La “historia de vida”, como
técnica de investigación cualitativa, es de las más difíciles de recopilar,
sistematizar, analizar y sintetizar. Cuando es trabajada y moldeada mediante
los recursos literarios, se vuelve también un ejercicio virtuoso entre la ficción
literaria y la palpitante realidad vaciada en ese difícil género llamado
“testimonio”. Mencionemos dos casos relevantes: “Los hijos de Sánchez” de Oscar
Lewis, o “Memorias de un cimarrón” de Miguel Barnet, textos que si no se
hubiera advertido de previo al lector, los hubiera leído con la certeza de que
se trata de proezas literarias (que también lo son).
Los amigos venían del sur, de
José Picado Lagos se emparenta con las obras citadas, y cuidado si no se
advierte antes al lector de que se trata de una recopilación de historias de
vida de excombatientes costarricenses durante el proceso revolucionario en
Nicaragua entre 1979 y 1987, el lector llegaría a pensar fácilmente que se
trata de una exquisita novela épica y polifónica, pues su composición, el hilo
testimonial, geográfico e histórico que se tejen fina y sutilmente en cada
relato es en sí mismo un logro. No solo son las circunstancias históricas las
que unen cada relato, también están unidos, fusionados magistralmente por la
habilidad y el oficio de José Picado Lagos.
Creo que hay que destacar que
este libro es valioso por el testimonio que expone, y también por el trabajo de
composición de dicho testimonio (donde también contribuyó nuestro querido poeta
Alfredo Trejos).
Estas historias de vida tratan
sobre la solidaridad de Costa Rica en 1979 por la caída del tirano Somoza y en
favor de la revolución sandinista. De las brigadas de costarricenses “Carlos
Luis Fallas” y “Juan Santamaría” organizadas
por los Partidos Vanguardia Popular, Socialista Costarricense y el Movimiento
Revolucionario del Pueblo con más de 300 combatientes de toda índole:
estudiantes, campesinos y obreros. Gobernaba entonces Rodrigo Carazo Odio,
quien simpatizó con la lucha armada del FSLN; y facilitó de varias maneras la
insurrección, entre ellas el apoyo de la aviación venezolana pues Carlos Andrés
Pérez presidente de Venezuela era otro gran amigo de la revolución sandinista
(ironías de la historia, el gran enemigo de Hugo Chávez). Guanacaste pasó a ser
un bastión del Frente Sur, se establecieron campamentos en nuestro territorio, se
impartió instrucción militar, se coordinó el tráfico de armas, pertrechos y
diversidad de insumos en apoyo al FSLN, en todo el país hubo casas de
seguridad, se prestaron servicios de salud a los combatientes para su
recuperación y rehabilitación, el país estaba con el pueblo nicaragüense.
Luego del triunfo, en el proceso,
muchos costarricenses colaboraron con la incipiente revolución en temas de educación, agrarios, apoyo
logístico, militar y otras áreas. Los somocistas se rearmaron y formaron la contrarrevolución
(o más bien un ejército mercenario con la única intención de desestabilizar al
gobierno sandinista), con el apoyo del gobierno de Ronald Reagan construyeron
bases militares en Honduras y Panamá. El antes gobierno amigo de Costa Rica presta
nuestro territorio para pistas de aterrizaje en apoyo a “la contra” a cambio del
apoyo económico de $2 millones de dólares diarios al gobierno de Luis Alberto
Monge, para 1983 las organizaciones políticas costarricenses conforman la Brigada
Mora y Cañas, que envió tropas para combatir a “los contras” de la Alianza
Revolucionaria Democrática (ARDE) lideradas por el mercenario Edén Pastora, en
el Río San Juan hasta su derrota en 1987.
A 36 años de la Revolución
Sandinista, es totalmente válido rescatar el significado de lo que implicaba
entonces hablar de “internacionalismo”, de “revolución” de contrastarlos, de
someter a examen los testimonios de quienes estuvieron in situ, en la selva, la
montaña y los sueños, y con el primer
entusiasmo domado por la cuesta de años encima, leemos los relatos de unos
costarricenses, de unos amigos, de unos héroes prácticamente olvidados examinando
esos significados de entonces, ahora. El saldo es conmovedor, humano, vibrante.
Nada de discursos trasnochados,
ni furor juvenil. Tampoco un texto histórico, pero eso sí, lleno de historia;
ni biográfico, pero lleno de vida y de vidas. Un texto que sabe bien que ya no
tiene sentido adoctrinar, pero sí sabe restaurar la memoria.
Puede ser por eso, que el jurado
de los premios nacionales Aquileo Echeverría 2013, concede a este libro testimonio, a esta novela viva,
el premio nacional de ese año en la categoría de “libro no ubicable”, aunque a
la larga nos ubica a nosotros más bien, en un presente en que los “amigos ya no
son amigos” en que se disputan litigios en nombre de soberanías abstractas, y
fronteras que en lugar de unir separan, en que se olvida que esa línea
imaginaria se cruzaba para luchar por los sueños más hermosos. Los “amigos de
hoy” de la extinta revolución sandinista quedan desenmascarados: como el
Mercenario Pastora, comandante de la “Contra” que en su propia tierra y a su
propio pueblo le envenenaba pozos de agua, quemaba cosechas, masacraba y
violaba niños y niñas y reclutaba humildes campesinos a cambio de no matarles.
Impune, el asesino es ahora un paladín de la soberanía al servicio del
orteguismo.
Todo ello se puede constatar mediante este
testimonio, y se puede hacer también todo un minucioso ejercicio
historiográfico para comprender la cronología de los hechos, las circunstancias
que mediaron y especialmente, para sentir las vidas que vivieron esos hechos y
circunstancias y devolverles los latidos. Una lectura urgente, necesaria, imprescindible.
Germán Hernández.