Office in small city - Edward Hopper |
El escritor de novelas policiacas trabajaba con ahínco; tras
meses de angustiante escases llenaba ahora las páginas una tras otra en un
frenesí que lo excitaba desde el vientre hasta las yemas de los dedos que
golpeaban las teclas, en su cabeza las ideas y las imágenes de lo que escribía
se empujaban, se abrían campo hasta brotar finalmente en el monitor donde se
podían leer las últimas líneas:
… en el callejón, como un desperdicio más, arrojaron el
cuerpo de la muchacha asesinada y no fue descubierto sino hasta el día
siguiente cuando un par de indigentes que buscaban algo que comer vieron un
enorme perro echado al lado de ella lamiendo sus labios…
El escritor de novelas policiacas se detuvo ahí, salvó el
documento, arqueó la espalda exhalando satisfacción y se fue a dormir, pues ya
clareaba y no se había detenido en toda la noche. Más tarde, mientras hacía la
primera comida del día, (algo entre desayuno y almuerzo, entre tostadas, café y
casado), leía detenidamente el periódico tratando de casar temas y situaciones
interesantes para sus novelas . Desde luego, la sección de sucesos era la que
más le importaba, pero no tenía prisa en llegar, lo leía todo ordenadamente, y
cuando llegaba ahí tomaba tijeras, goma y papel para seleccionar y archivar el
material con posibilidades de convertirse en una nueva historia. Era parte de
su oficio.
Ya había leído casi completa la sección cuando tropezó con
una nota que decía:
Encuentran muchacha asesinada. Redacción. Una joven sin
identificar, fue encontrada esta madrugada en un callejón que es utilizado como
botadero y lugar donde frecuentan indigentes y drogadictos. Aparentemente la
causa de muerte fue por arma de fuego, como no fueron hallados casquillos de
bala en la escena se sospecha que la ejecución habría ocurrido en otro lugar y
posteriormente la trasladaron hasta el lugar del hallazgo. Por el momento se
desconocen los móviles del crimen. La Sección de Recolección de Indicios
continúa la pesquisa.
El escritor releyó varias veces la nota, la coincidencia con
lo que había escrito apenas unas horas antes no dejó de inquietarlo. Acabó su
comida y su lectura, había que trabajar, estaba algo atrasado con varios libros
que le habían enviado para dictaminar, era poco lo que le pagaban por cada uno,
pero bien visto, eran unos ingresos que siempre le caían bien, había aprendido
a vivir con holgura y austeridad, tenía todo lo que necesitaba, la temible
soledad que tuvo que afrontar en algún momento había dejado de ser su enemiga,
y la escritura que había iniciado como un desahogo, se convirtió en un oficio
que apenas daba para vivir pero que también hacía soportables las ausencias.
La editorial le mandaba libros cada mes para que el los
leyera y los dictaminara para publicar o no, le enviaban de todo, era
sorprendente la cantidad de libros que se escriben y que nunca serán
publicados, los leía superficialmente, por lo general no había nada más que
ínfulas y amateurismo en esos textos, sacaba tres o cuatro por semana, y seguro
por su diligencia el flujo de obras no cesaba nunca. Mientras escribía, se
acompañaba con jazz que escuchaba desde su computadora, esa música ambiental y
extraña finalmente había llegado a gustarle y estaba tejiendo en su interior
ceder a la tentación de escribir algo al respecto, quien sabe, algún tipo de
reseña de discos, no lo tenía claro, solamente que cada vez que escuchaba el
Such Sweet Thunder del Duke, sentía que debía existir un dios.
Pasó el resto de la tarde trabajando. A las seis sintió
hambre, tenía pereza de cocinar y como tenía casi cuatro días sin salir de casa
pensó que a lo mejor no le vendría mal caminar un poco, comprar comida china y
con ese paseo pensar en cómo continuaría desarrollando la trama de su novela.
Era temprano cuando regresó, al menos para la hora en que acostumbraba sentarse
a escribir, varias ideas habían surgido durante su caminata, revisó sus notas y
bosquejos y se puso en marcha.
Lo de escribir novelas policiacas fue algo natural, desde
muy joven cuando se aficionó a la lectura, ese género fue el que más lo sedujo,
en el transcurso de los años había devorado cientos de ellas, cuando por fin se
inició en el oficio de escribir todo aquel ropero desordenado de lecturas
comenzó a organizarse en su mente y fueron surgiendo las ideas, primero un
detective criollo al que llamó Molina, una combinación, como no, de todos sus
héroes, un poco de Jules Maigret con Harry Bosch, de Dave Gurney y Salvo
Montalvano, de Pepe Carvallo, Kostas Jaritos y Carl Mork; la cosecha era pues
cuatro novelas y dos libros de relatos, nada mal según él, que luchaba ahora
con la quinta entrega de la saga y contra su forzado abandono.
Esa noche y las siguientes el ritmo de escritura fue
frenético, su detective interrogó uno tras otro a los testigos y sospechosos,
desentrañó las vidas ocultas de muchos y muchas, hasta dar con el asesino de la
muchacha abandonada en un lote baldío, y de las demás chicas, las cosas iban
mal para su detective, la persecución tenía que acabar de alguna manera para él
o para el asesino serial, habían luchado, el detective estaba herido, se
arrastraba, el escritor tecleaba, incontenible:
… y un rastro de sangre dibuja el trayecto hasta donde se
había escondido, fue cuando sonó su teléfono que inmediatamente alertó a su
perseguidor, miró su silueta cuando se aproximaba hasta él.
- No entiendo cómo me encontraste, pero ya ves, fui yo el
que te encontró...
Molina guardó silencio, el dolor en su pierna herida
comenzaba a marearlo.
- …Pero ya no tiene importancia.
Molina sostuvo la mirada, no había tiempo para pensar en la
muerte, su teléfono seguía sonando.
- Contestá, es bueno despedirse – dijo el otro.
Molina extrajo el teléfono de la bolsa de su pantalón, la
luz de la pantalla parpadeaba y se lo acercó al oído… sonrió y arrojó con todas
sus fuerzas el teléfono a la cara de su atacante, este no tuvo tiempo de
esquivarlo, el golpe y la distracción dieron la última oportunidad al detective
que saltó sobre él, lo inmovilizó y comenzó a asfixiarlo, sus manos se
hundieron en la garganta del asesino y pensó en todas las chicas que habían
acabado en un basurero, en el dolor de todas las personas que había conocido en
esos días y que seguían llorándolas, Molina no se podía detener, sería en
defensa propia, un escalofrío resbalaba por su espalda, sus párpados eran cada
vez más pesados, estaba a punto de desvanecerse, y temía que sus manos
comenzaran a ceder, el otro luchaba, logró volverse, Molina no lo soltaba,
mientras el otro pataleaba y castigaba sus costados a puñetazos hasta que
Molina sintió la saliva goteando de aquel hombre sobre su rostro, cuando ya el
dolor lo paralizaba hasta la cintura, sintió que el otro ya no luchaba y como
un enorme leño logró quitárselo de encima en el momento en que desde lejos se
escuchaban por fin las sirenas de las patrullas que se acercaban.
El escritor de novelas policiacas salvó el documento, estaba
emocionado, no estaba seguro todavía de si pondría el punto final para
incrementar el suspenso o escribiría una coda, algo en qué pensar más tarde,
por ahora solo quería servirse medio vaso de ron que bebería de un sorbo e irse
acostar.
La mañana siguiente repitió las rutinas de siempre, salvo
por la llamada que atendió a media mañana, era un trabajo especial que la
verdad no le entusiasmaba, pero que morbosamente le provocaba y que no había
rechazado antes y no iba a rechazar ahora, la tarea de mula, de escribir la
obra de otro, saber que sería publicado y vendido para otro ya no le repugnaba,
recibiría un puñado de papeles y notas próximamente, y un buen adelanto en su
cuenta. Mientras hacía su desayuno almuerzo y leía los sucesos, encontró una
nota que le extrañó sobremanera.
Cae asesino de indigentes. La redacción. El presunto asesino
de nueve mujeres indigentes cae gracias a la acción de un agente del OIJ que
dio con este. En conferencia de prensa el Director del OIJ confirmó que el
principal sospechoso del que sería un asesino serial que gustaba de violar y
estrangular mujeres jóvenes, adictas e indigentes y que posteriormente
abandonaba en lotes baldíos y tiraderos de basura, fue interceptado por un
agente que en defensa propia luchó con este, el agente de la ley fue herido en
una pierna por su atacante, se encuentra hospitalizado y estable, el sospecho
murió a manos del agente irónicamente estrangulado como hacía con sus víctimas.
Hospitalizado y estable… repitió en voz alta, algo estaba
mal. Varió sus tareas de ese día y se dedicó a revisar uno tras otro sus
archivos y recortes de periódico. Sobre la mesa del comedor puso varias
carpetas, el único criterio de orden que tenía era el cronológico, así que
comenzó con los del último año, homicidios, violaciones, secuestros, abusos,
atracos, violencia doméstica en todas las formas imaginables constituían
aquellos álbumes, uno a uno fue encontrando los que le interesaban, los
separaba y seguía buscando, así se le fue pasando la tarde, hasta la noche,
hasta que la fatiga recorrió como un puñal desde el cuello hasta la cintura y
tuvo que ponerse de pie, rendido, había separado nueve recortes, todos seguían
el mismo patrón, mujeres indigentes, drogadictas, todas estranguladas y
encontradas en lotes baldíos entre marzo y setiembre del año anterior. No había
nada que celebrar, a su alrededor colgaban los recuerdos, visitó las
habitaciones abandonadas, con sus manos acarició las camas vacías, las ropas colgadas
para siempre en sus ganchos, y para no quebrarse, arregló su pequeño desorden
en la cocina, puso a lavar la poca ropa que había usado durante la semana, fue
hacia su cuarto, y durmió abrazado a su almohada.
Disciplina, una página escrita cada día hábil significaba
una novelita de doscientas cincuenta páginas más o menos por año, material
suficiente para pulir y entregar al editor decentemente, una novela por año,
algo que Auster suele hacer, guardando las convenientes y necesarias
proporciones, ni soñar con una producción como la de un Simenon, de una
Cristhie o un Stanley Garder, una página por día, los dictámenes de libros
ajenos y ser la mula de dos o tres suramericanos en auge, apenas para pagar las
cuentas, suficiente para él.
Tuvo un sueño, estaba en Paris, pero era extraño, en su
París había mar, se encontraba con una novia de sus veintes, ella había muerto
de esclerosis múltiple, pero en el sueño ella estaba viva, era ella, con su
rostro mágico y luminoso, sonriendo frente a él, todavía tenía veinte y tantos
años como la recordaba, y él era él, hoy, qué patético se sintió después, un
cuarentón diciendo siempre te he amado a un recuerdo, despertó llorando, es que
ahora ese y todos los duelos le perseguían, de noche y de día, en sueños y en
vigilia. Otra vez cambió sus rutinas, la mañana siguiente mandó tres dictámenes
por correo electrónico a la editorial, no hubo desayuno-almuerzo, solo café,
uno tras otro chorreó todo el día su preferido café caracolito mientras
examinaba cada recorte con su recién finalizada novela, una por una las
muchachas asesinadas de los diarios coincidían con las víctimas de su novela,
los mismos lugares, los mismos medios, pero lo que más le espantó fue que su
asesino tenía los mismos móviles que el verdadero, un hombre joven,
profesional, pero lleno de odio, que cansado de putas caras encontró un día a
una chica piedrera a la salida de un night club, ella le sonrió, él le ofreció
cualquier cosa, y ella vio caer el maná del cielo, lo que fuera por una piedra,
por una más, y él le dio todo lo que ella quería, todo lo que la sostenía en el
mundo, le costó más la media hora de hotel que los sueños de aquella niña, toda
huesos, toda llagas, tan anciana y tan joven mientras soportaba su peso sobre
ella, y sus manos atrapando su cuello, y su verga penetrando por senderos
polvorientos y secos, qué afortunada y sonriente se despidió con las marcas de
sus manos en el cuello, que dichoso se sintió él, ya sabe papi, cuando quiera,
y apenas cuatro días después una gonorrea le recordaba una y otra vez el rostro
magullado de ella, su respiración agonizante mientras la estrangulaba y la
cogía, la detestaba por el magnesio de cefotaxime, por el ardor, por la pus
incesante que brotaba de su pene, pero el colmo fue el resultado positivo de VIH
que le anunciaron días más tarde, antes que cualquier dolor, que derrumbarse,
todo se fundió en un odio que le alcanzaba para vivir, y perseguirla, a dónde
van las perras como ella, y comenzó a buscarla en los lotes baldíos, en los
búnquers, en las cenizas, y cuando encontraba una igual a ella, pequeñita y
toda ojitos reverberantes, acurrucada y suplicante por lo único que necesitaba,
por lo único que vivía y se detenía en sus ojos, sonrisita muerde quedito,
mosquita muerta, lo que quieras papi, todo por una piedra, ven aquí chiquita,
vení, toma, y sus manos llenas de pánico ya no pudieron detenerse después de
eyacular, y las seguía estrangulando, las veía morir azules y húmedas bajo el
sereno y no se detendría hasta encontrar la que le hizo todo esto, la que lo
llenó de aquella inmundicia y esa lepra.
Nada de esto tenía que ocurrir, nada de esto tenía que ser
verdad, pero el monstruo que había inventado había matado a nueve muchachas, el
escritor de novelas policiacas lloraba, su depredador había matado a cada una
de las muchas de sus recortes de periódico, lo podía leer en su novela, detalle
por detalle, se sentía culpable, cada noche, cada madrugada, cada vez que
escribía, mientras daba rienda suelta a su imaginación, una por una fue matando
mientras tecleaba a cada una de esas muchachas, estaba horrorizado, corrió al
cuarto de su hija, y se arrojó sobre sus peluches y muñecas. Lloró amargamente
sobre ellos, acarició sus cosas, y gimiendo se abandonó a la contemplación de
cada rincón, de cada cosa que le devolvía el recuerdo de su niña y su mujer
inalcanzables, el amanecer lo dejó tirado en media sala, sobre su charco de
llanto y desolación.
Se levantó una vez más, inercial, nada lo detuvo para hacer
café una vez más, nada lo detuvo en contestar el teléfono y mirar el calendario
y decir que sí, que en quince días mandaría los avances, y todo lo demás, que
sí, que claro, que estaba ocupado en eso, que sí, que ya me conocen, cuándo te
he fallado, claro, claro, a sus órdenes, claro que sí, pero no, ya no iba escribir
más, ya no más, ahora no, aquellas muchachas muertas lo torturaban, el policía
moribundo que por fin detuvo a su asesino lo incriminaba, no podía hacerlo más,
por ellas, por todas sus víctimas.
Un poco de cordura vino después, un poco de sentido común
como el de los dolientes que regresan de un entierro, cocinó un poco, cenó en
su mesa vacía, en medio de sus archivos, con el pecho despejado… si no escribo
más me moriré, no habrá para comer, ni para pagar facturas, ni para celebrar
con ron nicaragüense una novela más… una sospecha lo alentó, un capricho
estadístico lo seducía, todo fue casualidad, nada de lo que haga cambiará nada,
nada de lo que escriba va ocurrir, por eso encendió su computadora y escribió
un cuento tonto, inocente, inofensivo, para desafiar el destino:
… la rotura del acueducto formó una bella laguna sobre la
que flotaban los carros y donde los niños que habían perdido miedo al
infortunio, nadaban y celebraban el cierre indefinido de las escuelas.
Y al día siguiente comprobó lo que temía. Los grifos estaban
secos, no pudo ducharse, no había una gota de agua, mientras leía el periódico
encontró:
La Redacción. La ruptura de un tuvo madre que abastece a la
Gran Área Metropolitana dejó a más de cien mil hogares sin el suministro de
agua, la ruptura de éste se dio en horas de la noche por lo que una enorme
cantidad de agua se derramó por las calles y las inmediaciones de San Pedro,
las alcantarillas se colmaron y fueron insuficientes para desahogar las calles
por lo que al menos cinco cuadras se han anegado y es imposible para los
vecinos de las localidades aledañas moverse o salir de sus viviendas como si se
tratara del desbordamiento de un río, la vía principal que comunica al centro
de la capital se encuentra interrumpido mientras cuadrillas de Acueductos y
Alcantarillados tratan de resolver la fuga.
La fotografía que acompañaba la nota era elocuente, un
brillo llenó la mirada del escritor de novelas policiacas, una sonrisa llenó de
luz su rostro ajado y cansado de llorar, una multitud de niños jugaban en medio
de la inundación, saludaban a la cámara, otros hacían piruetas, uno subido al
techo de un auto se preparaba para hacer un clavado y uno más flotaba estático
en el aire a punto de caer en el agua.
Ahora, con más certeza, el escritor de novelas policiacas se
levantó y diligentemente se puso a poner todo en orden, se dedicó a la limpieza
de la casa, barrió y limpió los pisos, recogió todo lo que le estorbaba,
toneladas de periódicos viejos, llenó bolsas de latas de cerveza y botellas de
ron vacías, quitó el polvo de las fotos de su esposa y de su hija, encendió
varillas de incienso por todos los cuartos, cambiando la ropa de cama, en fin,
que todo el día se la pasó purificando la casa, hasta que llegó la noche,
rompiendo todas las reglas se sirvió un trago de ron antes de empezar, un
Zacapa veinticinco años, encendió su computadora y esperó, suspiró hondo, posó
sus manos en el teclado, y comenzó a escribir:
...ese día la mancha del atardecer era fría y azulada, en la
acera la silueta de la mujer y de la niña se volvían diminutas y frágiles,
mientras los carros pasaban veloces por las calles, y ellas se aproximaban
hasta la esquina para cruzar, la niña señalaba hacia el otro lado de la acera y
la madre se inclinaba hacia ella como aprobando su deseo…
Se detuvo un momento, tenía que pensar muy bien las próximas
líneas que escribiría, lo meditó un instante, luego siguió:
...ahí estaba él otra vez, al otro lado de la acera, haciendo
señas con las manos, mirando a su hija levantando las manos saludándolo, su
madre la tomó de la mano, esperaron a que cambiara la luz del semáforo, y ellas
cruzaron, pero esta vez ningún conductor distraído se saltó la luz roja, y esta
vez él sí pudo extender los brazos para recibirlas, y sentir a su niña
emocionada cuando lo abrazaba.
Germán Hernández.