Y llegó a ser considerada la mejor decisión que
hubiese tomado el país luego de la abolición del ejército en 1948. Nadie o casi
nadie extrañaba el denominado deporte rey; todos entendieron las ventajas de su
extinción vía decreto.
Los ministros de Cultura y Educación se reunían a
tomar vino, a celebrar; a veces invitaban al director del Instituto del
Deporte; juntos brindaban por el sueño conquistado: un país sin balompié.
Todo comenzó en una mesa de tragos, los titulares
de Educación y Cultura se reunían a discutir los problemas del país y sus
posibles soluciones; una noche
concluyeron que todo, absolutamente todo era culpa del fútbol, que ese deporte
era la consagración del capitalismo salvaje, la desigualdad social, la corrupción,
violencia y delincuencia.
–Deberíamos abolirlo– dijo el jerarca de las artes
riendo.
La broma quedó revoloteando en la cabeza del
ministro de Educación, hasta convertirse en su único pensamiento. La siguiente
ocasión que vio a su amigo le propuso su estrategia: suprimir cualquier
actividad económica asociada con el balompié.
El primer paso sería explicarle la idea al director
del Instituto del Deporte; si él estaba de acuerdo, seguirían con el plan; de
lo contrario, lo abandonarían de inmediato, sin su apoyo no tendrían éxito.
Convocaron al director a una reunión ultrasecreta a la cual asistió gustoso,
pues pensaba que el deporte, la cultura y la educación eran un trípode
indispensable para el desarrollo social.
La propuesta le pareció sensacional; el tipo era un
atleta pensionado que siempre había odiado a los futbolistas; a ellos les daban
de todo, plata, patrocinios, fama, a cambio de malograr goles y reclamarle a un
árbitro, mientras que los atletas, verdaderos deportistas, debían costearse sus
propias tenis, pellejearla para asistir a una competencia y, en el caso de que
les fuera mal, aguantar las críticas de media humanidad.
“¡Cómo putas no les va a ir mal si nadie los
apoya!”, gritaba siempre.
Abolir el fútbol era solo la primera parte del plan,
luego venía la fase denominada “Redistribución de la inversión efectuada al
balompié en las artes, los deportes y las aulas”. El objetivo era desviar todos
los millones que se destinaban en salarios de jugadores, los patrocinios y la
comercialización de la mejenga, en campañas, programas y obras sociales.
El primer escollo que deberían superar los tres
soñadores era su jefe, sabían que el presidente estaría en contra, el fútbol es
la forma perfecta de desviar la atención del pueblo, la gente se preocupa más
por los resultados de su equipo que en las nunca cumplidas promesas de campaña.
Además, entretiene a los medios y a los inquisidores, dando respiro a los
choriceros de cuello blanco.
Redactaron un memorando en donde con letra fina y
redacción pulcra, denunciaban que el Gobierno utilizaba el fútbol para cometer
hechos ilícitos: desde desviar fondos hasta meterle miedo al pueblo.
El documento fue dejado en un sobre anónimo en la
oficina de un legislador de oposición.
El escándalo no tardó en estallar; todos los
diputados opositores pidieron que rodaran cabezas; el tema ocupó las primeras
planas de los periódicos y fue lo único de lo que se habló en el plenario, los
hogares, los parques, las universidades, las cantinas…
Hasta llegó a pensarse que el famoso memorando se
traería abajo al presidente.
Temeroso de ser enjuiciado, el mandatario convocó a
su Consejo de Gobierno a una reunión urgente. Preocupado, inició diciendo que
no tenía ningún conocimiento del memorando, que él nunca antes lo había visto,
que no había un complot para utilizar el fútbol como herramienta de
manipulación masiva o para robarse dinero.
El mandatario exigió soluciones, alguna forma de
salir de tal embrollo. Las propuestas llovieron: negación enfática y absoluta,
armar un escándalo de otra cosa, colgar los trapos sucios de la oposición;
incluso se planteó la idea de aceptarlo todo en un mea culpa y pedir perdón al
pueblo. Múltiples opciones. Ninguna convenció al Presidente.
El ministro de Educación levantó la mano –aquí
venía el siguiente paso del efecto memorando–
y propuso que para convencer al país de que el Gobierno no tenía
relación con el mentado documento y que no pensaba utilizar el fútbol como un
arma de dominación desmedida, debían abolirlo.
–¿Qué?– preguntó de forma unísona el Consejo entero,
incluyendo al Presidente y al ministro de Cultura, cómplice del plan
antibalompié.
El educador dijo que lo más viable y acertado sería
prohibir, mediante un decreto ejecutivo, cualquier actividad comercial
relacionada con el fútbol e iniciativas sobre ese deporte.
Reinó el silencio en la sala durante varios
segundos, hasta que este fue roto por el jerarca de las artes.
–Claro… y podríamos usar el dinero que se invierte
en las mejengas, en programas de arte, bueno, no sé, en educación, seguridad y
democracia– dijo para cederle lugar de nuevo al silencio.
Al ministro de Seguridad la idea no le pareció para
nada mala, sin fútbol no tendría que preocuparse de los pleitos en los estadios
y la delincuencia de las barras; la ministra de Transportes pensó que sin
fútbol habría menos consumo de licor y por ende menos borrachos en la
carretera; la ministra de la
Condición de la
Mujer imaginó que la ausencia del fútbol reduciría la
violencia de género, ya los machos no celebrarían pegándoles a sus parejas; el
presidente de la Caja
de Seguro Social soñó con no tener que andar cerrando estadios por la falta de
pagos de cuotas obrero-patronales, y así uno a uno, cada ministro y jerarca de
entidad encontró las virtudes de la erradicación del balompié.
–No se hable más–dijo el Presidente y dio por
finalizada la reunión.
Al día siguiente anunciaron el decreto y su
consecuente “Redistribución de la inversión efectuada al balompié en las artes,
los deportes y las aulas”. Los ministros de Educación y Cultura se ofrecieron a
redactarlo, en una semana estaba todo listo. “Cualquiera pensaría que lo tenían
hecho de antemano”, le decía el presidente a sus asesores.
La oposición tomó la iniciativa con recelo; pero,
cuando les explicaron acerca del objetivo de una mejor distribución de la
riqueza, se sumó a la barca.
En el país las reacciones fueron diversas, las
mujeres rosas se alegraron pues ya no les interrumpirían las telenovelas; las
mujeres azules siempre pensaron que el fútbol era de bárbaros; las mujeres
rojas dijeron que en buena hora, así los varones asumirían más responsabilidades
con la familia y la sociedad; y a las mujeres lilas les importó un carajo.
Mientras que aquellas a las que les gustaba el fútbol, se aliaron con los
hombres de todos los colores, amantes de tomar cerveza y rascarse la panza los
domingos frente al resumen deportivo, y
juntos forjaron la principal
resistencia popular al plan antifútbol.
Plantearon decenas de recursos de amparo y de
acciones de inconstitucionalidad, pero los magistrados los rechazaron ad portas, pues ellos también
consideraban que el fútbol era el culpable de al menos la mitad de las
sentencias que debían resolver a diario.
Otros que se molestaron con la decisión fueron los
futbolistas, pues ya no tenían con qué pagar las cuotas de sus carros de lujo,
ni tenían viáticos para pasear por los países del Caribe, Europa y Sudamérica
durante las pretemporadas.
Las modelos, amantes de los jugadores, también
pegaron el grito al cielo. El mundo de farándula en que vivían no se lograría
mantener a flote sin su contraparte masculina.
De todos, los más molestos fueron los medios de
comunicación y las agencias de publicidad, se habían quedado sin un gran pedazo
del pastel multimillonario que era el balompié.
Comenzó la batalla; primero hubo manifestaciones
frente a la Casa
Presidencial, en donde los marchistas iban con espinilleras y
tacos exigiendo el retorno de su deporte favorito. Después, las modelos,
uniéndose a la protesta, se rehusaron a posar semidesnudas hasta que volviera
el fútbol. Los noticieros cada día sacaban la triste y desgarradora historia de
algún futbolista hundido en la depresión, pues no tenía nada que hacer ni cómo
pagar las múltiples pensiones alimentarias que debía.
Mas los embates fueron recibidos con gallardía y
astucia por parte del Gobierno. En cuanto a las marchas hizo lo que hace con
todas las marchas, decir que solo habían llegado cuatro gatos. A los
futbolistas los incorporó a programas de enseñanza del Instituto Estatal de
Aprendizaje, allí comenzaron a adquirir conocimientos en mecánica, fontanería,
locución radiofónica; otros terminaron sus estudios secundarios y se
matricularon enseguida en la universidad. Las modelos, al ver que su amenaza de
abstenerse a posar semidesnudas no había dado frutos, decidieron cambiar de
oficio y apostar menos a su físico.
Todo se fue tranquilizando; el fútbol comenzó a
desaparecer del imaginario colectivo.
El único obstáculo, siempre presente y en constante
amenaza, eran los medios de comunicación. “Todo plan maestro tiene y tendrá una
piedra en el zapato”, decía el ministro de Educación.
Los frutos de una patria sin fútbol se vieron al
poco tiempo; en las escuelas se enseñaba artes marciales, las cuales, además
del trabajo físico, exigían alta disciplina de los niños.
Los periodistas dejaron de entrevistar a los
entrenadores balbuceantes, empezaron a investigar y descubrieron un negocio
redondo de lavado de dólares detrás de los principales clubes de primera
división.
Millones de colones se reinvirtieron en el
fortalecimiento de programas sociales, guarderías, artes y folclor, tal y como
lo habían soñado los creadores del plan antibalompié.
Las familias comenzaron a compartir juntas los
domingos; las cantinas redujeron ventas, y muchos de sus dueños las cerraron y
abrieron en su lugar galerías de arte y librerías. El plan estaba saliendo
mejor de lo que se había pensado.
Todo iba tan bien que la noticia comenzó a recorrer
el mundo; pensadores chapines, salvadoreños, hondureños y hasta mexicanos
propusieron emular el concepto de una nación carente de balompié, pues los
resultados eran dignos de aplauso.
La FIFA, preocupada por las ideas revolucionarias,
insurgentes y crecientes, concentró esfuerzos en derrocar el mundo feliz sin
balompié y volver a restablecer en el poder el orden futbolero, para ello se
alió con los más poderosos medios de comunicación.
Con dineros de grandes anunciantes de marcas
deportivas, contrataron asesores y pagaron mordidas para que el contraataque
comenzara a dar pasos gigantes. Acudieron al Tribunal Nacional de
Elecciones y solicitaron un referendo.
El órgano electoral dio luz verde a la supuesta fiesta democrática. Sería el
pueblo quien decidiría si el fútbol volvía o se quedaba por siempre en el
olvido.
Los ministros de Educación y Cultura tenían cierto
temor, aunque confiaban en que la gente, que ya había disfrutado de las mieles
de un universo sin fútbol, votara por el NO. Ellos menospreciaron a los medios
de comunicación.
Los canales, la radio y periódicos fueron
abiertamente impulsores del SÍ AL
FÚTBOL. En sus editoriales, en sus notas informativas, en sus entrevistas, todo
estaba parcializado a favor del deporte rey. La lucha era desigual, pero los de
convicción de acero se mantenían claros con el NO.
El día del referendo dieron los resultados y
enseguida el más conocido narrador de partidos gritó: “¡Gooooooooooooooool,
ganó el SÍ, ganó el SÍ; cántenlo conmigo señores…!”, y sonó a todo volumen la pieza de Queen “We are the Champions”. La victoria fue
estrecha, pero victoria al fin.
Esa noche, los ministros de Educación y Cultura se
reunieron a tomar una copa de vino que les supo tan amarga como un autogol.
Alonso Matablanco es licenciado en Comunicación por la UCR y tiene una maestría en Sociología de la Universidad de Salamanca, España. Es periodista en Revista Dominical y administra el blog Vida en San José. Es autor de los cuentarios Caníbales ( Uruk, 2009) y Adictivos, el cual, si no llueve, se publica este año. También tiene un cuento publicado en el compendio Antología de microrelatos (editorial De Costa Rica, 2012) y otros que se exhiben en matablanco.blogspot.com
Para publicar en la Convocatoria Permanente de Narrativa
Alonso Matablanco es licenciado en Comunicación por la UCR y tiene una maestría en Sociología de la Universidad de Salamanca, España. Es periodista en Revista Dominical y administra el blog Vida en San José. Es autor de los cuentarios Caníbales ( Uruk, 2009) y Adictivos, el cual, si no llueve, se publica este año. También tiene un cuento publicado en el compendio Antología de microrelatos (editorial De Costa Rica, 2012) y otros que se exhiben en matablanco.blogspot.com
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