana, despilfarrándose en partes más pequeñas  sobre  la superficie.  E inmediatamente las partículas se van soltando una  a una,   chocando contra el pavimento, mientras el sonido es amplificado.  La calma se desvanece  y lo que va quedando, lo que va naciendo es como un gabán que  flota misterioso en una calle cubierta de neblina y que avanza.  Es el estado de alerta, de precaución, como cuando alguien o algo acecha en la oscuridad.

Segundos  más tarde, ya  no es uno, sino cientos, ya no son cientos sino miles, los pasos que son cortina, que son el torrente de un ejército que camina velozmente. Es el motor de los aviones.  Mientras vos y yo,  y  los otros comienzan a  correr, a escapar en todas direcciones, como ratones de un cartoon noventero.

            Pero lo que importa, quien importa, sos vos y que logrés escapar de los motores en el aire, destruyendo los papalotes con sus hélices de tiburón blanco y los campos de manzanilla y los bosques tropicales y  los nidos de oropéndola, con sus bombas  de piel humana, cayendo.   Y los aviones te siguen, dibujando sombras en forma de cruz sobre el piso, que se multiplican cuando avanzan como  la rosa de los vientos. 

Entonces vas sobre una moto color vino níquel, a cien kilómetros por hora, serpenteando una montaña, con el  viento acariciándote el rostro violentamente y tus ojos  chinos que lagrimean.  Acelerás, acelerás y la  moto vibra y se le quieren saltar los pernos y acelerás, y vas por pendientes que parecen dibujos y líneas muy picadas  que forman la columna vertebral de un animal tendido. Cuando crees que has dejado atrás al ejército y estás seguro por un momento, emergen en el horizonte  dos cazas, como puntos terribles que se acercan llenos de certezas. Hasta que  dos sombras en forma de cruz se posesionan, una a cada lado  tuyo sobre la carretera. Y ya no importa si  vas a ochenta o a cien kilómetros, ahí están y no te dejan. 

Sólo es cuestión de tiempo para que algo suceda.



Un hombre joven camina por un jardín  tropical,  lleno de plantas exuberantes, algunas están en plena floración;  lágrimas de colores, sobre todo rojas y blancas, colgando de enredaderas brillantes, enormes, que crecen sobre arbustos en una perfecta relación simbiótica.  También hay almendros y palmeras que han crecido desordenadamente en el jardín. El jardín está ubicado junto a una barrera de coral natural que forma parte del mar Caribe, que golpea sus voces y lanza sus velos de espuma blanca, ruge  a la vez salvaje, terrible e inofensivo.  Sobre el coral hay una mujer joven, delgada, morena, con el cabello suelto,  un vestido de rayas que apenas le cubre  la parte superior de los muslos. El viento la abraza sensualmente y descubre la silueta de sus senos pequeños, puntiagudos, su abdomen plano y  la redondez de sus caderas. Su mirada se pierde en   el mar,  deja que sus voces blancas  la acaricien por completo.  Por eso su piel se  eriza, su interior  se contrae, sus grandes ojos de niña capturan cada instante, como una fotografía, documentándolo todo, para luego, cuando llegue el momento, usarlo en la novela que  está escribiendo. Todo está tan lleno de poesía,  de sensualidad, de exuberancia, dice al verlo emerger del jardín.

            Él se acerca silencioso, se  abrazan de manera que sus caderas quedan muy cerca y se besan.


Los aviones comienzan a descender, a acercarse cada vez más, las cruces sobre el asfalto se hacen más grandes,  preparan sus  metralletas y disparan sus ráfagas de fuego. Ya no hay donde ocultarse, no hay montañas que sirvan de morada. Las balas silban en el aire canciones nefastas.

            Se da el siguiente momento. 

            El momento en que el hombre suda  su vida, suda sangre, suda a quien ama, suda a quienes lo aman,  la verdad, sus mentiras; suda a su dios, su falta de creencias, su miseria, lo que fue, suda edificios, suda clavos, sentimientos, suda  rostros, se suda así mismo y cae.

Cuando el hombre recobra el sentido, está tirado en el piso,  escondido en una esquina,   junto a un ventilador  que suena como un avión,   como un ejército de máquinas en la habitación de un hotel pequeño.  Está sumido en un estado de enajenación del que no se recupera, se niega a aceptar la realidad. Junto a él están tiradas las postales extraviadas  de  la vida de alguien más. 


Fabio Esteban Víquez. Ha escrito dos libros, uno de cuentos y relatos y una novela, ambos son mutantes e inéditos. Ha participado en talleres literarios en Costa Rica y México, y tomado cursos de literatura latinoamericana este último país. Su cuento “Las Postales Extraviadas de la vida de alguien más”, fue publicado recientemente por la revista Postdata de Monterrey, México. Es periodista e ingeniero de software, con deformación hacia la comunicación. Ha trabajado para varios medios de comunicación en Costa Rica y Centroamérica, como periodista y editor, actualmente se gana la vida como consultor de comunicación para varias ong´s.

Aquí puede descargar en formato pdf Los Perros de la Muerte y otros cuentos

Síga las publicaciones y comentarios de la Convocatoria Permanente de Narrativa en Facebook