La misma canción de siempre
Para J. H., por haberme contado
parte
de esta historia.
Toqué sin
estar seguro de que este fuera el apartamento. El edificio olía a humedad y lo
más probable era que el agua se metía por las rendijas en invierno.
Me había costado conseguir la
dirección porque Chris, aún en sus buenos tiempos, era peor que un ermitaño. No
dejaba dirección; nadie sabía su teléfono y en la última universidad donde
trabajó ni siquiera quisieron hablar conmigo cuando les pregunté por él. Tal
parece que mi amigo se había vuelto un verdadero anatema. Y esto de verdad me
molestaba. Si alguna vez Chris había sido un peligro, la única víctima posible
era él mismo. Hombre culto y decadente, mi amigo Chris Bone era amante del
tabaco oscuro, el buen whisky y las mujeres hermosas. Su otra pasión era casi
un producto colateral a estas tres: porque en noches de frío y soledad, Chris,
seguro acompañado de dos de sus pasiones, también era buen poeta. Nunca había
querido publicar nada, pero en su apartamento o dormitorio de universidad,
siempre tenía guardados unos cuadernos donde de vez en cuando escribía poemas.
Insistí de nuevo en la puerta pero
no hubo resultado. No estaba seguro si esta era la dirección correcta, y de
serlo, tal vez Chris no estaba. Podía estar dando clases o quizás andaba de
compras.
Toqué la puerta una tercera vez por
si acaso.
Nada.
Toqué una cuarta vez. Primero no
hubo respuesta, pero un segundo después oí su voz:
—¡Por favor, váyase!
Quedé atónito pero reaccioné
rápidamente:
—Chris,
soy yo, Bill Hodges.
—¿Bill Hodges?
La voz sonaba emocionada, o al menos
a mí me lo pareció.
Oí el ruido de un pie o un brazo
golpear una botella que rodó por el piso, luego una caja, o algo parecido,
siendo arrastrada una cierta distancia. Chris volvió a hablar.
—Espérate un momento.
Y así fue. Dos o tres minutos
después un hombre ojeroso y barbudo me abría la puerta de su cuchitril: era
Chris Bone.
La primera impresión que me dio fue
la de un espantoso envejecimiento prematuro. Chris parecía veinte años más
viejo de los años que debía tener. Un poco de canas en la frente le daba la
apariencia de un niño envejecido. Me pasó adelante con un gesto de la mano. No
hubo abrazo u otro rasgo de emoción más que un débil apretón de manos.
—¿Qué haces por estos lados?
—preguntó en un tono casi distraído.
—Me detuve en la ciudad para verte.
Costó encontrarte, hermano.
—Sí, pues no salgo mucho estos días.
Sin dar ninguna otra indicación, se
sentó en una destartalada silla junto a la mesa. Los viejos libros de antes
aparecían por todo lado: Marx, Shelley, Milton, Marcuse. Su cuarto parecía una
antigua compra y venta más o menos entreverada con elementos domésticos: un
viejo coffeemaker junto a la pila, unas ollas (creo que sucias) vasos a medio vaciar y
sobre todo un enorme arsenal de botellas vacías; Johnny Walker, Robbie Duh,
Old Parr, White Horse y hasta bourbon
de tercera. La marca era definida por las posibilidades del bolsillo. Hoy
tomaba etiqueta negra, mañana un rasca gargantas de marca desconocida. En eso
era genio y figura hasta la muerte. Sus compañeros de generación decíamos que
Chris había sido herido desde joven por el ángel del alcohol, y hoy me parecía
que ese ángel no sabe perdonar: sus estocadas siempre son fatales.
Chris me indicó una silla cercana y
me preguntó si quería café o tomar algo de bourbon.
Le dije que no. En verdad me daba miedo alterar el delicado equilibrio de esa
habitación. Un libro o una botella que se corriera más allá de lo necesario y
el mundo de Chris Bone se iba a pique.
Su tos de fumador le recordó su otro
amigo y de inmediato sacó unos viejos cigarrillos de la bolsa de la camisa. De
nuevo me ofreció y yo le mentí diciéndole que no fumaba.
Le conté que había tratado de
encontrarlo por medio de la universidad y de cómo me habían tratado al
preguntar por él.
—Esa gente no me quiere, Bill. De
veras me jodieron, hermano.
Luego empezó una conversación casi
alucinada de cómo una alumna lo había acusado de hostigamiento sexual y del
juicio de intramuros por el que había pasado. Fue despojado de todos sus
honores y privilegios como profesor de literatura inglesa. Lo único que le
quedaba ahora era una ínfima pensión del welfare
y un ocasional trabajo como profesor de inglés en algún college de barrio pobre.
—Lo peor de todo, Billy —me dice con
una mirada intensa—, es que nunca la toqué. La gran perra me armó todo el
escándalo porque no la quise ayudar con las notas.
Se volvió hacia la ventana y tosió
un poco. Los ojos se le habían puesto rojos, pero estoy seguro de que no había
sido por efecto del humo. Quise entonces cambiarle rápidamente el tema y me
acordé de su poesía.
—Oye, ¿sigues escribiendo poemas?
Sonrió levemente y me volvió a ver
con algo de tristeza.
—¿Estás seguro de que no quieres un
trago de bourbon?
Ya no me podía negar. Cuando Chris
ofrecía licor una segunda vez era porque la conversación iba a ser intensa.
Lentamente sacó un vaso de un
estante y me sirvió una porción generosa.
—Sabes, Bill —me decía mientras se
servía él también un poco de bourbon
—, yo le vendí el alma al diablo. Exactamente hace quince años que sucedió.
Su pulso temblaba un poco, pero sus
palabras eran firmes y exactas.
Estaba en Haley´s, un bar concurrido del barrio universitario. La noche
anterior había tomado mucho por lo que ahora tenía una goma terrible y poco
dinero. Estaba corrigiendo algunos de sus poemas cuando se le sentó un chico a
la par. Era uno de esos jóvenes roqueros que a veces tienen una relación
putativa con la poesía; un rollo psicológicamente relacionado con el síndrome
de Jim Morrison, me aclaraba Chris con algo de humor.
Pues bien, el muchacho se interesó
por lo que Chris escribía y estuvieron hablando de poetas y leyendo algo del
trabajo del profesor. De repente el muchacho se quedó congelado en medio bar.
Tenía un poema de Chris en la mano y empezó a leerlo con un aire de profundo
misticismo. Tan pronto terminó le preguntó al poeta a quemarropa:
—¿En cuánto me vendes este poema!
Chris no supo qué contestar y
respondió solo por seguirle la broma al chico:
—Trescientos dólares.
—¿Me esperas un momento?
—Claro —contestó Chris quien estaba
convencido de que todo era una broma—. Tómate tu tiempo.
El chico salió apresuradamente del
bar y Chris siguió su trabajo de corrección convencido de que nunca vería otra
vez al roquero.
Media hora después el muchacho
estaba frente a Chris.
—Aquí están los trescientos dólares.
¿Todavía tenemos un trato?
—¡Claro que sí, si tú quieres!
—respondió Chris incrédulo.
Pues bien, esos trescientos dólares
se fueron en dos semanas de juerga y licor.
—Sabes que el chico y su grupo se
hicieron millonarios, verdad.
—Algo he oído —respondo con cautela.
Sería muy cruel recordarle a Chris que su poema se convirtió en una canción que
le reportó a sus dueños ganancias millonarias y un lugar prominente en el mundo
de la música pop-rock.
—Y bueno —dice Chris como queriendo
cambiar el tema—, cuéntame de ti.
Y le relaté algunas de las minucias
de mi vida; que Karen y yo nos habíamos ido a vivir a Costa Rica; que ambos
trabajábamos en un centro binacional como profesores de inglés; que el país era
hermoso pero los salarios eran muy bajos, y le seguí hablando de las bellezas
naturales del pequeño país hasta que pude notar un cierto dejo de aburrimiento
en la cara de mi viejo amigo.
Hice entonces lo que uno siempre
hace en estos casos: se inventa un compromiso que se tiene más tarde y se
disculpa con el anfitrión. Él, quizás sabía que yo estaba mintiendo, pero era
mejor así.
Me dio otra vez la mano con cierta
suavidad y me acompañó hasta la puerta. Intercambiamos correos electrónicos y
ambos prometimos escribirnos pronto.
Ya en la puerta, Chris me hizo la
pregunta de rigor:
—¿Te gusta la canción?
—¿Cuál? ¿Dust in the wind?...
Iba a continuar pero Chris no me lo permitió.
Antes de que yo respondiera, mi
amigo de juventud ya estaba cerrando poco a poco la puerta.
San Juan
del Murciélago,
21 de
septiembre de 2005.
Alexánder Obando Bolaños. Costa Rica 1958.
Ha sido miembro de varios talleres de poesía, tales como el Taller de
Literatura Activa Eunice Odio, el Taller Julián Marchena y el Colectivo
Octubre-Alfil 4. Poemas, cuentos y artículos suyos se encuentran dispersos en
diarios y revistas de Costa Rica. Se dedicó a la docencia y laboró como
profesor de inglés en el Centro Cultural Costarricense-Norteamericano.
La obra de Alexánder Obando
se ha convertido en punto de referencia de la literatura costarricense. Sus
trabajos más destacados, hasta ahora dos novelas de gran formato, han
influenciado a las nuevas generaciones. Asimismo, por su tono de ruptura, su
estilo particular, donde se entrelazan la novela gótica y bizantina; los mitos
grecolatinos y la ciencia ficción; así como la visión de los mass media y la
cultura fragmentaria de la posmodernidad, ha sido cuestionado y criticado por
ciertos estratos académicos conservadores. Esto último, se hace evidente, pues
los textos de Obando muchas veces utilizan intertextos relacionados con
personajes de la vida pública costarricense. Sin embargo, la recepción de sus
textos, entre escritores y sectores más abiertos de la crítica, ha sido amplia
y positiva. Sobre El más violento paraíso, señala Adriano Corrales Arias:
...es una novela más que compleja. Construida con
los hechos y desechos industriales del cine de ciencia ficción, los cuentos de
terror, las guías turísticas, las drogas o "sustancias del sueño", el
folletín rosa o el relato pornográfico, pero sin menospreciar la narración
histórica, el grimorio y el mito antiguo, esta enorme novela pretende, de
muchas maneras, ritualizar la violencia y el deseo en un mundo complejo que se
devora a sí mismo ineluctablemente. (...) Este texto es probablemente el mayor
esfuerzo narrativo de la contemporaneidad costarricense, para darnos una visión
amplia de la fragmentación, la enajenación y la exclusión propias de nuestra
época. Barroca en mucho, laberíntica siempre, excesiva a veces, esta novela
puede parecernos inusitada en nuestro país, pero nos propone una lectura
totalmente nueva tras la cual se agazapa un narrador bien dotado apostando a la
sustancia dentro del griterío y vacío posmodernos. (Corrales, 2005: 52)
Igualmente, en el 2001, año
de publicación de esta novela, se auguraba una ruptura dentro de la tradición
novelística. Rodrigo Soto plantea lo siguiente:
En resumen, estamos ante una obra ambiciosa y de
difícil lectura, pero también valiente. Valiente en su apuesta estética y
también en su posición filosófica y moral. A esto le añado, como ya señalé, el
contar entre sus páginas con algunos pasajes sin duda memorables. Decía
Faulkner que la dimensión de un escritor se mide por la dimensión de sus
fracasos, más que por la de sus éxitos. Si Faulkner tenía razón (y yo creo que
la tiene), estamos ante la primera novela de un gran escritor. Veremos qué dice
el tiempo, y qué dice Obando en su próximo trabajo. (Soto, 2001: 10)
La crítica parece ser
unánime, al reconocer el trabajo de Obando como un nuevo hito dentro de las
letras costarricenses y centroamericanas. Se ha hecho acreedor del Premio
Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2010, por Ángeles para suicidas,
Ganador del Certamen de Poesía Centroamericana Juan Ramón Molina auspiciado por
el CSUCA (Consejo Superior de Universidades Centroamericanas), EDUCA y el
Instituto Cultural Costarricense-Salvadoreño, 1991.
Entre sus publicaciones
destacan: El más violento paraíso (novela, San José:
Ediciones Perro Azul, 2001; San José: Ediciones Lanzallamas, 2009.). Canciones a la muerte de los niños (novela, San
José: ECR, 2008). La gruta y
el arcoíris. Antología de narrativa gay/lésbica costarricense (compilación y
prólogo, San José: ECR, 2008). Ángeles para suicidas (poesía, San
José: Arboleda Ediciones, 2010).
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