17/10/09

Abrir los ojos y ver




Ante la puerta y con gran dificultad, extrae la llave del bolsillo de su pantalón, operación en extremo complicada si se toma en cuenta que carga con los paquetes de víveres para la quincena. Desliza su mano izquierda y la sumerge en el bolsillo derecho de su pantalón y entre monedas y estrellas de mar, engarza con el dedo índice la argolla del llavero, comienza a sacar su mano suave y lentamente del bolsillo, pero es tan débil su vínculo con las llaves, que estas, al sentir el frío de la noche, no resisten, tiemblan y se arrojan al vacío. 

Flexiona lentamente las rodillas para probar si puede alcanzarlas, va aproximando su mano, cada vez más cerca de ellas, rastreando el piso como un viejo molusco que olfatea la carroña del fondo submarino, pero uno de los paquetes se vuelca desparramándose por el pasillo, maldice, deja caer los otros paquetes, levanta las llaves, se pone de pie y abre, entra en el apartamento, enciende las luces y regresa a recoger todas aquellas cosas, las despacha poco a poco en su sitio, se toma todo el tiempo y limpia los regueros hasta no dejar evidencias, salvo una lata de calamares sobre la mesa, cierra la puerta con llave.

Se queda mirando el apartamento, ¿Y ahora qué? No es posible que todo halla concluido, no es momento de abochornarse en la cama, ni de buscar agendas y marcar números sin respuesta, ni de cambiar de sitio los muebles, no era el momento para un espacio en blanco.

Desde su partida, ella le dejó constancia y su ropa, (la que a él le gusta), sus libros, su Amiguetti tamaño tarjeta postal en la inmensa pared blanca de la sala, los aceptó como una venganza, ella le demostró sencillamente que podía caminar por las calles, hacer el amor, comer, vestirse y soñar sin su ayuda, a cambio le dejó ese paisaje cotidiano donde todo lo demás se fundía con lo suyo. Y el tipo en vez de ir y tantear en las calles, aceptaba el pinche orden de las cosas, la breve aritmética de los días, buscó el disco de Eartha Kitt que escucharon tantas veces juntos, por no fallar a su nostalgia, por no defraudar a su circunstancia de triste, para no transgredir su escenario de hábitos consumados y objetos inertes.

Pero aún queda algo, se desnuda y va a buscar la lata de calamares que está en la mesa, enciende el tocadiscos y una voz chiclosa y tremenda canta a través de la lluvia definitiva y remota de los viejos discos de acetato acerca de pasados y festivos días de amor en Portugal, va a la cocina y saca una escudilla e introduce el dedo en el ojo del abre fácil, jala de éste y queda prendido en su dedo como un anillo barato y extravagante, lo observa largo rato, no tiene sentido y arroja el anillo barato y extravagante al basurero.

La lata continúa intacta, la voz del tocadiscos dice que su corazón le pertenece, saca un cuchillo grande, filoso, de mango negro y lo entierra en el borde de la lata y sin derramar una gota desprende la tapa, la coloca de nuevo en la mesa y da un grito: en medio de la viscosidad de aceite y tinta tictañean un sin número de burbujas.

La voz del tocadiscos se alza y de la sala sincopadamente emerge "I want to be evil" se acerca lentamente con el cuchillo al acecho y las burbujas cesan, se acerca más y algo le pringa el rostro, grita, el cuchillo cae, echado hacia atrás ve un pequeño tentáculo que emerge, oscila ebrio y se azota fuera de la lata hasta caer desmayado, algo lo empuja nuevamente hacia la lata, la voltea y en medio de aquel charco negro, un pequeño, blancuzco y agonizante calamar lucha convulsionado contra su desgracia.

Conmovido, lo levanta con sus manos, pero se escurre y resbala y de un golpe seco deja de girar el disco, de un salto lo deja en el fregadero, pero la criatura parece morir, comienza a buscar, a sacar ollas, recipientes. Nada. Sin saber por qué, corre al dormitorio y trae una de esas antiguas botellas de leche que ella tantas veces usó como florero, lo enjuaga aprisa, la llena de agua y la pone junto al animal que parece no moverse más.

Pero sí, en una mirada comprende y con las últimas fuerzas que le restan comienza a reptar hacia la botella, se aferra a ella, la abraza en medio de horribles convulsiones de agonía, tratando de algún modo escalar, de resolver con las ventosas, de amarla, de poseerla, de adquirirla, de asumirla con esos tentáculos tronchados, fija dos y los siguientes empujan hacia arriba, los otros se apoyan al suelo del fregadero, su cabeza como un globo desinflado, como un ser desangelado, como una bandera dormida, cuelga de un lado y con un movimiento del otro, desnucado, a media asta, lerdo, un tentáculo sobre otro y otro y otros y una larga pausa, larga larga y rígido con los ojos aplastados, deslizándose hacia abajo, perdiendo trecho, luego otro esfuerzo, recuperando milímetros preciosos, otros jaleos, frío, hinchado y coagulado se detiene nuevamente y otra vez se torna moribundo, fracasando, palpitantemente y las puntas de sus brazos alcanzando casi los bordes de la boca de la botella, ahora no cede, no descansa, no cuando sus brazos al fin besan el agua y su cuerpo divaga todavía en el vacío, apunto de caer, pero no, ya no, los tentáculos entrando, los unos, los otros y viene lo peor cuando trata de introducir la cabeza, contorsionándola, estrechándola, ahorcándola, exprimiéndola, sofocándola, engangrenada, casi cabiendo, deslizándose, lentamente, la protuberancia va pasando, tortuosamente succionada por la gravedad, hasta caer de pique, hasta el fondo, acurrucado y autista.

El individuo lleva la botella hasta la sala donde hay más luz, contempla el débil cuerpecito en reposo y unos ojitos grises agradecen enfermos. Ve la raya rosada que empieza a dilatarse por su cabeza y la sutil incandescencia que va tornándose en aquella mirada y cuando transcurren los minutos y el rosado lo invade por completo y sus diminutas vísceras lo irrigan, y sus tentáculos se estiran y se encogen recibiendo oxígeno y silencio mientras dos membranas ondean a sus costados y así que van pasando horas y va amaneciendo y el rosado se vuelve púrpura, transformándolo del todo en esa flor invertida, en ese repentino meteoro, a salvo, vivo, el hombre se regocija y puede al fin consagrarlo como el más bello hallazgo, o quizá más que eso, lo mira con gozo y mansedumbre, comprometidamente, como a un ideal.


Germán Hernández.






7/10/09

Fray Diego de Landa y la Fe del Invasor




1.Introducción

La Conquista de los territorios hallados por los conquistadores, significó para las naciones de Europa el comienzo de un enorme y casi ilimitado proceso de acumulación de riquezas, también, se puede decir que con esta comienza el proceso de mundialización.

Para los pueblos autóctonos de las tierras sometidas a coloniaje, significó por otra parte, el avasallamiento en el mejor de los casos, y el exterminio total de sus civilizaciones. Cada vez que nos asomamos al pasado precolombino hacemos arqueología, para los pueblos victoriosos de Occidente hacemos historia.

Durante siglos de recuperación histórica, con profunda ironía, las fuentes para recoger la memoria de los pueblos autóctonos de América, se habrá de recurrir siempre a las relaciones escritas por los invasores, en muchos casos, miembros del clero, misioneros encargados de esparcir el evangelio del Invasor, se pueden citar muchos casos, como el de Durán, Sahagún, Olmos, Zumárraga, detestan las culturas halladas, destruyen templos, bibliotecas y todo testimonio original de dichos pueblos, al final, solo nos quedan sus testimonios, carentes de objetividad y llenos de su propia visión de mundo, ajena a los pueblos sometidos.

Queremos referirnos al caso de Fray Diego de Landa, y su obra misionera como obispo en Yucatán, de las cuales dejó su “Relación de las Cosas de Yucatán” redactadas en 1560. Este personaje es particularmente importante por su protagonismo en los hechos de Maní, donde destruye cientos de códices y documentos que clandestinamente las comunidades mayas guardaban.

¿Por qué relatar y revolver estos hechos? Porque estos relatos a pesar de su somnolienta presencia en la conciencia del hombre americano contemporáneo, explica también la actitud de las oligarquías criollas posteriores, de las fases de saqueo mercantil y periférico de las naciones emergentes, y en buena medida, el intento todavía pendiente por restituir de autenticidad la religiosidad de los pueblos mestizos americanos.

Desde el punto de vista de los pueblos sometidos, el cristianismo representa la religión del invasor, el triunfo de este y su conquista representa el triunfo de Dios y la muerte de los dioses autóctonos, este triunfo es total, sus implicaciones son deicidas. La destrucción de vidas es incalculable, y la destrucción de sus obras también, hoy día no queda más de 6 códices, esparcidos en algunas bibliotecas europeas. Para las civilizaciones exterminadas no hay restitución posible.

Fray Diego de Landa nace en 1524, y llega a Yucatán en 1549 y en 1572, después de haber ocupado algunos cargos subalternos, ocupa el Obispado de Yucatán. Sobre su obra evangelizadora escribe uno de los suyos, el obispo fray Francisco de Toral: “He dicho esto, para que V.M –dirigiéndose al rey Felipe II – sepa que en lugar de doctrina, los indios han tenido estos miserables tormentos, y en lugar de les dar a conocer a Dios les han hecho desesperar (….) Lo que es peor, que quieren sustentar, que, sin tormentos, no se puede predicar la ley de Dios”. En 1562, es descubierto un adoratorio clandestino, en que los mayas proseguían sus cultos, Fray Diego de Landa, decomisa todos los escritos encontrados, y son incinerados por órdenes suyas.

2.La Fe del Invasor

Puede parecer un tanto escandaloso, indicar que el Cristianismo para América representa un componente más del proceso de destrucción de los pueblos autóctonos, en vista que durante el proceso de hibridación cultural resultante, se puede decir que amplios sectores de los americanos actuales son creyentes.

Destinatarios o no del Cristianismo, lo cierto es que la experiencia religiosa de los pueblos americanos es periférica, secundaria y poco relevante para los centros eclesiásticos de Occidente, la influencia del cristianismo americano hacia fuera es prácticamente inexistente. Y en cinco siglos su desarrollo concéntrico y hacia adentro ha tenido que transformarse continuamente en la voz de los que no tienen voz a manera de reinvención en Monseñor Romero, en Camilo Torres, y muchos otros. Mientras que desde los centros hegemónicos de la Iglesia consintió en el genocidio en primer lugar, y su alinamiento al lado de los oligarcas criollos.

Y no se puede negar, que en la experiencia cristiana reciente, a partir de la segunda mitad del Siglo XX, los aportes fundamentales de la Teología de la Liberación, ofrecen al menos varios elementos para un replanteamiento de fe y de la espiritualidad:

1.Una Iglesia concreta y de carne y hueso
2.La liberación como realización del reino de los cielos en la tierra
3.La retribución a los pueblos sometidos y humillados de la tierra
4.El Jubileo y el perdón de la Deuda

Pero para llegar a estos vórtices, no se pueden hacer rodeos, ni se puede obviar, que esta iglesia siempre fue injerto, que sus posibilidades materiales se dieron al lado del conquistador y luego de las oligarquías, que su existencia dependió en el cuidado de las almas y no de la corporeidad consiente y viviente portadora de dichas almas!.

Para la América pequeño burguesa, embriagada de la actitud “posmoderna” su opio es cosa superada, y racionalmente sustituida por otros cultos. Para la América india y campesina, todavía merodea el animismo y los ritos más ancestrales entre santos de yeso y los altares de oro. Lo que la iglesia nunca pudo domeñar, tuvo que absorberlo: Las vírgenes se volvieron morenas, y en los atrios de las iglesias al lado de ángeles con laudes había otros que tocaban maracas, la iglesia en América es sincrética y tiene que ser así para sobrevivir, nunca pudo el Santo Oficio suprimir la realidad por los dogmas.


3.El Retorno a la quema de los dioses

De nuevo, estamos en medio de la quema de los códices, el siglo XXI no será el siglo de la esperanza para los pueblos americanos, ninguna consigna está por encima de las evidencias: ni el proceso de industrialización alcanzó la sustitución de importaciones, ni ahora en la era de las comunicaciones se ha dado la transferencia tecnológica prometida después de los procesos de ajuste estructural.

Las naciones americanas en mayor o menor medida, pasaron de “bananas republics” a “call centers republics”, el horizonte siempre está en otra parte. A pesar del entusiasmo por las transiciones electorales recientes, el continente americano sigue siendo un proveedor de materias primas y servicios, y el destino de millones de personas se decide más allá de sus fronteras.

¿Qué tiene que ver todo esto con Fray Diego de Landa? Volvamos al relato mítico del Maní y la quema de los códices.

Se narra que quienes denunciaron el “adoratorio” clandestino fueron dos niños indígenas; la denuncia en aquellos días era práctica muy extendida, era salvaguarda y protectora, y además una actitud muy valorada por el Santo Oficio. En realidad durante la Inquisición, los encargados de la vigilancia eran todos los habitantes, el inquisidor solo jugaba un papel importante a partir de la denuncia y en el proceso.

¿Acaso el hecho de que dos niños indígenas fueran los denunciantes no da un contenido simbólico a la construcción de la identidad e invención de la América posterior? Con frecuencia, en los procesos de encomienda, se le exigía a los pueblos autóctonos entregar a sus niños a la iglesia, para iniciarlos en la sana doctrina y enseñarles diversos oficios, entre ellos artesanías diversas, leer y escribir, y algunos hasta llegaron a clérigos.

Dos niños, como un Remo y un Rómulo, son los parte aguas de un antes y un después, en realidad no interesan el número de manuscritos destruidos, (la evidencia indica que fueron quemados todos) tampoco importa cuántos “indios” fueron cristianizados por la fuerza (esto es torturas). La fuerza simbólica de los hechos es más poderosa todavía.

Una generación de niños instruidos en la santa doctrina fueron a fin de cuentas responsables por cerrar las puertas del paganismo para abrir las puertas hacia el nuevo estado de cosas, desde luego que esta es una construcción y está distante de ser verídica, a pesar de que sobre ella pesa más realidad que sobre los hechos.

En el fondo, se quiere sustituir la quema de seres humanos concretos por la quema de dioses simbólicos, parece más humanitario, pero esta quema de dioses, exige sacrificios humanos, y la voracidad de sangre del dios occidental es ilimitada.


4.Conclusión sin Porvenir

Las imágenes del Cristianismo en los países de América, fueron perfectamente elaboradas, la Iglesia se transmutó en una Madre protectora y mediadora que dio a conocer a su hijo Jesucristo… este rostro que asumió la Iglesia de Madre virgen, se convirtió en discurso alternativo al verdadero proceso de evangelización que se dio en nuestros países.

¿Será posible con estos discursos sustitutivos de la realidad resignificarlos? Pienso que una tarea importante de la Teología en general es poder aprovechar desde la religiosidad vivida y experimentada de las personas la elaboración de opciones liberadoras y transformadoras, tolerantes e incluyentes de la alteridad. ¿Pero hasta donde es posible esto? ¿Cómo evitar en alguna medida el peligro de más bien hacer arreglos y acomodos artificiosos?

Finalmente, no creemos que descubrir estos hechos sea como despertar de un sueño para enfrentarse a la realidad, hay sueños más reales que la realidad. La verdad histórica puede ser mediatizada y reelaborada una y otra vez según las necesidades.

No creo que decirle a las comunidades americanas actuales que todo su credo está construido sobre millones de muertos tenga el menor efecto, a no ser un profundo recelo y desconfianza. Sin embargo, negarse a la discusión sí supondría una definitiva petrificación de la historia. Una petrificación de la historia sería como decir que ya hemos llegado, que no hay proceso ni transformación posible.

Germán Hernández




19/8/09

Cuentos Circunstanciales - David Eduarte



Entre narradores es usual confesar, no sin cierta auto compasión, y como reafirmación, que nada es más difícil de escribir que un cuento. Sin poder definir límites ni fronteras, lo que siempre está claro en un cuento es lo que le sobra, ese es el único criterio que cuenta, al menos para quien escribe cuento. Ningún género exige tanto autosacrificio.

Gracias a un llamado de atención de Juan Murillo en su blog 100 Palabras por Minuto, sobre la incipiente obra narrativa de David Eduarte, nos tomamos enserio la tarea de buscarlo y leerlo.

Ciertamente, nos encontramos ante relatos iracundos e imaginativos, la realidad aplasta a los protagonistas, en casi todos la derrota y el desengaño se impondrán al sujeto que pretende con sus acciones tomar el curso y el control de las circunstancias para finalmente... "En la calle, afuera del maldito lugar, me senté en el caño con las manos en la frente y los codos en las rodillas. las lágrimas empezaron a turbarme la vista." (Señorita Silencio). Al menos ese es el estado de ánimo que encontramos en los relatos.

Pero tenemos mucho que reprochar al autor, y es su insistencia en resolver los cuentos por su cuenta, tan metido está en ellos que en varias ocasiones no nos permite sacar nuestras propias conclusiones. Los juicios de valor del autor en literatura siempre son estorbosos por su aura moralista o pedagógica, el lector exigente no los soporta. Y en este sentido es cuando sentimos que algunos relatos no fraguan por este detalle.

Hagamos un repaso por algunos de los cuentos.

En el "Viejo Quijano", un sabroso coloquio nos lleva a un desenlace inesperado, el autor nos lleva poco a poco por la transformación del carácter del protagonista, el confort del principio se transforma en claustrofobia hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, el autor, en los últimos párrafos nos lo explica todo, el "plan genial" y un montón de detalles que ni siquiera se sugirieron a lo largo del relato, este exceso tiene como consecuencia restarle verosimilitud al texto; mi primera reacción fue: "si me siento incómodo en un lugar, simplemente me voy de ahí."

"Judas, Amigo", en este relato, de tono epistolar, me hubiera encantado que el autor intentara al menos imitar las características de este género literario presente en los textos neotestamentarios del siglo primero. Para la incipiente cristología de las primeras comunidades cristianas, el tono de su predicación fue pasando de Jesús el Mesías, a Jesús el Hijo de Dios, llegado este punto, lo que nació como una secta dentro del Judaísmo, pronto cobró autonomía. Los Evangelios son escritos posteriormente a las Cartas (Paulinas, Católicas, Joánicas, etc)para recoger el testimonio presencial de los primeros cristianos a las comunidades que creyeron por el testimonio de los que "vieron". En el camino fueron quedando muchos puntos abiertos. Históricamente, los intentos por expiar al Traidor, han sido numerosos, para los primeros grupos gnósticos del siglo primero y segundo, con base en la predestinación,lograron quizás la primera exculpa del mítico Judas. Los mismos evangelios no son consistentes y tenemos dos versiones sobre la muerte de este. Y es imposible no hacer las asociaciones entre "Judas" - "Juda" - "Judío", en que la inversión de sentido nos lleva hacia una representación simbólica del sujeto convertido en arquetipo. En la literatura tenemos otras hipótesis, como la de Carlos Fuentes en su Terra Nostra, en que el traidor es el otro Carpintero: José, padre de crianza de Jesús, o más con la tonalidad de Duarte, en el caso de Nikos Kazantzakis en su "Ultima Tentación de Cristo", o por último, la singular versión de Ser Ciapelleto, el casi olvidado florentino renacentista, cuya hipótesis es que en la noche de la "Ultima Cena" cuando Jesús anuncia que uno de ellos lo traicionaría, en realidad se trataba de reclutar a un traidor, como ninguno estuvo dispuesto, tuvieron que echarlo finalmente a la suerte, cayendo esta en el finado Judas.

En el "Encierro" los hechos se desarrollan tan a priori, que no queda otra cosa que aceptarlos sin chistar, de lo contrario el relato no es creíble, tenemos que aceptar que la noche en que fue engendrado Ignacio el hijo del protagonista, "fue un sueño", que Alejandra su mujer "La mataron. !La dictadura! !Los desaparecidos!" y todo esto hay que aceptarlo por que el narrador lo concluye. "Tenía sentido". Son precisamente estas intervenciones del narrador en el relato las que nos incomodan.

"Señorita Silencio" Un cuento que casi cuaja, hasta que el narrador, otra vez con una formula que se hace recurrente en la mayoría de desenlaces de sus cuentos: "En se instante comprendí lo horroroso del negocio, comprendí también por qué la vieja Helena irradiaba esa aura desgraciada."

Hasta ahora todos los cuentos de Duarte son narrados en primera persona, son monólogos interiores de un narrador "omnisapiente", pero le queda bien en "Madre Patria", sigue abusando de los juicios de valor, pero esta vez la ironía cuaja hasta el final.

"Piedrero" es como un manuscrito encontrado en una botella, divaga e interpela con eficacia, es la primera vez que siento que no es Duarte el que habla, que se transfigura.

"Fumarse una vida" Vale todo el libro, delicioso cuento, desenfadado y circular. Y sentimos la misma satisfacción cuando leemos "Bus de 5", donde el cuento sabe contenerse hasta el final.

En "Plan integrado de control demográfico" sonreímos, y nos aliviamos ahora sí con una dosis de humor negro, la anécdota refresca a estas alturas, y mucho más con "Citas" donde por fin, el autor nos deja ser cómplices y parte de un final que se adivina y al que queremos llegar a toda prisa.

"Con Dios en el armario" volvemos a las ensoñaciones, nos abre muchos caminos, ¿por qué no ser el nuevo Adán? son tantos los paradigmas que en la historia han prometido una nueva sociedad, un "hombre nuevo" y tal vez la respuesta viene de ese exquisito broche de oro en "Síndrome de incomodidad compulsiva".

"Cuentos circunstanciales" comienza mal... mejora y al final nos saca carcajadas de gusto. A un escritor tan prometedor como Eduarte le exigimos más, mucho más, vale la pena esperar mucho más de su trabajo.

Germán Hernández

17/8/09

Si el Hombre de Negocios llega una noche a tu casa...


Fotografía de Margarita Durán

Si el Hombre de Negocios
llega una noche a tu casa
recíbelo, comparte tu comida
y tu cama con él
siéntate a su lado
deja que tome tus manos
y comience a contarte sobre sus viajes

seguramente hablará de los agentes de aduanas
y cómo ha salido al paso de sus quisquillosas preguntas
de los taxistas, de los bellboys
de todos los que han cargado entre sonrisas su equipaje
o de otros días más sombríos
cuando se demoraron los vuelos
cuando se extraviaron sus maletas
y otros asuntos y otras reuniones
desembocaron inútiles entre correos electrónicos
y mensajes de texto

mientras lo escuchas
no mires la hora en el reloj
no bosteces en su presencia
porque podría
olvidar dónde está
y quienes edificaron tu hogar
se sentirá para siempre en tu casa
y llenará todo
con su nombre y de pequeños presentes
que en su ausencia
llegarán puntuales cada mes desde ciudades distantes:
notas y servilletas llenas de palabras
tarjetas y discos, archivos y fotografías
rosas secas y joyas diminutas…

a pesar de todo ello escúchalo con atención
especialmente cuando no pueda sostenerte la mirada
porque eso querrá decir que confía en ti
se dejará desvestir como un niño
y sentirás su aroma de hombre y fatiga en el cuello y los puños de su camisa
el temblor de su cuerpo y las palabras dichas entre dientes

duerme junto a él
regálale tu sueño como el te ofrenda el suyo
porque él viene cansado de usar otros cuerpos
de repartir saludos y de mentir que es amigo de los desconocidos
y él quiere aprender tu nombre
el cumpleaños de tu hijo y esas cosas
que te comprometen como los viejos recuerdos
y la ropa íntima que reverbera sucia en la noche
en una cesta humedecida de tanto obedecerte

déjalo recorrer tu cuerpo
sobre los duros sufrimientos que hay en tus extremidades
déjate sentirte amada
y que tus nalgas
son dignas de algo más que una silla giratoria
que tus senos perduran más allá del asombro adolecente de los vecinos
porque alguien sabe beber ahora algo más que la sombría maternidad
de tus obligaciones

déjalo dormir hasta el amanecer
hasta las bocinas de los autos que aborrecen
el nuevo día y sus trayectos
sus necesarias habilidades y semáforos
déjalo besar tu hombro cuando despierte
porque nunca como en ese breve momento
sentirás toda su honestidad condensada
como ahora que quiere decirte que te ama
y que nunca había sentido otra piel como la tuya
tan suya como tu piel
como ahora que no sabe llamar patria
a tus ojos anegados y tus labios murmurantes
y tus pies fríos entre sábanas arrugadas
bajo la furiosa intensidad del aire acondicionado

espéralo hasta la última noche contigo
y no lo juzgues mientras se incorpora
llamando por teléfono y conspirando sus reuniones
sus juegos de cartas, sus momentos de éxito
porque esa noche el habrá descartado cualquier trato
habrá despreciado el prestigio y las cenas lujosas
para regresar a tus brazos
a los ásperos contornos de tus muebles
a la angustiosa verdad de tu pago quincenal
a las cobijas llenas de otros hombres por los que nunca preguntará

si sabes resistir como se resisten las naves que no naufragan
si reconoces la amistad de una vieja mujer que ya vivió estas noches
comprenderás que él no te hará ninguna promesa
que todo lo que te ha dicho será verdad aunque quisieras que te mintiera
que ya él tiene otra cama y unos brazos que lo llaman
porque él te ama como nadie más podrá amarte
porque no ofrece verdades intangibles que no salgan
de su tarjeta platino
porque no te humilla con ellas
porque te quiere completa y limpia
con el compromiso de no llamarte
y de regresar contigo cuando los negocios lo permitan

sospecha si quieres
pero él querrá estar contigo
no le creas
aunque destruyas todo lo que él te dio:
la única verdad por la que ha vivido

y si el día de su partida te pide que llegues al aeropuerto
y él llora en tus brazos
no es porque lo has perdido
es porque no tiene con qué darte las palabras necesarias
para resistir el día después de su partida
porque sabe que tu olvido es la única ofrenda que su último
beso le devolverá al sello borroso en su pasaporte.

Germán Hernández


Los adioses


Ilustración de Cristian Brenes

¿Cómo nos enteramos de la muerte de los otros? No es complicado. A veces la noticia llega por teléfono o alguien por detrás posa su mano en tu hombro; puede llegar a través de los titulares sangrientos, pero solamente cuando la muerte tiene algo morboso u obsceno que mostrar. Hay otras muertes que nadie espera y ocurren en lugares infortunados como las maternidades. Pero cuando las muertes son simples como un reloj que se detiene con exactitud, casi no sorprenden, ocurren como algo sabido de antemano.
Así lo supo él, había encendido la televisión para ver las noticias mientras almorzaba. Cuando estas terminaron y recogía la mesa y pasaban aquella música de réquiem con los obituarios reconoció de inmediato un nombre, apenas alcanzó a leer el lugar de la vela, que mañana en la mañana era el entierro. Si quería despedirse tendría que salir esa misma tarde.
Buscó con calma dos mudadas de ropa, algunos accesorios para el aseo y los guardó holgadamente en un maletín que antes estuvo limpiando empecinadamente hasta sacarle aquel aroma verdoso que deja el moho y el olvido. Tomó un taxi hasta la terminal de Turrialba y compró su tiquete. Cuando el bus arrancó, se dio cuenta de que estaba rompiendo la única promesa que había jurado cumplir, y que irónicamente para decir adiós tenía que volver.
El centro de Turrialba tiene un aroma extraño y una humedad equívoca, una nostalgia de puerto sin mar y unas palmeras gigantescas sobre los rieles oxidados del ferrocarril que alguna vez pasaba por ahí y que casi ninguno de sus habitantes actuales conoció. Aún así, sin reconocer aquella ciudad, sabía perfectamente a dónde se dirigía cuando bajó del bus, tal vez por eso alargó su camino, atravesando cuadras innecesarias que ya no devolvían ningún recuerdo y donde las casas habían sucumbido y se habían levantado otras, o simplemente, las habían pintado de otro color.
Todo en la habitación del hotel olía a humedad, los cajones de la cómoda, los armarios y la ropa de cama, todo estaba lleno de ese gangoso aroma a vejes y madera podrida. Sentado largo rato, no sabía si tendría el ánimo de ir a la vela, si podría desarrugar la camisa que traía y ponerla en uno de los abollados ganchos de ropa del armario. Dejó que la tarde se fuera por la ventana, hasta que ese sonido de pasos distantes y plagas nocturnas llenara las luces de la calle. Cuando miró por fin la hora, supo que ya era demasiado tarde para regresar y le confortó la idea de estar atrapado, que ya había pasado la primera prueba.
Salió, subió hasta el parque y entró a una cantina. Nadie lo reconoció, y él no reconoció a nadie. Pidió una cerveza y una boca de lengua en salsa, luego otra, y entonces se pidió un trago de guaro. El cantinero se le quedó mirando, se le acercó y le dijo quedito:
—Tengo contrabando.
El asintió con la cabeza y le sirvieron, el pecho se le despejó y el aire se volvió menos espeso, más fácil de respirar y se tomó un par más hasta sentir que la ropa apretaba menos, el cuerpo era más liviano y no había ruido; las esquinas se volvieron más distantes y el relente bañaba con frescura. Carraspeó más joven, menos triste, con estos tragos y este aliento no podía asomarse por nada del mundo a la vela, ahora lo sabía, otra prueba superada, otro peligro menos, mejor tomarse un traguito más antes de irse al hotel.
Cuando se acostó no sintió la pegajosa tibieza de las sábanas, mientras miraba el cielo raso le fueron llegando las preguntas, los recuerdos y el sueño, porque uno no se despide, lo sabía, en todos estos años habían llegado tarde pero seguros los rumores y las noticias borrosas. En la habitación contigua escuchó a alguien que tosía y hablaba por celular y se quedó dormido.
Despertó desorientado, no sabía dónde estaba ni quién era, afuera llovía y aún así logró oír la descarga de algún inodoro vecino. Bajo la ducha fue destrabando los hombros, la mandíbula, las sienes endurecidas por el sueño y frente a un espejito diminuto recordó quien era y que hacía allí, se hizo la barba y para que no lo fueran a reconocer se dejó el bigote.
En la recepción había un muchacho somnoliento viendo las noticias de las seis de la mañana, y se dirigió hacia él:
—¿A qué hora sirven el desayuno?
—Ahorita, la muchacha ya está en la cocina.
—Bueno.
—Quiere leer el periódico? – le preguntó el muchacho extendiéndole La Nación.
—Gracias, yo no leo esa mierda.
El muchacho sonrió.
—Ahorita pasa un señor vendiendo la Extra.
—Me avisa.
Se fue a sentar en el comedor, se distrajo escuchando la lluvia y esta continuó mientras desayunaba. Subió una vez más hasta la habitación, se lavó los dientes, volvió a peinarse, a contar los billetes que traía, a calcular los pasos que tendría que dar hasta la iglesia, bajó y la lluvia estaba ahí; parado frente a la puerta la veía como esperando que esta acabara por fin de barrer la brisa invisible que huía hasta dentro.
—¿Don?  ―lo interrumpió el muchacho―, ¿tiene que salir?
—Sí.
—¿Le llamo un taxi?
—No, voy aquí cerca, hasta la iglesia
—¿Le presto un paraguas?
El paraguas tenía algunas varillas quebradas y olía igual que los muebles y las tablas del hotel, pero bastaba para caminar, orientarse de esquina a esquina y ocultarlo de la gente. Llegó al parque. La cantina de la noche anterior estaba cerrada y tuvo la oportunidad de mirar uno de los pericos ligeros que descendía lentamente de uno de los palos del parque, verdoso y bello como un niño y cagar al pie del árbol. Hipnotizado lo vio ascender otra vez, y sonaron las campanas de la iglesia y caminó lentamente hacia ella, cerró su paraguas y entró dejando un hilo de agua hasta la banca que eligió. ¿Era incienso o era cedro aquel sabor amargo que se le metió en la boca?
Entre los ecos obtusos del padre oficiando recordó que él no tenía por qué estar ahí, que a esa iglesia no podían entrar comunistas ni gente como él, pero eso era antes, ahora a nadie le importaba. Ahí sentado se sorprendió de ver el ataúd lleno de coronas, todo se iluminó por los relámpagos, y las luces se encendieron a media mañana como si el sol se hubiera apagado; la temprana lluvia de la madrugada había crecido y ahora quería vengarse de todo.
Apenas unos gestos y unos ademanes y todo había terminado, ahora unos hombres levantaban el ataúd en hombros y mucha gente se desperdigaba y la lluvia afuera golpeaba sobre ellos. Entonces reconoció un rostro entre la multitud. Había pasado tanto tiempo que aquella mujer parecía otra, y junto a ella, también reconoció al muchacho que la sostenía del brazo, pero no porque lo conociera a él, si no porque el muchacho tenía el rostro del muerto y la misma edad del muerto la última vez que lo vio, y sin saber cómo, comprendió que también a él le pudo haber pasado lo mismo, que también hubiera podido tener un hijo como aquel muchacho, que hubiera podido hacer otra vida, admitir sus derrotas, o no, y en lugar de haberse ido, pudo haber luchado.
Se acercó a ella y al muchacho, sostuvo la mirada con dignidad como reclamando su derecho a estar ahí, pero ella no lo reconoció y el muchacho no sabía quién era él.
El aguacero mugía con una violencia inexplicable y la gente se iba dando por vencida durante el cortejo, subían la cuesta hasta el cementerio y correntadas verticales de barro bajaban de ella. No había nadie a quien acercarse, no había manos que estrechar, intruso y ajeno decidió estar frente a las espaldas del puñado de sombras que pudieron llegar a ver por última vez al muerto desde la empañada ventanita de su ataúd. Los peones del cementerio sacaban agua a paladas del hueco que habían abierto la noche anterior, nadie sabía cómo bajarlo, nadie sabía si flotaría o se hundiría en aquel lodazal, y por un momento imaginó que no cabría allí adentro, que se deslizaría por las cuestas, que todos correrían ridículos tratando de rescatar aquel muerto que todos querían olvidar, tirarle toda aquella tierra anegada para olvidarlo, menos él, que sabía exactamente qué decirle.
Empapado descubrió que había olvidado el paraguas en la iglesia. Bajó la cuesta y no se detuvo hasta llegar al hotel. Temblando de frío, levantó la vista para disculparse con el muchacho de la recepción por haber perdido su paraguas, pero ya no estaba el muchacho, y en su lugar había una mujer que le cobró la noche sin decir nada, sin preguntar por el paraguas, sin despedirse de él cuando salió hasta la estación de buses, y la lluvia, agotada por fin, había cedido su lugar a un incipiente sol y a esa sustancia densa y bochornosa que solía flotar sobre el asfalto.
El bus arrancó, comenzó a subir por los cerros y a abandonar el diminuto valle. Por la ventanilla vio por última vez el cementerio sobre una loma y, sin querer admitirlo, se despidió por fin de quien más había amado.

Germán Hernández