De nuestra primera novela impresa, queremos compartir esta breve primicia e invitarlos a ser cómplices de ella...
El Autor
Nadie imaginó
que esta ciudad llegaría a convertirse en un cementerio de palomas, en esta
habitación rigurosamente gris cuando alguna vez estuvo habitada por miles y
miles de estas aves que volaban en gigantescos torbellinos de alas, comían y
defecaban en los parques y monumentos para el deleite de los niños, los viejos
y las familias que compraban las palomitas de maíz para alimentarlas. Ya fuera en los fines de semana, o
en los días festivos, ellas aliviaban la vista de los pasajeros agobiados;
acompañaban la primera fotografía de unos novios, de los niñitos que corrían
tras ellas y alzaban sus brazos cuando estas volaban finalmente y se posaban en
las cornisas del Teatro.
Cuando murieron las palomas,
acabaron aquellas escenas cívicas y alegres, los parques quedaron desiertos y
fueron invadidos por los pordioseros y el silencio. En una ciudad cuya
arquitectura es típica de las ciudades homogéneas y sin estilo, la muerte de
las palomas significó la caída de los últimos edificios antiguos sobre los
charcos de sol, de los trillos que se abrieron con carretas y mulas y que ahora
son avenidas y nombres de gente que nadie conoce; de repente la ciudad se
volvió extraña y temible, y muchos descubrieron con pesar que ahí habían nacido
y que jamás se moverían de ahí. Nadie supo hasta más tarde, cuáles habían sido
las causas, simplemente contemplaron un día a las palomas enloquecidas volando
como abejones de mayo, estrellándose contra las ventanas de los edificios y
agonizando sobre los escritorios de los burócratas que se quedaban horrorizados
sin hacer nada. Otras caían contra las baldosas de los parques, y temblorosas
vomitaban sus vísceras; poco a poco fueron formando montañas de cadáveres en las calles y los techos. La ciudad hedía a podredumbre y los
habitantes se cubrían la cabeza atormentados por la duda y las últimas
sobrevivientes que solían arrojarse hacia ellos. Triste y vacía, así quedó esta
ciudad que descubrió que aquellas palomas eran su respiración y su paisaje más
amado. Pronto comenzaron las
investigaciones, hombres de ciencia comenzaron a analizar los cuerpos inertes y
sus buches sangrientos. Muchos temieron que se tratara de un virus, de alguna
bacteria que mutó y se dispersó rápidamente entre la población de palomas. La
amenaza de que la plaga pasara de las aves a los seres humanos era posible, la
declaratoria de una emergencia sanitaria estaba latente. Poco se obtuvo de las
primeras investigaciones, hasta que alguien notó que todos los perros
callejeros y demás alimañas hambrientas que habían devorado los cadáveres de
las palomas habían muerto también. Más tarde los análisis confirmaron las
sospechas; nada devolvería la tranquilidad a los pacíficos habitantes de San
José, todos se miraban atemorizados y con desconfianza, las palomas no habían
muerto a causa de ningún microbio, su muerte no era un accidente, las palomas habían
muerto envenenadas.
Germán Hernández
Apología de los parques
Uruk Editores. Costa Rica. 2014