En 1967, en Santiago de Chile,
aparece impreso un delgado y sutil volumen de cuentos: “La mala cosecha” de
Francisco Zúñiga Díaz, apenas cinco relatos, apenas el segundo volumen de
cuentos del maestro, un texto que apenas y se sabe en Costa Rica que existe.
Cuentos de ámbito agrario,
cuentos comprometidos, socialmente beligerantes, pues se intuye en ellos que la
fatalidad existencial de las personas, también tiene una raíz social y
económica.
Cuentos duros, más ásperos, pero
sin abandonar ese riguroso uso de la imagen como un puñal en cada línea, ya
Zúñiga Díaz dejó atrás las primeras influencias, las de Salazar Herrera, y
Salarrue; su estilo a partir de ahora será distinguible, su narrativa densa,
entrecortada, siempre dando a entender y entreabriendo puertas de
significación.
Y hay un elemento más, en este
breve cuentario, en particular en su último cuento, “La fiesta” posiblemente el
mejor del conjunto: la síntesis, la contención y especialmente el humor, algo
tan difícil en la buena literatura será uno de los tópicos de toda la narrativa
de Zúñiga Díaz, un humor dulce y triste, un humor que surge desde la ironía, y
que en este texto “La fiesta” resuena.
Recientemente el narrador, editor
y crítico Sergio Arroyo, destacó también que con este cuentario y en particular
con los cuentos “Juan Soto P”. y “La fiesta” convierten a Zúñiga Díaz “en el
primer escritor costarricense que ve publicados sus microrrelatos fuera del
país”.
Ofrecemos a los lectores y
lectoras y a todos y todas las personas que honramos la obra literaria de
Francisco Zúñiga, los cinco textos íntegros que componen ese segundo libro del
maestro.
Germán Hernández.
La mala cosecha
Benedicto empujó la puerta
lentamente; de adentro salió una agrura de medicina.
Puso el sombrero de lona sobre la
banca y siguió en la masticadera de desesperanza.
Del cuarto vino la voz de la
mujer, un remedo más bien:
—... nedicto.
—Mjú — (balbuceó él).
—¿Nada? — (la pregunta difícil).
Benedicto tardó un trago de
saliva para contestar; para mentir, que eso fue.
—Compra cigarros pa los que
vengan —dijo nuevamente el susurro de la esposa.
A Benedicto le dieron ganas de
fumar (Desde anoche no lo hacía).
El olor de medicina era ya parte
de él mismo. Sus ropas, su sudor, su angustia.
—Lina —dijo al rato, con el ánimo
de que le creyera—, ya compré la caja.
La mujer sollozó. Ella misma no
supo cuál de los dolores era el que le salía ahora.
Benedicto se acordó de un cabo de
puro que había guardado. (Fue en el momento de la nueva congoja, esa otra que
hizo más alta la estiva de congojas, cuando lo guardó).
Fue una astilla de alegría, que
estorbó con su soledad la carretada de tristezas. Se paró rápidamente y fue a
encenderlo con un tizón, y volvió a la banca a seguir siendo estatua.
Por algún lado se colaba una
brisa. Benedicto trató de buscar por dónde era, pero la mirada se fue tras el
humo del cigarro. "Tal vez a Lina le caiga bien un poco de aire"
—pensó. Podía ser que tuviera pereza de tapar la rendija, pero estaba cansado.
No tenía sueño, ni hambre, pero tal vez lo que le hacía falta era dormir y
comer.
La tos convulsa de la mujer lo
desacomodó de nuevo.
—Si hubiera jarabe de pino blanco
—pensó.
—Lina —dijo— ¿Te froto otra
vuelta?
—Ya no hay guayacol —contestó la
mujer.
***
El hijo, ya iba a cumplir los dos
años. Pero ya no los cum¬pliría. Pensaba el padre: "Ahora, el día de San
Benedicto, lo hubiéramos mudado con el vestidito nuevo. De haberlo sabido se lo
ponemos antes, para que no lo estrenara de mortaja.
Las lágrimas gruesas salieron,
por suerte. Mejor que fuera así, porque si no habría salido un sollozo, y él no
quería impresionar a Lina.
—¡Cómo hará Lina para aguantar
tanto! —pensó Benedicto:
—Yo, por lo menos, estoy
alentado. Pero ella, ¡y ahora en cuarentena!
Se vio muy mal Lina en el parto.
El del niño que ahora deberían enterrar fue normal, a pesar de que en ese
entonces era primeriza. El siguiente ya la cogió con anemia. La mala cosecha de
ese año, en el que Benedicto no sólo tuvo que entregar el producto a don
Porfirio por el préstamo para la siembra, sino quedarle debiendo, casi se
vuelve mala cosecha de Lina. De ahí nació su tos.
Pero no fue tan mala esa cosecha:
el segundo retoño, aunque revejido, ahí anda gateando sus doce meses. Ahora
este último, nacido en la miseria, en la enfermedad, en esa tos que ahora la
hace escupir sangre:
—.. .nedicto —dijo quedamente.
—Mjú.
—¿Le ponemos Benedicto también,
para reponerlo?
—Dios primero no habrá de morirse
—contestó el hombre.
La mujer sollozó. Benedicto
también sollozó.
El aire, pesado de olores de
medicina, era un aire de lágrimas y de muerte.
Las flores, que adornaban el
cuerpo del niño muerto, ya estaban marchitas.
Benedicto contempló al difunto.
Al colocarle sus labios en la frente, sintió adentro su frío.
Una a una, como chuzazos, se
repitieron las palabras de don Porfirio. Igual a como le estuvieran martillando
cuando hacía de estatua en la banca, junto al sombrero de lona, entre los
vapores del guayacol, ante las ganas de fumar.
"Para poder prestarle yo,
Benedicto, usted tiene que ponerse al día con el saldo que me adeuda. Si no, ni
un cinco. ¡Ni un cinco!".
"Pero don Porfirio"
—había dicho Benedicto— "es un caso de caridad cristiana. ¡Hay que
enterrar al niño!".
Don Porfirio siguió empacando
libras de azúcar detrás del mostrador. Después, entre dientes, murmuró:
"piensan que a uno le cae la plata del cielo".
A Lina le preocupaba lo de la
vela. Porque el chiquillo murió en la tarde; y en la noche, cuando Benedicto y
tres vecinos lo velaron, no hubo cigarros, ni café, ni un trago
("Buena
gente" —había dicho Benedicto).
Lina por eso le encargaba,
"ahora que ya todo se había arreglado", comprar cigarros, para darle
a los vecinos que llegaran al entierro. Mas vale tarde que nunca, pero en las
velas hay que dar cigarros, pensaba Lina y Benedicto así lo creía también.
"¡Por lo menos un cigarro a cada uno!".
Se levantó y fue al cuarto (ella
dormía convulsamente). Tomó el alcohol para humedecer un pañuelo y ponerlo en
la frente de Lina, atizada con la calentura. El también se puso un poco en la
nuca, por si el aire lo molestaba luego.
Observó de nuevo a la mujer:
estaba pálida, flaca, casi ter¬minada. Se inclinó y le dio un beso en la
mejilla.
La tos, otra vez, vino a
mortificarlos.
—¿A qué hora se lo llevan?
—preguntó Lina.
—Ahorita —mintió él.
Benedicto no le hallaba solución
al problema. ("Al niño hay que enterrarlo:
¡Ni un cinco! ...¡Ni un cinco!
..."Las palabras de don Porfirio eran como el golpe del pico sobre la
tierra buena).
Y Benedicto comenzó su delirio:
lo envolvería en una sábana y él mismo iría a enterrarlo al potrero. Allí
haría un hueco, sembraría flores.
Sin flores y sin cruz tendría que
ser. Si ellas se ponen intervendría la autoridad, por haber hecho un entierro
a escondidas, sin los trámites usuales.
"¿Sin flores y sin cruz? —Se
dijo Benedicto. ¡NO!: él no es un perro,
No pudo soportar el peso de sus
pensamientos: salió al co¬rredor y lloró.
Ya más sereno entró de nuevo a la
casa. Tomó el hacha y la pala (tanto que las cuidaba), y salió. De paso se
llevaría el yugo y el arado y lo que fuera.
—¡Aunque tenga que venderme yo
mismo! —dijo quedamente, tragándose una amarra de salivas.
Se fue por el trillo. Por su
mente transcurrió la imagen de un entierro, en cajita blanca, con flores, con
niños, con ángeles.
Efraín Soto P.
Tal vez grabar el nombre, como
primera cosa que se escribe cuando se tiene a mano un instrumento, sea un acto
inconsciente. Sobre todo si el nombre lo escribe un individuo, como Efraín
Soto P., que apenas aprendió a escribir. Podría decirse: puso en la ventana,
con carbón y en letra ruda, Efraín Soto P., porque eso fue lo que más aprendió
a hacer en la escuela del pueblo, hace un montón de años. Pero en realidad,
Efraín Soto P. quiso sobrevivir.
Entonces lo impulsó un deseo de
perdurar; de que su nombre, tosco como cualquiera, durara un poco más que su
vida, que ya casi se extinguía.
Esa tarde, igual a las otras, no
llovió: el verano se había recargado mucho, como el mango de mangos maduros, y
tenía que llover. Efraín Soto P. salió al corredor de la casa y contempló la
arboleda. Los árboles de aguacate abortaban por el viento; la tierra reseca; el
camino, a diez varas, lleno de polvo menudo y de las cicatrices de las huellas
de las carretas.
Hacia el oeste, el sol, en un
abuso de colores, se recostaba casi agotado de quemar y quemar los pastizales
del potrero.
"...Que llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva...".
(Se le vino a Efraín Soto P.
desde la infancia) y recordaba la ronda, de la mano de María, de Fernando, de
tanto chiquillo ahora viejo (o muerto que era lo mismo), viejo como él (qui¬zás
ya muerto como ya casi él lo estaba); posiblemente enfermo a punto de acariciar
por última vez una tarde de verano; con el deseo, traducido en mirada al cielo,
de que cayera una inundación sobre la sequedad de su existencia.
Tomó del fogón una astilla
encendida y aspiró al otro lado del puro, el humo espeso.
Luego escribió, con
el tizón apagado, el Efraín Soto P., en la ventana de la casilla.
Había vivido mucho, a pesar de
sus cuarenta y tres años. Su mujer hecha un nudo con sus enfermedades y las de
ella. Sus cuatro hijos: dos muertos en la infancia (por dicha —pensaba Efran
Soto P.). El otro en la Zona Bananera, haciendo quién sabe qué; la hija menor, en
la ciudad, sí sabiéndose qué hacía.
El y la mujer no quisieron salir
del campo. Tal vez si se hubiesen ido —piensa Efraín Soto P.— la hija no
hubiera tomado el rumbo que escogió, ni el hijo habría partido.
Pero no es eso lo cierto —sigue
pensando Efraín Soto P. Los dos tenían, aquí en el campo, su destino; él las
eras re¬pletas de furia de creación; ella, la creación de hijos para engendrar
a las eras, darle vida al campo, y con ello, rellenar de ilusiones su soledad
de ahora, su angustia de hoy.
Al final ocupó la casilla de la
finca de don Napoleón. Allí, como cuidador, tenía techo: un corredor sin
baranda, una co¬cina. El cuarto, que encerraba los males de enfermos y una
ventana que tenía grabado, en letra tosca, un Efraín Soto P. Sobre todo tenía
tierra, árboles.
***
Efraín Soto P. murió ayer:
tuberculosis, dijeron. Lo enterraron en el cementerio del pueblo. La campana
de la iglesia redobló a duelo. La lluvia, cuando llegue, inundará la era que
acogió el cuerpo de Efraín Soto P.
Tal vez dentro de unos días
derriben la casilla, si el viento no se encarga de hacerlo antes.
Y entonces el
Efraín Soto P., como el dueño del nombre ahora, no será ni recuerdo.
Los rasgos groseros de las
letras, en una próxima quema para la voltea, se perderán, prendidos de alguna
brisa, en las socolas.
El Matapalo
Dicen que Victoria Rojas fue
bonita. Terminó por juntarse con Simón, y ahora, muerto el viejo, no es sino un
tronco del que se prenderá la muerte un día de estos.
La muerte es como el matapalo
para Victoria Rojas, y así lo sabe. No tiene temores: simplemente se encuentra
satisfecha de haber vivido. Morirse era, a su juicio, no llorar, no sentir a
Luis, no empaparse de su vacío.
Posiblemente en compensación a no
haber muerto, hizo su obra ahora. Complacida sonríe; vive de nuevo.
Las malas lenguas dicen que va a
heredar a Rosalía: su casilla llena de años, la carreta de Simón y nada más. De
por sí Rosalía no tiene nada, lo mismo que Victoria Rojas antes.
Rosalía tiene que formar su vida.
Eso de esconderse es no vivir: debe decirse, ajeno a las murmuraciones de
siempre, que uno hizo lo que hizo porque le dio la gana, porque quiso, en el
caso de Victoria Rojas, o de Rosalía, surcar ilusiones. Hacerse veranera para
enredarse en los vaivenes de la brisa, y no llegar, como Victoria Rojas, a ser
un tronco absorbido por el matapalo.
Porque tal vez Victoria Rojas no
hubiese sido un tronco…
***
Hace bastantes años (habría que
determinarlos por inviernos), Victoria Rojas se fugó con Luis. Ella tenía
quince; él era jornalero de la hacienda de Roderico Méndez, en el Norte. Se
fueron naturalmente: como la corriente de El Guacalito (despacio, sin bríos,
pero tumultuosa, profunda).
En un bote tomaron rumbo a
Nicaragua. Desearon quedarse entre la montaña, en las tierras en donde habían
nacido. Pero Luis, en un arrebato tal vez, por defender su amor hacia
Victoria, mató de un tiro de escopeta a Roderico Méndez. Y Victoria, virgen
como la tierra que anhelaban, se fue con Luis, a quien había prometido el
tributo de su cuerpo nuevo.
Los pechos de Victoria Rojas se
abrieron al abrazo de Luis Ramírez.
Los labios sellaron una promesa,
llena de aventura, de anhelos, de vida.
El Río Guacalito ponía en sus
bordes los caprichos de las orquídeas y el ensueño del garcerío. Los
cocodrilos, perezosos, tomaban las riberas al palotear de los remos. Los
lirios, en los remansos, hacían colores, reverberando, en sus corolas, al sol
que se levantaba.
Ya en el Lago, tomaron rumbo a
cualquier parte. Llevaban consigo amor y un empeño de levantar montaña, de
hacer hijos, de vivir.
Pero Luis fue víctima de la
montaña: una serpiente le arrancó la vida.
Victoria la sintió desplomarse
como si fuera un árbol, que por la terquedad del hacha se echara de bruces.
Ya sin Luis, decidió regresar al
caserío.
Años después se juntó con Simón,
como para proteger un desamparo, pensaba, pero no fue sino para acrecentar su
amargura con una gota minúscula.
***
Tal vez no por el Río Guacalito,
bastante montaña después de Victoria Rojas, Rosalía emprendió un camino
parecido. Posiblemente en la ruta de Rosalía las garzas no se encresparon las
plumas en el equilibrio de su sola pata; es posible que no fuese el caudal de
un invierno barrialoso. Quizás la polvareda de los cascos relinchaban en el
trayecto.
Pero sí palpitaban dos corazones,
huyendo tal vez, encontrándose desde luego.
(No interesan las razones de la
huida. Luis Ramírez debía una vida: (Victoria anidó una muerte). Don Roderico
no logró sus intenciones: (La escopeta de Luis más que una vida quitó el
empeño). Victoria Rojas y Luis huyeron (el hijo no nació: quedó náufrago de un
mar de lágrimas) Rosalía, ahora, también huía.
La cierto es que llegó al pueblo
de Victoria Rojas.
Victoria Rojas no llora la muerte
de Simón, porque ni siquiera recuerda cuando ocurrió. Sí, tiene presente la
ausencia de Luis, muerto en la montaña, tronchado con la violencia que
Victoria no toleraba. Que, ahora, no podría perdonar.
Victoria Rojas los hospedó. Dicen
las malas lenguas que va a heredar a Rosalía. ¿Qué puede dejarle?: una casilla
vieja, que no anidó un amor que ya se anida. Una carreta, la de un hombre que
fue su marido, para que el hombre de Rosalía juegue el papel de Luis.
El matapalo, piensa Victoria
Rojas, se llenará de flores.
La Carreta
Dentro de poco se llevaría la
carreta.
—¡Agustín! (Casi no fue palabra.
Si hubiera podido llorar, se desborda).
—Ya, mujer. Ya, ya —contestó el
marido.
Agustín sintió su lástima en la
garganta. Tragó fuertemente y carraspeó. Empezó a pensar. Podría, alargándose
en los montazales, decir que la carreta fue el principio. En ella, Teresa y
él, juntos ya para siempre, doblegaron el zacatal para hacer después trillo. Se
adentraron potrero adentro, hasta el Playón. El Río Barranca roncaba los tumbos
de un aguacero deshecho en agua sucia.
Pasaron la noche bajo el
manteado, en la carreta. Por la ojiva de la compuerta el cielo era más cielo,
más lleno de estrellas. Parecía que después del desborde salieron brillantes,
llenecitas de lluvia.
Al día siguiente partirían; en la
mañana, cuando el río ya sereno se hubiese vaciado al mar.
(Ahora la carreta saldrá del
corredor. Esa es la preocupación de Teresa y la lástima de Agustín. Tal vez
sea nostal¬gia, porque los recuerdos se desgajan:
—Se encariña uno y le da cabanga.
Es como si me quitaran a Teresa —piensa Agustín).
Se fueron al amanecer. Las ruedas
de la carreta, al romper el río, cerraron remolinos de corriente. Los bueyes,
aliviados por el desenyugue y el pasto, halaron suavemente. Al paso por el río
se revolvían pedruscos.
Un garrobo perezoso se llenaba
del sol de invierno.
Por el camino a San Jerónimo
contemplaron la montaña.
—Ya hoy no llueve (la voz de
Agustín). Teresa no dijo nada.
—¿Estás contenta? (Ella respondió
con una sonrisa).
Allí en San Jerónimo, pensaba
Agustín, clavaría las estacas en donde amarrarían su nueva vida. Más tarde
tendrían que hijear allí.
—Bonito es San Jerónimo. Yo
estuve ahí hace mucho, una vez que me vine de Heredia.
—¿Cuánto hace? —preguntó
Teresa. —Cuatro años.
Los dos se callaron. Agustín
pensó que si se hubiese quedado en San Jerónimo no hubiera vuelto ahora con
Teresa. Para él era encontrarse ya con un conocido: volver a un retazo de su
pasado con una esperanza repleta.
Teresa pensaba que al segundo
hijo le llamaría Jerónimo. El primero no, que tendría que llamarse Agustín.
La carreta, al entrar al poblado,
hacía dibujos de ruedas entre los barriales.
De las casas, regadas por allá,
salían a curiosear los moradores. El día, surgido de las nubes de agua, venía
fresquito.
(Dentro de poco se llevarán la
carreta. Saldrá del corredor como cuando salió del corredor el ataúd con el
cadáver de Agustín, el mayor de los hijos. A Teresa, seguro, se le desgarrará
adentro su sentimiento contenido y un desborde de llanto se le convulsionará,
impotente de detenerse más.
Agustín está apenado, también.
Pero la carreta saldrá hundiendo paralelas, como si en vez de marcar los
surcos maceraran toda su vida, que tuvo su principio con la carreta.)
En San Jerónimo hizo su terreno.
Construyó su casa, for¬mo eras, sembró y sacó cosechas.
Allí nacieron sus
hijos. Junio a la casa, un cobertizo entejado para la carreta. Ella fue su
auxiliar, así como Teresa su consuelo. De tanto darle y darle al trillo formó
calle: de la finca al pueblo, del pueblo al regazo de Teresa, del regazo de
Teresa al cañal, al trapiche, a la cosecha.
Para el bautizo de Agustín, el
hijo mayor, la carreta, contra las piedras, tiraba redondeces de música sonora.
En ella fueron al pueblo: a comprar zarazas para Teresa, una chupeta para el
chiquillo, maíz, canfín, sustento. Y volvió ya de noche con tres bajo el
manteado:
—Hace un año vinimos dos —dijo
Agustín a Teresa en un descanso del camino. Agustín, el hijo, sonrió
apaciblemente.
—(Ya no debe tardar Marcelo que
tiene que llevarse la carreta. Ya es más del mediodía, y si quiere que no lo
tome la noche debe pasar el Barranca en la tarde, que estará flojo de agua.
—Tal vez no venga hoy, Teresa (lo
dice Agustín con el ánimo de que sea cierto).
—¿Y qué? Si no viene hoy llega
mañana (la voz tiene apariencia de consuelo).
A Agustín le sigue doliendo que
se lleven la carreta. Es por él, por Teresa, por su vida.
Ya Teresa no volvió a insistir.
Ya dejó su mirada de súplica, de nostalgia. Pero Agustín la sigue sintiendo:
—"¡Cómo es posible que no
diga nada. Cómo es posible que no se oponga! ¡Cómo quisiera que llorara!"
Agustín quiere que llueva; quiere
llover él mismo: hacerse un temporal de lágrimas, y junto a Teresa, cantarle un
adiós a la carreta).
Se fueron creciendo los hijos:
Agustín, Jerónimo, Teresa, Josefina.
Cada nuevo retoño era una raíz
prendida al humus de San Jerónimo, la tierra cálida a la que llegó con Teresa y
la carreta.
Un día fatal murió Agustín, el
hijo. Lo destripó un árbol en la montaña, cuando apenas llegaba a los dieciséis
años.
La carreta sacó el cadáver al
pueblo. Su canto, de regreso por los pedregales, era un acorde muerto.
La fatalidad los hería, y ellos,
que sintieron desprenderse una rama del higuerón que se habían hecho, siguieron
la rutina de su vida amarga, ya con historia.
Los otros crecían bien. Ayudaban
a Agustín los varones y a Teresa las chiquillas.
Se llenó la casa de música
nuevamente.
En las noches de marzo u otras de
luna, iban en la carreta al río, para verla sumergirse en la corriente que se
ponía serena para hacerse espejo.
(Parece que va a llover y es
posible que Marcelo no venga).
—Tere (lo dijo suavemente a la
esposa). Ya Marcelo no llega hoy.
—¿Quién dice? —Va a llover.
Un trueno, en la lejanía,
comprobó lo dicho. El aguacero, en los lagrimales de las nubes, pugnaba por
extirpar los goterones uno a uno.
—El problema es la palabra...
(musita Agustín).
(Teresa no dice nada).
—Es parte del trato con Marcelo.
El me vendió el tractor y yo le cedí la carreta.
(Lo dice como para justificar su
decisión). Es parte del pago y es… mi palabra. Porque yo siempre cumplo lo que
ofrezco, aunque me duela, aunque nos lastime a los dos.
Teresa no pudo soportar un
sollozo. Era lo que esperaba Agustín. La tomó del brazo, la atrajo hacia su
cuerpo y la besó tiernamente primero, con pasión después.
Mañana me voy a Esparta, Teresa.
Si viene Marcelo le decía cualquier cosa. Coge los doscientos pesos de la
hipoteca y se los das. Dios proveerá para el fin de mes, en que deberemos pagar
al Banco.
La carreta es parte de nosotros,
Teresa, y no podemos permitir que nadie se la lleve, aunque tengamos que
devolverle el tractor...
Por las mejillas de Agustín se
resbalaron las lágrimas. Teresa estaba repleta de ellas, como con los
goterones del aguacero, hace muchos años, en el Playón del Río Barranca,
cuando decidieron venirse a hijear hijos y cosechas.
La Fiesta
—¡Qué raro. Cómo está tomando
Leoncio! —Sí, hombre. Tan formal que ha sido siempre. Primera vez que veo que
toma. —Lo dejó la mujer. ¿Supiste?
—No sabía. ¿Pero cómo es posible
si ella era tan dedicada a su casa?
—Sí. Parece que se fue con
Beltrán Méndez.
—¡No!
—Sí.
***
Y en el mostrador de la cantina
Leoncio Núñez alimenta su borrachera:
—Me dejó la puta con cinco
chiquillos —dice al cantinero. —¿Qué hago yo. Manuel? Pues, servime otro trago.
Yo quisiera que llegara de nuevo a casa para echarla como a una perra: ¡a
patadas! Eso se merece. ¿No sabes que los güilas han llorado? Imagínate vos:
poner a llorar a cinco criaturas. No, yo no lloro, yo estoy borracho de pura
cólera.
***
Transcurrieron quince días.
—Idiay, sigue tomando Leoncio. —Sí, hombre. La empezó de nuevo hoy. —¿Se
volvería a acordar de la mujer? —No, propiamente. La mujer regresó. Parece que
Beltrán, después de estar con ella unos días, la dejó. ¿Y la recibió Leoncio?
—Sí. —¡No!
***
Y en el mostrador de la cantina.
—Y que querías que yo hiciera,
Manuel: vieras que contentera la de los carajillos. ¡Parece que están de fiesta!